33
El vigilante era un hombre joven de rostro delgado y pálido, con la nariz en punta que parecía disparada hacia arriba. Estaba sentado dentro de una especie de garita encristalada y levantó la cabeza y nos miró fijamente cuando tocamos la puerta.
Vino hacia nosotros despacio, balanceando los hombros, consciente de su uniforme planchado de color azul y con esa suerte de seguridad en los movimientos que produce el tener un arma y licencia para usarla. Se quedó quieto, mirándonos, con la mano derecha sobre la funda negra de un Gabilondo del 38, un poco más nuevo que el mío.
—¿Qué desean? —preguntó y su voz traspasó el cristal de la puerta, cargada de desconfianza.
Ricardo ensayó una tímida sonrisa.
—Piso nueve —anunció.
Sus ojos nos recorrieron de arriba abajo, después, con la izquierda, descorrió un cerrojo y abrió la puerta con un pequeño chasquido. Se apartó a un lado y nos dejó pasar. Su mano no se apartó de la culata del Gabilondo.
—Está cerrado.
—¡Oh! —exclamó Ricardo—. ¿Es cierto? Pero me habían dicho…
—Está cerrado.
—Sólo vamos a estar unos minutos —le dije yo.
Metí la mano en el bolsillo del pantalón y la saqué empuñando dos billetes de mil pesetas. Se los puse delante.
Dudó durante unos segundos, pero los cogió con fuerza, como si temiera que se fueran a escapar y los hizo desaparecer en su propio bolsillo. La expresión de su cara no cambió. Cerró la puerta y se dirigió a mí.
—Aguarden un momento —dijo.
Volvió a la garita y descolgó un teléfono negro que estaba sobre una especie de mostrador. Vimos cómo movía los labios, hablando con alguien.
El vestíbulo del edificio estaba enmoquetado de verde y tenía a ambos lados dos juegos de sofás y sillones tapizados de negro, donde probablemente jamás se había sentado nadie. Encima de ellos colgaban unos cuantos cuadros con ese sello inconfundible que tiene la labor hecha en serie y sin mucha aplicación. En uno de los rincones había dos cuadros, uno de ellos representaba una casita tirolesa, y el de al lado, una tempestad marina con un barco en el fondo. En el otro rincón un grupo de campesinos, subidos en carretas, parecían estar pasándolo muy bien.
Tres escalones conducían a la garita encristalada y detrás de ella se veía un largo pasillo, con las entradas de los ascensores y los paneles de los buzones de la correspondencia, alineados como los nichos de un cementerio.
El vigilante terminó de hablar, colgó el teléfono y acudió de nuevo hasta nosotros.
—Les están esperando —dijo y se pasó una mano fugaz por la boca, como si apartara un mal sabor—. Estaba cerrado, pero les van a dejar pasar. Otro día vengan un poco más temprano.
—Claro —contestó Ricardo—, muchas gracias.
—El primer ascensor —señaló con la mano—. Los demás están bloqueados.
—Gracias —dijo de nuevo Ricardo.
El vigilante dio media vuelta y volvió a encerrarse en su refugio. Nosotros caminamos hasta el ascensor, abrimos la puerta y entramos. Desde la garita, el vigilante nos habría estado observando sin perder detalle.
Ricardo apretó el botón nueve y el ascensor comenzó a subir sin un ruido.
—No me gusta ese tío —dijo.
A mí tampoco me gustaba, pero no dije nada.
El ascensor se detuvo con un suave ronroneo y salimos a un silencioso descansillo también tapizado de moqueta verde. A ambos lados, las puertas de los apartamentos parecían centinelas insomnes.
Una de las puertas se abrió. Apareció una cara enmarcada en ensortijado cabello rubio susurró:
—Aquí. No hagan ruido.
Llevaba puesto un batín azul de seda y sus piernas finas y sin vello tenían el aspecto de jamón cocido. Su rostro liso, casi sin relieve, era una gran sortija de dientes blancos y parejos. Se apartó para dejarnos pasar.
Entramos en el vestíbulo a media luz, pequeño y que olía a dulce de coco cocido y a leche condensada. Sobre la moqueta habían colocado una alfombrilla blanca y en uno de los rincones había una mesa baja cargada de revistas y dos sillones de adorno. En las paredes colgaban tres litografías de hombres tumbados entre cojines. Eran tipos velludos, musculosos y estaban desnudos.
—Sentimos mucho venir a estas horas —habló Ricardo— pero nos habían dicho que cerraban tarde.
El del batín descorrió aún más la boca y volvió a enseñarnos la dentadura. Torció la cabecita a un lado.
—No importa, yo duermo poco.
—Qué bien —dije yo.
—Bueno… —se apretó el pecho con las manos—. No habéis venido nunca por aquí ¿verdad?
—No —contestó Ricardo—. Nos lo ha recomendado Ramírez, el de Agroman.
El del batín enarcó una ceja.
—Sí —remaché—. Es tan gracioso.
—¡Ah, sí! ¡Ramírez, sí!
—Hemos estado tomando unas copas para animarnos y al fin nos hemos decidido —continuó Ricardo—. Nos gustaría… —miró— nos gustaría hacer un cuadro contigo… nunca lo hemos probado.
—Nunca —dije yo.
—¡Uy, un cuadro a estas horas…!
—Si no lo hacemos ahora, no lo haremos nunca.
—Por favor, insistió Ricardo.
—Bueno… veréis… es que eso cuesta dinero… Ésta no es una casa corriente… aquí nada más que vienen amigos muy, muy íntimos, ¿comprendéis?
