Los Kennedy en España

Tu madre se moriría si supiera que Joe está ahora en Madrid…

JOSEPH KENNEDY a su hija.

Joseph Patrick Kennedy, hermano mayor de John Fitzgerald Kennedy, futuro presidente de Estados Unidos, tenía veintitrés años cuando llegó a Barcelona, en enero de 1939.

Su hermano pequeño había estado ya en Madrid al principio de la guerra, como veremos en este mismo capítulo.[4]

Joe, igual que su padre, el tozudo y emprendedor Joseph Patrick Kennedy, embajador norteamericano en Londres, era partidario de Franco.

Desde su privilegiada atalaya londinense, el veterano diplomático, curtido ya en numerosas escaramuzas durante la Primera Guerra Mundial, tuvo la lucidez suficiente para intuir que la lucha iniciada en España en julio de 1936 podía ser el detonante de otra guerra mundial, sobre todo tras la creciente intervención soviética en la Península.

A finales de 1938, la Guerra Civil española seguía siendo un inigualable observatorio internacional, desvanecidas por completo las esperanzas de una rendición alemana, cuyo desenlace afectaba de manera primordial a los intereses geoestratégicos de Estados Unidos.

El jefe del clan de los Kennedy supo adelantarse a su tiempo y prever el peligro que la guerra en España suponía para la paz mundial, especialmente tras la pasividad anglofrancesa ante el rearme alemán con su temible Wehrmacht y la fabricación de los poderosos submarinos Unterseeboten; por no hablar ya de la botadura de acorazados, auténticas fortalezas flotantes, como el Bismarck o el Gneisenau.

Joseph Patrick Kennedy quiso disponer entonces de datos fidedignos sobre lo que realmente sucedía en España, empezando por los ideales que defendía cada bando y las repercusiones que podía tener para Estados Unidos que uno u otro ganase la guerra.

Pese a su simpatía por el bando nacional, el embajador en Londres sabía perfectamente que el gobierno de su país, presidido por Franklin Delano Roosevelt, mantenía sus credenciales cerca del gobierno republicano.

Además, numerosos súbditos norteamericanos combatían en España al servicio de la Segunda República, enrolados en su mayor parte en las Brigadas Internacionales; en concreto, en el llamado Batallón Abraham Lincoln.

En las primeras semanas de 1937 había llegado a España una unidad internacional que, a diferencia del resto, venía perfectamente armada y pertrechada desde su país de origen, Estados Unidos.

Su creación era un alarde de poderío del Partido Comunista norteamericano y de sus secciones de Chicago y Los Ángeles.

Como advertía el historiador Adolfo Lizón en su estudio Brigadas Internacionales en España, «su armamento era excelente; su avituallamiento, perfecto; su material humano, desastroso».

Lizón se explicaba así: «Los combatientes eran negros de Broadway, chinos de los puertos de Nueva York y Los Ángeles, gánsteres parados de Chicago, militantes de las secciones comunistas de Filadelfia…».

A continuación, recordaba que cada individuo recibía 400 dólares, que gastaba bajo la estrecha vigilancia del Partido Comunista. Luego, sin un dólar ya en el bolsillo, se concentraba a los alistados en distintos lugares donde el Partido, tras armarlos y equiparlos debidamente, se mostraba generoso con ellos regalándoles maquinillas de afeitar Gillette, cámaras fotográficas, estilográficas o pipas de fumar.

La Sección Norteamericana de la II Internacional corría, según Lizón, con todos los gastos de su viaje a España.

El jefe de los Kennedy conocía de sobra, como decimos, el respaldo de su país a España a través de los brigadistas; así como el hecho de que casi todos los corresponsales de guerra norteamericanos, con el escritor y futuro Nobel de Literatura a la cabeza, el barbudo Ernest Hemingway, que parecía un inmenso oso, apoyaban sin ambages la causa republicana.

Lo mismo podía decirse de numerosos reporteros gráficos, algunos tan célebres como Robert Capa, conocido mundialmente por su instantánea del miliciano que cae herido de muerte en Somosierra; una imagen que, hasta muchos años después, nadie supo que había sido un montaje técnicamente perfecto, pero al fin y al cabo un montaje.

Hasta el mismo Claude Bowers, embajador de Estados Unidos en Madrid, había mecanografiado eufóricas misivas al presidente Roosevelt; una de ellas, recién concluida la ofensiva del Ebro, en verano de 1938, cuando las primeras unidades del coronel Líster, a bordo de noventa botes, cruzaron el río por dieciséis puntos distintos, gritando: «¡Adelante, hijos de Negrín!».

Bowers, pletórico, escribió a Roosevelt: «Ha habido un cambio radical, casi sensacional en las perspectivas militares».

Acto seguido, el embajador aventuró que Franco y sus hombres «estaban completamente asombrados y desorganizados»; e incluso proclamó, esperanzado, que «la victoria militar de los nacionales es imposible».

Joseph Patrick Kennedy, insistimos, no permanecía ajeno a todas esas muestras de apoyo a la República. Precisamente para contrarrestar la información partidista de su Gobierno, dispuso el viaje de sus dos hijos mayores a España, de modo que pudiesen observar detenidamente ellos mismos, en el escenario de la guerra, lo que realmente sucedía en los dos bandos enfrentados.

