Capítulo 18

Swaney, sosteniendo una jarra de grog, revivía su tétrico sueño. Estaba en el Perro, solo, sentado en su banco habitual. El pub estaba a medio llenar, aunque Swaney se mostraba ajeno a la actividad que le rodeaba. Se encontraba de nuevo en el oscuro sótano; evocaba las siluetas encamadas, podía oler su hedor y ver el miedo en sus ojos, que, en el sueño, eran los suyos propios devolviéndole la mirada. La imagen se desvaneció. Bajó la vista y observó que su mano ceñía con firmeza la jarra. A la luz de las velas, la blancura de sus nudillos se traslucía bajo la piel.

Ocurrió en la Península Ibérica, cerca de un pueblo cuyo nombre escapaba a su memoria: una triste y polvorienta aldea que apenas merecía descripción alguna. Se había montado un hospital de campaña en un monasterio de la localidad. Swaney, como carretero, tenía encomendada la tarea de trasladar a los heridos desde el campo de batalla a la mesa de operaciones del cirujano. Thomas Butler, su compinche en el negocio de robo de cuerpos, trabajaba como camillero, atendiendo a los heridos y preparándolos para el horrible trago de la intervención quirúrgica. Había sitio Butler quien, gracias a sus contactos en Inglaterra, había procurado compradores para los dientes y baratijas que Swaney y otros arrancaban a los cadáveres y moribundos que yacían dispersos por el suelo sanguinolento cual trozos de despojos arrumbados. Swaney era al que mejor se le daba, razón por la que Butler le abordó con la intención de hacerle una propuesta que iba más allá de las rapiñas de caninos y molares. Butler quería conseguir algo más que dientes; quería cuerpos de soldados franceses: heridos, no muertos. Y sin que Swaney hiciera preguntas. Así, si alguien intervenía, Swaney podía argumentar legítimamente que los estaba trasladando para ser atendidos por un cirujano; del mismo modo en que los cirujanos del ejército francés se ocupaban de los heridos británicos.

Sin embargo, Swaney no entregaba a los soldados en ninguna de las salas del hospital principal, sino que, siguiendo las órdenes de Butler, los conducía hasta uno de los edificios cercanos: la bodega del monasterio.

Swaney no sabía a ciencia cierta cuántos heridos del bando francés había entregado a Butler. Quizás más de una veintena en total, la mitad de los cuales se encontraban en un estado lamentable y con exiguas probabilidades de sobrevivir.

Jamás puso un pie en el edificio; no tenía razones para hacerlo. Su labor se limitaba al traslado de los heridos. Esa era su única responsabilidad. Hasta el día en que la curiosidad le pudo.

El calor era sofocante y el agua salobre de su cantimplora no había conseguido aliviar la sequedad de su reseca garganta. Estrujándose el cerebro para dar con una forma de calmar su sed, se le ocurrió que tenía la solución ante las narices: la bodega.

Era lógico que allí, en alguna parte, hubiera algo con que remojar el gaznate, ya fuera vino o brandy. Probablemente los sótanos estarían repletos de bebidas, con barriles recubriendo los muros a la espera de ser vaciados. Seguro que lo oficiales, los muy cabrones, habían estado sirviéndose libremente, con todo, esos hijos de puta no podían habérselo bebido todo. ¡Demonios!, había pensado Swaney, hasta los posos del fondo de los barriles estarían más pasables que el brebaje de su cantimplora. Así que se bajó del carro para explorar.

Evitando la entrada principal, se acercó a la parte trasera del edificio donde encontró lo que parecía una entrada en desuso desde hacía ya tiempo. En la base del muro adyacente, había una serie de trampillas de madera incrustadas en la piedra que le recordaron a las que los pubs de su país tenían fuera para recibir las entregas de cerveza y licores. Ajadas, desvaídas por el sol y medio ocultas por las malas hierbas que colgaban desde arriba, las trampillas no arrojaban un aspecto muy halagüeño —de hecho, el propio edificio parecía llevar siglos abandonado—; así y todo, Swaney, taimado, ansioso y atraído por la posible inminencia de un tesoro oculto, no cejó en su empeño. Cuando dio con la escalera de piedra, el corazón se le salía del pecho.

Encontró por casualidad el cabo de una vela, cuya luz le insufló confianza. Tras un largo rato y numerosos trompicones, Swaney confirmó finalmente sus sospechas: en efecto, el lugar tenía sótanos, aunque el cúmulo de meandros, pasadizos sin salida y escaleras recordaban más a un dédalo subterráneo que a una bodega.

Finalmente, más por puro azar que por planificación, llegó al sótano principal, después de parecerle haber estado horas deambulado en la oscuridad. Tras recorrer un pasadizo lateral atraído por una luz parpadeante, emergió de la penumbra creyendo haber descubierto una mina de oro; no obstante, el lugar no custodiaba toneles ni corchos. De hecho, no había ni un barril a la vista, sólo camas improvisadas. Y todas ellas estaban ocupadas.

