INTRODUCCIÓN

La desmemoria histórica

Setenta años después de su final, la Guerra Civil española sigue siendo uno de los acontecimientos históricos universales que generan mayor controversia e interés y, por tanto, mayor bibliografía; más numerosa incluso que la existente sobre la Segunda Guerra Mundial.

Pero eso no significa que el filón de nuestra contienda esté ya agotado.Todo lo contrario: aún hay aspectos inéditos o muy poco conocidos que, año tras año, son rescatados de archivos y hemerotecas por historiadores e investigadores en general.

El libro que el lector tiene ahora en sus manos es un claro ejemplo de cuanto decimos.Trata de arrojar luz sobre episodios ignorados por el común de los mortales, como la presencia de John Fitzgerald Kennedy, futuro presidente de Estados Unidos, en la España de la Guerra Civil; o el uso de armas químicas y la amenaza de otras bacteriológicas durante la contienda.

También se recrean en este trabajo otras estampas insólitas de la guerra: el número de abortos legales practicados en las clínicas republicanas, las mutilaciones y autolesiones de los soldados para escapar del frente, o los estremecedores casos reales de congelaciones en las zonas montañosas.

Junto a héroes anónimos como Feliciano Martín Villoria, el quintacolumnista más buscado por los espías republicanos, desfilan por estas páginas otros personajes de sobra conocidos, caso del doctor Negrín, del cual se revelan detalles casi desconocidos de su filiación soviética, o el propio Santiago Carrillo, a quien diversos testimonios ponen una vez más en evidencia señalando su cobardía por no regresar en su día, como otros camaradas suyos, a la zona Centro-Sur, donde se dilucidaba la suerte de la guerra.

El título de este trabajo —1939. La cara oculta de los últimos días de la Guerra Civil— es ya de por sí elocuente: junto a cuestiones políticas casi inexploradas de los últimos cien días de la guerra, presta atención también a otras singulares, de índole sociológica, como el hambre, la miseria y la desmoralización en la retaguardia.

Al mismo tiempo, la Guerra Civil sigue siendo aún hoy una historia de «buenos y malos», según se mire.

La propaganda hace milagros, aunque muchos no crean ya en ellos.

Pero ni las tribus indias fueron tan malas como se nos hizo creer de niños en las películas de Hollywood, ni el Séptimo de Caballería del general George Armstrong Custer fue el único que luchó por una civilización más justa en la célebre batalla de Little Big Horn.

La historia de la humanidad está repleta, por tanto, de falsas leyendas, alimentadas siempre por los vencedores; aunque, muchas veces, el propio devenir de la historia convierte a éstos en vencidos y viceversa.

España es un fiel reflejo de cuanto decimos.

¿Cómo explicar si no que el juez Baltasar Garzón persiga hoy a Franco como presunto genocida con el mismo celo con que el inspector Javert acechaba al forzado Jean Valjean en Los Miserables de Victor Hugo?

Garzón ha llegado a pedir incluso los certificados de defunción de Franco y de treinta y cuatro altos cargos de su régimen —Ramón Serrano Súñer, entre ellos—, sin reparar en que no le haría falta ese documento para procesar al superviviente Santiago Carrillo.

La historia encierra, a menudo, extrañas paradojas: ¿con qué fuerza moral censura si no Carrillo a Garzón por querer juzgar las tropelías cometidas en la guerra cuando tal vez él mismo debería sentarse en el banquillo de los acusados?

Erigido, entretanto, en uno de los principales artífices de la transición democrática, el exsecretario general del PCE sigue paseándose por foros académicos y platós de televisión para dar lecciones de tolerancia mientras arremete contra «la derecha» a la que tanto odia.

«Don Santiago» es, de hecho, un personaje ensalzado por el propio rey de España, quien le llama afectuosamente así: «Don Santiago». Precisamente don Juan Carlos, cuya corona debe ni más ni menos que a Franco.

Claro que, hablando de paradojas, ¿no resulta increíble que el propio don Juan Carlos haya sancionado la Ley de Memoria Histórica que condena al ostracismo al mismo hombre que le designó como sucesor en la jefatura del Estado, pasando incluso por encima de su propio padre, don Juan de Borbón?

Volviendo a Garzón: recordemos que, en diciembre de 1998, decidió procesar al general chileno Augusto Pinochet por delitos de genocidio, terrorismo y torturas cometidos durante la «caravana de la muerte», como se llamó al escuadrón del ejército chileno que recorrió el país en octubre de 1973, tras el golpe militar de Pinochet, asesinando a su paso a más de ciento veinte opositores al régimen.

Amparándose en el Estatuto del Tribunal Militar Internacional de Nuremberg, aprobado el 8 de agosto de 1945, que persigue «el asesinato, el exterminio, la sumisión a esclavitud, la deportación y cualquier otro acto inhumano cometido contra cualquier población civil, antes o durante la guerra, o bien las persecuciones por motivos políticos, raciales o religiosos…», Garzón siguió acosando judicialmente al anciano dictador chileno.

