27
Al otro día encontré a Ricardito Conde, alias Dartañán a las diez de la noche en un bar pequeño de Lavapiés llamado El Escalón. Estaba con su perro Rumbo Norte y mantenía una animada charla con dos parroquianos atentos.
Seguía siendo un tipo delgado, moreno y con un afeitado perfecto. Gastaba un fino bigote blanco y sus ojos azules le daban el aspecto juvenil que poseen casi todos los falsificadores y tahures.
—Si no se lo creen —estaba diciendo Dartañán— pueden apostar lo que quieran. Yo no engaño a nadie. Este perro es una maravilla. Único en el mundo.
Me situé en el mostrador y le pedí una cerveza al tabernero. Dartañán gesticulaba y los dos parroquianos y el tabernero miraban con desconfianza al perro, tendido en el suelo y aparentemente dormido.
—Eso me gustaría verlo —dijo el camarero y me sirvió el botellín sin mirarme.
—Cuando usted quiera.
El tabernero llenó una copa de Moriles y se la dio a Dartañán.
—Ahora llene otra de cualquier cosa… ron, vino, güisqui, lo que quiera —indicó Dartañán.
—¿Valdepeñas?
—Sí, Valdepeñas, vale cualquier cosa —Dartañán se excitaba por momentos—. Ahora, señores, hay que apostar —se dirigió a los dos parroquianos—. Mínimo mil pesetas.
Uno de ellos colocó un billete verde sobre el mostrador. Era un sujeto delgado, tripudo y con gafas gruesas.
—O sea —dijo— que el perro encuentra los dos vasos, se bebe el Moriles y deja el otro, ¿no?
—Eso es —afirmó Dartañán—. Lo esconda usted donde lo esconda.
—¿Tiene usted dinero para responder? —intervino el otro parroquiano, un sujeto de edad madura, vestido con una gabardina bastante sucia—. Me gustaría ver su dinero.
Ricardito Conde, alias Dartañán, mostró un fajo de billetes y los tres hombres lo contemplaron con codicia. Sólo yo sabía que eran verdaderos el primero y el último. El tabernero abrió entonces la caja registradora y sacó otro billete de mil pesetas que colocó al lado del anterior.
—Aquí está el mío. Vamos a ver lo que hace el perro este.
El parroquiano de la gabardina dudaba. Se rascaba la cabeza sin decidirse.
—Venga, hombre —le impulsó el otro—. No te preocupes, yo mismo esconderé los vasos. Tú, tranquilo.
—Está bien —dejó su billete—. Voy con mil.
Dartañán se volvió para dirigirse a mí. Sus ojos chispearon unos instantes.
—¿No quiere usted jugar, señor? —me preguntó.
—Lo siento —le respondí— pero sólo llevo encima cien pesetas. ¿Cuál es la apuesta mínima?
—No sirve —me contestó y me observó con atención otra vez—. ¿No tiene mil pesetas?
—No.
—Bueno, ya está bien de cachondeo —dijo el parroquiano tripudo—. Yo voy a esconder los vasos y el perro los va a encontrar, si puede. Y cuando los encuentre —se dirigió al de la gabardina— se tendrá que beber el Moriles y dejar el otro vaso. ¿Es así, no?
—Exactamente —contestó Dartañán.
El sujeto se quitó la chaqueta y cubrió la cabeza de Rumbo Norte. El perro ni se inmutó.
—Así estoy más tranquilo.
Tomó los dos vasos y salió del bar. Volvió enseguida y le quitó la chaqueta al perro. Su rostro resplandecía.
—A ver si lo encuentras, guapo.
—¿Me da otra copita de Moriles? —le pidió Dartañán al camarero y éste se la sirvió ante la expectación de los asistentes. La olió, tomó un sorbo, se agachó y se la puso delante al perro.
Rumbo Norte enderezó las orejas y se levantó despacio. Podría pesar ochenta kilos, parecía un cruce entre mastín y yegua. Bostezó y miró a su amo con ojos humanos. Dartañán le acercó la copa y el perro sacó una enorme lengua blanquecina y de un par de lametazos se bebió el Moriles.