Swaney se había hecho inmune a la muerte, los cadáveres y los heridos. O al menos eso pensaba. Ciertamente se había habituado a las escenas frente a las tiendas de los cirujanos, donde ver una fila de hombres esperando durante días para recibir tratamiento estaba a la orden del día. La imagen siempre era la misma: uniformes salpicados de sangre, rostros abatidos, ojos hundidos y extremidades hinchadas; todo ello aderezado por el empalagoso y repugnante olor a gangrena que infestaba el fétido aire que les envolvía. Recordaba a los cirujanos, vestidos únicamente con camisa y calzón, sus manos y ropa embadurnadas de sangre mientras trabajaban con los cuerpos tendidos sobre mesas que no eran más que puertas de madera dispuestas sobre toneles de vino.

También recordaba sonidos: los continuos chirridos de las ruedas del carro, el gimoteo de los hombres al ser trasladados por terrenos que hubieran desafiado la agilidad de una cabra, y el incesante zumbido de enjambres de moscas negras como el carbón dándose un festín con las úlceras abiertas.

Esta vez era distinto. En aquella sala subterránea, no fue el ver a los ocupantes de las camas, la sangre o la naturaleza de sus heridas lo que le intimidó, ni siquiera oír los exangües lamentos de malestar. No al principio, al menos. Fue el grito.

No había sido emitido por un hombre. No existía garganta humana que pudiera producir tal sonido o algo que se le pareciese. Se acercaba más al alarido de un animal, a un zorro atrapado por un cepo o a alguna clase de simio. Swaney había visto simios y monos en sus viajes. Había oído chillar y cridar a dichos animales, por lo general durante trifulcas por comida; el clamor de la bodega guardaba un asombroso parecido con aquellos sonidos. Sin embargo, aunque su mente intentaba convencerse de esa remota posibilidad, en su fuero interno sabía que se estaba engañado y que ni el simio más escandaloso hubiera podido producir aquel aterrador chillido.

No pudo llegar a distinguir el rostro de la persona que sostenía el cuchillo. Lo único que alcanzó a atisbar fue su silueta, la curvatura de su hombro; no obstante, la imagen y el grito desgarrador, unidos a lo que había visto, o creía haber visto en los camastros al fondo de la bodega, le habían bastado para dar media vuelta y salir escapado de allí como si los mismísimos perros del averno le pisaran los talones. Swaney nunca refirió el incidente, ni siquiera a Butler. Jamás volvió a aquel hospital. Le asignaron la misión de transportar equipamiento en el largo viaje a Badajoz. Sólo después de que Hyde le hubiera revelado su verdadera identidad la noche anterior, Swaney tomó conciencia de quién debía haber sido el hombre de la bodega y por qué le había asaltado aquel recuerdo cuando Hyde se presentó como Dodd. Lo único era que en el sueño se había revelado el rostro de la silueta; mientras que ahora la había visto en carne y hueso. La vida de Swaney retornaba al punto de partida.

Swaney se llevó la jarra a los labios y tomó un sorbo que le supo a pólvora en la boca. Lanzó una mirada a su alrededor. Maggett y los Ragg andaban por allí en alguna parte; al igual que Sal, ejerciendo su oficio, suponía él. Al pensar en los Ragg, Swaney apretó la jarra con fuerza.

Les había encargado una faena sencilla: lo único que tenían que hacer era retirar el cadáver de la mujer de las caballerizas subterráneas de Hyde y deshacerse de él. Después de salirle el tiro por la culata la última vez, a Swaney no se le había pasado por la cabeza vendérselo a ninguno de sus clientes habituales; así pues, había dado a los hermanos instrucciones expresas de hacer desaparecer el fiambre sin falta, para siempre, y no muy cerca de su cuartel general. Los Ragg le aseguraron haber cumplido con su tarea y Swaney, como un idiota, les creyó. Más tarde, llegó a sus oídos la noticia de que se había hallado el cadáver desnudo de una mujer, relativamente seco, en lo alto de una viga del río Fleet a tiro de piedra de allí; lo que significaba que habían cargado con el despojo por medio Londres para ir a soltarlo prácticamente delante de su puerta. Swaney explotó: les llamó cabrones inútiles y les soltó que no eran más que unos malditos chanchulleros de tres al cuarto, con lo que Swaney se quedó bebiendo sin más compañía que la suya propia y sus secuaces se desperdigaron por el pub con el rabo entre las piernas. Swaney sabía que el mosqueo no duraría mucho, nunca lo hacía. No cuando su lucrativo sustento dependía de que permanecieran unidos. Los cinco formaban un buen equipo, pero eso no quería decir que no hubiera veces en que les habría dado gustoso una somanta de palos.