Las cartas y diarios de los dos jóvenes constituyeron luego una información de primera mano sobre las vicisitudes de la contienda, a la vez que proporcionaron un análisis interesante sobre las repercusiones de su desenlace en los intereses estratégicos de Estados Unidos a largo plazo.

Fue así como el primogénito del embajador, Joseph Patrick Kennedy, se encontraba ya en Barcelona el 26 de enero, el mismo día en que las tropas de los generales Solchaga y Yagüe entraban victoriosas en la ciudad.

Joseph Patrick era el hijo predilecto de su padre; no sólo porque fuese su primogénito, sino por las virtudes que encarnaba, inculcadas por el veterano diplomático, convertido así en fraguador de disciplina, superación, ambición y firme propósito de alcanzar el liderazgo en cualquier circunstancia de la vida. No en vano, el jefe de los Kennedy solía decir a sus hijos: «El segundo puesto, en cualquier competición, no vale más que el último; sólo el primer puesto cuenta».

El padre troqueló desde el principio la escala de valores de su prole, predicando, como era habitual en él, con el ejemplo.

A fuerza de tesón y trabajo, el patriarca de los Kennedy se había convertido, a principios de la década de los veinte, en un reputado banquero con intereses en el sector inmobiliario y en la industria cinematográfica; además, era el principal distribuidor de bebidas de importación, una vez derogada la llamada Ley Seca.

Pero llegó un momento en que el hombre de negocios se sintió atraído por la política y decidió probar suerte afiliándose al Partido Demócrata, en plena hegemonía del Partido Republicano. La fortuna varió, sin embargo, en las elecciones presidenciales de noviembre de 1932, cuando el demócrata Roosevelt logró la victoria con la ayuda financiera de Kennedy, a quien se cuestionaba aún por haber vendido sospechosamente las acciones de sus empresas cotizadas justo antes del crac bursátil de Wall Street, en 1929.

El propio Roosevelt jamás se fió de Kennedy, temeroso de que un empresario y político tan ambicioso pudiera convertirse en su rival electoral. Por eso le excluyó como candidato a la Secretaría General del Tesoro, la cartera ministerial más influyente del país, cargo para el que designó finalmente a Henry Morgenthau.

Pero la desconfianza inicial de Roosevelt hacia Kennedy se disipó en parte tras su reelección, en noviembre de 1936, tres meses después del estallido de la Guerra Civil española. El propio Kennedy contribuyó de manera decisiva al nuevo triunfo electoral publicando oportunamente un libro suyo titulado I’m for Roosevelt («Yo soy partidario de Roosevelt»), poco antes de las elecciones.

En 1937 Roosevelt recompensó a Kennedy por sus servicios, designándole para el puesto de mayor relieve en la diplomacia norteamericana de la época: el de embajador en Londres, en sustitución de Robert Worth Bingham, quien había dejado vacante la cancillería por razones de salud.

Esta breve semblanza del patriarca de los Kennedy viene precisamente a cuento porque, consciente del ocaso de su carrera política por su avanzada edad, sin posibilidad ya de arrebatar la presidencia a Roosevelt en las elecciones de noviembre de 1940, Joseph Patrick Kennedy pensó en su primogénito, y no en su segundo hijo John Fitzgerald, como futuro candidato a la presidencia de Estados Unidos.

Por eso mismo el padre se desvivió para que su primogénito estudiase en los mejores colleges universitarios del país y posteriormente en la prestigiosa Universidad de Harvard; asimismo le permitió residir un año en Londres, donde completó su formación en la London School of Economics bajo la atenta supervisión del entonces destacado especialista en ciencias políticas, Harold Laski.

Al mismo tiempo, Joseph Patrick Kennedy cuidó también con esmero la formación de su segundo hijo, John Fitzgerald, dos años menor que Joseph Patrick jr., para el caso de que se produjera algún cambio en sus planes en la misma Universidad de Harvard.

El padre se preocupó por las lecturas de sus hijos, así como por los viajes que emprendiesen para acumular vivencias que luego les ayudasen a reflexionar y tomar decisiones trascendentales no sólo para ellos, sino también para su país.

Así pues, el primogénito de los Kennedy estaba en Barcelona el 26 de enero de 1939, cuando las tropas de Solchaga y Yagüe se paseaban victoriosas por la ciudad. Horas antes, sobre las once de la mañana, la 13.ª División dominaba ya Pedralbes, el barrio señorial de Barcelona. A las doce y media, los carros legionarios, sostenidos por la infantería, comenzaron a penetrar en las primeras calles de la ciudad.

Los soldados nacionales, con alguna que otra precaución por la presencia de francotiradores (los llamados «pacos») en azoteas y balcones, entonaban ya sus cánticos de victoria prestos a alcanzar sus objetivos.

El joven Joseph Patrick Kennedy pudo ver con sus propios ojos cómo ardían cuatro carros de combate rusos a la entrada de la Bonanova, mientras las tropas nacionales ocupaban el casco urbano de Esplugas del Llobregat.

