28
Abrí la puerta y entré en mi casa. Las luces verdes del anuncio de carne picada Fuentes entraban por el balcón. Había una sombra sentada en el sofá con las piernas cruzadas. Las luces le tatuaban el rostro y un traje de color claro.
—Buenas noches, señor Carpintero —dijo la sombra.
Se encendió la luz del techo. Un sujeto gordo, sin cuello, vestido con una cazadora de plástico azul carraspeó al lado de la puerta. Estaba apuntándome con una automática de caño largo.
Me quedé inmóvil con las llaves en la mano. El hombre del traje claro era Delbó y el gordo que me apuntaba era el que lo acompañaba, también, aquella noche en que me entrevisté con la madre de Cristina. El gordo tenía un extraño brillo en sus ojos redondos.
—Perdone que nos hallamos tomado la libertad de entrar, pero usted tardaba demasiado —Delbó se levantó del sofá—. Regístralo, Sorli.
El gordo movió el caño de la pistola y yo me di la vuelta y apoyé las manos en la puerta.
Me registró a conciencia.
—Está limpio —dijo.
—¿Puedo bajar las manos?
—Por supuesto, está usted en su casa.
—Muy considerado, Delbó. Ahora dígame lo que tenga que decirme y márchense a la calle. Quiero dormir.
—Aún es temprano para dormir. Carpintero. Además, usted duerme poco. ¿No quiere sentarse?
Me señaló el sillón.
—A la mierda, Delbó. No voy a sentarme en ningún sitio. Están apestando mi casa.
No vi el arma. El caño de la pistola explotó en mi sien derecha y caí al suelo. El gordo me cogió del cuello de la chaqueta y me metió el caño de su arma por la boca. Era un silenciador Markus, inyectable, último modelo y la pistola la Beretta cromada que ya le había visto antes y que parecía nueva, recién salida de fábrica. Sabía a grasa y estaba muy fría.
—¿Qué has dicho, imbécil? —dijo el gordo—. No te he oído bien —movió el arma dentro de mi boca—. Responde, imbécil, vamos, quiero oírte.
Apoyé las manos en el suelo. El gordo me propinó una patada en las costillas y volví a donde había estado antes. Comencé a toser. El gordo limpiaba la pistola en la pernera de su pantalón. Aquello lo estaba divirtiendo.
—¡Hijo de perra! —escupí y volví a toser.
Levantó el arma. El brillo de sus ojos, desde el suelo, parecía el destello de dos monedas entre el barro.
—Sorli —dijo Delbó. El arma se detuvo a medio camino.
—Deje que le ajuste las cuentas, señor Delbó, a este imbécil…
—Aún no, Sorli… —hizo una pausa—. ¿No quiere levantarse y sentarse un momento, señor Carpintero? ¿O prefiere que Sorli le ayude?
Me puse en pie y me arreglé la chaqueta. Tenía un poco de sangre en el labio inferior. Recorrí los dientes con la lengua. No me había roto ninguno. Caminé hasta el sillón y me senté. Delbó me tendió un paquete de cigarrillos rubios, pero yo encendí uno de los míos.
A esa distancia le distinguí múltiples arruguitas en su bronceada cara. El cabello corto, casi blanco, y el moreno lámpara le daba un aspecto juvenil y deportista. Le había calculado alrededor de sesenta años, pero podría tener más. Sus ojos glaucos, fríos, sin color parecían no parpadear. Sacó una boquilla de carey, introdujo un cigarrillo y se la colocó en la rendija de la boca. Expulsó el humo sin dejar de observarme, sin sonreír. No movía un solo músculo de la cara. Un rostro trabajado por la cirugía estética.
Llevaba un traje de lanilla blanco marfil sin una sola arruga y calzaba zapatos Guzzi, probablemente hechos a mano.
—Usted me da lástima, Carpintero. Mucha lástima —dijo—. Tiene una idea muy elevada sobre sí mismo y no es más que un pobre desgraciado.
—¿Ha venido para decirme eso, Delbó? Si ya me ha dado el recado le daré una propina.
Fue casi imperceptible. Apretó las mandíbulas y un breve centelleo cruzó por sus ojos.
—No abuse de su buena suerte, Carpintero. He podido matarle en cualquier momento, quiero que lo sepa. Pero la suerte no es eterna, téngalo en cuenta. Puedo matarle con un solo dedo. Usted ha querido hacerse el listo, sacar una tajadita ¿verdad? Pues ya no tiene nada que hacer. Tengo las fotografías.
Rozó el bolsillo interior de su chaqueta.
—Se acabó —continuó—. Ya no hace falta que siga haciendo el payaso por ahí, su amigo Paulino nos ha dado las fotos. No es fácil chantajearnos, ¿sabe?
—Así que tiene las fotos.
—Exactamente.
—¿Y sabe ya quién mato a Luis?
—Es usted aún mucho más imbécil de lo que yo suponía.