Swaney desvió la mirada a la pareja sentada en la mesa de al lado. El hombre tenía la mano sobre la rodilla de la mujer. Swaney observó cómo la mano desaparecía bajo las faldas sin suscitar quejas de protesta, tan sólo unas risitas cuando la mujer le devolvió el favor deslizando su mano hasta la entrepierna del calzón. Swaney se sentía nervioso. Buscó a Sal y la localizó en la otra punta del pub hablando con uno de los chicos de Hanratty. Seguro que los muy cabrones estaban deseando meterle mano por debajo de la blusa, pensó. Pues se iban a joder, si alguien iba a meter mano a Sal por debajo de la blusa esa noche, ése iba a ser él. Vacío la jarra de un trago y se levantó; en ese mismo instante su mirada se cruzó con la de Sal. Cuando Swaney hizo un gesto con la cabeza señalando la puerta al fondo del local, Sal le guiñó un ojo presionando la lengua contra el interior de la mejilla hacia fuera. Swaney sabía que eso significaba que ella también estaba de humor y sintió cómo se le ponía dura; nada como una puta con inventiva para animarse.

Se encontraron en la puerta.

—¿Quieres que traiga a alguna de las otras chicas? —le preguntó Sal—. ¿Te hace un trío? Rosie se siente juguetona esta noche.

Swaney negó con la cabeza.

—Hoy no. Con una tendré suficiente.

Sal lo miró dirigiéndole una amplia sonrisa.

—Más que suficiente —le contestó, y cogiéndole de la mano atravesaron la puerta y subieron las escaleras.

—¡Por Dios bendito! —gruñó Lomax—. Cuando dijiste que iríamos a pie, no era esto precisamente lo que me imaginé.

—¡Silencio ahí atrás! ¡Basta de charla en las filas!

A la orden le siguió una bronca risita entre dientes que se propagó de manera turbadora por la penumbra.

—Apuesto a que se lo está pasando en grande, sargento.

El ojo izquierdo de Lomax chispeaba demoníaco a la luz de la lámpara de Jago que se proyectaba sobre su cara desfigurada.

—Venga ya, comandante. Un poco de agua no le viene mal a nadie.

—¡Un poco de agua, los cojones! —exclamó Lomax.

Jago sonrió.

Estaban literalmente andando entre mierda, a más de seis metros de profundidad bajo las calles.

Se hacía extraño lo natural que había sonado aquel breve diálogo, pensó Hawkwood al oír a Jago y Lomax llamarse por sus rangos. Había resultado curioso, y no menos entretenido, presenciar el primer encuentro de los dos hombres y observar la forma en que se miraban, como si cada uno intentara averiguar de qué madera estaba hecho el otro. Desde el primer intercambio de palabras, quedó claro que ambos habían reconocido en su interlocutor a alguien a quien, sin lugar a dudas, a uno le gustaría tener de su parte. Hawkwood recordó el comentario de Hyde en el callejón: Un soldado siempre será un soldado…

—¿Crees que el joven Hopkins estará bien? —preguntó Lomax.

—Micah le guarda las espaldas —contestó Jago—. No le pasará nada.

—¿No habla mucho, no? —continuó interesándose Lomax.

—¿Quién?

—Micah.

—No le hace falta —le respondió Jago.

Y ése fue el fin de la conversación.

Más adelante, a unos veinte pasos, oscilaba la luz de otra linterna arrojando un inquietante reflejo que se fundía con los muros y el techo del túnel.

—¿Cómo vamos, Billy? —preguntó Jago en voz baja.

Le respondió una voz con un marcado acento irlandés del Ulster.

—Acercándonos. Estamos a menos de quinientos metros.

—¡Por Dios! —profirió Lomax. Contempló con repugnancia el lento vaivén del caudal de inmundicia que corría a sus pies y maldijo de nuevo cuando volvió a introducir su bota en la blanda y viscosa ciénaga.

Accedieron al túnel por la bodega de la licorería de Newton. Esta idea se le había ocurrido a Jago al preguntarle Hawkwood si existía algún modo de acercarse al Perro sin ser vistos.

Existía un modo, le había contestado el sargento, pero no sería precisamente un camino de rosas.

En eso Jago había acertado de lleno, pensó Hawkwood. El olor que emanaba del río ya era bastante desagradable en la superficie. Debajo de ella, empero, superaba lo nauseabundo; era indescriptible, casi inefable.

Al igual que Lomax, todos se habían anudado un pañuelo alrededor de nariz y boca, aunque dicha protección era mínima, por no decir nula, contra el fétido hedor. Además, como pronto descubrieron, el olor no era la única sorpresa desagradable que les aguardaba. El cuerpo descubierto hacía unas horas y que ahora estaba en manos del cirujano Quill ya había demostrado sobradamente que el Fleet se tenía bien merecida su fama de estercolero comunitario. No obstante, en los oscuros, fríos y húmedos túneles la prueba era aún más explícita.

