CAPÍTULO 52
Jaén. 1244. Ciudad Real. 1245
n la primavera de 1244, para evitar un choque fronterizo, Alfonso, el heredero de Castilla, y el rey Jaime de Aragón firmaron el Tratado de Almizra para delimitar las fronteras entre ambos reinos. En garantía de su cumplimiento, doña Violante, de solo diez años, la hija habida del rey de Aragón con su segunda esposa, se casaría dos años más tarde con el propio Alfonso. Hechas las paces con su primo y futuro consuegro, el rey don Fernando podría dedicarse de lleno a la conquista de toda Andalucía. Se interponía en su camino Jaén, ciudad muy poblada y mejor defendida. Pese a haber fracasado en los dos intentos anteriores, no quería dejar a sus espaldas un bastión tan poderoso en su avance hacia Sevilla, que era el gran objetivo militar de su reinado.
Ayudados por un invierno inclemente, los defensores de Jaén, que habían resistido dos asedios anteriores, esperaban que los cristianos desistieran del último, como habían hecho dos veces con anterioridad. En lo peor del invierno de 1245 el rey don Fernando se presentó en Jaén de improviso para reforzar el asedio. Hasta allí le llegó la noticia de que su madre había salido de Toledo y se encaminaba hacia Córdoba. Aquella inesperada visita no podía ser más inoportuna, y, por ello, decidió salir a su encuentro a marchas forzadas. Después de que Fernando cruzara Despeñaperros, se encontraron en Pozuelo de don Gil (Ciudad Real), cerca de Alarcos.
«Se ha debido de pensar que tiene la salud de su abuela Leonor de Aquitania. Una aventura como esta a sus años puede costarle la vida», se dijo el rey al verla.
—De Córdoba a Toledo hay la misma distancia que de Toledo a Córdoba, hijo mío —exclamó la reina Berenguela a modo de saludo—. Si tu mujer no lo hace, será tu madre la que tiene que velar por tu salud. ¿A quién se le ocurre asediar Jaén otra vez, además en un invierno como este? Estás tú bueno para andar a campo abierto con estos fríos. ¿Tanta prisa tienes por matarte? Con lo bien que estarías a estas horas en Toledo. Estás muy desmejorado, Fernando, y empiezas a ser un viejo prematuro. ¿No sufriste bastante con la cabalgada hasta Córdoba, que a poco te mueres, y repites la historia en Jaén? De sobra sabes que cada ciudad que conquistas te cuesta cinco años de vida.
—¡Están divididos entre ellos, madre! Y es nuestra oportunidad.
—Hijo mío, llevan divididos veinte años. No los distraigas. No te mates tú. Dales un poco de tiempo para que terminen de matarse ellos solos. Verás después lo fácil que te lo dejan. Descansa un poco. ¿Qué hace tu mujer en Córdoba, que no te retiene a su lado?
—¿Cómo estás tú, que te veo un poco desmejorada?
—Es por el viaje y las preocupaciones. Pero no cambies de conversación.
—¿Qué quieres saber de Juana?
—¿Está otra vez en estado? ¿Se preocupa de ti y te cuida o solo se da la buena vida en esos palacios de los reyes moros?
—¿Cuántos años piensas que tengo?
—Tienes cuarenta y tres, pero eres tan atolondrado que a veces pienso que tienes treinta menos. Eras más sensato cuando te saqué de las manos de tu padre. Eso sí, impulsivo y terco como ahora. Pero entonces me obedecías. A regañadientes, pero, cuando se te explicaban las cosas, dabas tu brazo a torcer. Ahora ni escuchas ni haces caso. Eres igual que tu padre. Solo te interesa la guerra, la guerra y la guerra.
—Has dicho que tengo cuarenta y tres años y me tratas como si tuviera cuatro. ¿A qué esperas para soltarme de tus brazos y dejarme solo en el suelo? Te he dado pruebas de que puedo andar por mí mismo.
—Ya me di cuenta cuando lo de Córdoba, que te faltó tiempo para echar a correr detrás de la mudita.
—Otra vez con la misma historia. Te hice caso y se acabó. Me casé con la mujer que le convino a tu hermana.
—Esta Juana no quiere saber nada de ti ni de mí. Ni me quiere como madre ni me admite como reina. Era mejor Beatriz. Se notaba que había sufrido.
—A Juana le pasa lo que a Beatriz, que te respeta y te teme. Y no le gusta que me trates como a un niño.
—¿Le has contado lo que acordamos en Autillo o acaso lo has olvidado?
—Se lo he contado por encima, pero no termina de entenderlo. Tampoco lo entienden los trovadores, que ponen al primo Luis de Francia bajo las sayas de Blanca y a mí bajo las tuyas.
