CAPÍTULO 13
Maqueda. 1216
nquietos por el posible rescate de Enrique y por las deserciones de nobles que se producían en la corte para engrosar las filas de los leales a doña Berenguela, los hermanos Lara urdieron una estratagema.
—Tarde o temprano se nos escapará. Echa de menos el ambiente familiar y la vida muelle que tenía en Las Huelgas —dijo Fernando.
—Es un poco corto de entendimiento y, como benjamín tardío y criado ente mujeres, se nota que es blando y perezoso y poco dado al esfuerzo y al ejercicio de las armas. Parece que ha nacido para granjero o para pastor. Cuando sea mayor preferirá cuidar un rebaño que conducir un ejército —añadió Álvaro.
—Mejor para nosotros, así nos dejará hacer durante la minoridad y después al hacerse mozo. Para cuando eso ocurra, bueno será tenerle entretenido con mujeres para que se engolfe en los placeres de la carne —propuso Gonzalo.
—Todavía no tiene edad para corromperle con prostitutas. Lo mejor sería buscarle una infanta fogosa y maternal más interesada en hijos y en rezos que en cosas del gobierno del reino. Podrían ser Dulce o Sancha, que las tiene el rey de León por casar, aunque lo tiene difícil porque no son muy agraciadas y andan entradas en años —replicó Álvaro.
—Cualquiera de las dos podría ser su madre. Mejor convendría Mafalda de Portugal, antes de que se meta en el convento porque ya anda cerca de los veinte —sugirió Fernando.
—Pero Enrique todavía es impúber y mucho me temo que le queda bastante para despuntar —puntualizó Álvaro.
—A lo mejor espabila si se le ayuda con estímulos. Si Mafalda colabora, no pensará en otra cosa —intervino Gonzalo.
—Aparte de la diferencia de edad, hay consanguinidad. ¿Qué pensarán Berenguela y el papa? —preguntó Fernando.
—Ella ni se imagina esta astuta maniobra. Se enterará cuando hayamos cerrado el negocio y hará cuanto esté en su mano para desbaratarlo. Y el papa que diga misa… que la Iglesia es tan pronta en amenazar como lenta en sentar la mano. De momento los casamos y luego ya se verá. El caso es ganar tiempo ahora que el papa y los obispos están entretenidos con el concilio —concluyó Álvaro, que, aunque era el menor de los tres, por ser el alférez y el más osado siempre decía la última palabra.
Viajó a Portugal don Álvaro, trajo con engaño a Mafalda, doncella de largos cabellos, agraciada, menuda y muy lozana, diciéndole que Enrique tenía ya trece años y era muy cumplido para su edad.
Nada más ver al niño, y la cara de susto que tenía cuando le dijeron que le casarían enseguida con ella, Mafalda se dio cuenta de la trampa. Pero no quería volver de inmediato a Portugal sin comprobar algunos pormenores.
—No tengas miedo, hijo mío, que no tenemos ninguna prisa. Ya habrá tiempo para ello en cuanto madures.
—No tengo miedo, señora, solo tengo un poco de susto.
—¿Pero tú de verdad cuántos años tienes?
—Eso quisiera saber yo, porque antes tenía solo once, pero ahora tengo dos más.
—¿A qué juega mi señor cuando tiene que distraerse? —preguntó Mafalda para ganarse su confianza.
—A cuidar a los conejos y a los pollitos y a perseguir gallinas corriendo detrás con el gallo.
«Como hacen todos los reyes —pensó ella sonriendo—. Pobre criatura, este niño lo que necesita es la madre que le falta y no la esposa que le sobra».
Mafalda se sentía burlada y estaba confusa, pero no quería precipitarse ni agobiar al muchacho. Por una parte, prefería esperar un cierto tiempo, pero, a la vista del enconado conflicto que había entre la hermana del pequeño rey y el regente, sopesó regresar a su país. Para ello escribió una carta a su hermano el rey Alfonso contándole lo sucedido y pidiéndole que deshiciera el acuerdo. La contestación fue un jarro de agua fría para ella porque el rey de Portugal le exigió que cumpliera con su deber de esposa y que intentara por todos los medios consumar el matrimonio cuanto antes para no perder la dote asignada por el rey de Castilla. Por ello se armó de santa paciencia y con cristiana resignación procedió a aproximarse poco a poco a la criatura, jugando a menudo con él al ajedrez y llevándole a dormir a su cama, contándole historias y cantándole nanas y coplillas.
Pequeño vigía de la torre,
vigilad vos al celoso,
vuestro malvado señor,
más aborrecible que el alba,
porque nosotros aquí abajo
hablamos de amor.
Pero nos da miedo el alba.
¡el alba, ay, el alba!
Entre canciones, cuentos y caricias, Mafalda entretenía las veladas esperando pacientemente el despertar de su esposo.
—Si os molesta, lo dejamos, mi señor, que no quiero apremiaros ni afligiros.
