23

En la Dirección de Seguridad me atendió una muchacha veinteañera como si estuviera en el mostrador de una boutique de ropa de hombre.

—Buenas tardes, ¿qué desea, por favor?

—Quisiera ver al comisario Frutos, de la Brigada.

—¿Tiene usted cita, señor?

—No.

—Aguarde un momento, por favor. Veré si puede recibirle. ¿De parte de quién?

—Antonio Carpintero.

Marcó un número por el teléfono interior y le dijo a alguien mi nombre y mis intenciones. Antes, un tal Salvador, un viejo temblón y casposo, era el encargado de hacer lo que hacía ahora la chica. Se había ganado bastante con el cambio.

Colgó el teléfono y me sonrió.

—Lo recibirá ahora mismo. Déjeme el Documento Nacional de Identidad, por favor.

Apuntó los datos prolijamente y me devolvió el carnet y un cartoncito de identificación. Le di las gracias y fui hasta el ascensor como si me hubiese tocado la lotería esa misma mañana.

Dos hombres gordos y bien vestidos entraron conmigo en el ascensor. Tenían el aspecto de no haber sudado nunca. Uno de ellos masticaba chicle con aire indolente y el otro se observaba los pies.

Descendí en el primer piso. Todo tenía la misma decoración que recordaba: maderas viejas, cortinones, lámparas de casino de pueblo y el mismo busto de Franco en una de las esquinas.

Empujé la tercera puerta a la izquierda, donde ponía en una placa dorada, Comisario Jefe.

Una mujer de unos cincuenta años, gafosa y regordeta, se estaba colocando una toquilla morada. Me miró como si la hubiera sorprendido sentada en el retrete.

—Me marcho, lo siento mucho pero me tengo que ir —me dijo la mujer, mientras cogía un enorme bolso de encima de la mesa—. El horario es hasta las seis y fíjese la hora que es… Claro, como él no tiene familia —hizo un gesto en dirección a otra puerta, labrada como la de una iglesia—. Pues se pasa aquí las horas… pero servidora tiene muchas cosas que hacer. Hay días que me tengo que quedar hasta las tantas y de eso nada.

La mujer pasó por mi lado y dejó un vago aroma a mesa camilla y brasero. Cerró de un portazo y Frutos abrió la puerta labrada despacio y asomó la cabeza. Miró a ambos lados.

—¿Se ha ido ya?

—Sí.

Suspiró y abrió la puerta del todo.

—Menos mal… anda pasa.

Entré pisando una gruesa alfombra que debió ser botín de guerra en Filipinas. La mesa del despacho se veía pequeña al final, flanqueada por una gran bandera nacional y un retrato del rey colgado de la pared. Lo único moderno, además del retrato, era una televisión apagada. Tenía los mismos archivadores recargados en maderas pesadas, los mismos sillones de cuero y el mismo aire de tiempo detenido.

Frutos caminó hasta la mesa, dio la vuelta y se sentó en un sillón. Tenía un cigarrillo a medio liar y continuó con la labor.

—A partir de ahora es cuando estoy más tranquilo —volvió a suspirar—. Marujita no es mala chica, pero lleva aquí desde antes de Camilo Alonso Vega y manda más que el Jefe Superior… Se pasa el día diciéndome cómo tengo que hacer las cosas.

La puerta se abrió de golpe y la mujer de la toquilla asomó la cabeza. Frutos dio un respingo.

—¡Me puedo quedar un rato más! —gritó.

—No, no… muchas gracias, Maruja, de verdad.

—¿Quiere que le prepare un café? A mi hermano le da igual si llego un poco tarde.

—No, muchas gracias, Maruja. Puede marcharse a su casa.

La mujer rezongó algo por bajo.

—No me cuesta trabajo —insistió.

Frutos hizo su acostumbrada mueca que significaba una sonrisa.

Tenía el cigarrillo a medio liar apretado entre el índice y el pulgar de la mano izquierda.

—Muchas gracias, pero puede marcharse.

—No se olvide de abrir el balcón. Luego esto huele a tabacazo que no hay quien lo aguante.

—No se preocupe, Maruja. Adiós, hasta mañana.

La puerta se cerró con estrépito. Frutos arrojó el cigarrillo a medio liar en la papelera con una interjección.

Me senté en una silla tapizada de marrón, frente a la mesa y encendí uno de mis cigarrillos.

