Capítulo 1

Había ocasiones, reflexionó Matthew Hawkwood sardónico, en las que el magistrado jefe Read desplegaba un sentido del humor de lo más retorcido. No le cabía duda, pensó mientras contemplaba el roble y su horripilante ornamento, de que ésta era una de ellas.

Le habían llamado desde Bow Street una hora antes.

—Hay un cuerpo… —había comunicado el magistrado jefe, sin asomo de ironía en su tono—…en el camposanto de Cripplegate.

El magistrado jefe estaba sentado en el escritorio de su despacho. Se encontraba con la cabeza gacha firmando documentos que le había pasado su encorvado secretario con lentes, Ezra Twigg. El aquilino rostro del magistrado, al menos por lo poco que Hawkwood podía ver, seguía siendo la imagen de la neutralidad. Era más de lo que podía decirse de Ezra Twigg, quien parecía estar mordiéndose el labio en un intento de reprimir la risa.

En la chimenea crepitaba con viveza un fuego, encendido recientemente, y al fin comenzaba a alejarse de la habitación el frío de la noche anterior.

Una vez firmados los documentos, Read levantó la cabeza.

—Sí, de acuerdo, Hawkwood. Sé lo que está pensando. Su cara lo dice todo. —Read miró de reojo a su secretario—. Gracias, señor Twigg. Eso es todo.

El secretario, un hombre menudo, recogió los documentos haciéndolos un montón, mientras que en los cristales de sus lentes titilaba el reflejo de la lumbre. Que consiguiera llegar a la puerta sin que Hawkwood lo advirtiera, tenía que considerarse una especie de milagro.

Cuando el secretario se hubo marchado, James Read empujó la silla hacia atrás, levantó la solapa trasera de su abrigo y se colocó de espaldas al fuego. Aguardó unos instantes en un agradable silencio para entrar en calor antes de continuar.

—Lo descubrieron esta mañana un par de sepultureros. Avisaron al sacristán, quien llamó a un agente de policía, quien… —El magistrado jefe hizo un gesto con la mano— bueno, etcétera, etcétera. Le quedaría agradecido si se acercase a echar un vistazo. El nombre del sacristán es… —James Read se inclinó y miró con detenimiento una hoja de papel sobre la mesa—…Lucius Symes. Tratará con él, ya que el párroco se siente indispuesto. De acuerdo con el sacristán, el pobre hombre ha tenido fiebres palúdicas y ha pasado los últimos días confinado en la cama.

—¿Sabemos quién es el muerto? —preguntó Hawkwood.

Read negó con la cabeza.

—Todavía no. En sus manos queda averiguarlo.

Hawkwood arrugó el ceño.

—¿Cree que pueda guardar relación con nuestra investigación actual?

El magistrado jefe frunció los labios.

—Las circunstancias indicarían que en efecto existe tal posibilidad.

Una respuesta evasiva donde las haya, pensó Hawkwood.

—No hay que hacerse ideas preconcebidas, Hawkwood. Dejo en sus manos la evaluación de la escena del crimen. —El magistrado hizo una pausa—. Si bien existe un dato interesante.

—¿Y cuál es?

—El cadáver —declaró James Read— según parece es reciente.

El roble ocupaba una esquina cubierta de maleza dentro del cementerio, un pedazo de terreno angosto y rectangular en el extremo sur del camposanto, contiguo a Well Street. El otoño había reducido el follaje del árbol a unas pocas motas color marrón óxido que aún resistían. El ancho tronco y las ramas retorcidas recortadas contra un amenazador cielo plomizo cual antebrazos nudosos de algún guerrero ancestral, aún conferían al roble una imponente presencia: eterno centinela de las tumbas que descansaban asimétricas bajo su sombra. La mayoría de las lápidas parecían tan viejas como el propio árbol. Pocas permanecían derechas. Eran como piedras rúnicas lanzadas al azar por el suelo. Siglos de temporales se habían hecho sentir en las inscripciones talladas; la mayoría habían perdido intensidad y sufrían la huella del paso del tiempo, por lo que apenas podían leerse.

