Dos mil abortos legales
Hay que acabar con el oprobio de los abortos clandestinos, fuente de mortandad maternal, para que la interrupción del embarazo pase a ser un instrumento al servicio de los intereses de la raza…
Decreto de Terminación Artificial,
25 de diciembre de 1936
El pabellón de maternidad del Hospital Cardenal de Barcelona fue escenario del primer aborto legal practicado durante la Guerra Civil.
Una mujer casada, de veinticinco años, yacía tendida sobre una de las cuatro camas, a punto de poner fin a su embarazo al amparo del Decreto de «Terminación Artificial» (tal fue el eufemismo empleado entonces por las autoridades republicanas) de 25 de diciembre de 1936, publicado el 9 de enero de 1937 en el Diari Oficial de la Generalitat.
El documento había sido rubricado por el conseller en cap (primer ministro) Josep Tarradellas, y por los consellers de Sanidad y Asistencia Social y de Justicia, Pere Herrera, de la CNT, y Rafael Vidiella, de UGT.
Su inspiración se debía, en última instancia, a la ministra de Sanidad anarquista, Federica Montseny, primera mujer ministra de la Europa occidental.
A sus treinta y dos años, Montseny se enorgullecía de sus ideas avanzadas, inculcadas por sus padres, Juan Montseny y Teresa Mañé, procesados en varias ocasiones por editar La Revista Blanca, buque insignia del pensamiento libertario español durante el primer tercio del siglo XX.
La paciente estaba nerviosa al principio, incapaz de seguir las indicaciones de los médicos, pues era sorda. Dos enfermeras la ayudaron a recostarse sobre la camilla antes de administrarle unos sedantes.
Su historial médico era pavoroso: padre sifilítico y canceroso, madre fallecida de una afección cardíaca, dos hermanos muertos de pulmonía y una hermana escrofulosa.
Era madre de dos hijos ilegítimos que habían heredado la sífilis y, por si fuera poco, eran subnormales. Su marido luchaba entonces por los ideales republicanos en el frente de Madrid.
En cuanto solicitó la intervención quirúrgica, a la paciente se le abrió una ficha médica, psicológica, eugenésica y social, sometiéndola a un exhaustivo reconocimiento para garantizar que podría resistir la operación.
En Barcelona, los abortos sólo podían practicarse en la Casa de la Maternidad, en el Hospital General de Cataluña (como se denominaba al de Sant Pau), en el Hospital Clínico y en el Cardenal.
Fuera de la ciudad existían otros centros autorizados en Lérida, Puig Alt de Ter (nombre que se le dio en 1937 a Sant Joan de les Abadesses), Badalona, Berga, Granollers, Gerona, Villafranca, Reus, Igualada, Olot y Vic.
La aplicación de la ley resultó francamente difícil y problemática, pues muchos médicos se resistieron con uñas y dientes a sentirse cómplices de lo que consideraban un verdadero asesinato cometido con absoluta impunidad contra un ser humano indefenso.
Sin ir más lejos, los facultativos de la Casa de la Maternidad de Barcelona no quisieron ni oír hablar del aborto pese a que se les amenazó con transferir la jurisdicción de un nuevo pabellón, entonces en construcción, a un hospital de la competencia.
—¡Díos mío! —exclamó, llevándose las manos a la cabeza, el director de la Casa de la Maternidad—. ¡Qué difícil situación! Nuestros médicos jamás han realizado un solo aborto. ¡Ni siquiera sabemos cómo hacerlo! ¿Qué instrumentos se usan? ¡No, no, es totalmente imposible! ¡Éste no es el momento de empezar a introducir nuevas técnicas médicas!
Así relataba el doctor Carlos Carceller al escritor y editor de origen berlinés Peter Wyden su encontronazo con el doctor Félix Martí Ibáñez, director general de Sanidad del gobierno catalán.
