30
Las escaleras eran oscuras, chirriantes y el pasamanos estaba sucio. Subí despacio escuchando en sordina las últimas voces de los vendedores de drogas de la Plaza del Dos de Mayo. Olía a orines de gato y a comida vieja, hecha con mucho aceite. La madera crujía a cada paso. Me detuve al llegar al primer piso y saqué mi Gabilondo. Me gustó cómo pesaba en mi mano.
No se escuchaba nada en el edificio, como si estuviera habitado por fantasmas. Un grupo de borrachos pasó frente a la casa cantando y sus voces se fueron perdiendo calle abajo, hacia la Plaza. Subí los últimos tramos de escalera pisando con cuidado. La madera era vieja y desgastada y me daba la sensación de que pisaba grillos.
Me detuve frente al segundo izquierda, una puerta pintada de verde brillante y me arrimé a ella. Pegué el oído. Creí escuchar un sordo rumor proveniente del interior, como si alguien arrastrase un saco por el suelo con mucho cuidado.
La puerta estaba cerrada, pero no parecía muy sólida. La humedad y el calor, año tras año, la habían descabalgado. Me retiré dos pasos y flexioné la pierna derecha.
La patada llegó justo a la cerradura. Sonó como un trallazo, pero no se abrió. Respiré hondo, me retiré un poco más y me lancé contra ella, olvidándome de todo lo que nos habían enseñado sobre este menester en la Academia de Policía.
La cerradura salió disparada, la puerta se abrió y yo aterricé en el suelo frío de un cuarto oscuro. Apunté con mi arma hacia esa oscuridad y me mantuve unos segundos así. Si alguien hubiese querido matarme lo hubiera hecho con toda tranquilidad. El comisario Requena que nos enseñaba eso de «Práctica Policial» y el comisario Viqueira, profesor de la parte teórica, me hubiesen suspendido si aquello hubiera sido un ejercicio. Pero no lo era. Requena había muerto dos años atrás, y Viqueira era el encargado del Museo de la Policía.
Me levanté despacio, retrocedí un poco y cerré la puerta, encajándola. Había un extraño olor en la habitación. Un olor espeso y dulzón, agrio.
Encendí la luz.
Habían arrancado el papel de la pared que colgaba a tiras. El suelo estaba cubierto de objetos rotos, tazas, jarrones, cajitas, mezclados con el relleno de un sofá y dos sillones de buena calidad. Los cuadros habían sido descolgados de sus lugares en la pared y aparecían con los cristales rotos tirados también en el suelo. Se adivinaba una cierta preocupación cómoda y elegante, extraña en un edificio de esas características en la calle Velarde.
Una puerta cristalera descorrida, y sin romper, comunicaba la habitación con un pasillo enmoquetado.
Y en la moqueta había un reguero de sangre.
—¿Paulino? —llamé.
Nadie me contestó. Avancé hacia la puerta.
Al otro lado, Paulino me observaba ligeramente apoyado en la pared. Vestía una camisa blanca hecha jirones, recubierta por manchas de sangre seca. Tenía la cara hinchada, negruzca, con manchas moradas. Le habían roto las dos cejas y las costras de sangre tenían color pizarra.
—Agua —dijo con un hilo de voz y una bocanada de sangre cayó de sus tumefactos labios.
Me acerqué y lo levanté hasta sentarlo. Su cara se crispó por el dolor. Estaba reventado por dentro y por fuera.
—Paulino, soy yo. Toni. Toni Romano.
—Agua —repitió.
Dudaba de que me hubiera reconocido. Sus ojos estaban abiertos pero parecían velados por una película rojiza. También a mí me costaba reconocerlo en ese estado.
Lo dejé apoyado en la pared y caminé por el pasillo hasta la cocina. Me costó trabajo entrar. Platos, tazas, fuentes y una multitud de objetos formaban un montón de escombros de dos palmos. Alguien se había dedicado a golpear con saña lo que parecía una cocina coquetona, limpia y cuidada. Rebusqué con el pie hasta que encontré un cacillo blanco, ribeteado de azul, adornado con dos corazoncitos rojos. Lo llené de agua y regresé a donde había dejado lo que quedaba de Paulino.
Se había caído al suelo. Me agaché, le tomé del cuello y le acerqué el agua a los labios. Tragó con avidez. Tosió con fuerza y me escupió a la chaqueta, sangre y agua. La tos era convulsa y cada vez que tosía la cabeza se le movía como la de un muñeco de trapo con el cuello roto.
Se la di sorbito a sorbito y algo pudo tragar. Cuando se hubo acabado el agua, volví a colocar a Paulino apoyado contra la pared.
Tenía los párpados pesadamente cerrados y su pecho no se movía. Le tomé el pulso y no le encontré. No tardé mucho en darme cuenta de que el corazón se le estaba parando, que estaba prácticamente muerto.
