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Era la tercera vez que llamaba esa mañana y la misma voz me contestaba lo mismo.
—Lo siento pero la señora no se encuentra en casa. ¿De parte de quién, por favor?
—Toni Romano.
—¿Quiere dejar algún recado?
—Sí, dígale a la señora Robles que como no quiere ponerse al teléfono me va a obligar a que vaya a verla. No se le olvide del recado.
Dudó unos instantes.
—Sí… sí, se lo diré.
Colgó y yo me retrepé en el sofá. Los dos balcones estaban abiertos y dejaban entrar el sucio sol del mediodía y los ruidos de la calle. Encendí despacio una Farias. Sobre la mesita, mi Gabilondo del 38 recién limpio, parecía nuevo.
A los pocos minutos sonó el teléfono. Dejé que repicara cinco veces antes de descolgarlo y ponérmelo al oído.
—¿Sí?
—¿Qué quieres? —su voz tenía un leve tono despectivo.
—Nada importante… Hablar contigo.
—¡Dios santo! —exclamó—. ¿Te has creído que somos novios?
—Aún no tengo edad para andar con novias —escuché cómo se reía.
—Quédate con el dinero que te di, hombre y no te preocupes más, te prometo que te llamaré cualquier otro día. Ahora estoy muy ocupada. Preparamos una campaña publicitaria muy importante. ¿De acuerdo, Toni?
—Luis ya no estaba nervioso, ¿verdad? Ni preocupado, ni nadie le chantajeaba. ¿Es eso lo que estás intentando decirme?
Hubo unos instantes de silencio antes de que contestara. Su voz se deslizaba hasta mí como el agua de un desagüe.
—Estaba muy afectada… exageré mucho, me pasé. Debió ser esa ginebra que tienes. Lo siento. Sé que debí llamarte yo misma, pero mi madre… ya sabes cómo son las madres.
—Escúchame con atención, Cristina. Tengo algo aquí que no es mío y que no me gusta conservar. Voy a devolvértelo. Dime cuándo podemos vernos.
Escuché un suspiro.
—Está bien. Pasado mañana estaré en nuestro supermercado de la calle Toledo toda la tarde. Acércate por allí sobre la seis. ¿Vale?
Iba a contestar cuando colgó.