Las pegajosas manchas que se extendían por ambos flancos del túnel superaban con creces la altura de las caderas. Era un indicio del nivel al que podía elevarse el agua tras una densa lluvia o cuando el cauce se bloqueaba río abajo obstaculizando el curso del río. A su alrededor, las paredes de ladrillo estaban negras por la porquería que la corriente había dejado a su paso al bajar el caudal. La mugre se adhería a la pared formando grumos tan espesos como la brea, que al deslizarse imprimían su rastro cual babosas.

En el camino, limitado a poco más que una angosta cornisa, se arremolinaba el agua desbordada. Todos y cada uno de ellos se habían resbalado al menos una vez; sólo la pronta reacción de alguno de sus compañeros, que había conseguido tender una mano firme, había podido evitar que cayeran al tóxico caldo.

Jago les había contado que río arriba los canales subterráneos eran mucho mas estrechos y que en época de inundaciones los túneles de los liamos más altos se llenaban casi hasta el techo. El otrora sargento había dicho riendo burlonamente: «Será como intentar trepar por el culo de una vaca».

Una comparación muy gráfica; no les había resultado difícil imaginarse la representación del símil.

—¡Por Dios! —profirió Lomax de nuevo—. Hace apenas dos meses estuve por el norte de Londres, en Saint Paneras, y había muchachos bañándose en el río. ¡Coño! nadie diría que se trataba del mismo río —se detuvo de repente y escudriño el camino delante de él—. ¡Jesús bendito!, ¿es eso lo que creo que es?

Hawkwood alzó su linterna y siguió la mirada de Lomax. El túnel se había ensanchado, al igual que la cornisa por la que caminaban. Esparcidos por el lodo y la mierda, había bloques de dura piedra circulares y manifiestamente muy antiguos; con toda seguridad serían las ruinas de una columna. Tendido junto a uno de ellos, medio cubierto por una morrena de negro fango, yacía lo que parecía formar parte de una caja torácica y un esqueleto humano parcialmente sumergido.

—Es una forma de librarse del personal —comentó Jago sin hacer alto—. Un castañazo en la cabeza cuando está borracho, se abre la trampilla y ¡listo! Seguro que no es el primer pobre desgraciado al que lanzan por el pozo. A saber lo que habrán tirado aquí a lo largo de los años.

Hawkwood recordó a los dos hombres que le habían abordado en el puente de Holborn, la mano de araña intentando asir algún agarre y el cieno cerrándose implacablemente en torno al macilento rostro de su atacante. El cuerpo andaría por allí en alguna parte, incluso podría estar cerca de donde caminaban. Cabía la posibilidad, especuló Hawkwood, de que finalmente encontrara la salida al Támesis, aunque lo dudaba. Lo más probable es que se quedara atrapado en algún obstáculo y permaneciera allí hasta ser despojado de su carne y reducido a estacas de hueso, sepultadas en la oscuridad hasta el fin de los días.

Se le ocurrió, a la luz de la información de la que ahora disponía, que posiblemente no habían sido ni Swaney ni el patrón del Perro, Hanratty, los que habían mandado a la pareja para atacarle. Quizás Lucius Symes lo había visto y les había dado la orden. Cuando le echara el guante, el sacristán y él iban a tener una pequeña charla.

Siguieron avanzando en silencio, con el único sonido del chapoteo de sus botas a medida que se abrían paso a lo largo del túnel. Unos metros más adelante, la linterna de Billy les adentró aún más en la alcantarilla.

Billy Haig parecía rondar los diecisiete años, pero Hawkwood sospechaba que tendría más o menos la misma edad que Hopkins. Su pelo rubio y sus ojos azules de seguro le eran muy útiles con las chicas, aunque su picara sonrisa también le sería de ayuda. Sin embargo, la perspicaz mirada que exhibió cuando se dieron las órdenes dejaba adivinar una madurez oculta bajo su aspecto juvenil. Hawkwood se había preguntado el por qué de su inclusión en el grupo —la estoica presencia de Micah no fue cuestionada—, pero cuando Jago hizo saber que Billy en un tiempo había sido mensajero de Hanratty y conocía la distribución del Perro, los motivos de su elección cayeron por su propio peso. Aunque ésa no había sido la única razón por la que Jago le había reclutado. Resultaba que el chico había gozado de los favores de Molly Finn y podría, pues, identificarla.

Súbitamente, la linterna se detuvo. Conscientes del suelo resbaladizo, los tres hombres se acercaron con prudencia.

Billy señalaba a uno de los flancos. En el muro del túnel se abría un lóbrego recoveco rectangular. Hawkwood podía ver unos peldaños de piedra que ascendían perdiéndose en la oscuridad.