—¡Qué lástima! —exclamé y saqué del bolsillo un fajo de billetes falsos, propiedad de Ricardo. Me puse a contarlos—. Nada más que tenemos cincuenta mil pesetas. ¿Será suficiente?
El del batín abrió los ojos y se apretó aún más las manitas al pecho.
—Bueno… sí que es suficiente, sí. Ya lo creo —me miró—. ¿Cómo te llamas?
—Juan —dije yo—. Pero puedes llamarme Juanito.
—Juanito Valderrama —manifestó Ricardo—. Así le llaman.
—¡Uy qué bien! Yo soy Ignacio, ¿y tu amigo?
Señaló a Ricardo.
—Deogracias —contestó éste—. Pero puedes llamarme, Deo.
—¡Uy qué bien! ¡Vamos a ser muy amigos!
Cogió el dinero con una mano larga y blanca, como la aleta de un pato y lo contó rápidamente con la habilidad de un cajero.
—¿Está todo, Nacho?
—Sí, muy bien… ¿queréis pasar, tomar algo?
—Me gustaría que le dijeses a ese portero tan antipático que vamos a estar aquí contigo un ratito… como dos horas… ¿no?
—Pero si Gaspar no se enfada… Es un poco brusco con los que no conoce, pero de ahora en adelante no tendréis problemas.
—Díselo de todas formas, Nacho, anda. ¿Es que no me vas a dar ese capricho?
Arrugó la cara y descolgó el telefonillo de la entrada.
—¿Gaspar, Gaspar…? Oye, soy yo, Ignacio… No, no pasa nada… que has sido un poco grosero con estos amigos… No seas tonto, hombre, que yo no me enfado… Oye, que se van a quedar aquí un rato grande… pues no sé… —me miró enarcando las cejas.
—Dos horas… como mucho —dije yo.
—Un rato grande, hombre… eso, dos horas… Yo te aviso y después subes… Que sí, hombre, que sí.
Colgó y se volvió a nosotros. Agitó la bata como una falda de cola y apretando el dinero en la mano, fue por el pasillo andando a saltitos.
—Venid conmigo al dormitorio…
Le alcancé antes de que entrara en un cuarto iluminado con una luz suave. En el centro se veía una cama cubierta con una colcha blanca de raso.
—¿Hay alguien contigo?
Había extrañeza en sus ojos y un destello de alarma que se apagó enseguida.
—Mi amigo, pero…
—¿No puede estar con nosotros? Así será más divertido…
—¿Mi amigo? No… querido, no… Está durmiendo y además él no quiere… Yo soy muy celoso… mira, poneos cómodos que enseguida vuelvo. Ahí está el baño —señaló una puerta con un cartel colgado del pomo en el que estaba escrito, WC—. Yo enseguida vuelvo… os traeré un poquito de champán.
—¿Vivís en el otro apartamento, no?
—Oye, Juanito, tú…
—¿Por dónde se comunica?
Ahora sí había alarma en sus ojos. Una sirena de alarma.
—Por… por el dormitorio éste. ¿Por qué me lo preguntas?
El dormitorio estaba a media luz. Asomé la cabeza. Una cortina roja tapaba lo que muy bien podría ser una puerta.
—¿Por ahí?
—Sí… pero…
—Quiero que me perdones, no tengo nada contra ti.
—No… no entiendo.
Le sacudí un poco más arriba de la sien derecha con un corto, mientras que con la otra mano le sujetaba del hombro. No fue el golpe del que me haya sentido más orgulloso.
El grito se le ahogó en la garganta antes de salir. Cayó resbalándose por la pared y se le abrió la bata de seda azul. Estaba desnudo y su cuerpo delgado y blando parecía el de un bebé demasiado crecido.
—Que te gusta hablar, coño —dijo Ricardo, arrodillándose a su lado y disponiéndose a atarlo—. No le habrás hecho daño, ¿verdad?
—No creo.
Sacó del abrigo un rollo de esparadrapo ancho y cuerda.
—Date prisa —dijo y comenzó a cortar esparadrapo—. Ve a por el otro.
Le arranqué el fajo de billetes que tenía aferrado a la mano derecha, separé un billete de cinco mil y se lo metí en uno de los bolsillos de la bata. Estaban sudados.
El amigo del tipo del batín era grande como un ballenato, gordo y barbudo. Dormía con pijama de color blanco con sus iniciales bordadas en la pechera. Creyó que eramos ladrones y no le dije ni que sí ni que no. Lo conduje hasta donde estaba Ricardo y allí se dejó atar y amordazar sin rechistar.
Los llevamos hasta la cama del dormitorio y los tumbamos juntos. Ricardo era verdaderamente un experto. Tendió las cuerdas a los barrotes de la cama y los inmovilizó.
Entonces saqué mi Gabilondo de la funda que llevaba en la cintura y le apunté a los ojos al del batín. Los abrió tanto que pensé que se le saltaban de las órbitas.
Ricardo terminó colocándoles a cada uno una venda en los ojos, fijadas con esparadrapo.
—Escuchadme ahora —dije—. Si sois buenos y no intentáis soltaros, no os pasará nada. Si por el contrario queréis ser unos malos chicos y os movéis, os achicharraré a los dos. Mover vuestras cabecitas si lo habéis entendido.
Los dos movieron la cabeza furiosamente.
—Entonces, sed buenos. Volveremos dentro de una hora.
En la puerta del apartamento, Ricardo se volvió hasta los dos cuerpos tumbados en la cama y sonrió de oreja a oreja.
—¿Te has fijado, Toni? Ni un cirujano lo hubiera hecho mejor.