El primogénito de los Kennedy sabía perfectamente el peligro que corría en aquella ciudad erizada de tanques, bombas de mano, mosquetones y pistolas.

En «Terminus», el puesto de mando avanzado del cuartel general de Franco, éste daba órdenes sin levantar la voz, con la misma calma que si se tratase de una incursión secundaria. En una habitación contigua, el teniente coronel Barroso iba clavando en un gran mapa del Estado Mayor las banderitas sobre los puntos que indicaban los teléfonos de los puestos de mando de Solchaga y Yagüe. Al cabo de un rato de calma aparente, el teléfono volvió a sonar:

—Sí, Barroso al aparato.

—Con el observatorio avanzado del Cuerpo de Ejército Marroquí.

—Dígame.

—En este momento se llega a Montjuich y al Tibidabo. La ciudad está a punto de ser totalmente envuelta. En las afueras se oye algún tiroteo. Nos disponemos a dominar las alturas y penetrar en Barcelona.

Poco después, del cuartel general salió el primer parte vaticinador:

En estos momentos se está terminando de rodear Barcelona, habiéndose ocupado la Rabassada, el Tibidabo, Vallvidrera, Montjuich. Nuestras tropas están empezando a entrar en la población.

A las doce en punto, «Terminus» enviaba ya a toda España el parte de la victoria:

Las tropas nacionales terminan de rodear la ciudad de Barcelona, ocupando Montjuich y el Tibidabo. A las 12 comienzan las tropas nacionales a entrar. Las fuerzas que entran en Barcelona son el Cuerpo de Ejército Marroquí, el Cuerpo de Ejército de Navarra y una fracción perteneciente al Cuerpo de Ejército de Flechas.

Entretanto, por el Paralelo y las Ramblas circulaban gentes ajenas en apariencia a lo que estaba sucediendo.

Del Tibidabo y Vallvidrera empezaron a bajar las divisiones de Navarra. Al pie del funicular, en la plaza Borrás, unos mozos de escuadra resistieron poco tiempo. Una formidable explosión destruyó los talleres de las Escuelas Salesianas de Sarriá, donde los republicanos fabricaban material de guerra.

A las cinco y media de la tarde, todas las barriadas altas de la capital habían sido ya ocupadas por los nacionales.

Joseph Patrick Kennedy observó cómo los carros de combate nacionales, seguidos del grueso de las tropas, empezaban a bajar ordenadamente por Las Corts hacia la Gran Vía Diagonal.

A las bocacalles afluían las primeras personas para ver con sus propios ojos lo que hasta entonces les parecía mentira: tanques que giraban sus torretas y apuntaban sus ametralladoras a blancos inexistentes, mientras los soldados tremolaban banderas o empuñaban los fusiles por la bocacha, tratando de relajar la tremenda tensión y el agotamiento tras cinco semanas de marcha.

Cantando himnos, saltando y hasta bailando, las tropas llegaron a la Exposición, recorrieron la calle de las Cortes, la plaza de la Universidad, el paseo de Gracia, el Arco del Triunfo y la Vía Layetana, accediendo poco después a la plaza de Cataluña y a las Ramblas.

El primogénito de los Kennedy escuchó también la noticia bomba del triunfo nacional difundida en la radio:

Españoles: hace una hora que han entrado en Barcelona las gloriosas fuerzas nacionales. Ha venido en vanguardia el 12 Regimiento de la 105 División del Cuerpo de Ejército Marroquí a las órdenes del general Yagüe. ¡Viva el Ejército español! ¡Viva el Generalísimo! ¡Viva el general Yagüe!

Minutos antes, el falangista Pedro Terol había irrumpido en los locales de La Rambla de los Estudios. Tras situar a un centinela en la puerta del edificio, subió como una centella hasta la segunda planta acompañado de un sargento y un cabo.

La locutora y el técnico de servicio de la emisora habían radiado los programas y consignas habituales, como si nada nuevo hubiese sucedido en Barcelona.

El técnico fue detenido y encerrado en el laboratorio, mientras la locutora quedaba desconcertada al ver lo que hacían con su compañero, quien acababa de mostrarse incrédulo con el sargento ante la entrada de los nacionales en la ciudad.

Poco a poco, Barcelona fue recuperando la normalidad.

El mismo día 26 de enero, algunas columnas nacionales se limitaron a pasar por la ciudad, dirigiéndose de inmediato a la línea del Besós.

En el interior de la capital, iluminada aquella misma noche, se ordenó que todas las contraventanas permaneciesen abiertas y las luces exteriores encendidas.

