PRÓLOGO

Compostela. 1210

A

l desnudar el cadáver, el obispo comprobó que el difunto estaba circuncidado. Por los rasgos faciales más parecía moro que judío. Después de registrar minuciosamente las pertenencias y los hábitos del difunto, encontró un pequeño pellejo, cosido en la faltriquera del manto, que contenía un líquido inodoro de textura gelatinosa con aspecto de veneno.

Apareció muerto con hábito benedictino, con una soga al cuello sentado en una poyata, en el interior de la puerta Francígena de la basílica de Compostela. A la vista de lo ocurrido, huyeron despavoridos los peregrinos, que, llegados de todas partes, habían acudido a la ciudad con la esperanza de que el apóstol les proveyera del alimento que la tierra había negado a los hombres y a las bestias durante todo el año de 1210.

Como acontecía siempre que se producía un asesinato, el templo fue clausurado hasta su preceptiva consagración.

Ignorantes del cierre de la basílica, los peregrinos, que llegaban a riadas a Compostela, se resistían a retornar a sus lugares de origen sin haber recibido del apóstol los alimentos que necesitaban, la salud que habían perdido y el perdón de los pecados o crímenes que habían cometido.

Anocheció de repente y las campanas tocaron a muerto mientras el obispo Pedro Muñiz, que tenía fama de nigromante, ordenó trasladar al difunto a la cripta secreta que tenía junto a la botica, en la que practicaba la alquimia y diseccionaba animales y cadáveres de difuntos para arrancar de sus entrañas los secretos de la vida y el enigma de la muerte.

Incapaz de identificar al difunto, envió un mensaje al rey de León invitándole a presidir una nueva consagración que era obligada cada vez que se cometía un asesinato en el templo jacobeo. Tuvo lugar un día de primavera en el que el sol brillaba de modo inusual para celebrar la asistencia del rey Alfonso de León y de los hijos habidos primero con Teresa de Portugal y posteriormente con Berenguela de Castilla.

Al poco de iniciarse la solemne ceremonia, el infante don Fernando, hijo mayor de Berenguela y Alfonso, envuelto en el humo del incienso y adormecido por la salmodia de los canónigos, se quedó pasmado cuando el prelado compostelano clavó su mirada en él, mientras la cruz de oro y pedrería emitía destellos de luz sobrenatural en el pecho del obispo. Este alargó su brazo y le agarró de la mano, lo mismo hizo con el infante Alfonso y salió volando con ellos, sin que su padre hiciera ademán de retenerlos.

Ambos hermanos habían peregrinado hasta Santiago para pasar unas pocas semanas en Compostela bajo la tutela del arzobispo Muñiz aprendiendo rudimentos de retórica y gramática, historia y oratoria. Aunque les emocionaba conocer a un personaje tan singular, les aterraba vivir en un palacio en cuyas bodegas, al decir de los criados, el prelado no solo disecaba animales, sino que abría la cabeza a los difuntos, les partía el corazón y examinaba las vísceras para averiguar la causa de su muerte. Según algunos testigos, llevaba años buscando el reloj de la vida y la piedra filosofal en las rendijas de los sillares de la basílica. Los infantes tenían prohibido acercarse a la botica donde fundía los metales, guardaba los libros y las retortas, fabricaba los ungüentos y escondía las sanguijuelas y los venenos.

A pesar de que unos le tenían por profeta, los más le temían por brujo. Por todo ello, los infantes no entendían que aquel hombre acompañara al rey en casi todos sus periplos por el reino. Pero lo que más asustaba era su penetrante mirada y su bisbiseo como de serpiente cuando hablaba y, dada su elevada estatura, sus brazos, dentro de los hábitos, parecían alas de cigüeña.

Al ver que Fernando ofrecía resistencia, el prelado, que ya levitaba, le apretó la mano.

—No tengáis miedo, alteza —le dijo el arzobispo—, porque sois el elegido por el apóstol para elevaros a las alturas y viajar milagrosamente por el cielo y por la tierra.

Fernando, al igual que su hermano Alfonso, se dejó llevar sobre una nube de incienso mecido por el rítmico balanceo de los brazos de don Pedro, que flotaba al compás del monótono cántico de los canónigos ganando altura gracias a que había desplegado su casulla como si fuera la vela de la barca de San Pedro.

No les sorprendió en absoluto el vuelo del arzobispo, pero, mirando hacia abajo, les pareció extraño que el mismo prelado encabezara la procesión acompañado por el resto de la familia real y una multitud de eclesiásticos llegados de todo el reino de León, para bendecir y colocar una por una las doce cruces de la consagración en los muros del interior del templo.

Cuando llegaron junto al apóstol y se sentaron a la grupa del caballo, el infante Alfonso se había dormido cogido de la mano de su hermano; el rey, instalado en su sitial, no sospechaba que tenía dos hijos flotando en el aire.

—¿Qué dirá nuestro padre cuando repare en nuestra ausencia? —preguntó Fernando.