—Aquí está —murmuró Billy.

Sosteniendo en alto la linterna, inclinó la cabeza hacia una marca apenas visible rayada en el ladrillo junto a la abertura. Tenía la forma de una cruz diagonal que parecía haber sido hecha hacía tiempo. A buen seguro no hubieran dado con ella sin la ayuda de la linterna, pero Billy sabía lo que buscaba. Bajo los dos trazos inferiores de la cruz había talladas, igual de groseramente, dos letras: PN.

Casi todos los puntos de acceso tenían señales, les explicó Billy. Era uno de los escasos recursos de los que la gente disponía para orientarse por los pasadizos subterráneos.

—¿Qué hay ahí arriba? —preguntó Jago señalando los peldaños con la cabeza.

Billy se bajó el pañuelo colocado sobre la cara haciendo una mueca de repugnancia por el hedor.

—Una trampilla.

—¿Y cómo demonios la atravesaremos? —inquirió Lomax—. La maldita portezuela estará cerrada con llave.

Billy negó con la cabeza.

—Hay palancas a ambos lados. Pero hay que saber dónde buscar —aclaró sonriendo y dándose un golpecito en la nariz con el dedo índice.

—¿Veis? —dijo Jago, dándole a Billy una palmadita en el hombro—. Ya os dije que no era sólo un guaperas.

—Y no es la única trampilla —añadió Billy señalando con su pulgar el lodo negro como el alquitrán—. Hay otra más adelante que va a parar justo encima del agua. Hanratty la usa para deshacerse de mercancía indeseada —Billy levantó la comisura de los labios—. Ya saben a qué me refiero. Una vez le vi soltar por ahí a un tipo llamado Danny McGrew. No recuerdo qué había hecho el pobre diablo para merecer ese final, pero lo último que se vio de él fue su culo cuando iba de cabeza a reunirse con el Creador —Billy se quedó pensativo de repente—. Todo un viajecito, ahora que lo pienso.

Mientras Billy cavilaba sobre las circunstancias que envolvieron la deshonrosa despedida de McGrew, Hawkwood se bajó la máscara y miró a su alrededor. No esperaba que hubiese testigos, pero merecía la pena asegurarse.

—Revisad vuestras armas.

Posando la linterna en el suelo, Hawkwood sacó su pistola de la funda de su cinturón y bajo la luz titilante examinó el pedernal, el rastrillo y la pólvora. A continuación, tiró del martillo hacia atrás hasta colocarlo en posición intermedia para luego devolverlo con suavidad a la de descanso. Enfundó de nuevo el arma y repitió la operación con su segunda pistola. Además de las armas de fuego, también contaba con el cuchillo de su bota y la cachiporra.

Los demás procedieron de igual modo. Jago, quien había procurado las pistolas, iba armado de la misma forma, a excepción de un endrino y contundente garrote. El armado y desarme de los martillos inundaba la oscuridad del confinado espacio con sonidos secos y precisos.

Lomax llevaba una sola pistola más a mano, metida en una funda a la altura del pecho. Su otra arma consistía en una espada de hoja corta que guardaba en una vaina ajustada a su cadera derecha. Hawkwood tenía curiosidad por ver cómo Lomax se las apañaba para revisar la pistola con una sola mano, pero por la forma en que éste aprisionaba el cañón con su axila derecha mientras con su mano buena retiraba la funda engrasada de alrededor de la llave, era evidente que el otrora oficial de caballería no necesitaba ayuda alguna. Lomax, sintiéndose observado, alzó la vista y rió entre dientes.

—¿Qué? ¿Temes que deje caer la maldita arma?

—No te hubiera pedido que nos acompañaras si lo pensara —contestó Hawkwood, quien echó un vistazo a la funda cuando Lomax se la introdujo en el bolsillo.

Lomax parecía avergonzado, al menos todo lo avergonzado que un hombre tuerto pudiera parecer.

—Pensé que podría llover.

Hawkwood le sonrió y Lomax le devolvió el gesto, contorsionándosele el rostro; luego, su ojo bueno avizoró a derecha e izquierda y exclamó:

—¡Por todos los santos, chico! ¿A qué piensas dispararle? ¿A elefantes?

Contemplaba el arma que Billy sostenía en sus manos y que hasta entonces había llevado oculta bajo el abrigo, sujeta a una correa colgada al hombro. Era una pieza de cuidado: compacta, no más de cincuenta centímetros de larga, con culata de nogal y cañón de latón ligeramente ensanchado en la boca.

—¿Te la cambio? —le preguntó Billy.

Lomax estudiaba el arma —sin duda considerando seriamente la oferta—, pero luego sacudió la cabeza.

—Probablemente se necesiten dos buenas manos para manejarla. ¿Tengo razón?

Billy asintió con la cabeza.

—Tiene la coz de una maldita mula, sí señor, pero a todo lo que le das, lo tumba.

