CAPÍTULO 47

Córdoba. 1236

D

e dónde vienes con semejante agitación? —le preguntó Alfonso nada más verle.

—De pasear por los patios buscando un poco de frescor para recuperar el resuello.

—Eso es lo malo que tienen las tierras de Córdoba. Para eso tienen unos baños que están más frescos que los patios. Si quieres, mañana mismo nos damos una vuelta.

—No me digas que los jardines se echan a perder porque no hay quien los cuide mientras los baños están disponibles para la molicie. ¿A qué se debe semejante despropósito? ¿De dónde habéis sacado a los servidores?

—De Colodro, que se las pinta como él solo para solucionar cualquier asunto que se le demande. En Córdoba no solo había moros, también había judíos y cristianos y bastantes cautivos entre ellos. Y ahora que tienen catedral, no quieren marcharse a ninguna parte. Y también hay moros y moras que quieren hacerse cristianos para no abandonar la mezquita.

—Habíamos acordado con el gobernador que vaciara la ciudad y salieran de ella todos sus habitantes.

—Eso hizo, pero protestaron los judíos y los cristianos, les hizo caso y los dejó en sus casas…

Para cuando Alfonso respondió, ya se había calmado Fernando y dos sirvientas cristianas buscadas a propósito por Colodro estaban preparando todo lo necesario para, al día siguiente, acompañar a los dos hermanos a los baños.


Fernando estaba temeroso de que regresara su madre y los sorprendiera con dos desconocidas camino de los baños del palacio.

—¡Báñate tú, si así lo deseas, pero si piensas llevarme al pecado, conmigo no cuentes! —dijo Fernando a su hermano, siguiéndole como un corderillo.

—¿Cómo la prefieres, cristiana, mora o judía? Porque de todo hay todavía en la viña que tiene el Señor en Córdoba. Y ya verás como también ellas quieren bautizarse por inmersión.

—Yo me baño solo, como he hecho toda la vida.

Enseguida pasaron a los baños, que estaban tenuemente iluminados. Al ver Alfonso que su hermano remoloneaba a la entrada de estos, le apremió.

—No te hagas de rogar, que no ha sido fácil ponerlos en funcionamiento y tampoco encontrar servidoras adecuadas para aliviar tu cansancio y restaurar tu salud. Pasa sin miedo y no temas, porque si haces caso a la inscripción que te acoge, te devolverán la salud y la paz.

En lo que tocaba defender la castidad de su hijo Fernando, Berenguela no daba ni un paso atrás. Tenía sujeto a su hijo del brazo de tal manera que este no podía avanzar y se quedó clavado en el quicio de la puerta de los baños, desoyendo la inscripción que decía:

Los vestidos se quitan aquí alegremente

y el primero de ellos es el de la gravedad.

Dios ha ennoblecido este lugar por medio de su

señor, cuyas obras brillan como el sol de pleno día.

—Ni un paso al frente —se interpuso su madre.

—Me está esperando mi hermano, que también es hijo tuyo, y a él le has dejado pasar como si nada.

—Tu hermano es solo tu hermano, pero tú eres el rey, no un califa o gobernador cualquiera, y tienes prohibido el paso a semejante recinto, donde no sabes lo que te espera. Quizás el pecado y la condenación eterna.

—¡Cómo puede ser tan cruel una madre con su hijo! ¡Tenías que estar en Córdoba con este calor!

—Aquí en Toledo también lo hace.

—Habrás bajado a los baños del alcázar.

—Solo para refrescarme.

—Eso mismo quiero hacer yo en Córdoba.

—Yo me baño sola, como siempre, y tú te has buscado compañía.

—Yo no la he buscado, me la ha traído mi hermano. Y además son cristianas —mintió.

—Mucho peor me lo pones, porque les darás motivo de escándalo.

—Sabes que ahora soy viudo y por tanto ya no hay adulterio y tampoco pecado, así que mejor será que Alfonso me busque una mora o una judía.

—No te preocupes, que no molestará ni dirá media palabra, porque es la protegida de Colodro y además es muda —respondió Alfonso, sonriendo de oreja a oreja—, y es de toda confianza. De sobra sabes que hay muchas acequias que conservar, muchas huertas que cultivar y muchos jardines que regar. Como Colodro no quiere que abusen de ella los caballeros cristianos, me ha pedido que se quede a nuestro servicio, si puede ser como doncella o como concubina, aunque no como esclava.

—¿Por ventura la has convertido en tu amante?

—No ha sido por falta de ganas, que, al igual que me ha ocurrido con la ciudad de Córdoba, hermosuras semejantes jamás he visto en mi vida.

Fernando se dio cuenta de golpe de que su hermano había organizado toda una farsa con Colodro para encelarle con la mujer y para traerle con engaño a los baños. Si bien era cierto que era muy hermosa, estaba mustia y delgada y no sabía cómo actuar en semejantes circunstancias.

—Tú lo ves todo fácil porque todo lo resuelves con una trova, ¿pero yo qué hago?