Radio Nacional de España comenzó a emitir instrucciones y avisos casi sin interrupción: «Mañana saldrá la Hoja Oficial para que os podáis informar de las gloriosas jornadas de nuestros soldados»; «Todos los militantes de la FET de las JONS estarán mañana en la Diputación y en el Palacio situado en el paseo de Gracia, esquina a la Diagonal»; «Queda restablecida la hora solar normal»; «Se recomienda a los heridos del Hospital de San Pablo guarden la mayor calma, con la seguridad de que seguirán siendo asistidos; se ordena asimismo que todo el personal del citado hospital continúe su trabajo como hasta ahora»…

Franco culminó la jornada victoriosa con el siguiente mensaje de felicitación a todos sus hombres:

Al coronar con la ocupación de Barcelona la etapa más gloriosa de nuestra campaña, envío a V. E., así como a los generales, jefes y oficiales, suboficiales, clases y soldados de este Ejército del Norte, mis más calurosas felicitaciones por la brillante y trascendental victoria contra las fuerzas al servicio del marxismo

Esta victoria anuncia a Europa que la España Nacional es, por vuestro heroísmo, Una, Grande y Libre

Los generales de los Ejércitos de Levante, Centro y Sur me elevan el entusiasmo de los suyos respectivos por la gran victoria, y el orgullo de nuestros compañeros de armas por las brillantes páginas que ese Ejército escribe, a la que ellos también contribuyen con su labor menos lucida, pero muy eficaz, venciendo al enemigo en sus desesperados intentos contra nuestras líneas

Mi Gobierno y toda la nación se unen, una vez más, a vosotros en un solo sentimiento, gritando: ¡Arriba España! ¡Viva España

Vuestro Generalísimo

FRANCO

Días después, y utilizando sus contactos diplomáticos, Joseph logró embarcar en un destructor británico que le condujo hasta Valencia, el último puerto en poder de los republicanos. Una vez allí, las autoridades fletaron un autobús que le llevaron a él y a sus acompañantes, jóvenes norteamericanos, hasta la capital de España, «el Madrid sitiado».

Varios peligros acecharon al vástago del embajador durante los días que pasó en Madrid. Empezando por los bombardeos de artillería y aviación que sufrió, agazapado en uno de los sótanos de la Gran Vía.

Pero mucho más cerca de perder la vida estuvo aquel joven risueño y atlético tras contactar con la Quinta Columna de Franco. Una de aquellas noches, reciente aún el golpe de Estado del coronel Casado, fue detenido en plena calle por un grupo de milicianos que le hubiesen ejecutado sin miramientos si Joseph Patrick Kennedy no hubiera exhibido in extremis su pasaporte diplomático, acompañado de un providencial salvoconducto que le acreditaba además como agregado de prensa del embajador de Estados Unidos en París, William C. Bullit. Obra, sin duda, de su mejor ángel de la guarda: su propio padre; el joven Kennedy respiró aliviado cuando los milicianos decidieron soltarle. Aunque no era ni mucho menos un cobarde, relataría luego a sus familiares y amigos, con todo lujo de detalles, aquella pesadilla real.

Si hasta entonces era partidario de Franco, como su padre, aquel desagradable episodio reafirmó sus simpatías hacia el bando nacional.

Joseph Patrick Kennedy hizo lo que su padre le había pedido: observar detenidamente los vestigios de la guerra para extraer luego sus propias conclusiones.

Igual que había presenciado con júbilo, el mes anterior, la entrada de las tropas de Franco en Barcelona, tampoco se perdió en Madrid el paseo triunfal de los enemigos de la República. Contempló así cómo la capital amanecía con banderas blancas en algunos edificios emblemáticos como el del Capitol, y en los más elevados de la Gran Vía y la calle de Alcalá. Había otro estandarte en la Telefónica, y otro más en el edificio situado entre las calles de Fuencarral y Hortaleza.

La Telefónica seguía milagrosamente enhiesta, pese a ser durante mucho tiempo blanco del fuego nacional, pues los defensores la eligieron como el mejor de todos sus observatorios; aunque presentaba, eso sí, numerosos impactos de bala, y en la parte frontal de la Red de San Luis, multitud de sacos terreros se apiñaban para protegerla de las explosiones de metralla.

Mujeres con niños famélicos se acercaban a los soldados nacionales para que les dieran parte de sus ranchos.

Millares de vecinos acudieron también a las líneas nacionales en busca de tablas y maderas para hacer leña en sus casas, donde el carbón brillaba por su ausencia desde hacía varios meses.

En la Puerta del Sol no cabía ni un alfiler. Miles de madrileños aclamaban a Franco, portando lazos y banderas. Los tranvías circulaban abarrotados de pasajeros. El Ministerio de la Gobernación exhibía ya en su balcón principal una bandera española, junto a una pequeña imagen de la Virgen del Pilar.

El edificio frente a Gobernación, antigua sede del Círculo Radical, estaba completamente vacío.

Al principio de la calle Mayor se observaban numerosos desconchados en las fachadas a causa de la metralla, igual que en la vecina calle Montera.

Uno de los edificios de la calle Alcalá, que en otro tiempo albergó a la Compañía Peninsular de Teléfonos, conservaba tan sólo la fachada principal. Todo su interior era un inmenso hueco que llegaba hasta la calle Aduana.

A bordo de una camioneta, Joseph Patrick Kennedy prosiguió su recorrido por la calle Alcalá, pasó junto al Retiro y llegó casi hasta el final de la larguísima calle, para regresar al cabo de un rato por el mismo itinerario. A la vuelta, le llamó la atención la fuente de La Cibeles, oculta bajo una cimera de cascotes y ladrillos.