—El que me apremia y me aflige es don Álvaro, pero vos podéis seguir poco a poco, señora mía, porque las cosquillas y las caricias que hacéis me dan mucho gusto y así me duermo enseguida.
Mafalda le había cogido cariño a la criatura y, como no le quedaba más remedio que dejar pasar el tiempo para que el árbol floreciera, se afanaba en ganarse su confianza a la espera de que la naturaleza proveyera lo que se esperaba de ella cuando estuviera en sazón Enrique. Este estaba gozoso con tan grata compañía por la dulzura con que le trataba y por las mañas que le enseñaba.
Berenguela, que se había enterado por una carta de su hermana Urraca de la boda de Mafalda y Enrique, aunque furiosa, nada pudo hacer ante los hechos consumados, a pesar de que consideró inapropiado e inconveniente el disparatado y precipitado casamiento de su hermano, asunto que por importante era de su exclusiva competencia. Pero hizo mucho para desbaratarlo porque, tan pronto como tuvo noticia de este, escribió al arzobispo de Toledo con el encargo de que entregara su petición de excomunión en mano al papa Inocencio, porque sabía que era imprescindible utilizar el conducto episcopal para evitar que se perdiera en los vericuetos de la curia entre el montón de asuntos cuya resolución se posponía por la urgencia en acabar el concilio.
El cardenal primado se las prometía muy felices al ver lo abultado del sobre que contenía las misivas y pensaba sin fundamento que la totalidad del contenido sería para él. Su decepción fue grande porque se dio cuenta de que le escribía solamente por su condición de intermediario del papa. A pesar de ello, leyó con mucho nerviosismo el encabezamiento.
«Nada nuevo —se dijo decepcionado—, lo de bienamado es un calificativo protocolario. Lo pone por rutina en todas las cartas. Podría poner sapientísimo de igual modo. Menos mal que me ha hecho caso y ha enviado a sus hijos a León con el padre. Por lo demás, lo que yo me temía: fracasos, retrocesos, congojas y lamentos de mujer. Solo me echa en falta a causa de su soledad y en ausencia de un consejero fiable, que es lo único que necesita de mi humilde persona».
En su carta al papa, Berenguela se refería exclusivamente al casamiento de Enrique con Mafalda, pero aparte de recordarle el grado de consanguinidad que había entre los contrayentes, no dejaba de mencionar que ella había hecho penitencia por su pecado al haberse casado también con un familiar cercano, añadía que ni había causa de guerra entre Castilla y Portugal, que ni ella, que era su hermana, ni el niño, que era menor de edad, habían dado su consentimiento y que la excomunión de ambos debía ser inmediata… y el entredicho cumplido con toda severidad. Y sobre todo recalcaba que si el niño se daba a la lascivia cuando le faltaba mucho para poder procrear, no habría modo de apartarle de la lujuria en todos los días de su vida y se desentendería por completo de la cruzada, del cuidado del reino y del servicio de la Iglesia.
La carta de Berenguela tuvo un efecto fulminante. «¡Válgame Dios, cuánta ambición, cuánto despropósito y cuánto desatino hay en los hijos de don Nuño y doña Teresa! ¿Adónde van a parar con semejante matrimonio que ni Dios ni la Iglesia aprueban ni la naturaleza consiente?», se dijo, escandalizado, don Rodrigo. Vista la gravedad del asunto e impaciente por servir a su reina, el arzobispo viajó a Perugia, donde, a pesar de sus muchos quehaceres conciliares y de su deplorable estado de salud, fue recibido por el papa Inocencio, que era un furibundo enemigo de los matrimonios incestuosos.
Como el caso que les ocupaba implicaba además a un rey niño de escasas luces, dictó excomunión para la pareja y, pocos días antes de morir, ordenó a Mauricio, arzobispo de Burgos, y a don Tello, obispo de Palencia, que separaran de inmediato a la pareja que ni había consumado ni había modo de que lo hiciera.
Don Álvaro no quería en ningún modo que Mafalda, de la que se había encaprichado porque era ya una mujer muy cumplida, volviera a Portugal.
—Señora mía, desde que habéis llegado a esta tierra habéis dado tales muestras de prudencia, sagacidad y buen corazón que es muy de lamentar la decisión del papa de privarnos de una reina tan piadosa, cumplida y hermosa como vos.
—Agradezco vuestro empeño de hacerme reina de Castilla. Vuestros elogios me halagan, pero ellos no tienen poder para torcer la voluntad de su santidad, que yo, como cristiana obediente, acato sin la menor reserva.
—A pesar de no haber podido conseguir el fin previsto, no por eso tenéis que regresar a vuestra tierra de inmediato.
—Disuelto el vínculo con don Enrique, ya nada puede retenerme en tierras de Castilla. Vuelvo tan doncella como llegué, porque nada he perdido en este tortuoso camino hacia el matrimonio y nadie espera otra cosa que mi retorno. Lo siento por don Enrique, que me tenía mucha afición y me temo que se llevará un gran disgusto porque se había encaprichado conmigo.
