CAPÍTULO 5
Sahagún. Primavera de 1214
l grande y famosísimo monasterio benedictino de San Fructuoso y San Primitivo estaba perfectamente preparado para el encuentro, con la torre irguiéndose soberbia muy por encima de los campanarios de las iglesias de Sahagún oteando la inminente llegada de los reyes de Castilla, que estaban tardando más de la cuenta.
A pesar de que, quebrantado por sus achaques, Alfonso de Castilla obligaba a detenerse a la comitiva con cierta frecuencia para tomarse un descanso, el recorrido entre Carrión y Sahagún por el Camino de Santiago lo realizaron en una jornada.
Al contrario de lo que le ocurría cuando llegaba a San Zoilo de Carrión, que para don Alfonso el Noble era un cesto de recuerdos de la infancia y un remanso de paz, el imponente recinto monástico de San Fructuoso y San Primitivo de Sahagún le entristeció sobremanera porque le traía siempre malos presagios a causa de la muerte de su padre, pocos meses después de firmar el Tratado de Sahagún con su hermano Fernando.
Hacía muchos años que no se reunía la familia real en Sahagún y, por ello, los monjes disputaban para participar en el servicio del comedor. El abad don Miguel Grajal habilitó turnos entre los monjes, de modo que ningún hermano ni novicio de cierta edad se quedara sin servir al noble rey don Alfonso, vencedor de Las Navas de Tolosa, y al resto de su familia.
Berenguela, que ya había tenido tiempo para asearse, cambiarse y acicalarse para disimular la fatiga del camino, mandó que fueran a buscar al rey Alfonso de León. Cuando se encontraron a solas, después de observarle de los pies a la cabeza y de acariciarle con la mirada, al igual que hacía cuando se daba cita con él en los castillos del reino, exclamó:
—¡Vaya, vaya, vaya con Alfonso el de León! El más aguerrido y astuto de todos los príncipes cristianos, vencedor de cien batallas contra los infieles. ¡Qué bien le sienta el paso de los años a este hombre valeroso que ha decidido no envejecer y llena de espanto a las canas insolentes que todavía no han osado esconderse en sus rizados cabellos! —Le miró fijamente a los ojos y enredó sus largos dedos en su cabellera.
«Esta mujer no cambia, siempre tan zalamera, siempre con la misma música», se dijo, sonriendo de oreja a oreja.
Alfonso sospechaba que Berenguela exageraba, pero le sabía a miel el borbotón de elogios que salían volando como mariposas de los labios de la mujer amada o que fue amada y deseada y poseída y ahora añorada. Todo eso era todavía Berenguela para él, aunque no quisiera reconocerlo. No pudo evitar evocar aquellos siete años que pasaron juntos en los que ella siempre le sorprendía con sugerentes disfraces e ingeniosos comentarios llenos de halagos y elogios hacia su persona, preámbulo de encuentros apasionados y galopadas tumultuosas. ¿Adónde fueron a parar aquellos divertidos juegos de amor y placenteras sorpresas en los lugares más imprevistos? ¿Dónde quedó el puerto seguro en el que atracaba el bajel de sus temores, en el que se serenaba su brazo y se posaba el furtivo sueño sin fantasmas y pesadillas? Todo aquello que había vivido y soñado se lo llevó para siempre el papa dejando en sus labios el regusto de la añoranza y el sabor agridulce del vinagre de las maldiciones y el deseo de venganza.
—¡Qué te puedo decir a ti que no parezca vulgar! ¡A ti, Berenguela, tan hermosa e ingeniosa como siempre! Lástima que malgastes tu juventud y vivas como una monja recluida en Las Huelgas, en vez de holgar de vez en cuando conmigo en los castillos como amantes que fuimos no hace tanto tiempo. ¡Qué bien nos irían las cosas si me hicieras caso por una vez! Sé que no te lo vas a creer, pero te sigo echando de menos y siempre me agrada encontrarme de nuevo contigo.
—Más te agradará todavía mirarte en el espejo de nuestros hijos cuando veas reflejados en ellos la gracia, la hermosura y la fuerza que tuvimos en nuestra juventud. En todo nos aventajan y en mucho nos superarán, cada cual con su propia personalidad, con dones acrecentados y con nuestros defectos disminuidos. Te harás lenguas de lo mucho que se quieren y se respetan entre ellos y a nosotros también.
—¿De veras? ¿Lo dices en serio?
—Han crecido tanto que no los vas a conocer. Preguntan a menudo por su padre. Yo les tengo informados y se enorgullecen de tus conquistas… salvo de las amorosas, que desconocen por completo. Por cierto, me han contado maravillas de doña Aldonza.
—Nada que tú puedas envidiar, salvo su extremada juventud…
—Parece que también es portuguesa. Se ve que te atraen más la dulzura y la melancólica tristeza que la alegre franqueza de las castellanas.
—Me tengo que consolar con esto que encuentro porque no hallo aquello que tuve… y que me robó este maldito Inocencio. A no ser que cambies de opinión y volvamos de nuevo a lo nuestro.
—Aquello pasó, querido amigo. Como el papa no lo permite y Dios no lo ve con agrado, la conciencia no lo consiente.
—Eso lo dices ahora, pero no era lo que hacíamos entonces, a pesar de la excomunión.
—Entonces jugábamos con fuego. Con el fuego del infierno. Ahora rige la sensatez y el deber gobierna mi vida, y esta ya no me pertenece porque está al servicio de la cruzada. —Berenguela tenía prisa por hablar de lo que de verdad le interesaba y, como si no supiera nada al respecto, le preguntó haciéndose la ignorante—: ¡Qué descortesía la mía, te pregunto por tus amantes y no me intereso por tus hijos!