En otra época, este rincón del cementerio probablemente habría albergado a los miembros más adinerados de la parroquia, pero eso había cambiado. Ahora sólo los pobres recibían sepultura aquí y las parcelas individuales eran minoría. El cementerio se había convertido en un legado que olvidar.

Y en un lugar de ejecución.

El cadáver estaba izado por una cuerda en torno al cuello y fijado al tronco del árbol mediante clavos que le atravesaban las muñecas. Colgaba cual burda parodia de la crucifixión, con la cabeza inclinada hacia un lado y los brazos elevados en absoluta rendición.

Con razón, pensó Hawkwood, mientras sus ojos recogían el macabro cuadro, que los sepultureros hubiesen ahuecado el ala a toda prisa.

Había averiguado que sus nombres eran Joseph Hicks y John Burke; ambos estaban ahora de pie a su lado, junto con el sacristán de Giles, un hombre de mediana edad con ojos angustiados, lo cual, pensó Hawkwood, dadas las circunstancias, no era de extrañar.

Hawkwood se volvió hacia los dos sepultureros.

—¿Alguien lo ha tocado?

Le miraron fijamente como si estuviese loco.

Es de suponer que no, pensó Hawkwood.

Un graznido estridente interrumpió la quietud del momento. Hawkwood alzó la vista. Una colonia de grajos se había instalado en el cementerio y los pájaros, enojados por la invasión de su territorio, dejaban caer sus protestas. Alrededor de una docena de nidos descuidados se posaban precariamente entre las horquetas superiores del árbol y sus propietarios se interesaban con ojos pequeños y brillantes por la reunión de abajo. Los indicios sugerían que los pájaros ya habían comenzado a vengarse. Primero habían ido por los bocados más sabrosos. Las cuencas rasgadas de los ojos del cadáver hablaban macabramente por sí solas. Algunos pájaros, mostrando menos recato que sus compañeros, habían comenzado a avanzar ramas abajo hacia el cuerpo del ahorcado en busca de sobras frescas. Sus picos afilados podían picotear y desgarrar la carne con la precisión de un estoque.

Hawkwood cogió una rama suelta y se la arrojó al pájaro más cercano. Aunque su objetivo se escapó, se acercó lo bastante como que la bandada se lanzara a los aires entre un clamor de indignación.

Hawkwood se aproximó al árbol. Su primer pensamiento fue que debió haber supuesto cierto esfuerzo transportar al muerto hasta donde estaba, lo que indicaba que más de una persona había participado en el asesinato. Bien eso, bien se trataba de un individuo dotado de una fuerza considerable. Hawkwood se acercó y estudió el terreno en derredor de la base del tronco, con cuidado de donde ponía los pies. La lluvia de la noche anterior había transformado el suelo en barro. Sin embargo, la tierra pastosa no se debía únicamente a la lluvia. Hawkwood sabía que habían de considerarse otros factores.

Había marcas borrosas; hendiduras demasiado uniformes para haber sido causadas por la naturaleza. Echó un vistazo más de cerca. La depresión tomaba forma: el contorno de un tacón. Giró alrededor de la base del roble, investigando con la vista. Había más señales: hojas y ramitas, rotas y prensadas en el suelo a causa de un peso, las cuales le indicaban que definitivamente había habido más de un hombre. De repente, se detuvo y se puso en cuclillas, evitando pisar el dobladillo de su abrigo de montar.

Se trataba de una huella completa, suela y talón, otra señal de que al menos una de las sospechas de Hawkwood había quedado demostrada. Hawkwood medía un metro ochenta. Colocó la base de su propia bota junto al rastro y comprobó con cierta satisfacción que su pie era más pequeño. La profundidad de la hendidura era igualmente impresionante.

