El castillo de los vencidos
Tenemos que luchar hasta el último aliento.
JUAN NEGRÍN
Presidente del Consejo de Ministros
Tenía miedo, pero no era un cobarde.
Tal vez fuera, eso sí, un miserable.
El coronel Segismundo Casado, jefe del Ejército del Centro y a la postre su verdugo político, daba fe de su admirable valor cada vez que visitaba el frente.
El doctor Juan Negrín López tenía motivos sobrados para pasar de la inquietud al pánico. Pero el presidente del Consejo de Ministros y ministro de Defensa Nacional de la República estaba obligado a fingirse animoso por más que a veces, como aquella noche glacial del 1 de febrero de 1939, en uno de los sótanos de las caballerizas del castillo de San Fernando de Figueres, a diez metros de profundidad, hubiese querido desahogar su infinita desolación con los ministros y diputados que le escuchaban también descorazonados.
Una colosal fortaleza de 5 kilómetros de perímetro, levantada sobre 32 hectáreas de terreno y rodeada de otros 5 kilómetros de fosos, había sido el escenario elegido para la última sesión de las agónicas Cortes republicanas. Ni siquiera en Cádiz, un siglo atrás, habían tenido las Cortes un marco tan extraño y pintoresco: los subterráneos en forma de calabozo del viejo castillo del siglo XVIII, construido durante el reinado del Borbón Fernando VI.
En 1808 —evocó Negrín, fatuo y triunfalista— nuestras Cortes se reunieron en Cádiz, una pequeña isla en el mar del invasor francés. España rechazó a Napoleón. Nosotros lo haremos ahora de nuevo.
Enclavado en la comarca gerundense del Ampurdán, en una colina de 140 metros de altitud, donde se alzaba antiguamente el convento de capuchinos de San Roque, en la carretera de Perpiñán a Barcelona, el castillo de color gris pizarra había servido de residencia real, cárcel y fortaleza militar.
En otro tiempo se habían alojado entre sus murallas, de tres metros de espesor, cinco batallones de infantería y otros cinco escuadrones de caballería (seis mil hombres y quinientos caballos en total).
Incluso llegó a convertirse, mucho después, en el punto de concentración de todos los voluntarios internacionales que llegaban a España para combatir al servicio de la República. Paseaban sobre la muralla, dormían sobre la paja en los establos y en las mazmorras, y tomaban conciencia de su nueva condición de soldados en un país ignoto.
En los alrededores del castillo practicaban la instrucción, y durante los ratos de ocio torcían el gesto cada vez que probaban ese líquido espeso y amargo al que llamaban generosamente café; así como ante el coñac, que sabía a trementina mezclada con vainilla.
En las letrinas, agujeros nauseabundos practicados en el suelo, hacían sus necesidades. Carecían de papel higiénico, y no era extraño así que enjambres de moscas pululasen por doquier.
De todas formas, los buenos propósitos se plasmaban en los numerosos carteles colgados por las paredes de piedra que exigían higiene y compañerismo en multitud de idiomas.
En las vigas de los establos y de las mazmorras dejaron sus vestigios aquellos voluntarios extranjeros. Grabaron a navaja sus nombres y los de sus ciudades de origen, sus consignas preferidas, los números de sus carnets de paro, su agrupación de la Liga de Jóvenes Comunistas, y hasta sus curiosos autorretratos.
Poco antes que ellos, habían ocupado el castillo sus enemigos del Batallón de Montaña de Chiclana n.º 1, que inicialmente se sublevó, proclamando el estado de guerra el 19 de julio de 1936. Pero al atardecer de aquel mismo día, tras conocerse el fracaso de la rebelión en Barcelona, el batallón se retiró al castillo y depuso las armas.
Días después, parte de esos mismos hombres formaron, junto con milicianos de la región, una columna que partió hacia Tarragona, para dirigirse luego al frente del sur del Ebro.
Al cabo de dos meses, el primero de octubre, llegaron al castillo los primeros combatientes de las Brigadas Internacionales. En cuanto logró reunirse un contingente suficiente, fue enviado a Albacete por ferrocarril.
Desde entonces y durante el resto del año, el castillo siguió siendo el punto de reunión de los brigadistas que cruzaban las fronteras.