—¿Qué nos importan los trovadores a nosotros?
—Claro que nos importan, porque son los pregoneros que divierten a las gentes. Sus trovas son lo que les llega al común de los mortales y estos se hacen una imagen de nosotros por lo que ellos pregonan y cantan. Gracias a ellos, el tío Ricardo todavía vive en la memoria de las gentes como un héroe y por culpa de ellos a su hermano Juan se le recuerda como un bellaco.
—Ven algo más a Castilla para que te conozcan de cerca. Saben de tus hazañas, pero se han olvidado de tu rostro.
—¿Voy con una reina a cada lado?
—¿No pretenderás que yo me esconda?
—Deja un poco de sitio a Juana, que la trajiste para que reinara. Al menos era eso lo que me decías. ¿O solo era para apartarme de María Magdalena?
—Vino a nosotros para que reinara a nuestro lado y para apartarte de la mudita que te trajiste de Córdoba, que podía traernos grandes desgracias.
Fernando no podía soportar el agudo sarcasmo de su madre.
—Y dale con la mudita. Mira que eres lenguaraz. Es la segunda vez que lo dices. Sabes de sobra que me hizo mucho bien y, tal como se había acordado, la casamos con Colodro después de dotarla generosamente. No la llames mudita porque la bautizamos en la mezquita y le pusimos por nombre Magdalena.
—En eso acertaste. El nombre estaba muy bien puesto, por la melena y por los menesteres que le asignasteis.
—No te entiendo, madre. No te entiendo. ¿Te pasa algo? Sales sin avisar de Toledo amenazando con llegar hasta Córdoba. Acudo a tu encuentro para evitarte el cansancio y la zozobra del camino y, al poco de vernos, sacas a relucir todos tus agravios y no paras de hacerme reproches. Todo lo que hago te parece mal y le das la vuelta a todo lo que te digo. Te conozco, madre. ¿Cuál es el verdadero motivo de tu viaje, si me lo puedes decir por derecho? ¿De qué te quejas? Las cosas no pueden ir mejor para nosotros. Tú reinas en Castilla y yo conquisto en Andalucía. Jaén está al caer. Sevilla estará pronto a nuestro alcance. ¿Qué tramas? ¿Qué buscas? ¿Qué quieres? ¿Es que no podemos tener la fiesta en paz?
—¿Te extrañas de que quiera ir a Córdoba, la ciudad más grande de mi reino? Ya va siendo hora de que vaya. ¿No te parece que tengo derecho a conocerla a mis sesenta y cinco años? ¿A qué espero para llegar si esta vez no me pongo en camino? ¿Tú me preguntas que por qué quiero ir a Córdoba, cuando la sola noticia de que me acercaba sin avisar te ha arrojado al camino para evitarlo? Solo conozco Córdoba por lo que me dices y por lo que me cuentan… que por cierto no todo es bueno. Entre los legítimos y los bastardos ya no sé cuántos nietos tengo. Y tengo ganas de conocerlos. A los de Alfonso, a los de Fadrique y a los de Fernando, si es que los que les siguen no van por el mismo camino… y espero que tú no tengas ninguno.
—Ahora sales con los bastardos. Los infantes ya son mayores… Yo estoy muy ocupado con la guerra… Juana es más joven que ellos. ¿Qué quieres que le haga?
—Lo primero de todo, ubicar a Fadrique, que esperaba mucho y no ha conseguido nada. Que ha vuelto de Italia con familia y sin Suabia y, por lo ambicioso que es y lo resentido que está, puede ser un quebradero para el legítimo heredero de nuestros reinos. No hagas como mi abuelo Enrique de Inglaterra, que prometía y no daba, engañando a todos sus hijos queriendo contentar a todos. Deja las cosas claras con ellos y entre ellos desde el principio. Cuenta conmigo para ese espinoso asunto, que a lo mejor todavía me respetan. Tienes muchos hijos y todos con muchas ambiciones, pero solo uno puede ser rey y los demás tienen que someterse y obedecerle, porque, aunque sean sus hermanos, ya no son sus iguales. Y no se te ocurra repartir los reinos, que eso no es lo acordado y sería volver a empezar con las guerras y los incestos. Eso es lo que tienes que hacer cuanto antes. Poner orden en la casa para tener orden en el reino. Poner orden en la casa y dejar las cosas claras para que sepan a qué atenerse y se acostumbren a ello. Si la casa no está ordenada, el reino tampoco lo estará. Para eso estamos los reyes. Para eso voy a Córdoba, para poner fin a tanta relajación y educar a mis nietos si es que se dejan y todavía me respetan. Fernando, ¿no te das cuenta de que tú te estás matando y ellos se van a matar entre ellos cuando tú no estés? No se trata solo de conquistar, también hay que asegurar la paz interior del reino cuando faltemos.
