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Abrí los dos balcones que dan a la calle Esparteros y me puse a barrer el polvo. Tardé una media hora. Y no porque mi casa sea espaciosa —tiene cocina, cuarto de baño, un pasillo con armario empotrado y una habitación amplia que me sirve de dormitorio y salón comedor— sino porque había roña suficiente como para llenar un castillo abandonado.

Cerré los balcones, encendí la luz que hay sobre el sofá y conecté la radio. Aún me quedaba una botella de ginebra empezada y otra llena. Llevé las dos a la mesita con un vaso limpio, hielo y el paquete de cigarrillos.

Ya estaba el decorado listo.

Abrí el cajón inferior de la cómoda y saqué la caja de zapatos. Al lado descansaba mi Gabilondo del 38 envuelto en un paño y aceitado. Se me enfriaron los dedos al tocarlo.

Bebí un sorbo de ginebra y abrí la caja. Estaba llena de fotografías, la mayoría en blanco y negro y amarillentas por el tiempo. Debajo de las fotos encontré la cartilla militar, el pasaporte, el contrato de propiedad de la casa, la licencia de armas, el carnet de la Federación Nacional de Boxeo y unos cuantos recortes de prensa.

Aquello era el resumen de toda mi vida.

En uno de los recortes se me entrevistaba como a una joven promesa del boxeo nacional, cuando gané el campeonato militar de los welters. El otro recorte era más reciente y explicaba mis posibilidades frente a Basilio Arenas para el campeonato de España. Basilio me ganó a los puntos y no conservo ningún recorte de aquel combate.

En cuanto a las fotos, las había de varios tipos y de varias épocas: en el gimnasio, con mi primera novia en una verbena, alzando los guantes, con mi madre y mi padre durante la única excursión que hicimos al pantano de San Juan… y allí estaba yo vestido de soldado de infantería en el CIR N° 2 de Alcalá de Henares, con un grupo de amigos. El primero que distinguí fue a Luisito Robles.

Los domingos llegaban los fotógrafos ambulantes al campamento ofreciendo sacar fotos para las madres y las novias. Debió ser uno de aquellos domingos. Eramos seis en la foto. El primero por la izquierda era alto y desgarbado y no recordaba su nombre… el siguiente debía ser Lolo, el de Chamberí, que su padre tenía un taller de reparaciones de bicicletas, el otro era sin duda Inchausti, que imitaba a la perfección el maullido de un gato, después estaba yo, al lado de Luisito y, el último, Paulino, el Calvo de Asia, que tenía la cabeza como una bombilla a causa de una enfermedad.

Luis, Luisito Robles. Y alzaba el puño en la foto, sonriendo de oreja a oreja. Eso era muy típico de él. «Los militares son parásitos sociales, la fuerza de choque del capitalismo», solía decir. Hablaba mucho. Le gustaba hablar. Y no siempre eran tonterías.

Dejé la caja sobre la mesita y apuré el vaso con la foto en la mano. Nunca le dije a Luis lo buen tipo que era. Eso es muy típico de los hombres. Parece que nos da miedo, vergüenza o lo que sea. De manera que terminamos la mili y cada uno se fue por su lado. Yo a intentar abrirme camino en el ring y él a terminar la carrera. Debió ser vergüenza lo que nos impidió llamarnos y seguir siendo amigos.

Creo yo.

Volví a escanciar ginebra en el vaso y aproveché el hielo que quedaba, bebiéndomela de golpe.

Nunca le dije a Luis, por ejemplo, que me gustaba estar con él. Que me gustaba su inteligencia, su ironía y su cultura. Esa capacidad que tenía de comprender la esencia de cualquier cosa de un vistazo. Yo le enseñaba a boxear en el barracón del campamento, a colocar las piernas, a moverse y a golpear. Y él me obligó a estudiar el bachillerato. Un día me trajo sus propios libros y me elaboró un programa de estudios. Me ayudó como lo hacen las personas como él, sin que se note que te están ayudando, sin darle importancia. Y nunca se lo agradecí lo suficiente.

En la radio sonaba ahora la timbrada voz del locutor.

—… noches, queridos oyentes… éste es el programa de Emilo Lahera, Noche de Boleros…

Reconocí enseguida, «Cuando vuelva a tu lado…», cantado por Eydie Gormet y el Trío Los Panchos.

La primera mujer que quiso casarse conmigo se llamaba Manolita Sacedón y olía a manzanas frescas. Era criada de un registrador de la propiedad de Lugo que suspendía una y otra vez las oposiciones a notarías. Iba a verme durante las veladas veraniegas en el Campo del Gas y me traía pimientos fritos y tortilla en una fiambrera. Se sentaba en silla de ring y yo, sin verla, sabía que lloraba en silencio mientras nos atizábamos furiosamente en la lona. Manolita ahora debe estar suscrita a dos o tres revistas del corazón.

Tarareé el bolero y me serví otro vaso. Éste me lo bebí despacito, a sorbos, mientras la oscuridad entraba por los balcones. Solté una carcajada sin ninguna razón.

Entonces sonó el teléfono, cortando la oscuridad. Tardé en darme cuenta. Encendí la luz.

Era una voz de mujer. En una noche como aquella podía ocurrir cualquier cosa.

—¿Señor Carpintero? —era una voz cálida, ligeramente ronca, acostumbrada a que le hagan caso.

—Soy yo… ¿Quién es usted?

—Cristina Fuentes.

—¿Quién?

—La esposa de Luis Robles, señor Carpintero. Esta mañana ha estado usted en nuestra casa… Necesito hablar con usted.

—Tengo una fiesta.

Silencio.

—Es muy urgente… ¿No puede dejar esa fiesta?

—No.

—Entonces iré a verlo ahora mismo. ¿Dónde vive?

Le di mi dirección. Me dijo que tardaría media hora.