Capítulo 3

El boticario bajó la vista hacia el cadáver y sacudió levemente la cabeza como negando la cruenta realidad que tenía ante sí.

—Confieso que, en un principio, creímos que se trataba del cuerpo del coronel. Parecía la conclusión más lógica dado que el señor Grubb estaba convencido de haber acompañado al reverendo Tombs hasta la salida del edificio, al menos a la persona que él creyó era el reverendo. Sólo después de realizar un examen más minucioso caí en la cuenta del engaño. Lamentablemente, para entonces ya habíamos dado parte a Bow Street. Supuse, equivocadamente, que el señor Leech le había informado del error a su llegada.

Locke levantó el brazo del cadáver por la muñeca y recorrió con su dedo los nudillos sin marcas.

—El coronel tenía una cicatriz en el dorso de la mano derecha, justo aquí. Me dijo que se debía a un accidente sufrido durante su servicio en el ejército. Era bastante ostensible pero, como puede observar, aquí no hay cicatriz alguna —el boticario dejó caer el brazo sobre la cama—. Este no es el coronel Hyde.

—¿Pero es el reverendo Tombs? ¿Está seguro de ello?

Locke asintió enfáticamente.

—Totalmente seguro.

—¿También él tenía cicatrices?

Hawkwood no pudo resistirse a deslizar una nota de sarcasmo en su pregunta. Para su sorpresa, el comentario no pareció provocar ninguna reacción adversa en Locke, quien se limitó a afirmar:

—Pues resulta que sí —el boticario contestó la pregunta implícita de Hawkwood señalando las propias mejillas y la mandíbula del agente: las zonas del cadáver que habían sido extirpadas—. Las más llamativas las tenía en la cara. Aquí y aquí. Las de menor importancia, mirando más de cerca, pueden verse todavía detrás de la oreja izquierda.

Hawkwood se volvió hacia Leech.

—¿Usted acompañó al reverendo Tombs a la habitación? ¿A qué hora?

—Serían aproximadamente las diez en punto —respondió Leech—. Seguía lloviendo a cántaros.

—¿Qué hizo después de dejarle?

Leech se encogió de hombros.

—Terminé mi ronda y volví al piso de arriba.

—¿Y la llave?

—La dejé colgada en el gancho del cuarto del guardián, junto con las demás.

—Y este tal… Grubb, cogería la llave para dejar salir al párroco.

Leech asintió.

—Así es —el celador señaló el cordel de una campanilla colgada en la esquina de la habitación—. Al oír la campanilla, se pondría inmediatamente en camino.

—¿Y Grubb no notó nada extraño?

Leech negó con la cabeza.

—Nada. Lo vi al volver esta mañana, antes de que Adkins le dijera que la bandeja del coronel estaba intacta. Le pregunté que cómo había ido todo y me dijo que sin problema: el pastor hizo sonar la campanilla. Grubb fue a buscarlo, y lo acompañó hasta la salida.

—Tendré que hablar con el celador Grubb —comentó Hawkwood.

Locke asintió.

—Por supuesto, aunque sigue convaleciente.

—¿Convaleciente?

—Tuvo un ataque al descubrir el cuerpo. Por fortuna, no fue tan grave como nos temíamos al principio, pero está algo pachucho y no ha vuelto aún a sus obligaciones. Puedo llevarle hasta él.

Hawkwood asintió y recorrió la habitación con la mirada.

—¿Ha movido alguien alguna cosa, doctor?

—¿Movido? —preguntó Locke frunciendo el ceño.

—Vuelto a colocar en su sitio. ¿Está todo igual que cuando Grubb encontró el cuerpo?

—Eso creo. Sí.