Más adelante, la plaza del Callao marcaba el límite donde empezaban los parapetos y las barricadas, que cerraban la Gran Vía al nivel de la calle Ancha de San Bernardo. Desde ésta, hasta la misma plaza de España, se cruzaban nuevas barricadas, que obligaban a los conductores a marchar en continuo zigzag.

En la plaza de España se apreciaban ya las señales de los duros combates, librados en las inmediaciones de la Ciudad Universitaria.

La calle Princesa era una de las más dañadas por el fuego de la artillería y la aviación. Al llegar a la altura del bulevar de Alberto Aguilera, los desastres eran aún más perceptibles. Cerca de la cárcel Modelo, el suelo aparecía removido y agrietado a causa de las frecuentes explosiones de las granadas de cañón.

Joseph Patrick Kennedy archivó todas esas imágenes en su memoria. A primeros de abril tomó el ferrocarril hasta Hendaya, y desde allí embarcó para regresar a la capital británica. Una vez en Londres, reanudó sus estudios en la London School of Economics.

Su peripecia en la Guerra Civil española le impidió asistir a la ceremonia oficial de investidura del nuevo pontífice, Pío XII, quien, años atrás, había administrado el sacramento de la comunión al último de los nueve hijos del matrimonio Kennedy, más tarde senador por Massachusetts, Edward Moore Kennedy. Su padre fue distinguido por Roosevelt para asistir al acto como enviado especial del presidente de Estados Unidos.

Antes incluso de viajar a España, Joseph Patrick Kennedy había mostrado un gran interés por la Guerra Civil, que luego no hizo sino reforzarse. Prueba de ello fue que el joven estudiante de Harvard eligió la guerra de España como tema de su tesis doctoral; en concreto, centró su investigación en el estudio pormenorizado de las ventajas e inconvenientes que supondría para su país una hipotética intervención extranjera en la península Ibérica.

Titulada Intervention in Spain, y defendida por su autor ante el tribunal de profesores, en 1937, la tesis mereció la máxima calificación académica, sobresaliente cum laude.

El trabajo abogaba por la neutralidad estricta de Estados Unidos en la Guerra Civil española, rechazando la intervención crediticia y financiera de las autoridades norteamericanas en favor del gobierno de la República, el único reconocido por Roosevelt.

Pero la «neutralidad» defendida por Joseph Patrick Kennedy no era en realidad tal, pues resultaba entonces muy significativo que un joven estudiante como él propugnase la no intervención en España a favor de un gobierno que sólo aceptaba como jefe de Estado legítimo a Manuel Azaña y como primer ministro a Juan Negrín.

Su postura era entonces «políticamente incorrecta», contraria al ejemplo de los brigadistas del Batallón Abraham Lincoln, que derramaban su sangre al servicio de la República; o al mismo clamor de intelectuales y escritores de renombre como Ernest Hemingway, autor de Por quién doblan las campanas, y de un polémico artículo publicado tras la batalla de Guadalajara.

Propugnando la no intervención del Estado, el joven Kennedy proponía en cambio dejar total libertad de acción al sector privado, que ya había socorrido a Franco en 1936, cuando cinco petroleros de la Texaco Oil Company, multinacional que tenía concertado el suministro de Campsa, desembarcaron centenares de barriles de crudo en el puerto de Santa Cruz de Tenerife para abastecer al ejército nacional.

La intervención del célebre presidente de la Texaco Oil Company, el capitán Thorkild Rieber, un antiguo emigrante noruego que llegó a San Francisco, California, como grumete de un barco a finales del siglo XIX, resultó providencial para que Franco pudiese seguir haciendo la guerra. De hecho, en los tres años que duró la contienda, los nacionales recibieron más de seis millones de toneladas de petróleo de la multinacional norteamericana.

¿Cómo logró Franco asegurarse el suministro de crudo durante toda la guerra?

Incluso hoy se desconocen muchos detalles de cómo se desarrolló este vital suministro para los intereses de Franco, sin el cual difícilmente éste habría ganado la guerra.

En la Biblioteca Nacional se conserva un interesante y desconocido folleto, escrito por José Antonio Álvarez Alonso, antiguo alto ejecutivo de Campsa, titulado Notas sobre el suministro de petróleo a la España nacional en la Guerra Civil (19361939). Álvarez Alonso narra en primera persona los pormenores de un asunto de sobra conocido entonces por Joseph Patrick Kennedy, pero ignorado por el común de los mortales.

El propio dirigente de Campsa había entablado contacto con el capitán Rieber en la refinería de Texaco de Port Arthur (Texas), en septiembre de 1935. La compañía española le envió allí para que inspeccionase los embarques de petróleo, fruto del acuerdo firmado entre ambas sociedades aquel mismo año. Álvarez Alonso tuvo oportunidad de estrechar lazos con Rieber, quien le invitó en noviembre a un congreso del Instituto Americano del Petróleo.

Tras la sublevación del 18 de julio de 1936, Álvarez Alonso fue despedido de Campsa y anduvo errante por Madrid hasta hallar refugio en la embajada de Cuba, situada entonces en un edificio de la Castellana.