—Déjalo en manos de la Divina Providencia y no estorbes, que, como dice nuestra madre, si ha querido abrirte las puertas del paraíso cordobés, será para que comas del fruto prohibido.

A buenas horas se le ocurrió a Alfonso mentar el paraíso y el fruto prohibido porque Fernando recordó que su madre le había dicho: «Prefiero verte muerto a que cometas un solo pecado mortal» y se le juntaron todos los males por miedo a la condenación eterna. Se encogió de tal manera que hizo ademán de darse media vuelta y salir corriendo. Pero se encontró de frente con la mujer que tenía los ojos anegados en lágrimas y le decía con una mirada lastimera y con unos gestos cargados de patetismo: «¡Ayudadme, señor mío, que si no hago bien mi trabajo, tendré que marcharme de Córdoba y no sé a dónde ir!». Después se postró ante él e hizo ademán de besarle los pies. Entonces Fernando miró a la mujer, mustia y muda, recordó a la pecadora del Evangelio, sintió compasión de ella, la ayudó a levantarse y, cerrando los ojos, se puso dócilmente en sus manos.


A los pocos días de aquello, se celebró una sencilla ceremonia en la nueva catedral. Apadrinados por Álvaro Colodro, un pequeño grupo de musulmanes, movidos por la necesidad de permanecer en Córdoba, fueron bautizados por el obispo Lope de Fitero del Río Pisuerga. Entre los conversos había pocos varones y un grupo más numeroso de mujeres. Por su belleza y estatura, destacaba entre ellas la mujer lacrimosa, a la que pusieron por nombre María Magdalena. También se bautizaron cuatro judíos que se negaban a volver a Lucena.

El rey don Fernando, que asistía de incógnito a la ceremonia, estaba exultante de alegría. Hacía unos instantes que el obispo don Lope había llevado la tranquilidad a su conciencia cuando le dijo en confesión que, mientras no hubiera escándalo, no habría pecado.

Cuando al salir de la mezquita levantó la mirada hacia arriba para agradecer a los cielos el regalo que acababan de hacerle, quedó pasmado contemplando la cruz y la enseña que ondeaban triunfantes en el punto más alto del edificio y, admirado de la perfecta verticalidad del minarete, se entretuvo haciendo cábalas junto a su hermano Alfonso sobre su altura.

—Si Dios no me corrige, calculo que tendrá ciento cincuenta pies más o menos de la base hasta la cúspide.

—Ese es el número de bofetadas que me dará nuestra madre cuando te vea con ella en Toledo y se entere de que soy el culpable de haberte buscado semejante belleza.


Para preparar el viaje de regreso, se citó con Alfonso en un templete situado en medio de los jardines, con asientos en todos los laterales y con vistas a los cuatro puntos cardinales. Estaba rodeado de rosales trepadores que combinaban con macizos de arrayanes, laureles y madreselvas.

El rumor de la charla confidencial de los hermanos se confundía con el murmullo de las fuentes colindantes.

—¡Este es un lugar muy apropiado para secretos y confidencias, hermano! Me imagino que para algo semejante me has llamado a tu presencia.

—Tienes toda la razón. Desde aquí se habla, se come o se descansa mientras se vigila. Nadie puede llegar sin ser visto y nadie que no esté a nuestro lado puede entender nuestra conversación.

—¡Qué bien saben vivir estos reyezuelos sarracenos, hermano! ¡A ver si cuando acabe de una vez esta guerra interminable aprendemos un poco de ellos! —exclamó Alfonso, que imaginaba que su hermano quería hablar de Magdalena, seducido tanto por sus ojos deslumbrantes como por el nacarado brillo de su piel, y sobre el misterio en que la envolvía el silencio.

Ella, al igual que la mayoría de los cordobeses, había padecido mucha hambre y sentido mucho miedo durante el asedio de la ciudad, acrecentado cuando se escondió de moros y cristianos durante el mes que transcurrió hasta que Colodro dio por fin con ella.

Cuando la tomó bajo su cuidado, y el rey se encontró con ella en la penumbra de los baños, ya había mejorado un poco, pero, al cabo de unos días, como se sintiese segura a su lado y perdiera los miedos, la alegría de estar bajo la protección del hombre que colocó la cruz en la mezquita, que bajó del alminar a la grupa del caballo blanco y además la cuidaba con mimo y con esmero, unida a una alimentación de la que había carecido durante los últimos tiempos hicieron que aquella flor mustia y a punto de marchitarse desplegara pétalos, olores, brillos y brotes nuevos.

Todos estos cuidados y atenciones le dieron confianza para mover su cuerpo con toda la gracia y naturalidad que otorga la juventud y para que su cara mostrara una sonrisa alegre y confiada en un rostro jovial lleno de luminosidad, porque sus ojos, antes lánguidos y tristes, brillaron de nuevo con luz propia y mostraron el fulgor de la esperanza en el futuro que ella imaginaba prodigioso, porque era la primera vez en su vida que se encontraba con una oportunidad fascinante, gracias a Colodro y al agua milagrosa que derramaron sobre su cabeza en la mezquita.