El doctor Martí se hallaba aquel día de visita en el pabellón de maternidad, con capacidad para veinte camas, en el número 17 de la calle de Ramalleres.
Inspeccionaba las distintas reacciones de los médicos ante el nuevo y revolucionario decreto que legalizaba el aborto en quince hospitales catalanes.
Pero, por más reservas que el director de la Maternidad expusiese, o por muy «conejilla de indias» que pudiera sentirse la primera mujer que accedía voluntariamente a interrumpir su embarazo, el doctor Martí estaba convencido de que la vida de las madres no corría serio peligro.
El aborto consistía entonces en el viejo procedimiento de dilatación y raspado. La cucharilla, utilizada para legrar y limpiar las heridas, se había empleado ya por primera vez para raspar el útero en Francia, en 1842.
La dilatación del cuello tenía una historia aún más larga. Entonces se inducía mediante laminarias, generalmente algas secas comprimidas, las cuales se hinchaban tras la inserción y se conservaban celosamente en tubos esterilizados antes de su utilización.
Si existía algún peligro de infección, se aplicaban a la paciente bolsas de hielo en el abdomen.
Pero aun así, el cumplimiento de la ley tropezaba seriamente con la resistencia de otros médicos como el doctor José Roig y Gilabert.
El propio Félix Martí, durante una visita de inspección a la Casa de la Maternidad de Lérida, un edificio de tres plantas parecido a una prisión por sus numerosas ventanas enrejadas, escuchó de labios del doctor Roig que si no había practicado abortos hasta entonces era porque no había recibido ninguna autorización oficial para hacerlo.
Martí dispuso entonces que se anunciara el nuevo servicio médico en la prensa. Días después, acudieron las primeras mujeres dispuestas a someterse a la intervención. Pero el doctor Roig hizo cuanto estuvo en su mano para desalentarlas. Ordenó al farmacéutico del hospital que no repusiera el suministro de laminarias. Incluso el director del laboratorio accedió a falsear los resultados de las pruebas clínicas para hacer creer a las mujeres que se les negaba la operación por malas condiciones de salud. Y para acabar de disuadirlas, el doctor Roig proclamó que para someterse a un aborto era necesaria una hospitalización mínima de seis días.
Algunas mujeres reaccionaron comprando sus propias laminarias antes de acudir al hospital. Una de ellas, esposa de un guardia de asalto, llegó incluso a intimidar al doctor Roig con una pistola cuando éste se negó a realizar la intervención. Pero sólo cuando la policía amenazó al facultativo con arrestarle, éste accedió a practicar el aborto.
De hecho, su hijo José Roig y Comas, ginecólogo también, aseguró a Peter Wyden que su padre no practicó más de dos o tres abortos en toda su vida.
El destino quiso, sin embargo, que aquel médico que tantos problemas causó a los anarquistas en su aplicación de la ley del aborto, fuese acusado por una junta médica de Lérida, en enero de 1942, en pleno régimen de Franco, de «practicar numerosas interrupciones del embarazo e incluso hacer propaganda de ellas, invitando a otras personas a estar presentes en las operaciones para mostrar la facilidad con que se practicaban».
José Roig y Gilabert fue así expulsado de la provincia durante cinco años y nunca más volvió a ejercer allí la medicina.
Entretanto, el doctor Félix Martí sabía muy bien que el éxito de la ley dependía en parte de que un hospital de la categoría del Clínico, con cuarenta camas en su maternidad, la aplicase sin vacilaciones.
Su jefe de ginecología, el doctor Víctor Conill, formado en Munich bajo la dirección del célebre profesor Albert Dederlein, al final se mostró permisivo con sus quince ayudantes, dejándoles completa libertad para practicar abortos si ésa era su voluntad. Aunque el propio Conill, según su particular criterio, rehusó mancharse sus manos de sangre.
Anarquista, igual que su jefa Federica Montseny, el doctor Martí se sentía orgulloso de haber participado en el alumbramiento de un decreto abortivo como aquél, inédito en España.