Su particular odisea comenzó con su huida a Alicante, donde embarcó en septiembre en un pequeño buque de guerra británico que le condujo hasta Marsella. Una vez allí, telegrafió a la oficina de Texaco en París, a cuyo director, W. M. Brewster, había conocido durante su estancia en Port Arthur.

La respuesta fue casi inmediata: Brewster citó a su viejo conocido en París, donde también le aguardaba, impaciente, su buen amigo Rieber.

Los dos dirigentes de la Texaco estaban hechos un lío: por un lado, recibían informes confusos y tendenciosos de los medios de información de que disponían sobre el estallido de la guerra en España; por otro, leían los telegramas de la Campsa de Madrid, que era la legal, y de la Campsa improvisada en Burgos, en los cuales ambas reclamaban la legitimidad del contrato de suministro vigente.

Álvarez Alonso propuso a sus amigos que la Texaco suministrase petróleo a la España nacional, ofreciéndose él mismo para trasladar su decisión a las autoridades de Burgos, adonde tenía previsto llegar al día siguiente.

Rieber, como ya sabemos, dijo «sí» muy convencido.

Meses después, en enero de 1939, el directivo de Campsa llevó en persona a la oficina de la Texaco en París el primer pago comprometido de 100.000 dólares.

Los petroleros salían de Port Arthur consignados al puerto de Amberes o de Rotterdam, con instrucciones de variar su rumbo a los seis días de navegación (mediante unas órdenes firmadas por Rieber) y de dirigirse a La Coruña y entrar allí de arribada forzosa.

Al generalizarse este tipo de arribadas, las autoridades norteamericanas no tuvieron más remedio que intervenir. Los capitanes de los petroleros fueron entonces expedientados y multados, amenazándoles con la retirada de la licencia. Pero Rieber no dudó en pagar las multas impuestas a sus capitanes. El resultado de todo aquello fue que en la zona nacional jamás faltó una sola gota de «oro negro».

Franco, desde luego, supo agradecer a Rieber los servicios prestados, concediéndole al término de la guerra la Gran Cruz de Isabel la Católica, que le impuso en Washington el embajador español José Félix de Lequerica.

Entretanto, como decíamos, Joseph Patrick Kennedy no era ajeno a la actuación de Rieber al frente de la Texaco. Su aventura en la guerra de España acaparó, como era natural, el interés y la preocupación de su familia. Empezando por su propio padre, quien comentó a una de sus hijas sobre su primogénito y predilecto: «Tu madre se moriría si supiera que Joe está ahora en Madrid…».

Pero el destino quiso que Joe no muriese en la guerra de España, de donde salió ileso de milagro, sino en otra guerra aún peor: el 2 de agosto de 1944, el avión bombardero que pilotaba fue interceptado por un intenso fuego de la FLAK alemana, en las costas de Holanda.

El valeroso piloto arriesgó esta vez su vida sin fortuna, mientras se disponía a bombardear a baja altura, en una maniobra suicida, las rampas de lanzamiento de las «armas secretas» de Hitler, las célebres V1 y V2, con las cuales Alemania pretendía castigar la ciudad de Londres, forzando así un armisticio en el frente occidental que le permitiese hacer frente a la ofensiva rusa en el Este.

El primogénito de los Kennedy aceptó voluntariamente la misión, a imagen y semejanza de lo que hubiera hecho seguramente su padre.

Su muerte en acto de servicio le hizo merecedor de las más altas distinciones militares por parte del gobierno de su país; de hecho, antes de finalizar la Segunda Guerra Mundial, un destructor de la Marina fue botado con su nombre: Joseph Patrick Kennedy jr.

Su hermano menor, John Fitzgerald Kennedy, tuvo en cambio más suerte en las islas Salomón, donde se desarrolló la batalla de Guadalcanal, al mando de una lancha torpedera. Hundida por un destructor japonés, el segundo de los Kennedy tuvo el valor de salvar las vidas de varios de sus compañeros de tripulación, tras más de doce horas de extenuante lucha contra las olas.

Seis años atrás, en el verano de 1936, John Fitzgerald Kennedy había aprovechado la oportunidad brindada por su padre para viajar a Europa y tomar contacto con la realidad social y política de varios países, entre ellos España, que acababa de enzarzarse en una cruenta Guerra Civil.

El joven de sólo diecinueve años había concluido satisfactoriamente su primer año en la Universidad de Harvard, y se embarcó en aquel periplo europeo en compañía de su amigo de college Lemoyne Billings. Durante su estancia en Francia, Italia y España, redactó un diario de viaje y cruzó reveladoras cartas con su padre.

Aquella gira marcó profundamente al futuro presidente de Estados Unidos, cuya capacidad de observación se había afinado extraordinariamente.

Fue recibido en audiencia privada por el Papa y por el cardenal Pacelli, futuro Pío XII, de quien escribió a su padre que era «un tío estupendo». Subió al Vesubio y más tarde, en Francia, se las apañó como pudo para, sin saber apenas una palabra de francés, jugar en el casino de Montecarlo.

Entabló contacto con periodistas, diplomáticos, y jóvenes como él que viajaban haciendo autoestop.

