CAPÍTULO 26
Toledo. 1221
el mismo modo que Dios era el espíritu facedor y la clave de la bóveda que sostenía el universo, el rey era la clave de la bóveda en la que confluían todas las nervaduras del entrado institucional que sostenía la plementería de las sociedades medievales. Cuando una clave se rompía o caducaba, era necesario colocar otra nueva extraída de una cantera apropiada, tallada a propósito para tan delicada tarea. Para evitar que el tinglado se viniera abajo, era imprescindible que la sustitución de la clave inservible por otra nueva se hiciera de modo automático y con el beneplácito del papa.
Ello era así porque, para la Iglesia, la clave era una lámpara luminosa suspendida de una cadena continua de eslabones enlazados por herencia, que, hasta perderse de la vista en el cielo, colgaba del dedo de Dios.
Teniendo un marido tan enfermizo, Beatriz, que había sido la cantera escogida, no podía demorarse mucho en suministrar el heredero que necesitaba el reino de Castilla.
Durante el año posterior a su matrimonio, comoquiera que pasaban los meses y la joven reina no se quedaba encinta, al enfermar Fernando de gravedad, Berenguela empezó a preocuparse seriamente por el problema de la sucesión tanto del reino de Castilla como del de León. «Fue una buena idea que Leonor se ocupara de mejorar la educación de Alfonso, porque el heredero se retrasa y nunca se sabe lo que puede pasar».
Como no podía ser de otra manera, Berenguela tenía contactos en todos los reinos de Hispania, principalmente en los de Aragón y León, que, por ser territorios vecinos, encorsetaban a Castilla, pero la principal informadora que tenía Berenguela en asuntos diplomáticos y casamientos favorables, aparte de los abades del Císter y los obispos más viajados como Mauricio de Burgos o Rodrigo de Toledo, era su hermana Blanca, que acababa de ser elevada al trono de Francia a la muerte de su suegro Felipe Augusto, y siempre podía recurrir a ella para buscar una candidata adecuada para el infante cuando llegara el momento preciso. Pero no olvidaba que Leonor era otra pieza muy importante de su tablero que podría mover a voluntad cuando la defensa de los reinos lo necesitara.
—Mira que es lista nuestra hermana Blanca —le dijo Berenguela a Leonor, que, a pesar de que ya tenía veinticuatro años, todavía estaba por casar—. Ella no me ha dicho cómo, pero se ha enterado antes que nosotras de que hay conversaciones entre León y Aragón a través del obispo Pelayo para casar a Sancha con Jaime, el heredero de nuestro primo Pedro.
—¡Qué barbaridad, pero si Jaime solo tiene trece años y ella debe de andar por los treinta y además hay consanguinidad! Sus abuelos Fernando y Sancha eran hermanos —exclamó Leonor.
—Este papa no es Inocencio. A lo mejor consiente la boda y deja pasar el tiempo sin tomar medidas —apuntó Berenguela—, porque la vara con que mide la Iglesia estira y encoge según el sastre que la utilice.
—No sé a dónde quieres llegar con las varas de medir del papa —replicó Leonor, intrigada.
—Sabes bien que esta boda es un peligro muy grande para Fernando y para Castilla, y no lo voy a permitir, aunque tenga que remover Roma con Santiago. Ya lo hice, aunque a destiempo, cuando casaron al pobre Enrique con Mafalda. Pero mira lo que son las casualidades y los designios de la Divina Providencia, porque don Ramón de Moncada, cuñado del rey de Aragón y senescal de Cataluña; don Jimeno Cornel y don Guillén de Cervera, nobles de la confianza del rey de Aragón, están muy interesados en tejer una alianza con nosotros para evitar que el conde don Sancho y el infante don Hernando, que no ocultan sus pretensiones de reinar, dada la extremada juventud de Jaime, intenten acabar con su vida con tal de apoderarse del trono.
—¿Piensas casar a tu hija Berenguela con Jaime para impedirlo?
—No te precipites. Esas cosas tienen un orden en la familia. ¡Leonor, esta vez te toca a ti! Mi hija Berenguela todavía puede esperar.