Frutos había vuelto a liar con parsimonia otro de sus petardos de picadura Ideales. Lo hacía con habilidad, ensimismado. Su chata nariz se desplazó cuando sacó una lengua larga y blancuzca y lamió el borde del cigarrillo. Lo alisó, se lo colocó en la boca y lo encendió con un Ronson de gasolina que muy bien podría haber estado en la mochila de un quinto en la batalla de Brunete.

Expulsó la primera bocanada de humo y entonces pareció darse cuenta de mi presencia.

—¿Qué te trae por aquí, Carpintero?

—No mucho… La otra noche tuve unas horribles pesadillas en las que salía Luis Robles y he decidido venir a preguntarte cómo anda la investigación.

—¿Investigación? —expulsó más humo y miró por encima de mi hombro a la lejanía—. ¿A qué te refieres?

—Es muy sencillo, Frutos. Me refiero a si sabéis algo del caso de Luis Robles.

—Pues, sí. Sabemos algo. No hay tal caso Luis Robles. Se suicidó.

Siguió llenando de humo la habitación. Yo también ayudé a eso. Dejé que pasaran unos segundos.

—¿Tenéis el informe del forense?

Asintió con la cabeza.

—Tu amigo Luis Robles estaba borracho como una cuba cuando decidió irse de este mundo… más de una botella de güisqui… me parece que hasta me dieron la marca del güisqui… Ahora no me acuerdo pero era escocés auténtico… del caro. Si te interesa la marca puedo traerte el informe.

—Muy amable, Frutos, pero me da igual la marca. ¿Qué me dices del informe de balística?

Curro Ovando, el jefe del Grupo de Balística era un experto. Sus informes eran siempre meticulosos y muy exactos.

Asintió de nuevo.

—Se metió el cañón del revólver en la boca y disparó. La trayectoria del proyectil sigue una ligera desviación. Salió por el oído izquierdo. Hay más cosas, ya sabes como es Ovando, pero eso es lo esencial.

—¿Y el guante, Frutos?

—Lleno de cordita. Ha sido analizado minuciosamente.

—¿Qué es lo que no funciona aquí, Frutos?

—Todo funciona. Tu amigo se suicidó. Llevaba una temporada que no hacía otra cosa que emborracharse y… —calló de golpe. Estuvo así unos segundos y luego continuó—… estaba deprimido, hundido y se quitó la vida. Esas cosas pasan todos los días. ¿Sabes cuántos suicidios hemos tenido en Madrid este mes? Once, siete mujeres y cuatro hombres… Y eso sin contar los que se suicidan inyectándose una sobredosis. Se suicida mucha gente en Madrid últimamente.

—Vamos a ver si nos entendemos, Frutos. Luis Robles se emborracha en su casa durante una noche entera y… a propósito, ¿a qué hora habéis determinado la muerte?

—A las cinco y diez exactamente de la madrugada. Minuto más o minuto menos.

—Bien, se emborracha durante toda la noche y a las cinco de la mañana se pone uno de sus guantes, abre el cajón de su mesa saca un revólver y se dispara un tiro. ¿No te parece raro?

—No. ¿Por qué había de parecerme raro?

—Si estaba desesperado y deprimido no tenía por qué coger un guante, ponérselo y apretar el gatillo. No tiene sentido.

—He visto a suicidas con las bragas de su mujer en la cabeza. Eso son manías. Había huellas de pólvora en el guante, se disparó con él puesto. El porqué lo hizo, no lo sé y no me importa.

—¿Habéis encontrado el otro guante?

—No somos tan tontos, Carpintero. Claro que lo hemos encontrado. Estaba en uno de los cajones de su escritorio.

—O sea, que se tira una noche entera dándole a la botella y a las cinco de la mañana abre el cajón de su mesa, ve los guantes, se pone uno, coge el revólver y se mata y no te parece raro.

—Eso es. No me parece raro.

—¿Y la nota que me dejó escrita?

—Fue escrita dos días antes. También tenemos peritos calígrafos, por si no lo sabes. Y demuestra muy a las claras que estaba deprimido, angustiado. También hay un informe caligráfico. Esto ha sido llevado con la máxima seriedad, Carpintero. No somos unos chapuceros.

—Cuando el muerto es rico no sois chapuceros, es verdad.