De hecho, según el magistrado, la sentencia del Tribunal de Nuremberg fue reconocida en España al ratificarse el Convenio de Ginebra, en agosto de 1949, que en su artículo 85 remitía precisamente a los «principios de Nuremberg» aprobados por la ONU.

Fue así como, el 19 de enero de 1999, Garzón se convirtió en el primer magistrado español que acudió a un juicio en la Cámara de los Lores en calidad de asesor del equipo de la fiscalía británica, durante la sesión inicial de la vista sobre la inmunidad de Pinochet.

Pero en España, su iniciativa en busca de responsabilidades por los presuntos crímenes de guerra cometidos por otro general y dictador no ha sido respaldada del mismo modo por el fiscal.

La Fiscalía considera que los delitos perpetrados durante la Guerra Civil y la posterior dictadura franquista han prescrito ya, al amparo de la Ley de Amnistía de 1977.Aunque Garzón, pasando por alto esa legislación del perdón, ha admitido a trámite las denuncias presentadas desde julio de 2007 por veintidós asociaciones de memoria histórica y diez ciudadanos con nombres y apellidos que reclaman la investigación de las desapariciones, asesinatos, torturas y «sacas» de las cárceles.

Las mismas «sacas» de presos de las que, sin duda alguna, tuvo conocimiento Santiago Carrillo mientras fue responsable de Orden Público en la Junta de Defensa de Madrid, como ya acredité con testimonios y documentos en mi obra Los gánsteres de la Guerra Civil.

Si la Ley de Amnistía de 1977 protege aún hoy a Carrillo de sus presuntos delitos en la guerra de España, erigiéndole en coprotagonista de la transición democrática, ¿por qué no rige también para los vencedores del otro bando, convertidos hoy en vencidos?

Entretanto, Garzón ha decretado la exhumación de diecinueve fosas de la Guerra Civil, incluida la del poeta Federico García Lorca. Pero ¿por qué nadie habla ya de la fosa descubierta a principios de 2008 en Alcalá de Henares, donde tal vez enterraron a Andreu Nin, exsecretario general del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM)?

Su hallazgo hizo resurgir las esperanzas de encontrar respuesta, tras más de setenta años de silencio, a uno de los grandes enigmas de la contienda civil. Con razón aseguraba el hispanista Stanley G. Payne en el prólogo de mi libro En busca de Andreu Nin: «El caso de Andreu Nin sigue siendo la principal causa de referencia de la Guerra Civil española».

Desde el 16 de junio de 1937, cuando Nin fue detenido en Barcelona por orden de la Dirección General de Seguridad de la República, las fachadas y muros de los edificios de la Ciudad Condal aparecieron con pintadas en negro que reclamaban al entonces presidente socialista del gobierno: «Negrín: ¿dónde está Nin?».

Hoy, los partidarios del líder poumista, y quienes en general desean que la Ley de Memoria Histórica impulsada por el también socialista José Luis Rodríguez Zapatero reconozca por igual a las víctimas de los dos bandos de la Guerra Civil, se dirigen con la misma insistencia al presidente del Gobierno: «Zapatero: ¿dónde está Nin?».

Resulta a simple vista paradójico que Zapatero y su gobierno silenciasen, poco antes de las elecciones generales del 9-M, el hallazgo de aquella fosa común en la sede de la Brigada Paracaidista de Alcalá de Henares. En esa sepultura indigna, o en otra similar, podían hallarse los restos mortales de Andreu Nin, quien, a fin de cuentas, perteneció al mismo bando republicano que el venerado abuelo del presidente Zapatero.

¿Por qué callan ahora las voces altisonantes de las asociaciones por la recuperación de la memoria histórica, que con tanto vigor claman, en cambio, a la hora de exhumar a las víctimas de su propio bando?

Enseguida lo entenderemos.

Andreu Nin fue, durante su corta vida, un revolucionario en el más estricto sentido del término, que residió en Moscú durante nueve años, hasta que en septiembre de 1930 Stalin le expulsó de la URSS después de que el español se alineara en la oposición, junto a Trotski.

Nin había ingresado en el Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS); tuvo oportunidad de tratar así a los grandes líderes de la Revolución de 1917, como Zinoviev, Kamenev, Bujarin… pero su indómito carácter despertó el odio y la ira de Stalin, que ya nunca dejaría de acecharle.

A su regreso a España, fundó con Joaquín Maurín el POUM, que se integró en el Frente Popular para las elecciones generales previas a la contienda civil.

Un año después, el comandante Ricardo Burillo, siguiendo instrucciones del coronel comunista Antonio Ortega, director general de Seguridad, le detuvo ilegalmente en Barcelona.

Ortega obedecía a su vez órdenes del Buró Político del Partido Comunista, reunido horas antes en presencia de Dolores Ibárruri, la Pasionaria, y del general soviético Alexander Orlov, jefe en España de la NKVD (la policía secreta soviética, antecesora del KGB), quien sería el auténtico verdugo de Nin.