—No puede ser. También hay consanguinidad porque Jaime es sobrino nuestro. Es un caso exactamente igual al de tu matrimonio con Alfonso de León.
—A mí me lo vas a decir, pero el papa Honorio nos tratará bien.
—¡Vaya! Por fin me toca a mí. Aunque sea con un niño de pecho —exclamó Leonor, apretando los puños y conteniendo la rabia—. ¿En todos estos años no has tenido tiempo de encontrarme, no digo ya un rey…, un infante conveniente en alguno de los reinos de Europa, estando nuestra hermana Blanca al corriente de todo lo que se mueve en sus cortes y muy bien emparentada con la mayor parte de ellas?
Berenguela hizo como que no oía y siguió a lo suyo.
—¿Te imaginas a quién irían a parar los reinos de Aragón y de León si esto ocurriera? ¿No te das cuenta del peligro que corren las aspiraciones de Fernando al trono de León? ¿Qué porvenir tendría el reino de Castilla emparedado entre los dos reinos vecinos? Volveríamos a estar metidos en una guerra interminable como en los tiempos de la reina Urraca y Alfonso el Batallador. ¿Me vienes tú con reproches a sabiendas de lo que hemos tenido que pasar durante estos terribles años desde la muerte de nuestros padres y la rebelión de los Lara? ¿Crees que cuando nos encontrábamos cercados en el castillo de Autillo estaba yo para pensar en bodas? —argumentó Berenguela, con el ceño fruncido y torciendo la boca—. Sabes tan bien como yo que en Portugal no había nada que hacer después de la boda de Urraca. De León es mejor no hablar. Hemos tenido que esperar a que creciera un poco Jaime de Aragón. No tienes de qué quejarte. Jaime es rey y ya va a cumplir trece años y en breve estará en condiciones de engendrar un heredero.
Al ver Berenguela que su hermana daba la callada por respuesta, continuó:
—Bueno, pues si tú no quieres, tendré que intentarlo con mi hija Berenguela, porque ya he convencido a Constanza de que profese en Las Huelgas. Por lo menos ella terminará siendo abadesa, si Dios quiere.
—¡Déjame que me lo piense, mujer! Me lo has dicho así, ¡tan de sopetón! Nunca habíamos hablado de ello. No te extrañe que me asuste lo que me propones porque casi podría ser la madre de la criatura.
—Pues tendrás que engendrar un hijo con esa criatura y espero que no te cueste tanto como lo que le costó al primo Pedro engendrar a Jaime precisamente.
—Engendrar, engendrar. Solo importa engendrar, poner huevos como si fuéramos gallinas y no hubiera otra cosa en el matrimonio. Eso es lo que me preocupa de esta clase de casamientos. Yo no me imagino cómo hacerlo con un niño de trece años de la noche a la mañana. A mí me gustaría tener un poco de amor, o de ilusión, al menos al principio, pero me apena hacerlo con un mancebo casi a la fuerza, porque me siento como un pájaro en una jaula…
—Cuántas de nosotras tienen la dicha de alcanzar semejantes dulzuras si no llegan de la mano de un pecado que tienen que lamentar durante el resto de sus vidas. Hablando de pecado, ¿sabes cómo cumplió María de Montpellier su obligación de suministrar un heredero al reino de Aragón? —preguntó Berenguela.
—Según tengo entendido, el primo Pedro, una vez casado con María, trató de repudiarla de inmediato, pero los nobles y los obispos urdieron una artimaña y, después de emborracharle, le acostaron con María haciéndole creer que estaba yaciendo con una amante.
—No fue así exactamente —precisó Berenguela—. Te lo voy a contar con mayor crudeza, por si te toca a ti hacer algo semejante. Al primo Pedro le obligaron los obispos a tener un heredero con María para permitirle repudiarla después. Y consintió con la condición de que fornicara con su amante en presencia de los obispos y de que María solo se pusiera debajo en el momento preciso de recibir la semilla.
—¡Válgame Dios! No me gustaría a mí tener que verme obligada a participar en semejante apaño con tan conspicuos testigos.