Hawkwood se quedó mirando los aros de hierro anclados a la pared arriba de la cama. De repente, le vino a la mente la imagen de Norris, el paciente encadenado a la pared por el cuello y los tobillos. Se aproximó a la mesa. En el centro de la misma descansaba un tablero de ajedrez. A juzgar por la posición de las piezas, la partida había quedado inacabada. Hawkwood levantó una de las piezas, un caballo blanco. Estaba hecho de hueso. Supuso que era de ballena, porque había visto juegos similares tallados por prisioneros de guerra francesas recluidos en cascos de navíos. No era infrecuente encontrar aquellos objetos en domicilios privados. Había agentes, filántropos que actuaban en representación de algunos de los artistas más refinados, que se ofrecían a vender sus tallas en el mercado libre a cambio de una modesta, aunque no siempre lo era tanto, comisión. Se preguntaba de dónde provendría este juego en concreto al tiempo que observaba el resto de objetos sobre la mesa: dos jarras y una botella de cordial vacía. Cogió la botella.

—Es curioso. No hay indicios de pelea.

Locke parpadeó.

—Mire a su alrededor, doctor. No hay sillas volcadas, ni tan siquiera un alfil caído o un peón fuera de su casilla. ¿No le resulta extraño? ¿Piensa que el hombre simplemente se tendió y se dejó aniquilar? Ya estaba muerto cuando le hicieron esto. Tenía que estarlo.

Locke parecía pensativo.

—No encontré signos evidentes de lesiones en el cuerpo (aparte de la laceración… del daño… en la cara, naturalmente), lo cual sugiere que la causa de la muerte pudo haber sido la asfixia. Un golpe rápido y contundente en el estómago, quizá para incapacitarle, seguido de una almohada sobre la cara. La muerte le sobrevendría en cuestión de minutos, incluso en menos si la víctima ya se ahogaba por falta de aire.

—¿Así que lo asfixió y después lo mutiló? Ciertamente es una posibilidad, doctor. Y ahora dígame: ¿dónde consiguió la cuchilla?

La pregunta pareció quedar suspendida en el aire. Locke palideció.

—Supongo que existirán normas que prohíben a los pacientes la tenencia de objetos punzantes, cuchillos y similares —dijo Hawkwood.

Locke cambió de postura, incómodo.

—En efecto.

—¿Ni siquiera para cortar la comida?

—Eso lo hacen los guardianes.

—¿Y cuchillas de afeitar? ¿Cómo se afeitan?

—A los pacientes difíciles se les inmoviliza; los que muestran una disposición más… apacible… son atendidos, también, por los guardianes, normalmente con la ayuda de un mozo.

Hawkwood observó que el boticario abría y cerraba las manos apretando los puños.

—¿Qué le ocurre doctor?

Locke, visiblemente alterado, tragó saliva con nerviosismo.

—Es posible que yo le haya, mmm… sin darme cuenta, facilitado al coronel Hyde la forma de hacerse con, mmm… el arma homicida.

—¡Ah! ¿y cómo es eso?

Intimidado por la mirada de Hawkwood, el boticario empezó a frotarse la palma de la mano izquierda con el pulgar derecho. Parecía intentar limpiar una mancha de sangre restregándose la piel.

—En ocasiones me hacían llamar para atender al coronel en mí, mmm… calidad de médico.

—¿De veras?

—Nada demasiado grave, como comprenderá: un purgante alguna que otra vez, y el drenaje de un absceso hace cosa de un mes.

Al boticario le tembló la voz al percatarse de la importancia de la confesión.

—Y supongo que llevaría usted su bolsa.

—Sí.

—¿Y qué contenía exactamente?

—Lo de costumbre: bálsamos, píldoras, eméticos y cosas por el estilo.

—¿Y su instrumental?

Se produjo un breve silencio antes de la respuesta del boticario. Cuando habló, lo hizo con un hilo de voz.

—Sí.

—¿Y sus bisturíes quirúrgicos de hoja afilada? Porque necesitaría un cuchillo de hoja afilada para drenar un absceso, ¿no es así, doctor? —inquirió Hawkwood.

El boticario le lanzó una mirada a Leech, aunque en el rostro del celador no había empatía, sólo alivio porque otra persona fuera el centro de las críticas.

Hawkwood siguió con su ataque.

—Eso es lo que pasó ¿no? En alguna de sus visitas para extirparle al coronel un furúnculo del culo, éste se las arregló para robarle uno de sus malditos escalpelos.