Hawkwood levantó la cabeza. Se encontró de pie en el lado del árbol opuesto al cuerpo. La primera cosa que le llamó la atención fue la cuerda. Pendía de la horcadura del tronco, rozando su extremo las hojas caídas. El nudo seguía bien sujeto al cuello del difunto, Hawkwood reconstruyó la escena en su mente y volvió a mirar al suelo, echando una mirada atrás y al lado. Había otra huella, apreció, ligeramente apartada de la primera. La había dejado alguien que había apoyado con firmeza los pies y que, aguantando el peso sobre una sola pierna, había hundido un y tirado de la cuerda. La marca indicaba que era un hombre grande y fuerte. No había más huellas cercanas. Los compañeros del verdugo debían de haber estado al otro lado del árbol, hincando a martillazos los clavos.

Hawkwood se levantó y desando lo andado.

Miró a la víctima y después se volvió hacia los sepultureros.

—Bien, bájenlo.

Lo miraron, después ojearon al sacristán, quien, tras dirigir una mirada rápida a Hawkwood, asintió levemente con la cabeza.

—Háganlo —dijo Hawkwood chasqueando los dedos—. Ya.

La tarea llevó un rato y no fue agradable de presenciar. Los sepultureros no venían preparados y tuvieron que improvisar con las herramientas que tenían a mano. Lo que supuso golpear los clavos de lado a lado con el canto de las palas para soltarlos lo suficiente como para extraerlos del tronco del roble. Las muñecas de la víctima no salieron totalmente ilesas de la terrible experiencia. Tampoco es que el pobre desgraciado estuviese en condiciones de protestar, reflexionó Hawkwood impasible, mientras bajaban el cuerpo al suelo.

Hawkwood miró de soslayo a Lucius Symes. El rostro del sacristán estaba pálido; los sepultureros no tenían mejor aspecto. Era más que probable que su primer destino al salir del cementerio fuese la licorería más cercana.

Hawkwood examinó el cadáver. La ropa todavía estaba húmeda, presumiblemente por la lluvia de la noche anterior, así que habría estado allí arriba un tiempo. Era un varón, aunque eso fue obvio desde el comienzo; ni joven ni mayor, probablemente tenía unos veintitantos años; un trabajador manual. Hawkwood lo dedujo por sus manos, en las cuales a pesar del reciente vapuleo recibido con las palas, podían apreciarse los callos alrededor de las yemas de los dedos, así como las cicatrices de los nudillos; alguien que se había dedicado a las peleas, tal vez. Era sólo una conjetura.

—¿Alguien le reconoce? —inquirió Hawkwood.

No hubo respuesta. Hawkwood alzó la vista, observó sus expresiones. Ni asentimientos ni movimientos de cabeza. Miro a uno, luego a otro. El sacristán no reaccionó, tan sólo lanzó una mirada aturdida. Sin embargo, se percató de lo que podría haber sido una sombra de movimiento en los ojos del sepulturero Hick. Un destello, casi imperceptible, una ilusión óptica, ¿quizás?

Hawkwood consideró la relevancia de aquello, lo dejó aparcado en un rincón de su mente, y reanudó su investigación.

Al menos la forma de la muerte estaba fuera de duda: el cuello roto.

Hawkwood aflojó el nudo y quitó la cuerda de alrededor de la garganta del muerto. Fijó la mirada en el collar de magulladuras que ensuciaba el cuello de la víctima antes de centrar su atención en el nudo de la cuerda. Muy bien hecho, el trabajo de un profesional. Quienquiera que hubiese colgado al pobre desgraciado había demostrado que sabía manejar la herramienta de un verdugo. En un movimiento que pasó desapercibido para el sacristán y los sepultureros, Hawkwood se pasó una mano por su propia garganta. El anillo de oscuras magulladuras de debajo de la mandíbula quedaba oculto tras el cuello de las ropas. Le asaltó el súbito y familiar eco de un aciago a recuerdo, aunque lo dominó instante. «El devenir de las cosas es algo extraño», pensó.