Dio un aullido de satisfacción, movió el rabo y con un ligero trote, bamboleando la cabezota, se dirigió a la puerta. Los parroquianos y el camarero salieron tras él.
—¿Qué quieres? —me preguntó entonces Dartañán.
—Hablar contigo, Ricardo.
Se escucharon interjecciones desde la puerta, voces y, otra vez, el aullido de Rumbo Norte.
—¿Nunca falla? —le pregunté.
—Nunca.
El perro y los tres hombres entraron en el local. El de la gabardina parecía estar acalorado.
—¡Tiene que haber truco, me cago en la leche! Esto es imposible. —Dartañán cogió los tres billetes de mil pesetas del mostrador y, despacio, se los guardó en el bolsillo de su elegante chaqueta. Acarició al perro. El sujeto se puso delante.
—¿Dónde está el truco? Díganoslo.
—No hay ningún truco. Usted ha perdido una apuesta. Eso es todo.
—¡Qué no hay truco, me cago en…!
El tabernero lo cogió del brazo.
—Espera Vicente, que hemos visto todos cómo el jodido perro encontraba la copa y se la bebía. Hay que conformarse.
—Si lo cuento no se lo cree nadie, por mi madre —dijo el otro hombre—. He puesto las copas detrás de un buzón de Correos y el perro las ha olido.
—Señores… —dijo Ricardo y le hizo una seña al perro—. Buenas noches.
Pagué mi cerveza y salí tras él. Los tres hombres continuaron discutiendo.
Atravesamos la Plaza de Lavapiés en silencio y caminamos por la calle Jesús y María de la misma forma. Andabamos al paso del perro que se ahogaba continuamente. Cuando llegamos a la Ferretería el Siglo Veinte nos detuvimos. Dartañán abrió una cancela de hierro, quitó un candado y subió el cierre del establecimiento.
Entramos en la tienda. Estaba oscura y silenciosa. Un mostrador de madera la recorría de parte a parte, pero apenas si se distinguían las estanterías repletas de los objetos viejos e inservibles que le gustaba guardar a Dartañán.
Su vivienda estaba en una habitación espaciosa al otro lado del mostrador. Era un cuarto arreglado y limpio con una cama, una mesa con dos sillas, una cocina eléctrica, una nevera, un fregadero y una estantería repleta de libros y papeles. Frente a la cama, en la pared, estaba el cuadro. El retrato de ella vestida de rojo y sonriente. Me siguió pareciendo bella, un tipo de belleza serena y soñadora.
Dartañán se sentó en la cama y cruzó sus largas y huesudas manos.
—Ya no trabajo, Toni y tú lo sabes. Hace mucho tiempo que no trabajo. ¿Qué queréis de mí?
Me senté en una de las sillas, de espaldas al cuadro, y encendí un cigarrillo.
—No estoy en la policía, Ricardo. No me vengas con ésas de qué queréis.
—Algo he oído por ahí, pero yo no hago caso de las habladurías. Además, no hago vida social.
—Te necesito, Ricargo. Algo muy bien pagado.
—No.
Volví la cabeza lentamente y contemplé el cuadro de la mujer vestida de rojo. El pintor había conseguido un retrato vivo y exacto.
Estaba apoyada en el borde de una chimenea apagada y parecía que iba a caminar por la habitación de un momento a otro. La estuve mirando un buen rato. Ricardo bajó la cabeza.
—Eres un cabrón —dijo con un hilo de voz.
—Puede ser.
—No tienes derecho, Toni… no tienes derecho.
—Eres el único en Madrid capaz de hacer lo que necesito. Ya no quedan espadistas como tú, Ricardo.
—Espadistas, espadistas… —se levantó de la cama y comenzó a pasear nerviosamente por la habitación—. Ya no soy el de antes. Lo sabes muy bien. Me tiembla el pulso… no conozco las cerraduras modernas, hay cosas muy nuevas…
—Tonterias.
—No, no son tonterías, Toni. Estoy acabado.
—Recuerdo lo que me dijo ella aquella noche, Ricardo.
Se detuvo en seco.
—Eres el único que permito que entré aquí… el único que puede mirarla —elevó los ojos hacia el cuadro y después los retiró como si algo le diera vergüenza—. Te ruego que no… quiero decir que…
—Déjalo, Ricardo.