Admiró el corporativismo fascista italiano, «porque por lo visto a todo el mundo le gusta en Italia», anotó.

Desde España, envió a su padre un estudio pormenorizado de las ventajas e inconvenientes para Inglaterra de una victoria de las tropas republicanas.

En una de esas cartas, criticaba la ignorancia del pueblo americano sobre lo que realmente estaba sucediendo en España. Y matizaba: «Aunque considero que sería quizá mucho mejor para España que Franco triunfase —porque esto devolvería al país unidad y fortaleza—, al principio era el Gobierno [republicano] quien tenía moralmente razón».

Una visita a San Juan de Luz, en la frontera franco-española, le hizo reflexionar sobre la Guerra Civil. La lectura del libro Inside Europe, del periodista norteamericano John Gunther, despertó su simpatía por el bando republicano, pese a que aquella localidad era en su mayoría partidaria de los sublevados. Sin embargo, tras leer las atrocidades cometidas en la zona republicana, admitió que le habían «apartado un tanto del Gobierno [de Negrín]».

La mera contemplación de una corrida de toros le ratificó en su postura:

Había quedado convencido —escribió— de la veracidad de las atrocidades, porque esta gente del Sur… es feliz con las escenas crueles. Considera divertido contemplar al caballo abandonado en el ruedo con sus intestinos colgando.

Durante su estancia en la Península, se hizo dos reflexiones: si las tropas extranjeras fueran retiradas de España, ¿qué oportunidad de vencer tendría Franco? Y si Franco triunfase, ¿en qué medida debería atribuirse su victoria a Mussolini y a Hitler?

El futuro presidente de Estados Unidos regresó a España dos años después, en junio de 1938, mientras las tropas de Franco estaban cada día más cerca de la victoria. En aquel momento, tras su llegada al mar a mediados de abril de las tropas de Franco, la franja costera que dividía en dos el territorio peninsular dominado aún por la República no había dejado de ensancharse. Ante el peligro evidente de la caída de Valencia, sólo cabía desplegar un esfuerzo ofensivo que obligara a Franco a retirar parte del contingente concentrado en el frente de Levante.

Por si fuera poco, el posible enfrentamiento militar entre Alemania e Italia con Inglaterra y Francia animaba a Negrín a mantener la resistencia para que la contienda civil pudiese enlazar con la europea, obligando a las democracias occidentales a tomar partido decisivamente en favor de la España republicana.

De ese modo, entre Lérida y Castellón, tendría lugar la trascendental batalla del Ebro durante el verano y otoño de 1938, que decidió en gran parte la suerte de Cataluña en la guerra y, en consecuencia, la del propio régimen republicano.

El escenario de tan crucial batalla era un vasto territorio comprendido entre los pueblos de Mesquinza y Cherta. El objetivo primordial del ejército popular consistía en conquistar Caspe, Gandesa, Alcañiz, Morella y Vinaroz para restablecer así el frente resquebrajado aquel mismo año con la llegada al mar de las tropas de Franco.

Entretanto, el Partido Comunista de España había cobrado un gran protagonismo en el gobierno reorganizado por Negrín a primeros de abril. Bajo su control estaba nada menos que el Ejército del Ebro, cuyo jefe, Juan Modesto, era comunista, igual que los tres responsables de sus cuerpos de ejército, Enrique Líster entre ellos.

En aquel marco histórico y decisivo se produjo una no menos histórica visita, que pasó entonces desapercibida en España: la del joven John Fitzgerald Kennedy. Visita que, cuarenta años después, analizó el historiador Ricardo de la Cierva.

Al mismo tiempo, muchas miradas se concentraban en el presidente indio Jawaharlal Nehru, quien el 16 de junio visitó Barcelona acompañado de su única hija Indira, envuelta en su sari negro. Indira Gandhi, futura primera ministra de su país, acababa de afiliarse, con veintiún años, al Partido del Congreso, y participaba ya activamente en el movimiento de independencia de la India.

Invitados por el ministro republicano de Exteriores, Julio Álvarez del Vayo, la presencia en Barcelona de Nehru y de su hija constituía una clara provocación a Inglaterra, cuyas presiones sobre Francia para que cerrase definitivamente la frontera al suministro de armas a Cataluña habían desatado la ira de Negrín.

¿Qué mejor modo tenía éste de expresar su indignación que declarar «huésped de honor de la República» al más férreo defensor de la independencia de la India, que tantos quebraderos de cabeza provocaba entonces a las autoridades coloniales británicas?

De hecho, durante todo el tiempo que duró la visita, el ministro Álvarez del Vayo se cuidó hasta el extremo de que en los comunicados oficiales se destacase la condición de la India como «pueblo sojuzgado y anhelante de gozar su independencia».

Al mismo tiempo, Negrín trataba de conseguir que el presidente norteamericano Roosevelt derogase la ley del embargo de armas que asfixiaba al ejército republicano mientras, por otro lado, la Texaco seguía abasteciendo de petróleo a sus enemigos nacionales, incluso a crédito.

Con ese objetivo, el embajador español en Washington, Fernando de los Ríos, organizó un mitin en el Madison Square Garden, durante el cual millares de republicanos escucharon al doctor Negrín pedirles por teléfono su contribución para que se derogase la ley del embargo de armas.