—A mi hermano Alfonso le medías con otra vara. A él le permitías todo, incluso acostarse con la tía Leonor.
—No consiento que hables así de tu hermano, el más alegre, ingenioso y divertido de la familia, el más listo, el más generoso, el más leal de tus servidores, el más fiel de tus amigos, el mejor de tus consejeros. ¿Sabes por qué? No le eduqué para la guerra, le eduqué para la vida, dejándole disfrutarla para que no te mirara con envidia, sino con admiración. Eso es lo que les falta a mis nietos, que miran con envidia al heredero. Todos ellos quieren un reino que no han conquistado, pero no lo quieren para gobernar, sino para disfrutar ellos de las mieles de tus victorias.
Fernando, que había dejado explayarse a su madre, llevaba mucho rato mordiéndose la lengua; además estaba muy crecido por lo conquistado y por lo que iba a conquistar, así que no aguantó más la reprimenda de su madre y dijo lo que pensaba.
—Esos reinos lo estoy conquistando yo y los repartiré como me plazca.
—¿Esas tenemos, Fernando? Como me temía, se te ha subido el poder a la cabeza. Aunque eres mucho más listo que él, el pronto de tu padre y la soberbia que de él has heredado te pierden. Razón tenía yo en recordarte lo que firmamos en Autillo. Tus reinos son mis reinos, y son los reinos de tu hermano y también de tu tía Leonor, que se acostaba con tu hermano para amansarle, y gracias a ello ocupó tu lugar en Valladolid cuando se coronó rey en tu nombre. Tu tía Leonor se casó con Jaime para evitar una alianza con tu padre y que entre León y Aragón emparedaran Castilla. Tu reino sería también de tu pobre hermana Berenguela, que en paz descanse, porque la casamos con un viejo cruzado para que tu padre no te quitara el reino de León. Tu reino es mi pecado y el de Leonor, y el de don Pedro Muñiz y el de don Rodrigo y el de don Guillermo, que entre todos envenenamos a tu hermano Fernando el Portugués, porque tu padre le había prometido el reino que te correspondía por los tratados. Tu reino es mi reino y mi pecado porque, para que tu padre firmara los tratados que te dejaban León en herencia, a pesar de que estábamos separados, íbamos de castillo en castillo y de pecado en pecado, saltando por encima de mandamientos, excomuniones, entredichos y amenazas del infierno. ¡Ay, hijo mío! Reinar es lo más difícil del mundo, y en mi caso no ha sido un camino de rosas. ¿Te acuerdas de los degollados que visitaban a tu hermano por las noches? Pues a mí también me visita tu difunto hermano y se me queda mirando fijamente muchas noches. Eso a pesar de que estoy muy arrepentida, de que me ha perdonado el papa y de que he hecho mucha penitencia y haré más todavía durante el resto de mi vida.
Fernando veía que su madre se iba acalorando y se congestionaba a medida que avanzaba en su exposición, pero no escuchó o no quiso darse por enterado de que entre todos habían envenenado al primogénito y calló.
—Tu reino no es solo tu reino —continuó la reina—, es el crimen que Dios consintió para que conquistaras Úbeda, Baeza y pronto Jaén y Sevilla para la cristiandad y para que eduques a tus hijos en el cumplimiento de los mandamientos de Dios y en el respeto a la religión y a la Iglesia. No vaya a ser, cuando tú te mueras, que mis nietos se comporten como los hijos de mis abuelos Enrique y Leonor, que se mataban entre ellos después de acabar con su padre. O sean excomulgados por el papa, como vuestros primos de Portugal. Para eso iba a Córdoba, para poner el orden que tú no pones, porque estás encelado en la guerra con los moros y te olvidas de la que se está fraguando entre tus hijos por falta de educación.
Fernando, que tenía la cabeza en Jaén y en Sevilla, escuchaba las quejas de su madre con cierta desgana. Le parecían lamentos de vieja. No entendía a dónde quería ir a parar con aquel sermón, porque con sus conquistas estaban consiguiendo el objetivo común de la vida de ambos y también de su hermano Alfonso. La unión de los reinos cristianos, principalmente León y Castilla, y la lucha victoriosa contra el enemigo común. Sabía que ella era ambiciosa, pero no comprendía que se quisiera inmiscuir en asuntos menores de la familia. Ella no sabía ya distinguir entre lo principal y lo accesorio. Para él, era una mujer de otro tiempo. Por eso la interrumpió:
—Si ya te has desahogado y has dicho lo que tenías que decir, ahora me toca a mí. Pero quiero que hablemos de madre a hijo.