—¿Me podéis creer si os digo que vuestra presencia juvenil y vuestra radiante alegría han disipado la fúnebre tristeza de esta mortecina corte y han compensado los quebrantos y sinsabores que el oficio de regente conlleva?
—Es muy amable lo que decís, don Álvaro, pero abreviad porque ya lo tengo todo dispuesto para partir. El viaje es largo y el tiempo apremia —respondió Mafalda, ofreciéndole la mano en señal de despedida.
—Tengo que deciros que os amo desde el primer instante que os vi y, ya que no podéis ser la esposa del rey Enrique porque no lo consiente el papa, me ofrezco yo mismo en su lugar para daros en abundancia lo que él no podía —exclamó don Álvaro, poniendo cara del santo que acude al martirio con resignación.
Al sentir que don Álvaro, después de echarle su fétido aliento, retenía su mano con su extremidad sudorosa, sintió tal escalofrío que se quedó sin aire, crujió el hielo bajo sus pies y se fue hundiendo lentamente en el agua gélida de una charca sin fondo y a punto estuvo de sufrir un desmayo. Hasta entonces apenas había prestado atención al regente, uno más de los estirados y avejentados nobles castellanos que custodiaban a Enrique más que como a su rey, como si fuera un prisionero. Pero ahora le observó con detenimiento y repugnancia. ¿Cómo se atrevía a hacerle una proposición semejante aquel viejo de mirada fiera, respiración agitada y nariz hendida por un profundo corte, al que le faltaban tantos dedos como dientes en la mano gélida que le apretaba la suya y que arrastraba una pierna al andar como si llevara atada en ella una piedra? Dedujo que el regente había perdido el oremus y que, a causa de los muchos años, achaques y batallas, carecía por completo del sentido de la proporción, de la mesura y del decoro, y que estaba fuera ya de su tiempo o no estaba en su sano juicio de tantos disparates que hacía y desmanes que cometía tratando de alcanzar por la fuerza donde no llegaba con sus facultades o por sus méritos. Empujada por una repulsión visceral, hizo acopio de fuerzas y tiró fuertemente del brazo tratando de desasirse de aquella garra que apresaba su mano.
—¡Cómo os atrevéis a hacerme una proposición semejante! ¿En tan poco me tenéis? ¿Me tenéis por tonta o es que habéis visto pintada en mi rostro la desesperación de una mujer burlada y engañada? ¿Me estáis diciendo que lo que al niño le falta a vos os sobra? Desvergüenza es lo que os sobra, señor regente, porque habéis perdido la cabeza después de perder el honor. ¿Con qué tesoros y lisonjas queréis comprar el mío? Soltad mi mano, os pido, que vuestro aliento envenena todo lo que os rodea. Triste destino le espera al rey Enrique apresado en vuestras garras, como triste habría sido el mío de no haber sido por el papa, porque vos, después de haberme burlado con este matrimonio imposible, queréis herirme con otro reprobable. Hija y nieta de reyes soy. Mi destino estaba escrito. O reina o convento. Sabed que me espera en este último un esposo fiel que nada exige y siempre consuela.
Por fin pudo soltarse y escapar corriendo de aquel odioso caballero que levantaba castillos en el aire.
El pequeño rey Enrique se llevó un gran disgusto cuando conoció la partida de Mafalda, pero al cabo de unos días encontró consuelo de nuevo entre los polluelos y los conejos. Ella volvió a Portugal tan virgen como había venido. Cuando salió de Castilla, como no soportaba el trato que le daba su hermano en la corte, ya había decidido ingresar en el convento de Arouca, buscando la santidad entre la soledad de sus muros.
A pesar de aquel fracaso, los hermanos Lara no cejaron en su empeño y prepararon una entrevista en la ciudad de Toro entre los reyes de León y Castilla, Alfonso y Enrique respectivamente. Asistieron, acompañando al rey de León, las infantas Sancha y Dulce para ver si alguna de las dos era del gusto del pequeño Enrique.
«Hacer a Enrique yerno del rey de León es lo peor que puede ocurrirle a Berenguela, después de haberle quitado el reino de Castilla, porque además desplazaríamos a su hijo Fernando en la sucesión al reino de León que el rey Alfonso quiere para una de sus hijas», pensaba el regente cuando acudía a la entrevista.
A pesar de los esfuerzos de don Álvaro, aquella disparatada propuesta matrimonial tampoco cuajó. La familia real leonesa estaba escarmentada con tantas excomuniones y entredichos por culpa de los sucesivos matrimonios entre familiares cercanos. Y además, a Enrique, que acababa de cumplir doce años y todavía echaba de menos las caricias de la dulce Mafalda, aparte de adustas y engreídas, le parecieron muy mayores aquellas señoras, no en vano Sancha tenía veinticinco años y Dulce solo veintitrés, aunque parecía mayor que su hermana.
Se frustraron los matrimonios, pero ese fracaso le costaría muy caro a Berenguela, porque visto que el camino diplomático estaba cortado, los Lara acudieron a la fuerza para resarcirse de las afrentas y afianzar su posición.