Apartando la cuerda a un lado y aún sabiendo que sería en vano, Hawkwood registró los bolsillos del cadáver. Tal y como esperaba, estaban vacíos. Observó más de cerca las manchas que había en la chaqueta del muerto. La ropa del cadáver conservaba indicios tanto de la tormenta de la noche anterior como de la forma brutal de morir. La espalda de la chaqueta y el calzón habían sufrido los peores daños, causados, supuso Hawkwood, por el roce con el tronco del árbol al ser alzada la víctima. Ya había visto las marcas que los tacones de las botas del hombre muerto habían dejado en la corteza mientras pataleaba y luchaba por el aire.

Advirtió, además, otras manchas en la parte delantera de la chaqueta y en la camisa. Recorrió las manchas con el dedo y frotó el residuo con la yema del pulgar.

Hawkwood examinó la cara. Había sangre coagulada alrededor de los labios. ¿Se habían dado los grajos un festín ahí también?

Hawkwood alargó la mano hasta la parte superior de su bota derecha y sacó su cuchillo. A su espalda, respiraba el sacristán. Uno de los sepultureros blasfemó cuando Hawkwood insertó el filo del cuchillo entre los labios del cadáver. Agarrando la barbilla del hombre muerto con la mano izquierda, Hawkwood utilizó el cuchillo para abrirle la boca haciendo palanca. Se puso de rodillas y escudriñó la boca de la víctima.

Los dientes y la lengua habían sido extraídos.

La extracción se había realizado imprimiendo gran fuerza. Las encías desfiguradas y la sangre incrustada lo decían todo. Hawkwood pudo apreciar que también faltaba una sección de la mandíbula inferior, lo suficientemente larga como para contener al menos media docena de clientes. Sospechaba que habían utilizado una lezna para los dientes sueltos, y puede que un martillo y un cincel pequeño para el resto. Era difícil determinar la herramienta utilizada para cortar la lengua; tal vez, una navaja.

El sacristán se echo la mano a la boca, como queriendo asegurarse de que su propia lengua seguía in situ. Miró fijamente a Hawkwood horrorizado.

—¿Qué significa todo esto? ¿Por qué harían algo así?

Hawkwood limpió la hoja en su manga y la devolvió a la bota. Bajó la vista hacia el cadáver.

—Pienso que está claro.

Los tres hombres lo observaron sin pestañear y lo miraron fijamente.

Hawkwood se puso en pie y se dirigió al sacristán.

—¿Cuál ha sido el entierro más reciente?, ¿dónde lo tienen?

El sacristán Symes pareció quedarse confuso un momento ante el repentino cambio de rumbo. Incluso se puso blanco como la cera.

—¿Entierro? Bueno, sería… Mary Walker. Murió de tisis. La enterramos ayer.

El sacristán miró a los dos sepultureros, en busca de confirmación.

Fue el hombre de más edad, Hicks, quien asintió con la cabeza.

—La enterramos a las cuatro en punto, justo antes de que empezara a llover.

—¿Dónde? —preguntó Hawkwood.

Hicks señaló sacudiendo un dedo.

—Allí, en la parte alta del montículo.

Una sensación de vacío comenzó a revolverle a Hawkwood el estómago.

—Enséñemelo.

El enterrador lo guió a través del cementerio hasta una extensa y sombría parcela cerca de los límites del mismo; le señaló un rectángulo de tierra recién revuelta.

—¿A qué profundidad estaba la mujer? —preguntó Hawkwood.

Los sepultureros intercambiaron miradas elocuentes.

«No la suficiente», pensó Hawkwood.

—Bien, echemos un vistazo.

El sepulturero contempló a Hawkwood fijamente con incredulidad y horror.

—Si yo fuese usted, sacristán Symes, me apartaría —espetó Hawkwood—. No querrá mancharse los zapatos.

El sacristán palideció.

—¡No puede hacerlo! ¡No lo permitiré!

—Tomo debida nota de su protesta, sacristán —Hawkwood le hizo un gesto de asentimiento a Hicks—. Procedan a cavar.

Hicks miró a su compañero, el cual le devolvió la mirada y se encogió de hombros.

Las palas se clavaron en la tierra al unísono.

