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La mujer era rolliza, bajita y se notaba que se había vestido con sus mejores galas: un traje sastre de color rosa con una serie de flores formando artísticos ramilletes. Llevaba en una mano un tambor de jabón limpiador Flasch y sus ojos se iluminaron al verme en la puerta.

Se apartó para dejarme pasar, y comenzó a cantar con voz chillona:

—¡Flasch, Flasch, Flasch… mi ropa limpia está! —tomó aliento y volvió a la carga—: ¡Flasch, Flasch…!.

—Ya ha ganado, señora —la interrumpí—. Ahora dígame dónde está su cocina.

Cerró la boca de golpe.

—¿La cocina?

—Sí, la cocina. Tenemos que hacer comprobaciones.

—¡Ah, sí! Venga por aquí —caminó pasillo adelante arrastrando el tambor de polvo lavador—. ¿Cuánto he ganado? ¡Qué ilusión me hace!

—Bonita cocina. Sí, señor, muy bonita.

—¿Le gusta?

—Mucho.

Allí estaban los muebles uno al lado de otro, relucientes, limpios y demasiado caros y grandes para esa cocina tan pequeña. Saqué el mazo de letras devueltas y lo coloqué sobre la bien colocada encimera.

—¿Qué… qué es esto? —balbuceó.

—Un año de falta de pago, señora. Debe usted exactamente doscientas veinticinco mil pesetas a Establecimientos Eladio.

El tambor de jabón limpiador Flasch, el que ilumina su ropa, cayó al suelo.

—¿Quién… quién es usted?… A mí me ha llamado de la SER un señor para decirme que había resultado agraciada con un premio si enseñaba jabón Flasch y cantaba el eslogan… no comprendo.

—No sé quién la ha llamado —mentí—. Soy un empleado de Ejecutivas Draper, una empresa que lleva los asuntos de Establecimientos Eladio. Ésta es su última oportunidad de pagar, señora. Si no paga no tendré más remedio que avisar a la policía. Lo que ha estado haciendo es un delito.

—Me han llamado hace un momento de la radio, dijeron que me había tocado… quiero decir, que si le enseñaba a alguien que iba a venir mi jabón Flasch me regalarían… Sabe usted, yo siempre utilizo Flasch, el que sale en la tele, pero ¡oh, Dios mío, entonces no es usted de la radio!

—Ya se lo he dicho —le volví a mentir—. Represento a Ejecutivas Draper —estuve a punto de decir, Ejecutivas Draper para que no te escapes, pero me contuve—, y a Establecimientos Eladio, al que usted debe un año de letras, sin contar los intereses y las multas por demora. Bien, ¿paga o aviso a la policía?

Empezó a llorar. El primer síntoma fue una creciente agitación en el abultado pecho y un rojo intenso en la cara. Lloraba como si hiciera gárgaras, pero no me recordó a mi madre. Mi madre no lloró nunca o, al menos, nunca la vi. La única vez que supe que había soltado lágrimas fue hace muchos años, una noche en que mi padre le comunicó que se había pulido el salario que conseguía como limpiabotas fijo en la Cervecería Alemana en una farra con amigos. Mi madre lo miró fijamente durante unos instantes y dos lágrimas silenciosas resbalaron por sus mejillas. Rápidamente sacó un cuchillo de grandes dimensiones que llevaba oculto en sus ropas negras y le asestó un tajo. A mi padre se le quitó la borrachera al instante al ver cómo le manaba sangre del hombro. El cuchillo iba dirigido al corazón. A partir de entonces mi padre empezó a entregarle el sueldo entero a mi madre y a emborracharse con las propinas que conseguía.

—No llore más. No conseguirá nada. Y no intente decirme que su marido está en el paro, porque no es verdad. He investigado en el barrio. Su marido es fontanero y saca cuatro veces más que cuando curraba en Agroman, antes de que lo echasen por reestructuración de plantilla. Así que dígame qué ha hecho con el dinero de las letras.

—Para mi hija —hipó—. El ajuar de mi Loli, se va a casar y…

—Déjese de tonterías. El prepararle un ajuar a los hijos es un atraso. Luego no lo agradecen. Que se lo haga ella.

—Usted no comprende, yo…

—Lo único que yo entiendo, señora, es que si usted no paga irá a la cárcel y su marido tendrá que pagar de todas formas. Nadie se librará de pagar. ¿Se da cuenta del panorama? Usted en la cárcel y su marido emborrachándose todos los días y trayendo aquí a los amigos para jugar a las cartas. Sin contar con que su Loli no se casará. ¿Qué yerno soportaría a una suegra en la cárcel de Yeserías?

Arreciaron los lloros.

—¿Cuánto le ha costado? —miré la cocina atiborrada de armarios, paneles, pañitos, cortinas y abridores.