Briznas de tabaco se le habían quedado prendidas en los amarillentos dientes. Las escupió con fuerza.

—Nunca he aguantado tus bromas. No me gustan.

—Era mi amigo, Frutos.

—Déjate de tonterías. Hacía más de veinte años que no os veíais. Él era presidente de consejo de administración de un grupo de empresas florecientes. Un financiero rico y tú un muerto de hambre. El que hayáis coincidido en la mili no quiere decir nada. Yo también coincidí con mucha gente en la mili.

—La idea del suicidio es mucho más cómoda que la del asesinato.

Se le encendió la cara. Golpeó la mesa con el puño y adelantó el rostro acalorado hacía mí.

—¡No aguanto tus bromas, te enteras! ¡Llevo casi cuarenta años en la policía y conozco mi oficio! ¡No me vengas a decir a estas alturas cómo debo llevar una investigación!

Se calmó de golpe, súbitamente y se retrepó en el sillón. El cigarrillo estaba medio consumido, casi le quemaba los dedos. Siempre fumaba así. Daba la impresión de no querer que nadie le quitara las colillas. La dejó suavemente en el cenicero.

—Llevo cuarenta años en el cuerpo —dijo casi en un susurro—. Cuarenta años. Y he visto de todo, de todo. Me hubiera gustado ser maestro de escuela en un pueblo, ¿sabes? Enseñar a los niños. Eso sí que es hermoso. Tendría una pequeña huerta, unas cuantas gallinas y cada año mataría un cerdo. Me respetaría todo el mundo. Ahí va al señor maestro, dirían.

—Y te habrías casado. Tendrías ahora cinco hijos.

—¿No puedes estar sin la mierda de tus bromas? Mira, Carpintero, conozco tu expediente en comisaría. Es muy bueno… en parte, quitando algunas cosillas propias de tus chulerías… Sé que has sido un buen policía en tus tiempos… Comprendo que te preocupes por un amigo de la mili, pero yo también soy un buen policía, lo sé, no sé hacer otra cosa. Y también tengo a buenos policías conmigo, no todos son… —se interrumpió.

—¿Qué ibas a decir? Termina la frase.

Suspiró de nuevo largamente y comenzó otra vez las operaciones de liar un cigarrillo. Movió la cabeza al hablar.

—Siempre serás el mismo. No tienes arreglo.

—¿Sabes una cosa, Frutos? Me extraña mucho esta conversación contigo. ¿Te ocurre algo?

—Nada. ¿Por qué lo preguntas?

—Te encuentro demasiado amable.

—Has debido pillarme en un buen día. Ahora, si te parece bien me voy a dedicar a esto —golpeó con la mano un montón de carpetas que tenía sobre la mesa—. Suelo pensar en los casos pendientes a estas horas. Todo es más tranquilo, nadie me molesta.

—Una última cosa, Frutos —apreté el cigarrillo en el cenicero y me puse en pie. Él continuó ensimismado, liando el tabaco—. ¿Habéis investigado su vida privada? ¿A los miembros de la familia? ¿Las empresas?

—Se ha hecho un trabajo policial impecable.

—Adiós, comisario, ha sido usted muy amable.

Cerca de la puerta me llamó.

—Un momento, al llegar aquí dijiste que habías tenido un sueño. ¿A qué te referías?

—Era un sueño tonto, señor comisario. La mujer de Luis Robles me decía en el sueño que alguien le estaba chantajeando, que había unas fotografías comprometedoras.

—Eso es una estupidez.

No pude verle la cara desde donde estaba, pero me pareció que se le inmovilizaba como si se le hubiera congelado.

—No, sólo es un sueño.

—Pues no sueñes más.

—He tenido otro más. El jefe de seguridad de ARESA y una suegra mandona, estaban muy interesados en que yo no metiera las narices en nada.

Encendió el cigarrillo. El humo le tapó la cara.

—Yo gasto las conservas de carne Fuentes. Son muy buenas, especialmente para los solteros como tú y yo. Te las recomiendo, me recuerdan las latas de carne rusa de la guerra.

—No me gustan las hamburguesas y menos enlatadas —dije y cerré la puerta con cuidado.

La mujer de la toquilla morada y las gafas estaba otra vez sentada tras la mesa y me sonrió con timidez.

—Le he preparado algo de cenar al comisario —me dijo.