Para justificar su necesidad, Martí se amparaba en que la República Federal Suiza había incorporado el aborto a su legislación en 1916; igual que lo hizo luego Checoslovaquia, en 1925, también para restringir la maternidad.
Martí alardeaba también de que incluso el Japón imperialista lo había autorizado en 1929 como medida eficaz contra el excesivo aumento de la natalidad, así como la Unión Soviética, en el Código de 1926.
A finales de los años treinta también se sumaron los países escandinavos: Finlandia en 1934, Suecia cuatro años después, y Dinamarca en 1939.
Por eso no era extraño que Martí proclamase, pletórico: «Cataluña, para la gloria de su Revolución, da el paso más audaz al establecer la libertad en la interrupción del embarazo practicado antes de los tres meses —en atención al peligro mayor que supone el transponer esa fecha tope, y exceptuándose el caso que aun pasando este límite lo requiera—, y siempre que la madre lo solicite y su estado de salud permita garantizar el éxito de la intervención».
El decreto de 25 de diciembre comenzaba señalando la necesidad de evitar los abortos clandestinos que ponían en peligro la vida de la madre:
Hay que acabar —se propugnaba en la introducción— con el oprobio de los abortos clandestinos, fuente de mortandad maternal, para que la interrupción del embarazo pase a ser un instrumento al servicio de los intereses de la raza y efectuado por aquellos que tengan solvencia científica y autorización legal para hacerlo.
Así pues, la reforma tenía un claro y polémico objetivo eugenésico, ya que trataba de controlar científicamente la calidad racial de las generaciones futuras, eliminando, como en el caso de la primera mujer sometida a un aborto legal, el riesgo de otro hijo con una enfermedad congénita.
A juicio de la mayoría de la clase médica, con ello se privaba injustamente del derecho a la vida a los embriones sospechosos de padecer algún tipo de tara no deseada por la madre.
La legislación de 1936 era realmente avanzada para su época, dado que ponía escasas objeciones a las mujeres que deseaban interrumpir su embarazo.
Los abortos se clasificaban en cuatro categorías: eran «terapéuticos», si paliaban la mala salud física o mental de la madre; «eugenésicos», como acabamos de ver, si se pretendía evitar la transmisión de enfermedades mentales o defectos físicos, además de combatir el incesto; «neomaltusianos», para aplicar un control voluntario y eficaz de la natalidad, y «personales», si por razones éticas o sentimentales se quería acabar con la maternidad no deseada.
El doctor Martí presumía, en sus memorias, de que en un único mes (junio de 1937) se habían practicado 300 abortos en el Hospital Clínico, de los cuales nada menos que 21 se realizaron en una sola mañana.
Pero en 1981, una investigación realizada en los archivos del hospital reveló la existencia de 162 casos durante todo el año 1937, 64 de ellos en pacientes de Cataluña y el resto de otros lugares de España. Sólo 13 pacientes tenían menos de veintiún años; algunas eran milicianas y la mayoría, amas de casa.
Resultaba francamente difícil, por no decir imposible, cuantificar con exactitud los abortos practicados durante la Guerra Civil en Cataluña. Máxime cuando muchas madres, temerosas de que su reputación resultase afectada si trascendía lo que acababan de hacer, persuadían finalmente a los facultativos para que anotasen falsos apellidos en los frascos que contenían sus fetos. Apellidos que, curiosamente, eran casi siempre los mismos: Sánchez y García.
Aun así, podía estimarse entre 1.200 y 2.000 el número total de abortos legales registrados durante la contienda.
Un número elevado si se tiene en cuenta que, el 30 de julio de 1937, el gobierno retiró su decreto ante las presiones de los médicos, que obtuvieron así una gran victoria en su guerra particular contra el aborto, dentro de otra guerra mucho más sangrienta.
Aunque para algunos, peor incluso que morir en la mesa de operaciones o de un disparo, era hacerlo de hambre.