—Tendrás que valerte de todas las artes a tu disposición para que tal cosa no llegue a ocurrir al principio. Cuando tengáis el heredero que justifique el matrimonio, y Jaime sea ya un buen mozo y rija el reino por sí mismo, es probable que se encapriche con otra mujer, pida la nulidad, el papa se la conceda y tengas que volver a Castilla. Pero volverás como reina, que es de lo que se trata.
Leonor le respondió llena de tristeza:
El tiempo se va y viene
y vuelve a través de los días,
de los meses y los años,
y yo, desgraciada, no sé qué decir,
pues siempre es el mismo mi deseo.
Siempre es el mismo y no cambia,
pues a uno quiero y he querido,
del que nunca he tenido esperanza.
—Ahora que pretendo casarte con el rey de Aragón me vienes con deseos y gozos. ¿No me digas que has tenido un dueño en tu corazón a escondidas?
—No te lo pienso decir.
—¿Vas a llevarte el secreto contigo si sale, como yo espero, el ventajoso matrimonio que te preparo? ¿Pero cómo has podido mantener conmigo durante tanto tiempo un secreto semejante?
Leonor no pudo aguantar más la presión de su hermana y le vomitó a la cara:
—Porque se trataba de tu hijo Alfonso… que es mi sobrino. El segundón, el que nunca será rey… el que está al servicio y disposición de su hermano Fernando, como yo estoy a tu servicio y a disposición de los intereses de nuestro reino.
Berenguela, que no se esperaba ni remotamente semejante confesión ni la actitud rebelde de su hermana, ni tampoco quería lastimarla con su respuesta, guardó un silencio preocupante. Un silencio que a Leonor le pareció eterno, porque estaba encendida de rabia y de vergüenza por haber vaciado su corazón ante su todopoderosa hermana, reconociendo su engaño y su secreto.
—Vamos a ver si aclaramos las cosas, hermana mía —respondió Berenguela, midiendo con cuidado sus palabras—. Ni Alfonso está al servicio de Fernando ni tú estás a mi servicio porque todos… —recalcó todos— todos estamos al servicio del reino y de nuestros súbditos, que es lo que importa. De sobra sabes que yo no hago más que seguir el ejemplo que nos dieron nuestros padres durante toda su vida. Después de la del papa, no hay mayor carga ni mayor responsabilidad en este mundo que la mía, la tuya cuando te cases y la de mi hijo Fernando. Su carga es mucho mayor que la de otros reyes y príncipes de todo el orbe cristiano, porque tenemos una misión sagrada que cumplir: arrebatar a los infieles y reconquistar para la fe de Nuestro Señor las tierras de nuestros antepasados. ¿Te parece poco? ¿No crees que esta misión merece un poco de sacrificio por nuestra parte?
Leonor quería argumentar ante su hermana, a la que nunca osaba llevar la contraria, pero esta seguía con sus razonamientos:
—Dios lo ha querido así, porque él es el que decide el orden de las estaciones del año. También ordena las horas del día y de la noche separando las que hay que asignar al trabajo de las del reposo. Con su santa voluntad decide también el orden del nacimiento de los hijos y la función que a cada uno le corresponde. Así lo tiene dispuesto Dios, que pone y quita reyes cuando quiere y como quiere, y si no que se lo pregunten a nuestros hermanos Enrique y Fernando. Lo contrario sería el caos y el desorden, la guerra fratricida y la perdición de los reinos. ¿Dices que es amor perdido el que solo es mantenido por una parte? Recuerda lo que decía nuestro padre al respecto de los matrimonios: «Mal acaba el matrimonio que al amor solo se debe». Quería decir que tiene que haber algún ingrediente más para que sea duradero. Por ejemplo, que sea conveniente, y eso significa muchas cosas.
Leonor negaba con la cabeza mientras Berenguela trataba de convencerla por las buenas aportando un punto de vista sorprendente.
—Tiene que haber la posibilidad de que el amor compartido quepa dentro del matrimonio. Estoy segura de ello.