—Te creo —dijo Lomax casi nostálgico.

Aparte del trabuco, Hawkwood advirtió que Billy tenía además una pistola encajada en su cinturón.

Estaban todos armados hasta los dientes, pensó Hawkwood, pero ¿sería suficiente? Tendría que serlo, concluyó. Recobró su linterna e hizo un gesto con la cabeza hacia las escaleras.

—Muy bien, Billy. Llévanos arriba.

Jago asió su endrino garrote, cruzo su mirada con la de Hawkwood y sonrió de oreja a oreja susurrando:

—Como en los viejos tiempos.

—Siempre y cuando no se vaya todo a la mierda —le respondió Hawkwood limpiándose la suela de la bota contra el borde del primer peldaño.

Ascendieron en silencio y no habían subido más de doce escalones cuando las linternas captaron el contorno de la trampilla sobre sus cabezas. Las bisagras, por lo que Hawkwood distinguía, aparentaban estar en buen estado y bien engrasadas.

Billy se detuvo y se llevó un dedo a los labios en señal de silencio. Entonces extendió su mano a un lado. Parecía estar acariciando el muro, hasta que Hawkwood se percató de que estaba contando una fila de ladrillos. De pronto, su mano dejó de moverse y el chico se volvió y asintió con la cabeza.

Hawkwood y Lomax desenfundaron sus pistolas, tiraron lentamente de los martillos hacia atrás y aguzaron el oído.

Sentían pasar los segundos. Hawkwood se preguntaba si el frío de las escaleras era real o si la anticipación de lo que les esperaba estaba dando alas a su imaginación.

Entonces Jago le tocó ligeramente el brazo a Billy, quien acto seguido presionó la esquina de uno de los ladrillos con sus dedos. El ladrillo se corrió, permitiendo a Billy sacarlo. Tras depositar el ladrillo a su vera sobre el peldaño, el muchacho insertó la mano en la cavidad expuesta. Esperó y vio a Jago erguirse, tomar apoyo y poner la palma de la mano contra la trampilla. Volvieron a aguzar el oído.

—Adelante —ordenó Jago.

Oyeron sobre sus cabezas el sonido de un engranaje recolocándose. Hawkwood se puso tenso. Aquello hacía un ruido espantoso dentro del reducido espacio. Billy sacó la mano de la pared y Jago empujó con fuerza la trampilla. Al abrirse, Hawkwood levantó la luz y él y Lomax emergieron como una exhalación, empuñando las pistolas y peinando la bodega. Jago y Billy les seguían a menos de un paso. Con las sombras replegándose ante el avance de las linternas, lo primero que atisbaron fue un rostro demacrado observándoles desde la oscuridad.

En el callejón fuera del Perro Negro, el guarda George Hopkins introdujo su reloj en el bolsillo de su abrigo y se volvió hacia el hombre que estaba de pie a su lado. Intentó hacer caso omiso de la sequedad que se le había instalado en el fondo de la garganta.

—Es la hora —susurró.

Micah asintió, se abotonó la chaqueta para ocultar las pistolas que llevaba en su cinturón y empujó la puerta hasta abrirla.

—No te alejes de mí —le ordenó.

Hopkins se abrochó el abrigo, se subió el cuello, tragó con nerviosismo y, gorro en mano, siguió a Micah adentro del pub.

Su entrada al lúgubre interior repleto de humo despertó poca atención. Se giraron unas pocas cabezas; la mayoría de clientes sentados cerca de la puerta, cuyas muestras de interés desvelaban más irritación por la repentina bocanada de aire frío que sospecha ante la presencia de un extraño.

Como en anteriores ocasiones, a Hopkins le sorprendió el temple de su compañero. En el poco tiempo que se conocían, había aprendido que Micah era un hombre parco en palabras. No es que el lugarteniente de Jago fuera huraño, sino más bien que no veía utilidad alguna en hablar por hablar. Que así sea, pensó Hopkins. Lo importante era que Jago confiaba en él y que el capitán Hawkwood confiaba en Jago. Eso era suficiente para él; más que suficiente. Lo que no implicaba que no se hubiera hecho preguntas sobre la relación del capitán y Nathaniel Jago. La memoria de Hopkins se remontaba a las historias que había oído acerca del runner y su red de informantes. Por lo que había visto, era evidente que la amistad entre Hawkwood y Jago era muy sólida, y que Jago era algo más que un chivato del montón cuya lealtad dependía de una remuneración pecuniaria. En lo relativo a los orígenes de la relación, sin embargo, Hopkins únicamente podía hacer conjeturas. Daba por sentado que los dos hombres habían sido compañeros de armas durante la guerra —el suyo parecía ser un vínculo forjado por la adversidad compartida— pero ignoraba los detalles del asunto. Se preguntaba si llegaría el día en que podría trabajar codo con codo con alguien, plenamente confiado al saberse con las espaldas cubiertas.

