CAPÍTULO 33
Burgos. Toledo 1224-1225
l mismo año que Juan de Brienne se llevó consigo a Berenguela hija, finalizaban las treguas con los almohades justo a los doce años de la victoria de Alfonso VIII en Las Navas de Tolosa.
Fernando se lamentaba en vano y se culpaba sin razón, porque Castilla, que llevaba el mayor peso de la Reconquista, no había podido sacar partido a la resonante victoria de su abuelo en Las Navas de Tolosa.
Las epidemias, las hambrunas, la muerte de los reyes Alfonso y Leonor a las que se añadieron los desórdenes y luchas fratricidas durante la minoría de edad y el convulso reinado de Enrique, más la necesidad de asentar su reinado y dar tiempo a reponerse a la maltrecha Castilla, aconsejaron renovar las treguas con Yusuf Al-Mustánsir, que también necesitaba la paz por los mismos motivos que el rey castellano.
Aquellas treguas, que permitieron a Fernando asentarse en su reino, se renovaron en 1221 a causa de la rebelión de sus nobles y permanecieron estables hasta 1224.
La partida hacia oriente de Berenguela hija había afectado a Fernando mucho más de lo que suponía. Se marchaba para siempre su hermana querida, su confidente y el corazón de la familia. Constanza ya había profesado en Las Huelgas, Alfonso se daba la buena vida corriendo tras las mujeres y su madre solo era la roca que le abrigaba del frío y de los vientos y deshacía todas las tempestades que se abatían sobre sus reinos, pero Berenguela hija era una playa de arena fina que guardaba en su seno generoso todos los restos de los naufragios de la familia.
«Ese Juan de Brienne es un santo o es un loco, o las dos cosas a la vez. Pero sea lo uno o lo otro, es un valiente cruzado. Yo, en cambio, llevo una vida regalada extraviando mis días y derrochando mis energías de juventud en la caza y en los juegos», divagaba Fernando, tratando de conciliar el sueño cuando, sin saber cómo había ocurrido, el mundo desapareció bajo sus pies y se encontró suspendido en el aire cogido de la temblorosa mano de su hermano Alfonso, que protestaba airado.
—¿Adónde me llevas, insensato, pero no te das cuenta de que don Pedro Muñiz el Nigromante no nos acompaña en este trance? ¡Vuelve en ti, hermano mío, ahora que eres rey de Castilla y deja para más adelante la conquista del reino de los cielos!
Empezaron a caer primero lentamente y después cada vez más aprisa y, al igual que ocurrió durante la consagración de la basílica de Compostela, se posaron blandamente sobre la grupa del caballo blanco de Santiago que los llevaba donde solía.
Sobrevolaban la mezquita por el exterior y, cuando traspasaron los muros, no había nadie en su interior, que estaba tenuemente iluminado por las campanas de Compostela, que vertían sus lágrimas de cera y se lamentaban de su centenario destierro.
—Esta es la misión que te encomiendo, que estas campanas cesen en sus lamentos y que vuelvan a tañer en las torres de mi basílica. Te nombraré mi alférez si lo consigues. Mi espada será tu espada, mi caballo será tu caballo, mi misión será tu misión y te daré un reino mucho más grande que el de Jerusalén para que tu nombre sea recordado por los siglos de los siglos.
—¿Y yo qué, señor Santiago? Que me prometieron el reino de León si se moría mi hermano y a pesar de ello llevo toda la vida como un perro fiel a su lado.
—Te nombraré obispo de Córdoba y de Sevilla a su debido tiempo, si ello te place.
Alfonso, que no se atrevía a decirle al apóstol que rechazaba su generosa oferta, replicó:
—Excusadme la protesta, señor Santiago, era solo una broma. No hace falta que me hagáis obispo de esas diócesis tan principales. Os prometo no estorbar a mi hermano en el logro de su memorable empresa.
Comenzaron a repicar todas las campanas de Burgos y despertaron a Fernando. En su aposento había un perfume de jazmines y se escuchaba el murmullo de las fuentes, pero aguzando el oído oyó a lo lejos el lamento de las lámparas de la mezquita que se consumían de impaciencia en el aceite de Andalucía.
