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Luisito Robles me miraba. Dormía en la litera de arriba y solía hablar conmigo asomando la cabeza cuando los imaginarias estaban lejos. Podía permanecer mucho tiempo de ese modo, como los murciélagos y hablar y hablar. Hablando era incansable. No recuerdo ahora mismo lo que me estaba diciendo, pero debía ser importante porque su cara estaba tensa y su boca se abría y cerraba como las boqueadas de un pez cuando es sacado del agua.

Estábamos en el dormitorio de la Compañía en el acuartelamiento de Alcalá de Henares. La nave estaba oscura, sumida en temblorosas sombras, y no se escuchaba nada. Todo estaba en silencio. No había ruidos, sólo las literas alineadas y la cabeza de Luisito Robles colgada frente a mí.

Traté de moverme y no pude. Me di cuenta entonces de que tenía frío, pero de que no podía moverme para taparme. Una inesperada y extraña fuerza me mantenía pegado al catre. Quería pedirle ayuda a Luisito Robles, decirle que tenía frío, pero movía la boca y de ella no salía nada, ningún sonido. Grité, grité como un animal acosado. De la cabeza de Luisito Robles comenzó a manar sangre, un continuo goteo que manchaba mi cama y empapaba mi cuerpo.

La humedad pegajosa de la sangre envolviéndome.

Abrí los ojos y escuché mis propios gritos. La oscuridad era absoluta y yo estaba en una cama. ¿Dónde?

Parpadeé varias veces. La cabeza me estallaba, cualquier pequeño movimiento me inmovilizaba de dolor. Tanteé a mi alrededor. Estaba en una cama. Y desnudo. ¿Qué había pasado? Me incliné a la izquierda y caí al suelo. Con mucha dificultad conseguí ponerme en pie. No se oía ningún ruido, excepto el vago murmullo del tráfico.

Extendí los brazos y caminé unos pasos hasta que tropecé con lo que supuse que era una pared. La palpé de arriba a abajo y la seguí en una trayectoria paralela a la cama.

Tropecé con una puerta. Una puerta de cristales. Agudicé el oído. No se escuchaba nada. Volví a tantear, encontré el interruptor.

En la cama que acababa de abandonar estaba Vanessa, desnuda, con un brazo sobre el estómago y el otro colgando, fuera de la cama. Tenía el rostro cerúleo y desencajado, la boca abierta en un grito silencioso que le crispaba las facciones. Clavada en la vena del antebrazo izquierdo pendía una jeringuilla hipodérmica con el émbolo lleno de sangre. Sus ojos glaucos y abiertos ya no reflejaban nada.

Tenía los antebrazos cubiertos por líneas rojizas que seguían la trayectoria de las venas. Algunas ya eran muy antiguas, parecían viejos senderos de un camino hecho de largas noches en vela, temblores y sudores fríos, angustia y miedo que el polvillo blanco calma, para volver a empezar.

Eso era todo lo que quedaba de un chico a quien probablemente de pequeño le gustaba más jugar con las niñas que ir a cazar pájaros a pedradas. Su pequeño pene arrugado anunciaba un destino casi inexorable que él había querido borrar inflándose los pechos y afeitándose con crema depilatoria.

Madrid está lleno de ellos.

Salí del dormitorio y encendí la luz del salón.

Allí no había ningún cadáver. Estaba mi ropa muy bien doblada, mi reloj y mi cartera.

La otra puerta del salón correspondía a un pequeño, pero coqueto cuarto de baño. En cinco minutos me duché, me sequé con una toalla y lavé la bañera. Puse una toalla limpia en el toallero y con la toalla que había utilizado limpié las posibles huellas que podía haber dejado en la pared del salón, en el dormitorio y en la puerta.

Quince minutos después estaba en la calle con la toalla dentro de una bolsa de plástico. Tomé un taxi que me llevó a la estación de Atocha. Allí dejé el paquete, bien cerrado, en una papelera. Otro taxi me dejó en mi casa.

Vomité arriba, cuando el reloj de la Puerta del Sol anunciaba las siete de la mañana.