Como recordaba el corresponsal soviético Iliá Ehrenburg, entre ellos había «profesores exiliados alemanes, metalúrgicos parisienses, estudiantes croatas, campesinos de Ohio, polacos, mexicanos, suecos…».
Sin embargo, Ehrenburg olvidaba, seguramente a propósito, que la inmensa mayoría de los brigadistas provenían del mundo abisal que latía en los bajos fondos de París, Londres, Nueva York y Chicago; además, había muchos militantes comunistas reclutados a la fuerza en Francia, junto con afiliados a sindicatos designados por los jefes de sus secciones en Praga, Estocolmo, La Haya, Oslo o Bruselas.
Todas las señales de su paso por la fortaleza permanecían allí intactas, mientras el gobierno de la República presentía ya el desastre inminente, agazapado entre las imponentes murallas.
No era la primera vez que el presidente y sus ministros huían del peligro: la tarde del 5 de noviembre de 1936, tras hacer pública una nota pidiendo un sacrificio a toda la población de Madrid («Españoles: defended la revolución y la República, que en estos momentos se defiende en Madrid. ¡Todos movilizados para la victoria!», se decía en el comunicado), resultó curioso que el único que no se sacrificase fuese precisamente el Gobierno, que el día 6 se retiró en desbandada a Valencia.
De todas las autoridades, el más previsor había sido sin duda Azaña, que llevaba ya dos semanas fuera de Madrid.
El 31 de octubre de 1937, el Gobierno volvió a mudarse, esta vez a Barcelona, para retirarse después, cuando ya todo estaba prácticamente perdido, a Gerona, más cerca aún de la frontera.
La Subsecretaría de Presidencia se había establecido así en el castillo de Figueres, igual que el alto mando del ejército de Tierra.
Muy cerca de allí, salpicados por la provincia de Gerona, se localizaban otros residuos del poder republicano: el Estado Mayor Central, en el municipio de Agullana, al nordeste de Gerona, a tiro de piedra de la frontera; la Subsecretaría de Aviación, en Cabanelles; Armamento, en Besalú; Marina, en Roses, y la Dirección General de Seguridad, en el mismo pueblo de Figueres.
Negrín se reunía con sus ministros en el castillo, adonde se desplazaba desde su residencia en la masía del Torero, una confortable casa de campo situada entre Agullana y La Vajol.
Una tarde —evocaba el dirigente socialista Julián Zugazagoitia, exministro de Gobernación— [Negrín] se presentó en el castillo fatigado, casi jadeante. Preguntó si teníamos algo que darle de comer. Se sentó a la mesa y se dejó abatir por una crisis de melancolía. Se le empañaron los ojos.
Por sacarle de aquel estado, me puse a encomiarle la comida, propia de una mesa particularmente cuidada, como procedente de la inagotable generosidad de nuestro proveedor parisiense. No me escuchaba. Un poco repuesto, exclamó:
—¡Y pensar que su amigo Mendieta podía estar camino de México, a cubierto de estas angustias! Nunca se lo agradeceré bastante, y le confieso que es uno de esos rasgos que no esperaba. ¡Es tan difícil el arte de renunciar!
—Recuerde usted que le hizo promesa de permanecer en el puesto que le asignara hasta el último momento… Creo que debe pensar usted en reunirse con los ministros lo más rápidamente posible y darles una información militar y diplomática.
Poco después, Negrín y sus once ministros[1] se apretaban en un tosco banco de madera que resultaba muy corto para todos aquella noche del 1 de febrero.
Todavía quedaban algunos pesebres de piedra con anillas de hierro en un rincón del vestíbulo de techo bajo, pues el lugar había sido utilizado antes como establo.
En las caballerizas se indicaba también el lugar donde murió el general Álvarez de Castro (21 de enero de 1810), defensor de la ciudad de Gerona durante la Guerra de la Independencia.
La velada era tan gélida, que algunos ministros conservaron el abrigo durante toda la sesión.
Frente a ellos, en el ángulo derecho, los carabineros, extraños «maestros de ceremonia», habían dispuesto otros bancos y las mismas butacas del antiguo cine de Figueres para acomodo de los 62 diputados presentes, del total de 473 que integraban el Parlamento elegido en 1936.[2]
Hileras de sillas vacías permanecían amontonadas en las paredes de piedra.