A principios de aquel año 1224, justo cuando finalizaban las treguas, murió el joven y pacífico Al-Mustánsir sin hijos mayores que le sucedieran, accediendo al trono Al-Wahid, un anciano tío del difunto. Pero su nombramiento no fue aceptado por los gobernadores de Al-Ándalus, que se sublevaron contra el nuevo emir de los creyentes y nombraron en su lugar a Al-Ádil, que en aquel momento detentaba el gobierno de Murcia.
El arzobispo Rodrigo Jiménez de Rada, acompañado del comendador de la orden de Calatrava, fue el primero en comunicar la noticia a la reina Berenguela y a su hijo Fernando cuando, como solía ser habitual, estaban en Toledo porque después de celebrar las Navidades en familia se quedaban un tiempo en la ciudad del Tajo huyendo de los inviernos burgaleses.
—En buena hora acordamos casar al infante don Alfonso con Mafalda para llevar la reconciliación y la paz de los corazones por el sacramento del matrimonio. Por fin llegó el momento de sacar ventaja de la victoria de Las Navas de Tolosa gracias a la pacificación de vuestros reinos y señoríos ahora que la Divina Providencia ha confundido a los infieles que han matado a Al-Wahid, robado y saqueado su palacio y violado a sus concubinas para después dividirse entre ellos. No se puede defender un reino con dos cabezas, Marrakech y Sevilla, situadas cada una a un lado del estrecho de Gibraltar. Iremos todos juntos contra ellos y, de paso…, empezaré las obras de mi nueva catedral en Toledo.
—¿Es posible saber quién gobierna ahora el imperio almohade? —preguntó Berenguela, ansiosa.
—Los sobrinos del difunto se han repartido el poder. Al-Ádil, que era gobernador de Murcia, se ha proclamado califa en Marrakech y ha nombrado gobernador de Sevilla a su hermano Abú El-Ola, relegando a Córdoba a Muhamad, que es el tercer hermano en discordia.
—¡Vaya intercambio de piezas! Han trastocado el tablero de juego completamente. En esta partida tiene que haber ganadores y perdedores —exclamó Fernando jubiloso.
A Berenguela le dio un vuelco el corazón cuando vio el rostro de su hijo iluminado por un fogonazo de alegría y que en sus ojos brillaban los ardores de la guerra. Los mismos fulgores de vida o sombras de muerte que desprendían los hombres cuando se dirigían hacia la batalla o cuando se encaminaban al encuentro de la mujer amada en una cita llena de peligros. Reconoció en aquella mirada iluminada la misma chispa que emitía su padre cuando salió de Toledo para Despeñaperros. Algo semejante en los ojos visionarios y enloquecidos de Juan de Brienne cuando miraba a su prometida en el alcázar o la que tenía Alfonso de León cuando quiso humillar a su padre, malherido en Toledo después de la derrota de Alarcos.
—¡Tenéis todo a vuestro favor, majestad! —exclamó el comendador de los calatravos con la frente levantada y la mirada dirigida al cielo—. Estáis en plena juventud. Ya tenéis un heredero. Bríos no os faltan. Vuestras virtudes os hacen grato a los ojos del Señor y podéis contar con vuestros fieles servidores, que están dispuestos a seguiros hasta la muerte.
—¡Madre! ¡Por fin ha llegado mi hora! —prorrumpió Fernando, lleno de entusiasmo—. Es el momento de dar la batalla a los infieles. Convocaremos de inmediato la curia regia en Carrión para decretar el fin de las treguas y pasar a la ofensiva contra los infieles, porque Dios omnipotente me pide este servicio contra los enemigos de nuestra fe, tal como nos ha enseñado Nuestro Señor, por quien los reyes reinan, para honor y gloria de su nombre. La puerta está abierta y el camino expedito. La paz nos ha sido devuelta en nuestro reino; discordia y profundas enemistades hay entre los moros. Es la señal de que Cristo, Dios y hombre, está de nuestra parte. ¿Qué nos falta para hacer su santa voluntad? —exclamó el hijo, dejando la pregunta en el aire y a su madre y al resto de los asistentes en suspenso—. Te ruego, madre, que me autorices a declarar la guerra a los moros.