A Locke se le descompuso la cara.

—¿Me está diciendo que ni siquiera se dio cuenta de haberlo perdido?

Locke adoptó una expresión de profunda humillación.

Hawkwood cabeceó, incrédulo.

—Estoy pensando seriamente en arrestarlo, doctor, aunque con toda franqueza no sabría de qué acusarlo, si de complicidad o incompetencia. Empiezo a preguntarme qué clase de institución dirige usted. ¡Por Dios Santo! ¿Quién está a cargo de su maldito hospital: el personal o los lunáticos?

Locke se sonrojó. Sus ojos, magnificados por las lentes redondas que llevaba puestas, parecían tan grandes como platillos.

Hawkwood advirtió que el celador Leech le miraba fijamente. En cuanto Leech saliera de la habitación, todo el hospital se enteraría de la regañina al boticario. Con un movimiento de cabeza señaló el cuerpo y la desolladura que otrora fuese el rostro de un hombre.

—¿Cuánto tiempo habría llevado hacer esto?

Locke inspiró profundamente dibujándose sus labios una tensa línea.

—No mucho, si el asesino sabía lo que se hacía.

Se produjo un silencio.

—Venga, vamos, suéltelo —insistió Hawkwood preguntándose qué más le quedaría por oír.

—El coronel Hyde era cirujano del ejército. Operaba en los hospitales de campaña en la guerra de la Independencia española. Tengo entendido que su forma de atender a los heridos… —Locke se mordió el labio—…era tenida en gran estima.

—¿De veras?

Hawkwood digirió la información. Después, cogiendo una vela de la mesa, atravesó el arco de entrada a la otra mitad de la celda.

Había otra mesa sobre la que reposaba una jarra con una palangana. Adosado a la pared había un escritorio de caoba, una silla plegable y un arcón de madera con remates de latón. Al contemplarlos, a Hawkwood le asaltó un repentino sentimiento de reconocimiento. Cuando era soldado, había visto más escritorios y arcones similares de los que alcanzaba a recordar. Si entrabas en las dependencias de un oficial, ya fuera en un cuartel o incluso en un vivaque en el frente, todas estaban amuebladas de forma idéntica; era el equipamiento habitual de campaña. Hasta él mismo tenía el suyo propio, sorprendentemente parecido a éste, en sus aposentos de la posada del Pájaro Negro. Lo había adquirido durante su servicio en la Península Ibérica en una subasta celebrada tras la muerte del antiguo dueño del arcón, durante la retirada de La Coruña.

La habitación y su contenido desentonaban con la funcionalidad desnuda de los dormitorios y distaban enormemente de las condiciones, casi inhumanas, en las que se mantenía a los demás pacientes, al menos a los que él había visto. A diferencia del resto, esta estancia casi rozaba lo palaciego. ¿A qué se debería? Se preguntó Hawkwood.

El mayor contraste con diferencia era la colección de libros e ilustraciones que cubrían las paredes; varias veintenas, según el cálculo aproximado de Hawkwood. Una cantidad que en absoluto desmerecería de una biblioteca pequeña. Hawkwood acercó la vela y recorrió con la vista las hileras atestadas de volúmenes encuadernados en cuero. Los nombres de los autores no le decían nada: Harvey, Cheselden, Hunter. Otros eran evidentemente extranjeros. Vesalius y Casserio parecían italianos; mientras que Ibn Sina y Massa, sonaban vagamente orientales. Los títulos en inglés giraban en torno al mismo ámbito: Anatomía del cuerpo humano, El movimiento del corazón y la sangre, Historia natural de la dentadura humana. Había otros en latín. Hawkwood supuso que también eran textos médicos.