Había ausencias muy significadas, como la del propio presidente de la República, Manuel Azaña, alojado en el vecino castillo de Perelada, entre una espléndida colección de cuadros de Vicente López y una no menos impresionante biblioteca cervantina con más de un millar de ediciones diferentes.
El presidente compensaba su tribulación hojeando también algunos de los 1.200 manuscritos o acariciando las cubiertas y deteniéndose, maravillado, en las bellísimas ilustraciones hechas a mano de la Biblia políglota de Felipe II, integrada en una colección de un centenar de historias sagradas.
La improvisada vivienda de Azaña era un increíble museo, donde podía admirarse también una asombrosa colección de vidrio renacentista.
Pero bastaba con pasear por el claustro del convento del Carmen de Perelada, de estilo gótico catalán, ampliado por el dueño del castillo, Miquel Mateu i Pla, en 1923, para respirar siglos de historia contemplando los osarios medievales de linajes tan célebres como Rocabertí, Avinyó, Barutell, Darníus o Limós.
Azaña había usurpado el castillo, donde vivía una especie de dulce exilio interior, alejado del continuo desasosiego de esa otra fortaleza de Figueres. Su propietario, el empresario y financiero Miquel Mateu, acababa de regresar victorioso a Barcelona con las tropas nacionales.
El 27 de enero, Franco le había nombrado alcalde de la ciudad, cargo que desempeñaría hasta el 18 de abril de 1945.
Sobrino del cardenal Enric Pla y Deniel, Mateu era amigo del Caudillo y éste le tuvo a su lado durante casi toda la guerra como miembro de su Estado Mayor.
Azaña ya sabía que tenía los días contados como «inquilino» de aquella formidable morada. Tal vez por eso permaneció aún más ajeno a la última reunión de las Cortes republicanas.
Otros, como Manuel Portela Valladares, fieles al gobierno en los tiempos de bonanza, habían reconsiderado su lealtad inicial no acudiendo tampoco al pleno.
Algunos diputados habían apoyado incluso el Alzamiento militar o habían huido del país, mientras a otros les había sorprendido el estallido de la guerra en la zona equivocada, siendo encarcelados o ejecutados hacía ya mucho tiempo.
En cambio, Dolores Ibárruri, la Pasionaria, no pudo asistir por hallarse en Madrid. Tampoco Largo Caballero ni Luis Araquistáin pudieron compartir su indescriptible amargura con otros perdedores como ellos.
Pocos diputados presentes volverían a pisar suelo español desde entonces. La mayoría perecería en el exilio durante los treinta y seis años del régimen de Franco. Algunos, como el socialista moderado Julián Zugazagoitia fueron entregados a Franco en 1940 por la Gestapo, durante la ocupación alemana de Francia, y serían ejecutados sin contemplaciones; igual sucedió a otras destacadas figuras como Lluís Companys y Luis Peiró.
Aquella reunión simbolizaba el trágico destino de la Segunda República, proclamada con ilusión y esperanza el 14 de abril de 1931.
En el lado izquierdo de la sala se levantó un estrado y una tribuna improvisada para Diego Martínez Barrio, presidente de las Cortes desde abril de 1936.
Al producirse el Alzamiento, Martínez Barrio había intentado formar un gobierno de coalición que evitara la Guerra Civil, pero su entrevista con el general Emilio Mola resultó infructuosa. Tras el desplome del frente catalán, se refugiaría en Francia y, más tarde, en Cuba y México.
Al término de la Segunda Guerra Mundial, fue elegido presidente de la República en el exilio y estableció su residencia en París, donde falleció en 1962.
Pero aquella tenebrosa noche en el castillo de Figueres fue la última en que se desplegó la bandera republicana sobre la tribuna cubierta de brocado rojo, con alfombras raídas en el pedregoso suelo.
A las 22.30 horas (no se había anunciado una hora concreta por temor a un ataque en picado de los bombarderos nacionales), Martínez Barrio golpeó el estrado con el mazo y dio comienzo, atribulado, a la histórica sesión.
Los 62 diputados presentes respondieron «sí» cuando les llamaron por su nombre.