Siguió a Micah, quien se dirigió a una mesa en la esquina del bar, no lejos de la puerta, donde ambos tomaron asiento. Hopkins depositó su sombrero en su regazo. Se percató de cómo Micah disponía su silla para sentarse de espaldas a la pared, disfrutando así de una vista íntegra del resto de la sala.

—¿Y ahora qué? —preguntó el guardia.

Micah oteó a su alrededor, captó la mirada de una de las camareras y le hizo señas.

—A esperar —contestó.

* * *

—Puedes bajar tu pistola, comandante —indicó Hawkwood.

A juzgar por la expresión en el rostro de Lucius Symes, la muerte le sobrevino como una macabra sorpresa. El cuerpo del sacristán estaba apoyado contra la base de la pared y su ladeada cabeza formaba un ángulo imposible. La mandíbula inferior le colgaba de tal manera que parecía estar babeando, mientras que sus ojos cristalinos estaban clavados en algún punto indefinido del rincón opuesto de la bodega. Una bisunta sábana le cubría el cuerpo de cintura para abajo.

Hawkwood se puso en cuclillas, parapetándose contra la fetidez que emanaba del cadáver, y examinó el verdugón que rodeaba el cimbreado cuello del sacristán.

—¿Sabes quién es? —preguntó Jago resguardando el cuerpo.

Hawkwood comprendió que la expresión de su rostro debía haber delatado que le conocía.

—Es el sacristán de Lizzie Tyler —dijo poniéndose de pie.

—Pues vaya mierda de sitio ha elegido para acabar sus días —comentó Jago.

Todos miraron en derredor. La cámara guardaba más parecido con una mazmorra que con el almacén de un bar. Había mesas de trabajo pegadas a dos de las paredes, mientras que delante de otra se erigía un par de abultadas cubas de metal que no estaban en contacto directo con el suelo, sino que descansaban sobre sus respectivos braseros metálicos. A Hawkwood le evocaron los enormes pucheros utilizados en las cocinas de la milicia. Fijado al techo sobre cada una de las cubas, había un madero y una polea de la que colgaban una cadena y un garfio.

Hawkwood se aproximó a la mesa más cercana, sobre la cual había todo un lote de utensilios cortantes desperdigados: cuchillos de diverso tamaño, sierras y machetas. Y de los ganchos de la pared colgaban muchos más. Hawkwood sabía que no se trataba de los avíos propios de un carpintero. Estaba contemplando los aparejos de un carnicero.

Parecía que le habían dado bastante uso a las herramientas: las hojas de les cuchillos estaban cubiertas de manchas y los espacios entre los dientes de las sierras engastados con alguna clase de materia. Algunas de las hojas mostraban pintas de herrumbre.

Jago blasfemó. Había dejado su linterna en el suelo y apoyado la mano encima de la mesa sin prestar atención. La retiró entre nuevas exclamaciones de repugnancia limpiándosela en el calzón. Tras lo cual, frunciendo el ceño, frotó el pulgar contra los demás dedos de la mano y se los llevó a la nariz.

—Parece sebo, pero huele que apesta, joder.

Fuera lo que fuese, toda la superficie de la mesa estaba embadurnada de aquella sustancia brillante como el barniz a la luz de la linterna.

Hawkwood agachó la mirada. Bajo la mesa, corría un canal de desagüe superficial tallado en las losas de piedra. Siguió su recorrido hasta el punto en el que desaparecía, un recoveco de la esquina de la bodega. Las losas que flanqueaban los bordes del canal estaban negras de detritus. Un escalofrío empezó a recorrerle los huesos.

—¡Por Dios bendito! —exclamó Lomax con la voz quebrada.

Hawkwood dio media vuelta. Lomax había recogido la luz de Jago y estaba escrutando el interior de una de las cubas. Repentinamente, se irguió, se volvió rápidamente y, sin previo aviso, vomitó contra la pared de la bodega.

Billy, quien había estado inspeccionando el contenido de la otra mesa, alzó la vista observándolo todo. Hawkwood y Jago intercambiaron miradas. Se acercaron a la cuba. A simple vista, el recipiente parecía vacío salvo por una espesa capa de grasa coagulada que se había depositado en el fondo y las paredes interiores de la cuba. Los dos retrocedieron ante el hedor. No era de extrañar que Lomax hubiera devuelto, pensó Hawkwood, a él mismo le estaban sobreviniendo arcadas. Entonces lo vio. En el fondo; un objeto atrapado en la grasa. Bajó la linterna y oyó a Jago aguantar la respiración.

Se trataba de la parte inferior de una mandíbula humana.