—Medio millón, es la mejor… mi cocina —sollozó—. La más cara. Modelo Puerta de Hierro… horno de microondas incorporado… control electrónico…

—Medio millón —murmuré—. ¿No le parece demasiado, señora?

—Se… se pueden asar pollos, mire —avanzó hasta las placas, apretó un botón y se iluminó el horno—. ¿Ve usted el sable para asar pollos?… un timbre para avisar, ¡ay, Jesús!… con su reloj y todo.

—Una lástima, en Yeserías no podrá asar ningún pollo, ni necesitará timbres. Le pondrán un camisón de estameña y la soltaran en una celda llena de tortilleras. ¿Habrá oído hablar de las cárceles de mujeres, verdad? Son horrorosas, se cogen toda clase de vicios y enfermedades. En fin…

Suspiré. La mujer siguió llorando. Las lágrimas le caían por la cara con la facilidad y maestría de los largos entrenamientos.

—¡Ay Jesús de mi corazón, ay Jesucristo mío…!

Decidí apretarle un poco más las tuercas.

—La veo en la cárcel, señora y no sera por culpa mía, me cae usted bien, me recuerda a mi madre, que en paz descanse.

—Pues tenga usted caridad… no quiero ir a la cárcel… Si se entera mi Loren de que no he pagado las letras… ¡Ay madre mía!… Él no lo sabe, se cree que ya están pagadas, ¿sabe usted?… Y es que estuve ahorrando para mi Loli… se va a casar con un perito industrial, un chico majísimo… Mi Loren no lo sabe… ¡Ay, Jesús del Gran Poder, ay, Virgen Santa…!

—Vamos a ver, señora, ¿cuánto tiene usted en el banco para su Loli?

Se le secaron las lágrimas de golpe.

—¿Cómo ha dicho?

—Qué cuánto tiene en el banco.

—Ciento cincuenta.

—Debe tener usted más, estoy seguro, pero voy a hacer un trato con usted. Me recuerda usted a mi pobre madre —golpeé las letras con el puño—. Si me entrega ahora cien mil pesetas, sólo cien mil pesetas, le perdono las otras cien, los intereses y las cantidades de demora. No se por qué lo hago, debo estar loco.

—Cien —murmuró. Me di cuenta como calculaba las ventajas y los inconvenientes.

—Sólo cien y usted no irá a la cárcel, su Loren no se emborrachará ni traerá a los amigotes a casa a jugar a las cartas y a escupir en el suelo y su Loli se casará con un ajuar más modesto, pero al menos se casará, lo que ya es mucho pedir en estos tiempos. ¿Qué decide?

—Cien ahora y me perdona otras cien —parecía más calmada—. Tendré que ir al banco.

—La acompañaré.

—¿De verdad me las va a perdonar?

—Sí, pero dese prisa en decidirse porque me puedo arrepentir.

Hicimos el trayecto al banco en silencio y allí mismo, en el pequeño vestíbulo de la sucursal barriera, contó uno a uno cien billetes de mil pesetas y me los entregó. Yo le di todas las letras y un documento, firmado por Establecimientos Eladio, que cancelaba la deuda.

Hice el viaje de vuelta en taxi, pensando que acababa de ganarme el primer salario después de casi un mes de verlas venir. De modo que para celebrarlo comí en un restaurante llamado Los Siete Jardines que se encuentra al final de San Vicente Ferrer muy cerca de la casa de Lola.

El restaurante es bastante fino, más caro de lo que estoy acostumbrado a pagar, pero merece la pena cuando se quiere celebrar algo. Lo regentan dos amigas, Alicia y María, la Gallega, que le gusta decir que muy bien podría haber sido actriz. Sólo estaba Alicia que es una mujer alta que siempre se retuerce las manos al hablar. Me recomendó el bacalao. La camarera, una extremeña con aspecto de reina mora y que atiende por el nombre de Zoraida, me dijo que el vino blanco de Colmenar era bueno y no muy caro.

Cuando acabé de comer ya estaban abiertos los estancos y me compré un Montecristo del cuatro, un dispendio que me hizo pensar que no tenía por qué celebrar nada. Dándole vueltas a aquello tomé otro taxi hasta el despacho de Draper.

Le puse los cien billetes sobre la mesa y me palmeó la espalda como si ambos hubiésemos ganado una quiniela de catorce. Dijo que naturalmente tenía más trabajo para mí y me citó dos días después para algo importante.

Haciendo tiempo para las siete me tomé un café irlandés en El Nuevo Oliver, un lugar de intelectuales noctívagos a donde supuse que debería ir Luisito Robles.

Se lo pregunté a uno de los camareros y me dijo que don Luis Robles hacía bastante tiempo que no iba por allí. Al menos un año.