—Señores diputados —saludó el presidente de las Cortes—, en circunstancias difíciles celebra su reunión constitucional el Parlamento de la República…
Su voz destemplada resonó entre los arcos y las bóvedas.
Martínez Barrio prosiguió, pesaroso, consciente de que aquélla iba a ser la última asamblea que presidiera en su patria.
—Lo haremos —indicó— en un trozo de tierra catalana que, como otras distintas de España, se encuentra actualmente mancillada y hollada por la planta de los invasores extranjeros y de sus auxiliares y servidores nacionales. Declaro que lo hubiera hecho en la última peña de la última aldea española, para que el Parlamento, legítima y auténtica representación del pueblo, al cumplir su compromiso constitucional dijera al pueblo español y al mundo cuál era su pensamiento político en este instante dramático de la historia de España.
Sus últimas palabras, antes de ceder el turno al doctor Negrín, fueron correspondidas con grandes vítores, que retumbaron en el alto techo abovedado.
—Ojalá vosotros, señores diputados —concluyó—, que con vuestra presencia estáis escribiendo una página de honor, sepáis, con nuestros acuerdos, ponerle la rúbrica que merece y que ansía y pide la conciencia general de nuestro país llenando las esperanzas que, en definitiva, han de convertirse en gloriosas realidades para el futuro de la patria española.
Acto seguido, Negrín subió a la tribuna acechado por miradas inquietas y expectantes.
Iba sin afeitar, con los ojos enrojecidos; sólo su impecable traje marrón daba cierta serenidad a la enorme tensión del momento; su sombrero de ala ancha y abrigo negros colgaban del banco.
Arrancó su discurso con una perogrullada:
—Señores diputados, se reúne hoy la Cámara en un severo ambiente de guerra.
A continuación, idealizó la trágica realidad, a sabiendas de que la guerra estaba irremediablemente perdida:
—Después de unos días de angustia en que la catástrofe quería cernirse sobre nosotros, se ha serenado la atmósfera, se han tranquilizado los espíritus, se ha atenazado el pavor, se han reducido los límites de una batalla perdida que el alocamiento colectivo, estimulado y maniobrado certeramente por el enemigo, pudo haber convertido en desastre definitivo.
Cuatro veces las luces sin pantalla oscilaron a causa de los bombardeos que sufría Figueres.
Aturdido, Negrín se detuvo en repetidas ocasiones, como si necesitase enfriar su sangre.
Por fin, añadió como si nada grave ocurriese:
—Seamos justos. Ni el orden ni la autoridad se han visto en peligro. Ha habido desorganización, descoyuntamiento, no desorden.
Frente a él, su amigo Herbert L. Matthews, corresponsal norteamericano y futuro miembro de la Junta de Directores de The New York Times, seguía atento su discurso, garabateando con furor.
A su lado, Keith Scott-Watson, del Daily Herald londinense, confiaba sólo en que luego su motocicleta Norton fuera capaz de abrirse paso entre el gentío que huía despavorido hacia la frontera, para así poder enviar su crónica a tiempo.
Henry Buckley, del Times de Londres, susurró al oído de su colega ruso Iliá Ehrenburg, de Izvestia:
—Este sitio es como una tumba.
—Amigo mío —replicó Ehrenburg—, ésta no es sólo la tumba de la República española, sino también la de la democracia europea.
Meses después, Matthews transcribía sus impresiones ya mucho más calmado:
Los que conocíamos su estado físico de agotamiento y su desazón nos preguntábamos si podría seguir hablando. Varias veces tuvo que detenerse para rehacerse y a ratos parecía aturdido, como si no pudiera expresar coherentemente sus pensamientos, especialmente cuando se le terminaron las notas y tuvo que empezar a improvisar.
Durante los cuarenta y cinco minutos que permaneció de pie en el estrado, aprovechó para reprender amargamente a Francia y a Inglaterra por no ayudar a la República con las armas que necesitaba.
De sus célebres trece puntos, extrajo tres condiciones para la paz, consciente, en su fuero interno, de que Franco jamás las aceptaría:
—La garantía de la independencia de nuestro país y de la libertad contra toda clase de influencias extranjeras… La garantía de que sea el pueblo español mismo el que señale cuál ha de ser su destino… La de que, liquidada la guerra, habrá de cesar toda persecución y toda represalia, y esto en nombre de una labor patriótica de reconciliación, base necesaria para la reconstrucción de nuestro país devastado.