—¡Virgen santa! —profirió Jago respirando—. ¿Qué es este lugar? —dijo dándose la vuelta—. Billy, mueve el culo y ven aquí. ¿Cuando trabajabas de mensajero para Hanratty, estabas al tanto de esto?

Pero Billy no escuchaba, toda su atención se concentraba en el contenido de la segunda superficie de trabajo.

—¿Billy? —repitió Jago.

Entonces, miró por encima del hombro del muchacho y enmudeció.

Billy recejaba lentamente apartándose de la mesa.

Presa de la curiosidad, Hawkwood siguió la mirada petrificada del joven.

Velas. Docenas de ellas; algunas sueltas y esparcidas desordenadamente, otras atadas formando haces. A su lado había rollos de mecha y una pila de moldes de madera basta, y, algo más retiradas, lo que parecía un montón de pequeñas planchas de cera.

Hawkwood sabía que la expresión en los ojos de Jago le perseguiría en lo por venir. Cauteloso, se acercó a la segunda cuba. Apoyándose, oteó por encima del borde. Por lo que podía ver, el tanque no contenía más que agua sucia. Una película aceitosa flotaba en la superficie del líquido, cual espuma en una tina para la colada. Hawkwood examinó el exterior de la cuba, cuya base estaba ennegrecida y picada por el calor, al igual que la del otro recipiente. Debajo del brasero, restos de ceniza cubrían el suelo.

—Dime que no estabas al tanto de esto, Billy —le instó Jago.

Junto a la pared, Lomax se limpiaba la boca con la manga y miraba estupefacto a su alrededor.

Billy, quien había palidecido, negó con la cabeza.

—No lo estaba. Lo juro por Dios. Esto sólo era una bodega que Hanratty utilizaba para sus barriles y el estraperlo. Almacenar la priva era una de mis tareas. No había nada de… esto.

Jago señaló con la cabeza el cuerpo del sacristán.

—¿Piensas que es esto lo que planeaban hacer con él? ¿Reducir al pobre cabrón a sopa y velas, y venderlo por las calles? ¡María santísima! ¿Dónde nos hemos metido?

Nadie respondió. A todos les podía el estupor ante el horror que contemplaban.

Hawkwood consiguió finalmente hablar.

—Si te preguntabas a qué clase de hombres nos enfrentábamos, comandante, ahora ya lo sabes.

Al principio, Lomax sólo lo miró, en silencio, y luego asintió con la cabeza. Ambos sabían que no había más que añadir.

Hawkwood se volvió hacia Jago y Billy.

—Tenemos trabajo.

Para salir había que atravesar una puerta que se encontraba al final de un tramo de escaleras ascendentes. Sin esperar nada, Hawkwood probó suerte con el cerrojo, pero no se sorprendió cuando éste no se descorrió. Quienquiera que hubiera convertido la habitación en un matadero, no querría ser molestado o que descubriesen su trabajo artesanal.

Jago se sacó un juego de ganzúas de la chaqueta.

—¿Qué hay al otro lado, Billy?

—Un pasillo que comunica con otra bodega. Luego unas escaleras que suben hasta la siguiente planta. Oí que había más pasillos en la parte trasera y túneles que conectaban todas las casas de la calle. No tengo ni pajolera idea de si es verdad. Hay sitios que no llegué a ver, así que yo puedo meteros, pero luego vosotros os las apañáis. Lanzó una mirada a la mazmorra a sus espaldas, persignándose y con la carne de gallina.

La cerradura produjo un sordo golpeteo metálico. Jago emitió un gruñido de satisfacción. Devolviendo la ganzúa a su chaleco, recuperó su linterna de manos de Lomax y descorrió el cerrojo.

El pasillo estaba a oscuras y vacío. El suelo de piedra indicaba que aún se encontraban algo por debajo del pub, además de dejar entrever que los cimientos eran muy antiguos, batidos mucho antes de la construcción del Perro.

Jago y Hawkwood cruzaron las miradas. Por la expresión sombría en el rostro de Jago, Hawkwood supo qué pasaba por su mente: en caso de que Molly Finn estuviera en ese lugar, ¿qué probabilidades había de encontrarla con vida? La única esperanza para la chica era que la hubieran cogido para pasárselo bien con ella y que no hubieran acabado todavía. De lo contrario, posiblemente se habrían desecho de ella del mismo modo que de Lucius Symes.

Por si acaso, inspeccionaron la segunda bodega. No hubo sorpresas esta vez, si bien Hawkwood sospechaba que las marcas practicadas en algunos toneles habrían despertado el interés de los hombres del Fisco. Aparte de la trampilla por la que habían despachado al infeliz de McGrew, no había nada que llamara la atención.

Dejando la bodega atrás, avanzaron por el pasillo hasta detenerse a los pies de las escaleras.

—Guardaos las espaldas —avisó Hawkwood, quien apenas pronunciada la advertencia, se percató de lo inútil del consejo.

Procedieron a subir.