—¡A mí me lo vas a contar! En la imaginación de los trovadores. En la vida real, cuando la tierra es la apropiada y se la cultiva a conciencia, hay que arar, abonar, regar, sembrar, espantar a los pájaros y arrancar las plantas parásitas y hacerlo sin descanso un año y otro y otro. —Leonor no podía rebatirla y por ello guardaba silencio. Berenguela seguía a lo suyo—: ¿Sabes lo que te digo? Me place que mi hijo Alfonso sea tu amor imposible. Así le llevarás en tu corazón cuando te encuentres a solas con nuestro sobrino Jaime. Puedes hacer de la necesidad virtud. Piensa en Alfonso cuando tengas que yacer con tu marido, ya verás como se te hace todo mucho más llevadero, incluso placentero si me apuras. A las mujeres nos obligan a casarnos con el marido que nos escogen, aunque no sea a gusto nuestro. Y con su simiente tenemos que engendrar los hijos que Dios quiera darnos cuando él exige el débito conyugal buscando su exclusiva satisfacción. Yo me pregunto: ¿ya que tenemos que parir con mucho dolor, qué tiene de malo que engendremos con un poco de placer?
—Supongo que si Dios lo ha dispuesto así… tendremos que resignarnos a tener un poco de placer.
Una vez que se distendió la conversación y esta entró en un terreno más coloquial, preguntó Berenguela:
—Oye, Leonor, ¿cuándo empezó lo tuyo con Alfonso?
—Cuando alzaron rey a Fernando en Autillo de Campos. Me dio mucha pena porque todos os fijasteis en Fernando y a él nadie le hacía caso.
—Y tú aprovechaste la ocasión para consolarle y darte un consuelo. ¿No es eso? ¡Vaya manera de celebrar el acontecimiento, picarona! Supongo que no habréis llegado a mayores.
Las despedidas son momentos cruciales en la vida de las personas, tiempos apropiados para la reconciliación y la sinceridad, pero Leonor respondió a su hermana Berenguela de modo que esta entendiera lo que le conviniera.
—Sabes que ya somos mayores y me preguntas si hemos llegado a mayores. Pues te lo voy a decir claramente para que lo entiendas si puedes. Unas veces un poco menos y otras un poco más, pero casi nunca del todo, aunque siempre en la justa medida y con mucho decoro.
—Algo me había barruntado, pero pensaba que todo eran juegos trovadorescos y no te dije nada porque nos convenía que le sujetaras y le retuvieras para que no le entraran celos de su hermano y le diera por volverse a León con su padre. Supuse que había algo entre vosotros cuando comprobé que no se resistía a tus enseñanzas, recibía con agrado tus lecciones sobre el decoro y que trataba de caminar apuestamente. ¡Era curioso verle a él, que siempre había sido un poco montaraz, tratando de caminar erguido y con compostura! Sin embargo, entendió, gracias a tus desvelos, la importancia del decoro y de los modales. Pero en lo que respecta a las mujeres, tus enseñanzas fracasaron por completo, porque ni tenía medida entonces ni tiene medida ahora.
«¿Me gustaría saber qué piensa Alfonso de este arreglo matrimonial que ha concertado su madre a toda prisa?», se preguntaba Leonor, revolviéndose en el lecho, esperando en Ágreda la llegada de Jaime, su jovencísimo prometido. Para tratar de conciliar el sueño, repasaba sus enseñanzas acerca de la mesura y el decoro y las aventuras que se derivaron de ellas con aquel sobrino suyo, tan maduro para lo que le convenía.
Aunque Berenguela no estaba segura de que su hijo Alfonso asistiese a la ceremonia porque no había manifestado ningún interés en aquella boda, el infante se las ingenió para acudir sigilosamente a Ágreda a altas horas de la madrugada.