En aquel momento, Hawkwood sabía lo que encontrarían y por la expresión en las caras de los sepultureros, adivinaba que ellos también lo sabrían. Tenía la sensación de que incluso el sacristán Symes, a pesar de su queja, tampoco se iba a sorprender.

El caso es que sólo bastaron un palmo de tierra y una docena de paladas para confirmarlo.

Se oyó un ruido sordo cuando una de las pala golpeó madera, tras lo cual, utilizaron los bordes de las mismas para raspar la tierra de la superficie del ataúd. Enseguida saltó a la vista la grieta dentada en la madera hacia la mitad de la tapa del féretro.

—Dios bendito, ¿es qué no tienen compasión?

El sacristán intentó colocarse entre Hawkwood y la tumba abierta.

—Si me equivoco, sacristán Symes —afirmó Hawkwood—, le pagaré un tejado nuevo para la iglesia. Ahora, échese a un lado —asintió con la cabeza a Hicks—. Ábranlo.

Hicks ojeó a su compañero, que parecía sentirse tan incómodo como él.

—Déme la maldita pala —ordenó Hawkwood extendiendo la mano.

Hicks vaciló, pasándosela a continuación.

Los tres hombres observaban mientras Hawkwood introducía el filo de la pala por debajo del extremo más ancho de la tapa y ejercía fuertemente presión hacia abajo. Su esfuerzo no encontró una gran resistencia. Ya otras manos habían causado antes el daño. La endeble tapa se rajó a lo largo de la grieta existente emitiendo un prolongado crujido. Hawkwood devolvió la pala a su propietario, agarró los bordes de la tapa destrozada y la levantó.

El sacristán tragó con nerviosismo.

Hawkwood se puso de rodillas, estiró la mano hacia el interior del ataúd y sacó el trozo de tela arrugado: el sudario.

Las parcelas para sepultura estaban harto solicitadas en Londres y las fosas comunes eran habituales en muchas parroquias. A menudo, era imposible cavar una tumba nueva sin que se vieran afectados los cadáveres enterrados con anterioridad. La fosa de Giles in the Fields lo ilustraba perfectamente. Allí, durante años, se habían ido apilando filas de ataúdes baratos uno sobre otro, todos expuestos a la vista y al olfato, esperando a que más ataúdes se amontonasen encima de ellos. Las profundidades de las fosas podían variar y no siempre se utilizaban los ataúdes. Hacia uno o dos años, en la iglesia de Saint Botolph, dos sepultureros habían tallecido como resultado de los gases nocivos que emanaban de los cadáveres en descomposición. Era habitual que las tumbas se mantuviesen abiertas durante semanas hasta que los cadáveres las llenaran casi hasta el borde. En muchos casos, la capa superior de tierra no estaba a más de unos pocos centímetros de profundidad, de tal modo que las extremidades del cuerpo llegaban a veces a asomar por la tierra.

Lo que se lo ponía fácil a los ladrones de cuerpos.

Hawkwood dejó a los sepultureros rellenar el hoyo y volvió sobre sus pasos hasta la escena del crimen. Miró abajo hacia el cadáver y después hacia el mugriento sudario que llevaba en la mano.

En sentido estricto, los cuerpos no se consideraban una propiedad. Las prendas para el funeral, sin embargo, eran otro cantar. Si robabas un cuerpo, podías escaparte; en cambio, el robo de prendas, un sudario o un anillo de boda era diferente. Te castigaban con la deportación. Quien hubiese saqueado aquella tumba había sido precavido.

Lo que planteaba una pregunta obvia.

¿Por qué dejar el cadáver del hombre? ¿Por qué el destino de éste no había sido la mesa del anatomista? El muerto era relativamente joven y, aparte del hecho evidente de que estaba sin vida, parecía estar en buena forma física. Debería de haber sido un candidato perfecto para cualquier clase de anatomía de un cirujano. Los cuerpos de hombres fornidos estaban siempre muy demandados, ya que, una vez retirada la piel, los podían utilizar para mostrar los músculos en sus mejores condiciones. Para cualquier ladrón de tumbas que se preciase a sí mismo, éste no era un simple cadáver, sino un buen dinero en efectivo.