Los aguafuertes y grabados que llenaban los espacios vacíos en la pared de la celda pertenecían, literalmente, al mismo cuerpo temático. Todos ellos contenían representaciones del cuerpo humano que mostraban con gran precisión anatómica la musculatura y el esqueleto, en parte o en su totalidad; desde cráneos y torsos, hasta brazos y piernas. Un par de ellos, que a los ojos legos de Hawkwood parecían trazar el sistema radicular de un árbol, eran en realidad, tal y como advirtió al examinarlos con más detenimiento, diagramas de venas y arterias. Algunos eran casi a tamaño real; otros, más pequeños, parecían haber sido arrancados de páginas de libros o manuscritos antiguos. Muchas de las ilustraciones reproducían las partes móviles del cuerpo, como el cuello y las articulaciones ubicadas en la muñeca, los hombros y la rodilla; todas ellas presentaban un increíble y truculento grado de complejidad. La calidad de las ilustraciones era turbadora. Contemplándolas, Hawkwood entendió por qué sentía tal desasosiego: los dibujos le evocaban las terribles heridas y los miembros amputados que había visto en los hospitales de campaña del ejército. El olor de la celda se lo había traído de nuevo a la memoria. Sólo faltaban la sangre y los gritos; los gritos, sobre todo.

Notó una presencia a sus espaldas.

—El milagro del cuerpo humano —dijo Locke en voz baja—. Los hombres llevan siglos intentando desentrañar sus misterios.

Una de las ilustraciones llamó la atención de Hawkwood. Mostraba, con un espeluznante grafismo, la parte inferior de un torso humano, desde el estómago a la mitad del muslo. La piel del bajo vientre y la zona pélvica estaba abierta y separada capa a capa hasta revelar el interior del abdomen. La parte superior de las piernas aparecía seccionada a mitad del muslo. Las cabezas de los dos fémures estaban recubiertas de densas capas de músculo y carne. Los miembros se le antojaban espantosamente similares a los pedazos de carne que había visto colgados en los ganchos de los puestos de los carniceros del mercado de Smithfield cuando venía camino del hospital. Se quedó paralizado. La figura parecía carecer de genitales, lo cual le pareció extraño, habida cuenta del excepcional ojo del artista para captar los más mínimos detalles. La examinó desde más cerca, levantando la luz, y fue entonces cuando comprendió lo que estaba viendo y su significado. Se trataba de la figura de una mujer.

—Van Rymsdyk —apuntó Locke a sus espaldas—. Un artista holandés ya fallecido, pero muy demandado por los profesores de anatomía por su maestría para plasmar la forma humana. Todos los Hunter y Cheselden, recurrieron a sus servicios.

Los nombres seguían sin decirle nada, si bien la gran maestría del ilustrador era incuestionable. La precisión era asombrosa.

—Convincentes, ¿no le parece? —murmuró el boticario.

—Demasiado gráficos, dirían algunos. No obstante, sin Rymsdyk y los demás, la ciencia médica se quedaría al pairo, como un barco aguardando la brisa. Si me permite continuar con la analogía, los cirujanos son los navegantes de nuestros tiempos. Como ya hicieran Magallanes y Colón en el pasado, ellos van en busca de nuevos mundos. Aunque para navegar se necesita un mapa y si no dispones de él, tienes que crear el tuyo propio a fin de que otros puedan seguir tus pasos —Locke extendió las manos—. Estos son los mapas de los cirujanos, agente Hawkwood. La cartografía anatómica del cuerpo humano. Cuanto más exacta sea la cartografía, menor será el peligro de encallar.

Tras parpadear lenta y enérgicamente con sus ojos de búho, el boticario se guardó silencio, como si de pronto se sintiera abrumado por su propia locuacidad.

Hawkwood fijó entonces su atención en el rincón del fondo de la celda, la parte de la habitación con más penumbra. Se acercó. El dibujo era similar a los otros: una figura de mujer de pie, manifiestamente desnuda. Tenía la mano derecha levantada tapando su pecho derecho, mientras que la izquierda la mantenía más abajo cubriendo la zona de la ingle. El vientre estaba abierto, descubriendo así los órganos internos, cada uno de los cuales tenía una letra de referencia. La figura estaba enmarcada dentro de la misma ilustración por cuatro recuadros más pequeños, cada uno identificado con un número romano, que representaban la progresiva disección por capas de la pared estomacal.