Por un instinto especial heredado de sus antepasados tanto por vía paterna como materna, y por la práctica constante a lo largo de siete años, había desarrollado un olfato especial para saber el lugar exacto en que se hallaba la mujer objeto de su deseo. Al igual que les ocurre a los monjes que van de monasterio en monasterio, cuya organización de espacios en torno al claustro permite orientarse correctamente a quien ha llegado de lejos, también Alfonso hacía lo propio en los castillos, porque, de tanto andar en ellos, se apañaba de tal modo que podía caminar por sus pasillos a ciegas y por ello casi nunca solía errar el golpe, aunque algunas de sus equivocaciones a punto estuvieron de costarle la vida.
Como le gustaban las emociones fuertes, mandó por delante a un hombre de su confianza con la encomienda de que, a su llegada, pasada la medianoche, le franquearan las puertas del castillo de Ágreda sin molestar a la guardia. Una luna llena y curiosa observaba al infante arrastrando su sombra por el patio cuando se dirigía con andar sigiloso al lugar reservado a las mujeres para el reposo nocturno.
Después de subir a tientas la escalera del cuerpo de habitaciones, se deslizó por el pasillo del lado derecho tanteando la pared interior y, en cuanto llegó a la cuarta puerta, respiró hondo, contuvo la respiración unos instantes y entró lentamente en el aposento elegido instintivamente.
Por el frailero del ventanuco se colaban destellos de luna indiscreta que iluminaban tenuemente la alcoba donde velaba Leonor.
—¿Habiendo luna llena, se te ocurre llegar casi de madrugada, sinvergüenza? ¿Es que no pensabas venir a despedirte de tu maestra, ahora que se va para siempre?
—A eso vengo precisamente, para mostrarte lo bien que he aprendido las lecciones que he recibido durante todo este tiempo —respondió Alfonso, sin hacer ademán de desvestirse y meterse en el lecho.
—En lo que respecta al decoro no has aprendido nada de nada. ¿Te parece decoroso penetrar, sin siquiera llamar a la puerta, en el dormitorio de una dama, justo en el momento en que se dispone a recibir a su prometido, que puede llegar de madrugada?
—Te aseguro, tía Leonor, que no he avisado por las prisas que tenía de estar contigo a solas, porque no quería que te fueras de Castilla sin mostrarte lo bien que he aprendido tus enseñanzas.
—Pues si esa es tu voluntad, empezaremos por la mesura. Todas las cosas del mundo tienen medida, pues quien se pasa de medida desborda y quien no cumple la medida estipulada yerra siempre.
—Y tú yerras ahora porque, siendo estos los últimos instantes que pasamos juntos, pierdes el tiempo.
—Te lo voy a decir más claro, querido mío. El que no aprovecha la ocasión que se presenta que no se queje cuando la ocasión desaparece. Es verdad que el tiempo apremia, porque de un momento a otro me casan con un mancebo al que no conozco y que querrá gozarse de mí aunque yo no goce. Goce yo aquí y ahora de tu desmesura y del gozo del que está gozoso, que yo no sé si podré volver a gozar en mi vida de semejante gozo.
—Hágase como en el trabalenguas, querida tía, que dices verdad cuando afirmas que yerra quien se queda corto —exclamó jubiloso Alfonso, metiéndose raudo y veloz en la cama con ella—. Porque conociendo de antemano la negativa y la tozudez de mi madre, corto me he quedado contigo por no mostrarte lo largo de mi pasión y lo profundo de mis sentimientos, por las muchas veces que he renunciado a intentar lo imposible, en vez de dar rienda suelta a mis amores por confundirlos con harta frecuencia con mis deseos.
Se buscaron con tanto afán el uno al otro que ni siquiera escucharon las trompetas anunciando la llegada del joven rey de Aragón en compañía de un numeroso cortejo de nobles y obispos aragoneses encabezados por el obispo de Tarazona, el de Huesca y el de Zaragoza.
Leonor siguió al pie de la letra el consejo de su hermana Berenguela de pensar en Alfonso cuando le tocó yacer con el rey de Aragón siendo ya un altísimo mancebo. Cumplieron pronto lo que se esperaba de ellos, porque al cabo de un año de la boda tuvieron un hijo al que pusieron Alfonso de nombre, en honor a su abuelo Alfonso de Aragón llamado el Casto.