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Hay historias que uno no sabe cuándo empiezan ni cuándo terminan, si es que terminan alguna vez. Esta historia podría comenzar un mes después de que el jefe de campo de una empresa de seguridad, llamada Transsegur, me dijo que estaba muy contento con la forma en que yo trabajaba, pero que me volvería a llamar en cuanto se produjera una vacante.

Durante tres meses había llevado un uniforme azul bien planchado y un revólver Llama de Gabilondo y Compañía del calibre 38 colgado al cinto. Formaba parte de la dotación de un furgón que recogía dinero de unas quince o dieciséis pequeñas empresas y lo transportaba a los bancos. Fue un trabajo que me dio para comer y pagar unas cuantas deudas antiguas.

Y esa fue la razón por la que aquel día estaba aún en la cama cuando llamaron al timbre a las once y media de la mañana.

Vestido con la vieja bata de seda del ring, abrí la puerta.

Él entró con sus cabellos castaños rizados, bien trajeado y sonriente y me abrazó con fuerza.

—¡Toni, viejo, cuánto tiempo sin verte! —exclamó.

Detrás pasó silenciosamente otro hombre que cerró despacio la puerta. Éste era delgado, fibroso, vestido también con esa suerte de cuidada elegancia que otorga el ir siempre al mismo sastre. Aparentaba unos sesenta años y su rostro pálido irradiaba una luz mortecina como si se aplicara polvos de talco violeta, lo que le producía una expresión helada y calmosa.

Él me tenía cogido por los hombros.

—¡Qué bien estás, viejo, qué alegría verte! ¡Déjame que te mire!

Su rostro sin arrugas, moreno y bien parecido se distendía con esa sonrisa lineal de los gatos caseros alimentados con pollo demasiado tiempo.

—Luisito Robles —dije.

—¡Toni! —volvió a exclamar y me abrazó de nuevo—. No has cambiado, viejo… quizás un poco más gordo, ¿no? ¿No te cuidas, eh? Vamos, no te quedes ahí parado. ¿Podemos pasar?

—Ya estáis dentro.

Me soltó y observó el cuarto.

—¿Ésta es tu casa? No está mal. Un poco pequeña, pero encantadora. Me gusta, de verdad. Me gusta mucho. ¿Puedes invitarnos a café? Quiero decir, si no molestamos.

—No molestáis. Ya era hora de levantarme.

—Don Luis… —el otro hombre carraspeó—. No creo que podamos… Llegaremos tarde a la Junta.

Se volvió y lo miró como si se sorprendiera de que estuviera allí. El hombre no se había movido de la puerta.

—¿Me parece que no te he presentado, no? —negué con la cabeza y el otro me clavó sus ojos como piedras chupadas—. Delbó… éste es mi amigo Antonio Carpintero —me palmeó la espalda—. Un buen chico.

Inclinó ligeramente la cabeza y yo hice lo mismo.

—Llámame Toni Romano, Luis.

—¡Ja, ja ja, claro! —volvió a palmearme la espalda—. Ya lo creo que sí, se me había olvidado… ¡Toni Romano!

—Don Luis, me permito recordarle que no podemos llegar tarde a la Junta de Accionistas —miró el reloj con un gesto rápido e inútil—. Empezará dentro de veinte minutos.

—Diez minutos. Delbó. Sólo diez minutos. Un cafelito de diez minutos, eh.

—Lo tendrás en cuatro minutos.

—¿Has visto, Delbó? Anda, se bueno y márchate… Dile a la vieja que llegaré enseguida, no voy a tardar mucho. Además, ya sabes que siempre se empieza un poquito más tarde.

El hombre llamado Delbó lo miró fijamente con sus ojos helados y asintió con un golpe de cabeza.

Se marchó sin despedirse y sin ruido. De un sólo golpe cerré la cama y la convertí en sofá. Luis se sentó lentamente y encendió un cigarrillo mientras canturreaba una vieja canción por lo bajo.

Yo me fui a la cocina y me puse a preparar el café.

—¿Quién es ese amigo tuyo? —le grité.

—¿Delbó? —pareció pensarlo durante unos segundos. Luego dijo—: El jefe de Seguridad… es muy competente… muy cabeza cuadrada… Algunas veces se cree mi niñera —elevó la voz—. ¡Cuánto tiempo sin vernos, verdad!

—Más de veinte años —contesté también a voces.

—He pensado mucho en nosotros… en aquel tiempo… Me gustaría que nos viésemos más… tienes que venir a cenar a casa, te tengo que presentar a mi mujer —estaba vuelto en el sofá, mirándome y yo le hice un gesto de asentimiento desde la cocina—. ¿Cómo estás tú?

—Ya lo ves, más viejo y más gordo.

—Tienes un poco de barriga.

Me la palpé por encima de la bata. No creí que se notase.

El agua hirvió y la vertí en la cafetera. Preparé la bandeja, las tazas y el azucarero. Lo dejé todo sobre la mesita y me senté en el único sillón de la casa.

Bebimos el café en silencio.

—¿Sabes a quién he estado viendo últimamente? —dijo de pronto y soltó una carcajada—. A Paulino, ¿te acuerdas de él? … No ha cambiado nada, está igual… Te aprecia, ¿sabes? Aún se acuerda de cuando lo libraste de aquel arresto.

—Paulino —dije yo—. Paulino…

—Sí, hombre… piensa un poco.

—¿Le ha crecido el pelo?

Soltó una carcajada.