Hawkwood escuchó el amortiguado sonido de unas pisadas a su espalda. Era el sacristán.

—¿Cuántos? —inquirió Hawkwood.

El sacristán se mordió el labio.

—Cuatro en las últimas dos semanas, incluyendo a la señora Walter. Los otros tres eran todos hombres.

Hawkwood no dijo palabra y pensó en el célere cambio de tratamiento para con el cadáver de Mary Walker a la señora Walker.

—¿No han pensado en un vigilante nocturno?

El sacristán Symes se encogió de hombros.

—Es cierto que antes los contratábamos, y durante algún tiempo se notó. Los ladrones se van a otros lugares: a las iglesias de Saint Luke o Saint Helen. Pero después el vigilante se duerme en los laureles y relaja la vigilancia, normalmente con la ayuda de una botella, y los robos comienzan de nuevo. No somos una parroquia acaudalada, agente Hawkwood.

Era una historia habitual.

El número de cementerios de la capital que habían escapado a los saqueadores podían contarse con los dedos de una mano. Se habían puesto en práctica métodos disuasorios —vigilantes nocturnos, farolas, perros, incluso trampas ocultas con resortes que accionaban pistolas— aunque habían resultado de poco provecho.

Los ricos podían permitirse enterrar a sus muertos en tumbas más profundas, en mausoleos familiares y en capillas privadas o bajo lápidas pesadas e inamovibles y tumbas cubiertas de rejas de hierro; podían encerrar los restos en féretros sólidos, bien revestidos de plomo o hechos por completo de metal. Los pobres no podían hacer frente a tamaños lujos. Hacían lo que podían, mezclando palos y paja con la tierra de la tumba, por ejemplo, con la vana esperanza de que las fibras resultantes obstruyesen las palas de madera de los ladrones. Las fosas comunes eran un objetivo fácil.

—¿Puedo preguntarle algo, agente Hawkwood? —el sacristán parecía pensativo—. Cuando le pregunté antes quién haría algo tan terrible (asesinar a un hombre y después cortarle la lengua) usted dijo que estaba claro. No lo entiendo.

Hawkwood asintió con la cabeza.

—Por la misma razón por la que no se llevaron este cuerpo igual que el otro. Lo dejaron aquí con una intención.

—¿Una intención?

Hawkwood devolvió la mirada al sacristán.

—Es una advertencia.

—¿Cree que por eso dejaron el cuerpo? ¿A modo de advertencia?

James Read formuló la pregunta dándole la espalda a la habitación. Estaba mirando por la ventana, abajo, a Bow Street. Era temprano y la calle todavía estaba húmeda y salpicada de charcos. Las dependencias de las fuerzas del orden judicial ubicadas en la planta baja no abrían hasta dentro de una hora. Fuera, sin embargo, el tráfico de la mañana llenaba las calles. Se oía el chacoloteo de los cascos y el traqueteo de las ruedas de los carruajes, así como los pregones de los vendedores yendo y viniendo por Covent Garden, que se encontraba apenas a un tiro de piedra, volviendo la esquina al final de Russell Street.

El fuego, que seguía crepitando en la chimenea, había subido considerablemente la temperatura de la habitación desde la última visita de Hawkwood. A James Read no le gustaba el frío, se encontraba, pues, estudiando el cielo agobiante de finales de noviembre con no poca desesperación. Sospechaba que el tiempo iba a cambiar a peor. La atmósfera estaba cargada de un matiz plomizo que anunciaba aún más precipitaciones, posiblemente cellisca, lo que con toda probabilidad conllevaba la llegada temprana de nieve. Suspiró, tiritó con resignada aceptación, y se volvió hacia el abrazo cálido del fuego.

—Esa fue mi primera idea —dijo Hawkwood.