La moqueta mostraba un reguero de sangre de donde estaba hasta la puerta de otra habitación. Caminé hasta allí. Había sangre en las paredes, en la colcha malva, en el suelo. Todo estaba destrozado, roto. Desmenuzado con furia.
Me apoyé en el quicio de la puerta y volví la cara al bulto de Paulino. Había abierto los ojos de nuevo y parecía mirarme.
—To… ni —dijo con dificultad.
—Paulino, compadre —le contesté—. Voy a llamar a una ambulancia.
—No —la voz le salió ronca, como si se le estuviera rompiendo algo dentro—. To… ni, Toni, el Portugués… el Portugués… y…
—No hables si no quieres, cálmate. Voy a llamar a una ambulancia.
Iba a ponerme en pie, cuando su mano se aferró a la manga de mi chaqueta.
—Se fue con Delbó, Toni… con Delbó.
Volví a agacharme.
—Está bien, Paulino. Está bien, ya lo sé. El Portugués se ha ido con Delbó, sí.
—Sin verte… tiempo sin verte, viejo…
—Sí Paulino, mucho tiempo.
Un destello débil y extraño le apareció en los ojos. Me apretó sin fuerza el brazo.
—Le dije al Portugués que tu tenías que estar en el negocio…
—Sí, claro, Paulino. Pero no hables, descansa.
—Las fotos… hijo de puta, le dio las fotos a ese… a ese…
—A Delbó.
—Sí —volvió a salirle sangre de la boca.
—Lo sé. Delbó tiene las fotos, no te preocupes por eso.
Asintió y cerró los ojos. Los volvió a abrir.
—Luis… Luis dijo que…
—Sí, Luis. Murió… o mejor dicho, lo mataron. ¿Sabes tú quién lo mató, Paulino?
—Sí… —abrió y cerró la boca.
Me acerqué más a su cara.
—¿Quién?
Saliva rojiza se le escapaba por los labios cada vez que intentaba hablar. Movio la boca como un pez grande fuera del agua.
—Le… le… dije que tú eras mi amigo y… y… Vanessa… Vanessa…
—Sí, la mató el Portugués. ¿Pero quién mató a Luis?
—… a ti, no… le dije que a ti no…
—Lo sé, Paulino. Le dijiste al Portugués que no me matara. Mató a Vanessa inyectándole heroína en la vena y a mí no me mató porque tú se lo impediste. Lo sé.
Algo parecido a una sonrisa se dibujó en la mueca sangrante en que se había convertido su boca.
—Paulino, me interesa saber quién mató a Luis Robles, a Luisito. ¿Te acuerdas de Luisito Robles?
—Luisito, sí… —primero dijo que sí… después que no— y… y…
Una bocanada de sangre negra se deslizó suavemente desde su boca hasta la barbilla y de allí al cuello. Bajó por el pecho y dio nuevas tonalidades a su camisa. Abrió los ojos y los cerró. Se contrajo con fuerza durante unos instantes y se relajó a continuación. La cabeza se deslizó a un lado y una mancha oscura se fue formando en su entrepierna.
Me puse en pie. No es demasiado agradable contemplar cómo agoniza un ser humano.
Probablemente Delbó y Sorli le sorprendieron en el dormitorio y allí le golpearon. Paulino no era un alfeñique y se habría defendido, pero debieron golpearle a conciencia y con sabiduría. Lo habían roto. Y lo habían dejado allí, solo, para que tuviera una muerte lenta. Ni siquiera habían intentado llamar a un médico. Paulino se arrastró desde el dormitorio hasta la mitad del pasillo. Ahí consumió las pocas fuerzas que le quedaban.
Coloqué uno de los sillones derecho y me senté. Encendí un cigarrillo. Eran las cuatro de la madrugada y me sentía cansado, muy cansado.
Debí permanecer de ese modo casi una hora. Consumí cinco cigarrillos. Cuando me hube calmado lo suficiente, me levanté del sillón y me acerqué al cuerpo de Paulino. Estaba enfriándose por momentos.
Entonces me di cuenta de que Paulino tenía pelo. Un hermoso peluquín castaño oscuro que se le había aflojado. Le caía bien, le favorecía bastante. Me pregunté cómo no me había dado cuenta hasta entonces. Paulino era calvo, el Calvo de Asia, le llamábamos en la mili.
No iba a morirse con el peluquín mal puesto. Un peluquín torcido queda ridículo.
Le tomé suavemente del cuello con una mano y con la otra le acomodé su nuevo y hermoso pelo. El sueño de su vida. Algo asomó entre el pelo. Debía estar entre su cabeza lironda y el peluquín. Tiré de aquello. Era un papel doblado en dos y sucio de sudor.
Dejé la cabeza de Paulino en el suelo y me levanté con el papel en la mano. Lo desdoblé.
Era una factura de un laboratorio fotográfico de la calle Montera.
La fecha era de mañana. Es decir, la de hoy. Y Paulino tenía que ir a recoger un carrete de fotos.
Delbó no se había llevado todas las fotos.