—¿A qué ha venido? ¿Tenía ganas de pasear o ha venido a ver si yo sé lo suficiente? Dígamelo, Delbó. A usted le preocupa algo. Si ya tiene las dichosas fotografías, ¿por qué no me deja en paz?
—No sé qué ha podido ver Cristina en usted. Me sorprende.
—¿Está celoso, Delbó?
—Sigue abusando de su suerte. Carpintero, pero está rozando los límites de mi paciencia.
—Fanfarrón de mierda.
Se levantó de golpe y las manos se le engarfiaron. Tenía el cuerpo tenso y tirante, los músculos del cuello como varillas de paraguas. El gordo avanzó unos pasos con la Beretta en línea con su brazo.
—Déjeme a mí, señor Delbó. Déjeme, le tengo muchas ganas a este pájaro.
Entre él y yo estaba la mesita del cenicero. Delbó le dio una patada y la lanzó al centro de la habitación. De la manera en que movió la pierna me di cuenta de que sabía karate más de lo debido.
Me contraje de forma imperceptible y la adrenalina me invadió las venas. No podía moverme. Si me levantaba, el gordo apretaría el gatillo. El sonido de un disparo con un silenciador Markus es tan alto como un escupitajo.
Fueron unos minutos bastantes largos.
Entonces sonó el teléfono. El timbre rasgó el aire como si alguien rompiera una tela mojada con las manos. Nadie se movió.
El timbre volvió a sonar otra vez.
Al tercer timbrazo, el gordo alargó la mano, descolgó el teléfono y se llevó el auricular al oído.
—¿Sí? —dijo— ¿Cómo? …No, no, soy yo Sorli… Sí, sí —mientras hablaba, clavó la mirada en su jefe—. Aquí está el señor Delbó, si señora, lo que usted diga…
Se puso el teléfono en el pecho y dijo:
—Quiere hablar con este pájaro, señor Delbó.
Me levanté despacio del sillón y camine hacia el gordo. Éste se apartó y me tendió el auricular.
—Toni Romano —dije e inmediatamente escuché la sobresaltada voz de Cristina.
—¡Oh, Toni, menos mal…! ¿Estás… estás bien?
—Claro que estoy bien —miré a Delbó. Estaba pálido, cadavérico—. En este momento charlaba con tus empleados. Son muy simpáticos. ¿Querías algo?
—No, no… era solamente que… que quería hablar contigo… ¿Entonces te encuentras bien?
—Muy bien, quizás con un poco de sueño. ¿Podemos vernos mañana?
—¿Mañana?… Creo que… tengo mucho que hacer… Yo te llamaré cuando pueda. ¿De acuerdo?
Le dije que sí, que estaba de acuerdo y colgué. El gordo se había guardado la pistola y estaba junto a la puerta. Delbó encendía otro cigarrillo y con él en la mano avanzó hasta mí.
Volvía a ser el sujeto helado y calmoso de siempre.
Me miro fijamente, abrió la puerta y salió. El gordo la cerró tras él. Escuché los pasos de los dos bajando los escalones de madera.
Salí al balcón. El anuncio de la carne picada Fuentes me saludó con sus destellos verdes. La madre de Cristina me sonreía otra vez sujetando una lata de carne picada. Era tan obsesivo como una borrachera de anís en ayunas.
El gordo y Delbó salieron del portal y se detuvieron en la acera. Un automóvil negro tardó escasos segundos en abandonar la acera de enfrente y detenerse delante de ellos. Subieron y se alejaron raudos calle Esparteros abajo, en dirección a la Puerta del Sol.
Cerré el balcón con cuidado para que no entraran los malditos destellos verdes y abrí el último cajón de la cómoda. Allí, junto a la caja de cartón y las fotografías, estaba mi Gabilondo del 38, aceitado, envuelto en un trapo y frío al tacto. Lo sopesé unos instantes y me fui con él al sofá. Las fotografías me empezaron a dar vueltas en la cabeza. Miré el reloj. La una y media de la madrugada. ¿Quién le había dado las fotos a Delbó? ¿Paulino?
Arreglé rápidamente los desperfectos de la casa, me duché primero con agua caliente y después con la fría, hice un café y volví a sentarme en el sofá, jugueteando con mi Gabilondo.
Tenía algunas ideas sobre lo que estaba ocurriendo, pero necesitaba un poco de suerte. No, mucha suerte. Y tenía que encontrar a Paulino de una vez. Me levanté del sofá y tiré mi bata de ring al suelo. Fui al armario y me vestí con un pantalón de pana, una camisa y la cazadora gris, que es amplia y holgada. Puse el Gabilondo en su funda y la ajusté en el cinturón. Tenía una idea.
Cerré la puerta con cuidado. Esta vez con las tres cerraduras. Para entrar tendrían que echar la puerta abajo. Pensé que no tendrían inconvenientes en hacerlo, si quisieran.