El líder del POUM inició entonces un periplo por comisarías y checas, hasta ser conducido finalmente a Alcalá de Henares, donde se le recluyó en un hotelito frecuentado por el matrimonio civil formado por Ignacio Hidalgo de Cisne ros, jefe de la aviación republicana, y Constancia de la Mora Maura, la nieta comunista del político conservador Antonio Maura.

Allí precisamente me dirigí yo, casi setenta años después, en busca de su misterioso paradero.

Tras realizar una encuesta popular, seguida de numerosas indagaciones, pude localizar al fin la checa donde los agentes de Stalin, al mando de Orlov, torturaron salvajemente a Nin.

En aquel chalet, situado en la avenida de Guadalajara, desollaron al líder poumista, arrancándole la piel a tiras para poder seccionar mejor sus miembros en carne viva. El entonces ministro comunista Jesús Hernández describía con todo lujo de detalles el calvario padecido por aquel desgraciado.

Los esbirros de Stalin, ante quien el propio presidente Juan Negrín se hallaba hipotecado tras enviar a Moscú las cuartas reservas de oro más importantes del mundo —las del Banco de España, naturalmente— trataron de que el líder marxista del POUM se confesase nada menos que espía de Franco. Pero Nin, convertido por sus verdugos en una piltrafa humana, jamás claudicó.

Lo peor de todo, sin embargo, no fue eso, sino la complicidad en su asesinato del propio Juan Negrín, uno de los protagonistas del libro que el lector tiene ahora en sus manos.

Hasta el 4 de agosto de 1937, casi cincuenta días después de la desaparición de Nin en Barcelona, el gobierno de Negrín no facilitó una nota informativa a los medios de comunicación, que reclamaban una urgente explicación de lo sucedido.

En el Archivo Histórico Nacional hallé la prueba decisiva de la complicidad de Juan Negrín: el mismo día 4, poco antes de que el comunicado fuera enviado a los diarios para que lo reprodujesen a la mañana siguiente, el ministro de Gobernación, Julián Zugazagoitia, mandó a Manuel Irujo, ministro de Justicia, el borrador definitivo con las enmiendas hechas de su puño y letra por el presidente Negrín. En ese texto, Negrín suprimió la palabra «secuestrado» y la sustituyó a mano por «Nin»; luego tachó «en Alcalá de Henares» para no dejar pistas sobre el paradero del líder poumista.

La nota original del Ministerio de Justicia revelaba un hecho de extraordinaria importancia: el gobierno reconocía que Nin había sido secuestrado y que por tanto era imposible que se hubiera evadido de la prisión de Alcalá de Henares, como pretendieron hacer creer Orlov y sus secuaces.

Negrín sabía perfectamente que Nin no era un espía de Franco, pero necesitaba aferrarse a esa coartada para no enemistarse con sus aliados soviéticos, que surtían de armamento al gobierno de la República y a quienes había enviado las cuartas reservas de oro más importantes del mundo.

El gobierno representó una comedia judicial para guardar las apariencias ante la cada vez más agitada opinión pública nacional e internacional. Nombró fiscal del caso Nin a Gregorio Peces-Barba del Brío, padre del que fuera comisionado de las víctimas del terrorismo, nombrado por Zapatero.

Tras la guerra, el propio Peces-Barba del Brío confesó, abochornado, las coacciones que sufrió para que no se descubriese la verdad de lo ocurrido con Nin: «El procedimiento —admitió el fiscal— se instruyó por el deseo del ministro de Justicia, Irujo, de salir al paso de la campaña de prensa, que tenía unos caracteres alarmantes; pero con el propósito no confesado de los elementos comunistas del Consejo de Ministros, y otros del mismo afines a ellos, de suspender la tramitación del juicio, cuando el juzgado, por haber tenido éxito en sus diligencias, pudiera esclarecer la verdad de los hechos».

El propio Indalecio Prieto, antiguo amigo y compañero de filas de Negrín, reconoció en el exilio que cuando se estaba muy cerca de desentrañar el paradero de Nin, el presidente del Gobierno ordenó interrumpir las averiguaciones.

¿Por qué no pide hoy también el juez Garzón el certificado de defunción del doctor Negrín?

No en vano España, al decir del filósofo alemán Kant, es la «tierra de los antepasados». «¡Tierra de los antepasados!», exclamaba preocupado el inefable Ortega y Gasset. Y añadía: «Los que antes pasaron siguen gobernándonos y forman una oligarquía de la muerte, que nos oprime». «Sábelo —dice el criado en Las coéforas— los muertos matan a los vivos». Algo de eso ocurre hoy cuando se habla o se escribe sobre la Guerra Civil española, convertida por señalados políticos e «historiadores» en instrumento reaccionario que nos impide avanzar en el conocimiento de la verdad.

J. M. Z.

Madrid, noviembre de 2008