—Nadie se dará cuenta de ello porque la ceremonia acaba de comenzar y llevará su tiempo. Para cuando finalice, ya estaremos de vuelta.

Atravesaron bóvedas y tejado como si fueran de humo y se vieron flotando sobre la espuma de las nubes.

—No abráis los ojos hasta que tengamos delante las campanas de nuestra basílica que se llevó el moro Almanzor a lomos de cautivos cristianos —les advirtió el arzobispo.

Ni siquiera les dio tiempo de cerrarlos porque, colándose como las golondrinas por el hueco que dejaban entre sí los airosos arcos dobles de herradura, cabalgaban en medio de un bosque de columnas que no tenía fin, tanto si miraban hacia el frente como por las diagonales, sin que ellos, por más que aguzaran la vista, pudieran discernir si aquella mezquita llegaba hasta el infinito.

—Aquí no hay santos por ninguna parte —pensó Fernando en voz baja mientras que desde muy lejos llegaba la grave voz del imán.

—Pese a que alternen dovelas de piedra blanca y ladrillo rojo, uno es el arco, aunque se desdoble —explicó el arzobispo, ante el estupor de los infantes por semejante arquitectura—. El que está debajo asiste y acompaña a su hermano, que está arriba sosteniendo el peso de la cubierta sobre su corona, si bien ambos se dan la mano trabajando al compás, pero sobre todo crecen hacia arriba ganando mucha altura. Si permanecéis juntos como ellos en el lugar donde Dios ha colocado a cada uno, sin que la soberbia y la envidia os cieguen, podréis realizar hazañas nunca vistas en España. Vuestros padres han unido en vosotros lo que vuestro bisabuelo separó dividiendo su reino. Desde entonces Alfonsos y Fernandos han lidiado entre sí para beneficio de los infieles y perjuicio y sufrimiento para sus pueblos. ¡Tomad ejemplo de los arcos que trabajan en armonía para dar estabilidad, profundidad y altura a las naves del edificio regio evitando las guerras fratricidas!

»Estas lámparas que nos iluminan son las campanas de Compostela, llevan dos siglos esperando su retorno. Solo podréis lograrlo con un esfuerzo común, abrazando las campanas una de cada lado.

Antes de partir, se volvió sobre Fernando llamándole por su nombre, le colocó la mano derecha sobre la cabeza y dijo con voz como de trompeta:

—¡Te nombro mi alférez y guardián de la mezquita! Si devuelves estas campanas a Compostela, serás bienaventurado y se te dará la potestad de hacer asombrosos milagros.

Regresaron justo cuando el arzobispo Pedro Muñiz colocaba una cruz, que, al igual que las once precedentes, mostraba un círculo con las llaves de San Pedro, rematadas por un alfa y una omega. Cuando terminó la ceremonia y la comitiva regia se dirigía al salón de banquetes del palacio de Gelmírez, el prelado hizo un aparte con ellos.

—No contéis a nadie nuestra aventura. No os creerán y os tendrán por mentirosos; pero para que veáis que no ha sido un sueño, mañana al anochecer estaré esperando a vuestras altezas aquí para bajar a la cripta. ¡Sed puntuales y venid preparados porque veréis lo nunca visto, oiréis lo nunca oído y viviréis lo nunca vivido!


Al día siguiente, cuando empezaba a oscurecer, los dos infantes acudieron a la cita. A la entrada de la cripta los esperaba el prelado.

Cuando descendieron a la tumba del apóstol, vieron sobre el túmulo estrellas que se desvanecían y retornaban, sintieron un olor como de jazmines que hizo desaparecer el tufo que de ordinario desprendía el prelado y se quedaron atónitos cuando escucharon una voz salida de las profundidades de la tierra que decía:

Te he formado y te he puesto

como alianza del pueblo,

para reconstruir el país

y para repartir heredades devastadas.

Reyes tendrás por criados.

Los príncipes se inclinarán,

rostro en tierra se prosternarán ante ti

y lamerán el polvo de tus pies.

Fernando sonreía satisfecho porque la voz del apóstol le aseguraba el reino de su padre, a pesar de que este parecía inclinado a dejárselo a su hermanastro, el primogénito, también llamado Fernando y apodado el Portugués, fruto del matrimonio del rey con su primera esposa y que ya era un mozo de diecinueve años de edad.

«¡Bah!, no ha sido para tanto. Estuvo mejor el viaje con el caballo. Y de mí no ha dicho nada», pensó Alfonso, molesto porque el apóstol le había ignorado por completo. Él sabía de sobra que nunca llegaría a ser rey y se desentendió del sepulcro, por eso prestó más atención al arzobispo que al apóstol. Una vez que salieron de la cripta, le dijo al oído a su hermano:

—No te creas nada de lo que ha dicho don Pedro, que no era el apóstol el que nos hablaba. Me he dado cuenta de que cambiaba la voz y he visto cómo movía los labios.

—¿Y qué me dices de las estrellas de colores que brillaban en la tumba?

—Seguro que las ha sacado de algún frasco de la botica.