Cinco días después, el 6 de febrero, Negrín se entrevistó con Jules Henry, embajador de Francia, y con Ralph Stevenson, encargado de Negocios de Inglaterra. A los dos les manifestó su intención de deponer las armas si Franco no tomaba represalias.
A cambio, ratificaba Zugazagoitia, «el Gobierno libraría a los vencedores todo el material [bélico] recibido y en curso de recepción, la Escuadra —que se esperaba fuese hundida por los marinos—, los recursos nacionales bloqueados en el extranjero y, finalmente, añadió Negrín:“Mi persona, para que con la justicia que se me haga quede cancelado el proceso de la guerra”».
Cómplice de los silencios de Negrín, el propio Zugazagoitia aseguró que su presidente llegó a ofrecerse como víctima propiciatoria para la paz, dispuesto a autoinmolarse por su patria.
Pero la realidad desmentía por sí sola aquel encomiable holocausto. Negrín, sencillamente, se limitó a mirar hacia otro lado.
El 16 de febrero, Oliver Harvey, secretario particular del ministro de Exteriores británico, lord Halifax, anotó en su diario que la oferta de paz de Negrín se había telegrafiado dos días antes a Burgos, sede del gobierno de Franco. Según Harvey, «Halifax no quería regatear el reconocimiento diplomático de Franco», pero deseaba que éste hiciese un gesto que «facilitara» la posición británica.
El siguiente telegrama enviado a Burgos insistía en que Franco formulase «alguna declaración ratificando su política prevista», en el sentido de comprometerse a evitar represalias con los vencidos.
Hoy —anotó Harvey— recibimos otro mensaje por medio de Azcárate [Pablo de Azcárate, embajador en Londres] ofreciendo la rendición a cambio de la garantía de que no habría represalias y se permitiría escapar a los dirigentes.
Azcárate tanteaba por su cuenta un posible arreglo para la paz, pues Harvey consignó en su diario que su jefe Halifax decidió «enviar otro telegrama a Burgos en este sentido, pero antes le pedimos a Azcárate que obtuviera la autorización de su gente». Es decir, el visto bueno de Negrín.
Al mismo tiempo, Julio Álvarez del Vayo, ministro republicano de Exteriores, aseguró que tanto él como Azcárate telegrafiaron a Negrín repetidas veces para obtener su consentimiento. Pero no recibieron una respuesta favorable hasta el 25 de febrero, cuando ya era demasiado tarde.
El propio Azcárate daba fe de la inutilidad de una reacción, transcurrido el plazo: «El Foreign Office me hizo saber el día 21 que si no recibía una respuesta al día siguiente, 22, recobraba su libertad de acción».
El día 22, Harvey escribió en su diario:
Todavía no hay respuesta de Azcárate y se le ha hecho saber que no podemos esperar indefinidamente y que si no recibimos una respuesta en breve, debemos seguir adelante y reconocer [el régimen de Franco]. Hemos telegrafiado a París sobre la conveniencia de reconocer lo más pronto posible, antes del 24 de febrero, apoyándonos en una declaración de Franco de que no aceptará ningún tipo de dominación extranjera y que el espíritu de represalia es ajeno a su gobierno, aunque insiste en la rendición incondicional.
¿Por qué demoró tanto Negrín su respuesta a Azcárate?
Según el propio Azcárate, Negrín le puso como excusa que el telegrama no le había llegado hasta el último momento, cuando carecía ya de validez.
Sin embargo, el historiador Luis Romero, que logró entrevistarse con Azcárate al final de la guerra, aseguraba que éste se había quejado de que «Negrín no quiso explicarle los motivos de su silencio, y a una pregunta directa y concreta respondió con evasivas y una sonrisa que daba a entender que se trataba de agua pasada».
¿Qué sucedió de verdad? ¿Se negó tal vez Negrín a erigirse para siempre en el perdedor oficial de la guerra, en el símbolo histórico de la rendición al fascismo? ¿Confiaba acaso en alargar la contienda algún tiempo, esperanzado en que el estallido de la Segunda Guerra Mundial le permitiera derrotar a Franco con ayuda de los aliados?