El boticario le siguió la mirada.

—Ah, sí, un grabado de Valverde, uno de sus estudios sobre el embarazo.

Locke contemplaba la pared, absorto en sus pensamientos.

Hawkwood había visto suficiente. Quería salir de allí y alejarse de las turbadoras imágenes, de la oscuridad, de aquellos muros de piedra goteantes, del olor a muerte. Quería estar en un sitio donde entrara la luz del sol y el aire fresco, y no en este… matadero.

Se dio la vuelta para regresar a la zona de los dormitorios donde le aguardaba Leech.

—Mantenga la habitación cerrada con llave. Que no entre nadie. Vendrá una persona a recoger el cuerpo para que lo examine el cirujano designado por el juez de instrucción.

Ese sí que iba a tener una mañana bastante movidita, pensó Hawkwood con ironía, entre éste y el muerto del cementerio.

Se volvió hacia el boticario.

—Condúzcame hasta Grubb.

Locke asintió y lo hizo pasar al corredor, sintiéndose claramente aliviado de poder dejar atrás la celda y su macabro contenido.

El viejo celador estaba en su habitación, acurrucado en una silla, con una manta tapándole las piernas. En una mesa junto a él había un cuenco con caldo y un pedazo de pan con aspecto pringoso. Tenía la cara pálida y demacrada, y miraba con aprehensión a su visitante mientras Locke hacía las presentaciones.

Las manos del celador temblaban al relatar con voz vacilante los sucesos de la noche anterior, confirmando que no había notado nada fuera de lo normal cuando había ido a buscar al pastor.

—¿No le vio la cara? —preguntó Hawkwood.

Grubb negó con la cabeza.

—Bien no. Ya se había puesto el sombrero y la bufanda cuando le abrí para que saliera de la habitación. Le eché un vistazo mientras le acompañaba a la puerta, pero me pilló y se subió la bufanda. ¡Como que hacía una noche de perros!

—¿Dijo algo?

Grubb se quedó pensativo. Le subía y le bajaba el pecho. La respiración le silbaba jadeante en la garganta.

—Le dijo adiós al coronel cuando le abrí para que saliera.

—Pero el coronel no contestó —replicó Hawkwood—, ¿cierto?

Grubb negó con la cabeza.

—Creo que les oí charlar antes de abrir la puerta con la llave, pero no entendí lo que decían.

Hawkwood oyó a Locke ahogar una exclamación y le lanzó al boticario una mirada de advertencia. Hawkwood sabía que parte del plan del coronel era hablar consigo mismo para que quien estuviera tras la puerta pensara que los dos ocupantes de la habitación estaban vivos. De igual modo, haciéndose pasar por el párroco y deteniéndose en el umbral para darle las buenas noches a su anfitrión oculto, había engañado a Grubb haciéndole creer que el coronel había respondido a su despedida, quizá con un asentimiento de cabeza o un gesto con la mano.

—¿Dijo algo más?

—Me dio las buenas noches cuando le abrí la puerta principal. Le ofrecí acompañarlo hasta la cancela pero me dijo que podía ir solo.

No cabía duda de que el hombre tenía coraje, pensó Hawkwood. Había sido una simple artimaña. Se había aprovechado de la senectud del guardián, probablemente medio sordo y con una vista en progresivo deterioro, y de que a aquella hora de la noche el pasillo estaría casi en penumbra, iluminado tan solo por la mortecina luz de una vela. Como plan de escape, estaba sorprendentemente bien ejecutado. La lluvia había sido una ventaja añadida.

Hawkwood advirtió que Grubb se estaba cansando. Los ojos del celador reflejaban una mirada vacía y su respiración era cada vez más dificultosa e irregular. Con una inclinación de cabeza le indicó a Locke que había llegado la hora de marcharse. El boticario se inclinó y le subió la manta al celador hasta cubrirle la cintura.

—Tenemos que hablar, doctor —anunció Hawkwood cuando volvieron al pasillo—. Creo que es hora de que me lo cuente todo sobre el coronel Hyde.