Era lo que le faltaba por oír a Berenguela, que, como un águila previsora, había protegido bajo sus alas a su primogénito, evitándole los peligros de las batallas y consiguiendo lo que él no podía lograr con las armas, librándole de este modo de los peligros que encierra la guerra.
—¡Hijo mío! Reúne cuanto antes a tus nobles vasallos y que ellos nos aconsejen. Y sobre todo, lleva una vida virtuosa, mantén una conducta ejemplar y después… después será… lo que Dios quiera.
Poco después el rey don Fernando entendió como un regalo de la Divina Providencia la petición de auxilio que hizo Muhamad, uno de los cabecillas que se habían repartido el poder almohade a la muerte de Al-Wahid y era descendiente de los califas. Los moros le llamaba Al-Bayyasi y los cristianos, el Baezano. Había sido gobernador de Sevilla, pero se había hecho fuerte en Baeza, desde donde resistía con muchas dificultades la ofensiva de las fuerzas de su hermano Abú El-Ola, que le había sustituido en el gobierno de Sevilla por orden del otro hermano, Al-Ádil, nuevo emir en Marrakech, contra los que se había rebelado por quitarle todos los cargos.
Fernando había escuchado muchas veces de boca de su madre que Julio César tenía por lema: «Divide y vencerás». Por eso, antes de emprender la guerra, era preciso provocar la división del enemigo, esperar a que se debilitaran las diversas facciones y, a ser posible, aliarse con la que fuera más favorable para sus intereses. La petición de ayuda de Al-Bayyasi —el Baezano— era el pretexto que necesitaba para olvidarse de las treguas y comenzar la ofensiva.
Esperó impaciente a la recogida de las cosechas y a principios de otoño salió de Toledo con su ejército, cruzó Despeñaperros y se dirigió a Quesada, que era el primer objetivo de la campaña. Allí arrasaron las murallas, saquearon el caserío y sus alrededores a conciencia y se llevaron cautivos a todos los hombres, mujeres y niños que sobrevivieron. Para amedrentar a las poblaciones y mostrar su fortaleza, siguieron avanzando hacia Jaén destruyendo poblaciones, huertas y cosechas, además de los castillos que encontraron por el camino.
Aquella no era todavía una operación de conquista de territorio, sino una incursión preparatoria de otras de mayor envergadura. Para obtener recursos económicos y hombres para llevarla a cabo, solicitó al papa Honorio III los mismos beneficios, prerrogativas e indulgencias que se concedían a los cruzados que iban a Tierra Santa. Desde el punto de vista diplomático y militar, se trataba de proteger al Baezano del ataque de sus enemigos y de ayudarle en sus aspiraciones territoriales.
Al inicio del verano del año siguiente, en Las Navas de Tolosa, el Baezano, urgido por su debilidad, besó la mano del rey don Fernando en señal de vasallaje con toda su familia, y como consecuencia de este pacto feudal, el ejército cristiano apoyó al del Baezano en una improvisada campaña por tierras de Córdoba, Granada y sobre todo Jaén, intentando la conquista de esa ciudad, a la que asediaron y trataron de expugnar durante unas semanas de cerco; a la vez que saqueaban olivos, viñas, huertos, arbolado y mieses, dejando yermos los campos, como era costumbre en todos los asedios. Pero las murallas y fortificaciones jienenses eran impresionantes y la operación fue un fracaso, que se saldó con gran pérdida de caballos y hombres para los atacantes. A Fernando no le desanimó el contratiempo porque, juntas sus tropas con las del Baezano, disponía de una fuerza militar suficiente para continuar con la incursión que tenía por objeto debilitar al enemigo común y hacerse con todo el botín y cautivos que pudieran llevarse consigo.