Negrín ignoraba, sin embargo, que Roosevelt había ordenado ya el aplazamiento de la medida, asesorado por su embajador en Londres, Joseph Patrick Kennedy.

La campaña de prensa y telegramas desencadenada por el episcopado americano y respaldada por el intransigente embajador católico, bastó para que Roosevelt mantuviese el embargo que sofocaba a la República española.

El gobierno de Negrín respondió, como decimos, con una pataleta nada diplomática: aclamando a Nehru como presidente del Congreso Nacional indio, en calidad de lo cual visitó el 16 de junio al ministro socialista de Justicia, Ramón González Peña.

El invitado se interesó por las relaciones entre los partidos del Frente Popular y el gobierno de la República. El ministro le aseguró que la unidad de acción era un hecho consumado tras el reciente pacto entre la CNT y la UGT.

Nehru preguntó a continuación por la influencia del Partido Comunista, pero González Peña le tranquilizó, afirmando que ningún partido predominaba sobre otro.

Al día siguiente, durante su visita al frente del este, Nehru pudo comprobar por sí mismo el excesivo optimismo del ministro de Justicia mientras posaba ante las cámaras con su anfitrión Enrique Líster.

Nehru se retrató también con los milicianos y contempló las líneas enemigas al otro lado del Ebro.

El 18 de junio fue recibido por el presidente de las Cortes, Diego Martínez Barrio; por el presidente de la Generalitat, Lluís Companys, y por el alcalde de Barcelona, Hilari Salvadó. Tras recorrer por la tarde la Costa Brava, visitó al secretario general de la CNT, Mariano Rodríguez Vázquez. El mutismo de aquella visita en los medios de comunicación fue casi absoluto. Nadie mencionó al resto de acompañantes, ni siquiera a los oficiales, como la diputada Margarita Nelken, que aparecía retratada con Nehru, la hija de éste, Indira Gandhi, y el alcalde de Barcelona, durante una visita al ayuntamiento.

Nadie reparó en cambio, o no quiso reparar hasta muchos años después, en la presencia de un joven trajeado, de pelo corto y mirada reconcentrada, que posaba en una fotografía junto a Enrique Líster, Nehru e Indira Gandhi. Se trataba de John Fitzgerald Kennedy, quien, dos años atrás, había estado ya en España. El segundo hijo del todopoderoso embajador en Londres había mostrado ya su interés por conocer personalmente a un político indio a quien su intuición revelaba como líder futuro: el propio Nehru. Kennedy pudo conocer así en persona al disidente indio y lo hizo, como acabamos de comprobar, en junio de 1938, cuando el rumbo hacia Munich pasaba justo por el Ebro como señalaba certeramente De la Cierva.

Su tesis de grado, presentada en Harvard en junio de 1940 y publicada con el título Why England Slept, se detenía precisamente en la política británica en torno hacia Munich.

Joseph Patrick Kennedy había desafiado al peligro, reuniéndose furtivamente con miembros destacados de la Quinta Columna en el Madrid de las bombas y los mosquetones. El nombre de Quinta Columna lo acuñó Emilio Mola en respuesta a un periodista extranjero que le había preguntado cómo pensaba conquistar Madrid: «Tengo cuatro columnas que marchan hacia la capital; sin contar la quinta, que está dentro de Madrid», le replicó el general.

Aludía Mola, claro, a un núcleo de nacionales ocultos que operaban como informadores clandestinos, propagandistas, saboteadores, guerrilleros y enlaces entre el mando nacional y las fuerzas escondidas del interior.

Era la misma Quinta Columna sobre la que el propio Negrín comentó después de la guerra:

Solía causar más inquietud que otra cosa. Uno podía estar viendo a un hombre día tras día y estar totalmente seguro de que trabajaba para el enemigo. Pero no se podía hacer nada, porque no había pruebas.

Muy pocos sabían entonces que Joseph Patrick Kennedy, el joven llamado por su padre a ocupar la presidencia de Estados Unidos en un futuro, se entrevistó en secreto con un miembro relevante de esa Quinta Columna. Se trataba de Manuel Valdés, el único representante de la antigua Junta Política de Falange Española que permanecía entonces en Madrid.

Valdés y Kennedy hablaron, entre otras cosas, de la represión en las cárceles, iniciada con las sangrientas sacas en los primeros meses de la guerra, mientras Santiago Carrillo era responsable del orden público en la capital; el propio Valdés había pasado de la cárcel Modelo a la de Porlier, de ésta a la de Duque de Sesto, y, por último, al Hospital-Prisión (antiguo Niño Jesús), cuyo director médico pertenecía a la organización clandestina y le cedía su propio despacho para que celebrase sus entrevistas. En el hospital funcionaba un comité directivo y el contacto se establecía por medio de enlaces. En su interior llegaron a organizarse hasta cinco legiones, cada una de ellas compuesta de tres banderas que comprendían a su vez otras tres centurias.

De entre todos aquellos espías sobresalía uno, del que sin duda oyó hablar largo y tendido Joseph Patrick Kennedy.