Sea como fuere, Negrín incurrió en una flagrante contradicción. En su discurso ante las Cortes republicanas había hecho un firme llamamiento a la resistencia:
Tenemos que luchar —reclamó a todos, sin excepción— hasta el último aliento. Lucharemos aquí, en Cataluña… y si perdemos el territorio de Cataluña, ahí nos queda esa zona Centro-Sur donde tenemos centenares de miles de luchadores deseosos de seguir adelante mientras se luche por esas causas fundamentales que merecen el sacrificio de la vida.
Pero ¿cómo podía conciliarse ese acalorado mensaje belicista con su propuesta de paz a los representantes diplomáticos de Francia e Inglaterra?
Sus palabras a los diputados pudieron haberse interpretado como una simple argucia dialéctica si no fuera porque, al cabo de diez días, él mismo se trasladó a Alicante para continuar la lucha.
La última reunión de las Cortes republicanas se disolvió repleta de presagios desventurados, en la oscuridad del enorme patio de armas del castillo.
Cada cual pensaba en salvar su vida cruzando la frontera, a menos de 20 kilómetros de allí. El triángulo luminoso de los faros de los coches, mientras sus conductores maniobraban, mostraba semblantes pálidos y demudados, mientras los aviones de Franco surcaban el cielo y el retumbar de las explosiones sembraba el pánico entre los que huían apresuradamente hacia Francia.
Los ataques fueron incesantes durante el 3 de febrero; a un lado de la carretera, un convoy de veinte camiones ocultaba bajo sus toldos los tesoros artísticos del Museo del Prado, que desde 1937 habían empezado a almacenarse en las dependencias del castillo. Grecos, Goyas, Tizianos, Velázquez… más de 600 pintores y 1.842 cajas en total aguardaban para ser puestas a salvo al otro lado de la frontera. Pero otras muchas obras de arte, junto a grandes depósitos de valores y joyas, se recuperaron en el interior del castillo al finalizar la guerra; entre ellas, el célebre Cristo de Lepanto de la catedral de Barcelona.
La noche anterior a la evacuación de Figueres, cuatro mil personas pernoctaron en la fortaleza antes de partir hacia la frontera.
El corresponsal Keith Scott-Watson observó luego los restos del pánico mientras deambulaba por sus dependencias: la mesa de un oficial estaba cubierta de pasaportes; en el cajón superior halló fajos de billetes suizos y alemanes.
Al entrar en el bastión, el único centinela que aún había le confirmó la estampida, nada más conocerse que 1.100 toneladas de municiones estaban almacenadas en los sótanos del castillo.
El 8 de febrero, dinamiteros asturianos colocaron mechas a los explosivos, mientras el tableteo de las ametralladoras nacionales se escuchaba cada vez más cerca. El castillo iba a ser volado a las 12.25 horas.
Scott-Watson puso pies en polvorosa saltando a su motocicleta Norton. No se detuvo ni miró hacia atrás hasta llegar a una granja, al pie de una colina, a unos 7 kilómetros de distancia. Una vez allí, se apeó de la motocicleta y enfocó la fortaleza con sus prismáticos.
Cinco minutos después, notó que la tierra temblaba bajo sus pies. La lejana colina pareció alzarse muy despacio en el aire.
Ante su vista desaparecieron, en un instante, los baluartes de San Dalmacio y San Narciso. Y la monumental puerta de entrada al castillo, de mármol blanco y estilo neoclásico, también saltó por los aires.
La explosión fue tan tremenda, que los restos de aquella puerta quedaron desperdigados en un radio de más de 600 metros. También desaparecieron la parte sur de los edificios del arsenal y la panadería, así como las cuadras y los alojamientos del piso superior.
Más tarde, el propio Scott-Watson escribiría: «Fue tan perfecto como una escena de transformación de Drury Lane [personaje de ficción con grandes dotes para la investigación policial, creado en 1932]».
El corresponsal extranjero pudo haber esbozado una mueca de cinismo al recordar las palabras que escuchó de Negrín la semana anterior: «Tenemos que luchar hasta el último aliento… por esas causas fundamentales que merecen el sacrificio de la vida».
Negrín exigía así a los suyos que resistiesen hasta el final.