Conociendo la propensión de Read a un buen fuego en la chimenea abierta, Hawkwood había obrado con prudencia dejando su abrigo en la antesala bajo la atenta mirada de Ezra Twigg. Se alegró de haberlo hecho. De lo contrario se estaría asando.

—¿He de inferir que su idea se sustenta en la forma de la muerte y en la extracción de la lengua del muerto?

Hawkwood asintió con la cabeza.

—Los sepultureros y el sacristán pudieron echarle un buen vistazo. Para el mediodía ya se habrá corrido la voz por toda la parroquia. Eso si no lo ha hecho ya.

—Opino que con la crucifixión habría bastado —afirmó James Read—. Lo de la lengua me parece algo bastante excesivo. Por no mencionar lo de los dientes. ¿Tiene alguna idea acerca de los dientes?

—Quien no malgasta no pasa necesidades —proclamó sin apasionamientos—. El cuerpo y la lengua se dejaron a modo de aviso. Se llevaron los dientes para sacar beneficio.

Un buen beneficio, además, si uno tenía estómago para ello. Y la mayoría de los ladrones de tumbas lo tenían. Era una actividad suplementaria muy lucrativa. Muchos resucitadores arrancaban los dientes a los cadáveres antes de entregar su mercancía al anatomista. Un buen juego podía venderse por cinco guineas si uno conocía el mercado.

—Excesivo, como ya he dicho.

—No si de veras pretendes meterles el miedo en el cuerpo a tus rivales —comentó Hawkwood.

El magistrado frunció el ceño.

—Lo que apuntaría a una grave escalada de violencia.

—Están dejando su marca —añadió Hawkwood—. Marrando su territorio. La Cuadrilla de la Comuna no se dormirá en los laureles.

La Cuadrilla de la Comuna había sido por mucho tiempo el grupo más conocido de resucitadores de la capital. Ejercían su profesión mayormente en los alrededores de Bermondsey, aunque complementaban sus ingresos con incursiones regulares al norte del río. Hasta ahora habían llevado la batuta, pero habían comenzado a surgir rivalidades. Corrían rumores sobre una nueva banda situada en Ratcliffe Highway, cuyos miembros estaban empeñados en disuadir al resto de ladrones de cuerpos de entrar en sus dominios utilizando todos los medios que hiciesen falta. El miedo y la intimidación eran su lema. Sin que la mayoría de ciudadanos respetables lo supieran, en los lugares más sombríos de la ciudad y en los barrios bajos se libraba una guerra despiadada.

—¿Qué hay del fallecido? —preguntó Read—. ¿Conocemos su identidad?

—Es posible que su nombre sea Edward Doyle.

El magistrado jefe enarcó una ceja.

—Me lo contó Hicks, uno de los sepultureros. Al principio negó conocerlo, pero después cambió de idea tras mirar con detenimiento la cara del muerto una segunda vez, entonces me lo dijo.

James Read continuó con la ceja levantada.

—No quedé satisfecho con su primera respuesta, y le presioné un poco.

—Siempre me ha admirado su poder de persuasión, Hawkwood —declaró Read tajante—. Así que, ¿cree que está implicado?

Hawkwood movió la cabeza.

—¿En el asesinato? No, su conmoción era auténtica. En planear el desenterramiento del cuerpo de la mujer, puede. Aunque demostrarlo podría resultar difícil.

—Así que su idea es que le dio el soplo a Doyle de que había un cuerpo recién enterrado. Doyle llegó para cogerlo y se encontró con una banda rival, la cual robó el cuerpo, mató a Doyle y dejó su cadáver expuesto.

—Yo diría que sí —coincidió Hawkwood.

Que James Read no mostrase preocupación ante la supuesta participación del sepulturero no sorprendió a Hawkwood. Era sabido que la mayoría de los resucitadores ejercían su profesión con la connivencia de aquéllos relacionados con el oficio funerario, ya fuesen empleados de las funerarias o sepultureros. No era inaudito que quienes excavaban las tumbas se involucrasen en exhumaciones. Después de todo, sabían exactamente dónde se enterraban los cuerpos. Una estratagema común de los sepultureros era informar con disimulo a las partes interesadas de que ciertos cadáveres no estaban, en virtud de un acuerdo previo, en los féretros enterrados recientemente, sino que se habían dejado encima del ataúd, ocultos bajo una capa fina de tierra suelta a pocos centímetros de la superficie, listos para ser recogidos.