—¿A cuáles te refieres? Porque tengo muchos y de distintas madres.
—Eso ya lo sabía, pero me refiero a los que conozco y que tuviste con Teresa de Portugal.
El rey de León no se esperaba que Berenguela sacara tan pronto el asunto.
—Mis hijos mayores están conmigo ahora. Los he acogido en mi corte porque tu cuñado Alfonso, el rey de Portugal, maltrataba a mis hijas y, como Teresa no puede soportarlo, ha preferido que Sancha y Dulce vengan conmigo.
—Entonces, ¿has dejado a Fernando en Portugal? —preguntó Berenguela, haciéndose de nuevas.
—También he traído a Fernando. ¿Qué otra cosa podía hacer? —musitó, esquivando la mirada de Berenguela.
—Supongo que eso no afectará al derecho de sucesión de nuestro hijo, tal como fue acordado en el Tratado de Cabreros.
—En principio, no tiene por qué afectarle. Lo escrito… escrito está.
—¿Cómo que «en principio»? En principio, no me gusta tu ambigüedad. ¿No será que has cambiado de opinión? Te conozco, Alfonso, y noto que me ocultas algo.
—Ya empezamos con los recelos de siempre. Eso son solo suposiciones tuyas.
—¿Suposiciones? Según tengo entendido, en todos los documentos oficiales ya figura como el «primogénito».
—¿Acaso no es el primogénito? En ninguna parte se ha escrito que sea el heredero del reino de León. Es tan hijo mío como los demás, y por ello tiene que acompañarme cuando yo lo diga o cuando me convenga. Y como hijo mío debe conocer a las gentes y estar al corriente de los asuntos de mi reino como lo estaba tu difunto hermano Fernando de los del reino de Castilla, porque nunca se sabe lo que puede ocurrir. Sabes de sobra que si no llevo otra reina conmigo es para que tú sigas siendo la reina de León para mis súbditos. ¿Te parece poco?
—Ahora que tienes a las hijas de Teresa contigo ya no tienes sitio en tu corte para más reinas.
—También pueden quedarse nuestros hijos conmigo. Me refiero a los hijos varones Fernando y Alfonso —terció Alfonso.
«Nunca se sabe lo que puede ocurrirle a nuestro Fernando si se queda en la corte contigo estando el otro por medio», pensó Berenguela angustiada, al otear el peligro que se cernía sobre el derecho a la sucesión y sobre la misma vida de Fernando el Montesino.
—¿Qué prisa tenemos por dejar a nuestros hijos contigo al albur de los vicios y peligros de la corte? Fernando todavía no ha cumplido los trece años. Alfonso acaba de cumplir once y les queda mucho por aprender. Todo se hará a su debido tiempo, si no tienes opinión en contrario.
—Tienes toda la razón en eso. Ya sabes que yo llevo una vida muy agitada y en lo que concierne a la educación de los hijos no soy un modelo que digamos. No me cabe duda de que, bajo tu mirada, no pueden estar en mejores manos —respondió el rey de León, que prefería tener al «heredero» lo más alejado posible de su corte.
—En eso estamos de acuerdo. Porque tú te dejas llevar por las pasiones y aparte de la guerra y de los negocios del reino tienes muchas otras preocupaciones. Y sabes muy bien que la mejor educación es el buen ejemplo de los padres.
—Para qué nos vamos a engañar si me conoces de sobra. Los tres que traigo conmigo ya están crecidos y, bien o mal, ya están educados. Ahora toca casar a las infantas…
—Y colocar al primogénito, ¿no es eso?
—Eso lo dices tú, que siempre sacas las cosas de quicio y solo ves mala intención en todo lo que hago. También es mi hijo, ¿no? Después de declarar heredero al nuestro, algo tendré que hacer por el primogénito, o quieres que le encierre en un convento como a su madre.
La conversación no daba más de sí y solo podía empeorar. Berenguela acababa de confirmar sus temores. «No caben dos gallos en el mismo corral», pensó. Con un padre tan voluble, los derechos de su hijo Fernando no estaban garantizados en absoluto. Si el «primogénito» seguía en la corte y acompañaba a su padre por todos los lugares del reino, los nobles, los obispos y el pueblo entenderían lo que eso significaba. El rey le estaría designando de facto como «heredero» del reino de León. De ser así no habría servido para nada su matrimonio con Alfonso. El encuentro con este había sido esclarecedor. Berenguela ya sabía a qué atenerse, pero cuando se dirigía en busca de su familia para acudir a la cena con todos ellos, no sabía de qué modo hacerlo.
—Se nota que hoy no tienes un buen día —le espetó su hermana Leonor, viendo que llegaba con cara de pocos amigos, cuando se encontraron para acudir a la cena en familia a la puerta del salón que había acondicionado el abad Grajal para el acontecimiento.
—No es el mejor precisamente y lo peor es que no encuentro el modo de enderezarlo —musitó entre dientes Berenguela cuando entró en el refectorio del abad y contempló a Fernando el Portugués riendo a carcajadas, sentado a la derecha de su padre, que ya había ocupado el lugar preferente de la mesa.
«¡Ay, Señor! Este Fernando ya no es el niño que yo conocí, ahora es un hombre hecho y derecho. Y se parece mucho a Alfonso. En la hechura y en los gestos. Salta a la vista que el padre ha puesto en él todas sus complacencias. Parecen uña y carne. Esto se ha puesto para mi hijo mucho más difícil de lo que yo esperaba y a mí se me va a atragantar esta cena, si es que pruebo bocado», pensó Berenguela, haciendo de tripas corazón.