—Tú, bueno, tú… lo que hiciste por ella…
Comenzó a pasear a grandes zancadas. De vez en cuando se detenía y volvía a observar el cuadro. Sabía que de un momento a otro me hablaría de ella.
—… nunca estuve a su altura, Toni. Eso fue lo que ocurrió… —volvió a sentarse en la cama y habló con la cabeza baja. Yo apagué la colilla en el suelo y encendí otro cigarrillo—. Ella era… era una señora. Tenía esa manera de hablar y de moverse… Y me amaba, Toni. Yo era lo que más quería en este mundo… me quería a mí, ¿te das cuenta? A mí y a nadie más… creía que yo era extraordinario, importante y me miraba con esos ojos y siempre había amor en ellos, Toni, había tanto amor que yo me emborrachaba con ese amor y no había en el mundo dinero ni cosas suficientes para pagarlo… Si… si hubiera sido rico, Toni, si hubiera podido darle todo lo que ella se merecía… pero, no. Todo me salía mal, no pude darle nada, nada —se levantó de golpe de la cama con un crujido de muelles y caminó hasta colocarse frente a mí—. Dime, ¿sabes lo que significa que alguién como ella te quiera? ¿Sabes lo que significa sentirse amado por una mujer así?
—No lo sé —contesté.
Negó con la cabeza.
—Nadie lo sabe porque no ha habido una mujer como Mercedes… Y yo no estuve a su altura… no le di nada.
No le dije que a ella eso no le importaba. Que era feliz con él. Que le daba igual ser rica y que se contentaba con creces con él y su genialidad. Pero todo esto no lo supo nunca Ricardo. No lo supo entonces y no lo sabe ahora y sería inútil hacérselo saber. Nunca lo sabemos en el momento preciso. Nunca. Ningún hombre.
Ricardo salió de su ensimismamiento, sonrió de oreja a oreja y me golpeó el hombro con un gesto torpe.
—Me parece que si no te ayudo, ella no me lo perdonaría nunca —le guiñó el ojo al cuadro—. ¿Verdad, Mercedes? Me contó muchas veces lo que hiciste por ella, Toni. ¿Qué coño hay que hacer?
Me revolví en la silla.
—Necesito entrar en el piso once B, de la calle Alberto Alcocer 37 y fotografiar a un timador llamado Nelson Roberto Cruces. Parece ser la única forma de que pague un montón de millones que debe. El piso lo utiliza Nelson como picadero. Ganarás doscientas mil pesetas, Ricardo, aparte los gastos que tengas con las llaves y el alquiler de una cámara fotográfica con flash. ¿A propósito, tienes una cámara de esas?
—No es difícil conseguirla —estaba pensativo—. ¿Para quién es el trabajo?
—Para Draper.
—No me gusta el chantaje.
—Tampoco es mi especialidad.
—¿Quién es ese Nelson?
—Un muchacho que ha fundado una especie de secta religiosa y se aprovecha de ella para sacar un dineral y encima no pagar a los proveedores… Lo haría solo, Ricardo, pero hacen falta dos personas para este trabajo.
—¿Cuándo?
—No hay fecha, cuanto antes, mejor.
—Sí… bien, verás… necesitamos una llave del portal… entraremos de noche, por supuesto… y otra del piso y luego la cámara, mejor una automática, una autofocus con flash incorporado… Cuestan unas veinticinco mil en el comercio, yo la puedo conseguir por veinte.
Cerró la boca y yo apagué el segundo cigarrillo. Siguió pensando durante otros instantes. De pronto, dijo:
—Quiero hacer esto rápidamente, Toni… Mañana iré a Alberto Alcocer y revisaré las cerraduras —sonrió—. Presentaré mis servicios de puertas blindadas… cuando sepa el tipo de cerradura y de llaves, tardaré un día más en hacerlas… Pasado mañana entraremos. Tendré la cámara, todo.
—Y yo el dinero. Tus doscientas, más los gastos.
Me puse en pie.
—No hago esto por dinero.
—Lo sé.
Lo dejé contemplado el cuadro. Salí a la tienda. Rumbo Norte dormía enroscado.
Él también debía soñar con alguien, emitía suaves aullidos.