—¿Qué más sabemos de Doyle? —inquirió Read.

—Hicks piensa que podría tratarse de un porteador, uno de los de Smithfield.

—¿Y?

—Y nada. Eso es todo lo que sabía.

Read hundió los carrillos.

—¿Qué tenemos con eso?

—No mucho —admitió Hawkwood—, pero es todo lo que tengo. Si en efecto trabaja en Smithfield, lo más probable es que tuviera un abrevadero cercano, tal vez uno de esos antros de Bow Street. Y si además se sacaba algo de dinero como resucitador, es aún más probable. He oído que la mayoría de estos cabrones se gastan todo lo que recaudan en beber matarratas.

El magistrado jefe se mordió el labio.

—¿Entiendo que pretende hacer una visita a la zona?

—Creo que sí —afirmó Hawkwood—. Podría preguntar por ahí. Ver lo que puedo desenterrar. —Hawkwood mantuvo su expresión circunspecta.

—Gracias, Hawkwood. Ha sido de lo más entretenido —el magistrado jefe volvió a su mesa y se sentó—. Pero, antes de irse, tengo otra cuestión urgente que exige atención inmediata. Lamento comunicarle que esta mañana está resultando de lo más memorable. Mientras usted investigaba el incidente de Cripplegate, yo recibía noticias de otro asesinato. Un suceso de lo más curioso, por no decir una fascinante coincidencia, dado su reciente encuentro con la muerte y la divinidad.

Hawkwood no estaba seguro de si éste era otro ejemplo del ingenio mordaz del magistrado jefe, ni de cómo había de reaccionar, si es que debía hacerlo. Decidió esperar y ver.

—El portador de la información se encontraba en un estado de extrema alteración, lo cual era comprensible. Debido a ello, los detalles del asunto están un tanto incompletos. Sabemos que la víctima es un tal coronel Titus Hyde.

—¿Del ejército? —preguntó Hawkwood frunciendo el ceño.

James Read asintió con la cabeza.

—De hecho, por eso consideré adecuado que un agente con sus antecedentes iniciase la investigación. Extrañamente, también se nos facilitó la identidad del asesino, y su dirección. El perpetrador parece ser un clérigo; un tal reverendo Tombs.

—¿Un clérigo? —Hawkwood no pudo enmascarar su sorpresa.

—He enviado agentes a la casa del clérigo. Por supuesto, es improbable que esté allí. Lo más seguro es que se haya ocultado en algún lugar, pero es el sitio lógico por donde empezar a buscarle. Me gustaría que visitase la escena del crimen.

El rostro del magistrado jefe le indicaba a Hawkwood que aún había más.

—¿Y dónde es eso?

El magistrado frunció los labios.

—¡Ah!, de nuevo, otro dato desconcertante. El asesinato se produjo la noche pasada, o más bien a primera hora de esta mañana, en Moor Fields. El lugar exacto es… —El magistrado jefe hizo una pausa—…el hospital Bethlem.

Y ahí lo tenía. Hawkwood miró fijamente al magistrado jefe. Aparte del tictac del reloj de la esquina y del chisporroteo de la madera quemándose en la chimenea, la habitación se había sumido en un sepulcral silencio.

Porque no mucha gente lo llamaba así.

Del mismo modo que las dependencias de las fuerzas del orden judicial eran conocidas, al menos para el personal que trabajaba allí, por un apodo: la Covachuela; lo mismo ocurría con el hospital Bethlem; y no simplemente para sus empleados, sino para la ciudad entera, e incluso para toda la nación. Bethlem había sido su nombre de fundación, pero tenía otro: una única palabra sinónimo de encarcelamiento, sufrimiento y demencia.

Bedlam.[1]