—¡No me interrumpas, Fernando! Esto no es un desahogo, es la cruda realidad. Soy yo la que determino cuándo he acabado, que a lo mejor tú le das un giro a la conversación y luego pierdo el hilo de lo que estaba diciendo. Ahora toca hablar de reina a rey. Después tendremos tiempo de hablar de madre a hijo. —Fernando ladeó la cabeza y puso cara de resignación—. Excusa que sea tan pesada, pero, de una vez por todas, quiero dejar una cosa bien clara, que además es la clave de la relación entre nosotros. De antes y de ahora. Que la reina efectiva soy yo. Berenguela de Castilla, que además soy tu madre. Pero fui reina antes que madre. Beatriz antes y Juana ahora solo son reinas consortes. El reino de Castilla es mío por herencia, porque me lo dio mi padre, porque era la mayor, porque me correspondía a la muerte de Enrique, porque evité que me lo robara tu padre cuando estaba conjurado con los hermanos Lara para quitártelo. Te saqué de sus garras con astucia y con riesgo, para entregártelo a medias.
»Y luego el reino de León. Yo ya era reina de León por matrimonio. Tú no heredaste el reino de León de tu padre. Él no quería dejártelo de ninguna manera. Se lo ofreció a tu hermano, se lo regalaba a Juan de Brienne, se lo prometía a Jaime de Aragón, se lo dejaba a tus pobres hermanas Sancha y Dulce o al primero que pasara por el Camino de Santiago, con tal de que no fuera a parar a tus manos. Fíjate qué padre tenías, ¡el pobre! No creía en ti, no confiaba en ti. El hijo suyo y mío que ha devuelto las campanas a Compostela para honra suya y para que le arrullen en su soledad, recordándole hora tras hora que el heredero que él rechazaba había realizado con el apóstol el milagro imposible. El reino de León era mío porque me tuve que casar con un ciego lleno de resentimiento para salvar a mi padre y para defender el reino de Castilla. Y al final negocié con la madre de tus hermanas para que lo tuvieras sin guerra y sin deshonor. ¿Dejé en tus manos dos reinos? ¡No, hijo mío, no! ¿Nos repartimos los reinos? ¡Tampoco! Hicimos algo mejor. ¡Los compartimos! Eso no quiere decir que yo sea medio reina. Ni tu medio rey. No somos dos soles, somos un solo sol que da luz en dos habitaciones distintas de una misma casa, pero la luz nace de la misma fuente. La fuente del esfuerzo, de la paciencia, de la astucia, de la constancia y sobre todo de la legitimidad conseguida por la herencia, por los tratados y por la bendición del papa, que no es fácil de lograr. Tu luz abrasa a nuestros enemigos con la guerra, mi luz calienta a nuestros súbditos en la paz. Tú incendias en Andalucía, yo hago que maduren los frutos en Castilla. Tú divides a los moros y los combates. Yo uno León y Castilla con mi gobierno, mantengo la paz en la retaguardia y procuro que no os falte de nada ni a vosotros ni a nuestros ejércitos. Pero no soy una simple intendente o una obediente responsable de suministros, que es a lo que tú te has acostumbrado. Sigo siendo la reina efectiva de todos nuestros reinos. De los que administro y de los que suministro. Y tú sigues siendo el rey de todos nuestros reinos, de los que conquistas y de los que confiscas.
Berenguela estaba sofocada y congestionada, notaba que le faltaba el aire e hizo una pausa para respirar, pero no dejó de amonestar a su hijo.
—Juana es reina, ¡qué duda cabe! Pero reina consorte, nada más y nada menos. Pero su luz es solo un reflejo de tu gloria, como la luna del sol. Como te decía, el único sol en estos reinos somos nosotros: Berenguela y Fernando, aunque no les guste y hagan burlas los trovadores y algunos nobles envidiosos en este mundo de hombres en que nos ha tocado vivir.
Fernando escuchaba en un respetuoso silencio las razones de su madre y no osaba interrumpirla de nuevo.
—Habrás comprendido que el motivo por el que yo quería ir a Córdoba no era solo por conocer esa maravilla de ciudad que dices. Es por algo mucho más importante: quiero que mi calor llegue también a Córdoba y que mi luz ilumine la vida de tus hijos y la de mis nietos, igual me da que sean legítimos que bastardos, ¡que los pobres apenas si me conocen y tampoco los conozco a ellos!
El coraje que llevaba en el cuerpo, el enfrentamiento con su hijo y un invierno inclemente hicieron que Berenguela enfermara. Por ello, Fernando retrasó su regreso a Jaén, porque se temía por la vida de su madre. Tuvieron tiempo de hablar de madre a hijo durante seis semanas, hasta que estuvo en condiciones de viajar. Entonces decidieron de común acuerdo que él continuaría con el cerco de Jaén y ella volvería a Toledo para recuperarse.