—Sabía que te acordarías de él… Y sigue igual, gastándose una millonada en tratamientos capilares… Deberíamos vemos más, Toni… algunas veces vamos al Rudolf, ahí en la calle Pelayos… Mira, de ésta no pasa.

Moví la mano y asentí en silencio. Se acabó el café y se hizo un silencio espeso como en el interior de una pecera.

—¿Tienes algo para beber? —dijo de pronto.

—Ginebra. ¿La quieres ahora?

—Sí, por favor. Es sólo un traguito.

Le traje la botella y un vaso limpio. Se la tomó sin hielo, de un trago. No le tembló el pulso. Incluso chascó la lengua.

—Muy rica.

—Otro día te diré cómo la consigo. Es mejor que la ginebra inglesa.

Se retrepó en el sofá. Era el mismo de siempre. Quizás había cambiado, pero para mejor. Cuando éramos jóvenes las chicas se volvían para verlo, incluso yendo de uniforme. Ahora parecía el reclamo de un instituto de belleza para hombres.

Estaba completamente relajado, la mirada perdida. De pronto, comenzó a hablar:

—Me gustaría que pudieras conocer a mi hijo, Toni… Tiene ahora la edad que teníamos nosotros entonces… pero es diferente, ¿sabes?, quiero decir, diferente a… bueno, a su familia… Está en California, viajando y quiere ser pintor, artista. No le interesa el dinero, esas cosas… —sus ojos reflejaron una luz extraña, que muy bien podría ser una mezcla de esperanza y amor—. Es muy independiente, progresista, culto… perdona, ¿te aburro?

—No.

—Lo siento, es que lo echo mucho de menos. Medio se fue de casa… Estaba asqueado, ¿comprendes? No le interesa el dinero.

—Sí, no le interesa el dinero. ¿Cuándo se marchó de casa?

—Hace tres meses —dijo, bajando el tono de voz.

—Los hijos suelen irse de casa, no hay por qué preocuparse.

—Claro… Tú no te has casado, ¿verdad? ¿No has tenido hijos?

—No, que yo sepa.

Se echó a reír.

—Ya han pasado más de diez minutos —bromeé—. Te van a regañar.

Se levantó como impulsado por una catapulta. Miró el reloj.

—¡Dios! —exclamó—. Es verdad… estoy tan bien aquí.

Se dirigió a la puerta y la abrió. Yo fui tras él.

—Tengo muchas cosas que contarte, Toni. Muchas cosas.

—Yo también, pero otro día. Recuerda a la Junta…

—Una mierda a la Junta y al Consejo de Accionistas… Ponte en guardia.

Adelantó el pie izquierdo, se inclinó ligeramente y colocó las manos como yo le había enseñado. Comenzó a lanzarme los brazos a la cabeza y al hígado. Yo retrocedí, parando y blocándolo a duras penas. Se movía bien, balanceando las piernas, estilo Clay y le brillaban los ojos.

—Vamos, vamos… cúbrete, cúbrete.

—Quieto Luis, quieto… —retrocedí hasta el sofá—. No quiero hacerte daño.

Le amagué con la izquierda, me incliné como si fuera a lanzarle un gancho de izquierdas, a lo Perico Fernández y le sacudí un corto con la derecha no muy fuerte al plexo solar. Lanzó un bufido y cayó sentado al suelo.

—¡Oh, mierda! —se tocó el pecho y comenzó a respirar ruidosamente con expresión de dolor en su bonita boca—. Me has hecho daño.

—Lo siento. Luis, pero no me gusta que me amaguen a la cara.

Se levantó de un ágil salto y se recompuso la ropa.

—Perdóname, por favor.

—No hay nada que perdonar, Luis.

—¿No te has enfadado conmigo?

—No hombre, no.

—¿De verdad?

—De verdad.

Sonrió de oreja a oreja y otra vez me palmeó la espalda.

—Me alegro mucho de haberte visto. De ahora en adelante nos veremos más a menudo. Ya te he dicho que te tengo que contar muchas cosas. Te llamaré enseguida, ¿vale?

—Vale, pero apunta el teléfono.

Se lo di y lo anotó con un bolígrafo de oro en una agenda que parecía de cocodrilo virgen.

Antes de marcharse me volvió a palmear. Escuché cómo se perdían sus pasos escaleras abajo.

Cerré la puerta y paseé por la vacía habitación. Ahí estaban las tazas y las colillas de cigarrillos. Un fantasma que había vuelto del tiempo de los veinte años. Me palpé el estómago. ¿Estaba viejo y gordo?

Hice treinta flexiones antes de salir a la calle y acabé con los músculos abdominales agarrotados.

Cuando Luis y yo éramos amigos solía hacerme ochenta.

Días después, una noche, luces verdes parpadea en los cristales de mis balcones. Me incorporé en la cama y me restregué los ojos con fuerza. No soy muy propenso a las alucinaciones ni a las visiones místicas, pero las lucecitas aparecían y desaparecían como si alguien me estuviese haciendo señales en un código secreto.

Abrí el balcón. En la azotea del edificio de la Pastelería Mallorquina, en la Puerta del Sol, estaban probando un nuevo anuncio luminoso. Habían construido ya el cerco verde de luces y el rostro de una mujer me sonreía a intervalos. La mujer parecía hermosa, de cabellos negros y cortos y de sonrisa grande y blanca. Llevaba algo en las manos, pero aún no habían colocado todas las luces.

Cerré el balcón y la llamada verde se terminó.

Luis Robles nunca pudo contarme nada. No me llamó.