Lo mismo pensaba Fernando dirigiéndose a su hermano.

—Te has dado cuenta del milagro que ha obrado el bautismo. La gracia que tiene en el alma se manifiesta en el cuerpo. En la luz de sus ojos, el brillo de su piel, en la anchura de sus caderas y la alegría con que las mueve, en el pecho que ahora sube y baja cuando respira. Si es que el milagro salta a la vista. ¡Lo que hace el amor al prójimo! Tuve hambre y me diste de comer. Estaba desnuda y me vestiste. Estaba sin casa y me diste cobijo…

—¡Hombre, Fernando, a mí no me vengas con cuentos, que tú eres muy fogoso y tenías mucha necesidad! No ha sido el amor al prójimo lo que te ha conmovido. Han sido el interés y la lujuria, que a las dos cristianas que trajo Colodro no les hiciste ni caso y a ella la colmas de regalos. Pero ¡dime, hermano! ¿Qué piensas hacer con María Magdalena? ¿Dejarla con Colodro en Córdoba o presentársela a nuestra madre en Toledo? —preguntó Alfonso, haciéndose el ingenuo.

—Te lo puedes imaginar. Incorporarla a nuestro séquito. Sería pecado mortal dejar a su suerte a una belleza semejante, a merced de la soldadesca cuando nos vayamos a Toledo con Colodro.

—Eso mismo he pensado yo. Creo que lo mejor sería que fuera en compañía de Colodro. Nuestra madre es demasiado lista y, si nos escolta a cualquiera de nosotros, hará todo lo que esté en su mano para conseguir que regrese. Mejor sería que él la llevara como esposa.

—¿Legítima?

—No creo que Colodro ponga inconveniente en que los casemos con todas las de la ley. Te ha pedido que le busques una buena mujer, ¿dónde va a encontrar otra mejor? Es muy hermosa y de buen conformar. Ya ha sido bautizada. Y si algún día se quieren separar, que hagan como el primo Jaime con tía Leonor. En vez de alegar consanguinidad, pueden decir que era muda y ni entendía nuestro idioma ni sabía lo que significaba aquella ceremonia. Pues le propones a Magdalena por esposa, les otorgas una dote sustanciosa y verás lo contentos que se ponen ambos.

—Eso le daría a Colodro derecho a cohabitar.

—No creo que se atreva a tanto estando el rey de por medio. Sería una descortesía por su parte.

Al ver que Fernando se quedaba pensativo, trató de bajarle de la nube.

—¡Mira, hermano! Esta mujer no es tu esposa ni puede ser tu concubina. Me temo que en cuanto la vea nuestra madre, la retirará de tu servicio y solo habrá sido un capricho pasajero, excepto si viaja y vive como mujer de Colodro.

—Pero yo la quiero para mí y por nada del mundo le dejaré partir de mi lado.

—¿Eso quiere decir que jamás la abandonarás, se pongan como se pongan los obispos y nuestra madre? No me digas que un rey como tú puede tener celos de un súbdito. Pase que tengas miedo de tu madre, pero ¿celos de Colodro? —Ante el silencio de Fernando, apostilló—: Si no te fías de Colodro, hacemos un trato entre hermanos. ¿No te pondrás celoso si me hago cargo de ella cuando por razones de estado tengas que contraer matrimonio?

—¿De qué te harías cargo?

—De su sustento y de su felicidad y de un futuro sin zozobras ni quebrantos. Como he hecho contigo cuando, para aliviar tus ansias y tu tristeza, la hice venir al jardín y esperarte en los baños. Aunque yo también había quedado prendado de su belleza al darme de bruces con ella cuando llegó acompañada por Colodro, estoy acostumbrado a ser el segundo y a comer las migajas que caen de la mesa de mi señor.

—¿Has hecho eso por mí, pudiendo tenerla contigo?

—Para que veas lo desprendido que es tu hermano.

—¿Qué puedo hacer por ti, por tan gran favor que me haces siendo el custodio de mi felicidad?

—Ya te lo dije hace poco. Hazme gobernador de Córdoba y déjame hacerla mi concubina cuando te case de nuevo nuestra madre y tu esposa te obligue a alejarla de ti.

—Sabes de sobra que ni eres hombre de guerra ni tampoco de gobierno. Ella envejecerá y tú te cansarás de semejantes responsabilidades. Vayamos los dos a Toledo y esperemos acontecimientos. Pero me preocupa qué dirá nuestra madre, cómo vivirá su rechazo María Magdalena y sobre todo qué hará con ella Colodro cuando se queden a solas.

—¡Lo vivirá como una reina! ¡Qué más puede querer la amante de un rey! Colodro se ocupa de que nada le falte, ella goza de mi amistad, ha conquistado el amor del rey de los cristianos y este le ha prometido llevarla consigo a la corte de Toledo. Ahora bien, Colodro supondrá que esto no puede durar mucho tiempo y que, aparte de la dote, algunas heredades le corresponderán en el repartimiento de Córdoba por los buenos servicios prestados a la corona de Castilla.