CAPÍTULO 51

Burgos. 1239-1244

A

pesar de las veces que se había encontrado con fray Guillermo en el convento de San Juan, al que hicieron prior gracias a ella, Berenguela nunca había hablado con el abad de Sahagún del asunto que tanto la inquietaba, pero ahora tenía que hacerlo porque necesitaba saber exactamente cómo fue envenenado el infante Fernando el Portugués.

Después de los saludos protocolarios y de encomendarle la misión de acompañar a Fadrique hasta Roma para introducirle en la corte papal, le expuso con toda claridad la delicada misión que agitaba su conciencia.

—Doy por seguro que conocéis bien al papa Gregorio IX y tenéis fácil acceso a su elevada dignidad, ¿estoy en lo cierto, don Guillermo?

—Ya le conocía bastante bien cuando solo era el cardenal Ugolino di Segni. Yo solo era prior de San Juan y él era una eminencia. Creo haber gozado siempre de su confianza y le estoy muy agradecido por haberme dado su bendición como abad, por haberme retenido con él en Roma y porque me apoyó incondicionalmente cuando se amotinaron los burgueses. Pero el aprecio que tiene a mi modesta persona no es nada comparado con la estima que tiene a vuestras majestades. No solo por lo que ha supuesto para la cristiandad la conquista de Córdoba, sino porque os considera un ejemplo de virtudes cristianas y el espejo en que deben mirarse las reinas y príncipes de todo el orbe cristiano.

—Todos somos pecadores. Los reyes tenemos muchas cosas de que arrepentirnos —interrumpió Berenguela—. Pero, decidme, ¿tenéis suficiente confianza con él para que escuche de vuestra boca la confesión que voy a haceros?

—Seré vuestro mensajero para lo que necesitéis. No podría ser de otra manera, porque no solo conseguisteis que volviera a mi tierra burgalesa, sino que gracias a vuestra tenacidad lograsteis para mi humilde persona el cargo de abad de Sahagún, que me ha permitido viajar a Roma y ganarme la confianza de su santidad.

—No sabéis cuánto me reconfortan vuestras palabras, porque desde hace muchos años tengo un grave problema de conciencia cuya solución solo está al alcance del Santo Padre.

—¿Qué puede hacer este humilde servidor que sea de provecho para su majestad?

—Primero, necesito de vuestra memoria para ayudarme a recordar y después de vuestra palabra para obtener el perdón —dijo Berenguela, que hizo un gesto de recogimiento como para pensar mejor lo que tenía que decir—: Recordaréis que, pocas semanas después del encuentro familiar que celebramos en vuestro monasterio hace ya veinticinco años, vos mismo nos trajisteis a Las Huelgas la nefasta noticia de la muerte del primogénito del rey de León, junto con la sospecha de que había sido envenenado. Años después, mi antiguo marido le dijo a nuestro hijo Alfonso que fui yo quien envenenó a su primogénito. Este me visita de tiempo en tiempo cuando estoy sola. Se sienta a mi lado y me mira en silencio. Es solo un momento. Lo que se tarda en rezar un padrenuestro. Después desaparece. Se nota que no quiere molestar. Yo tampoco quisiera molestaros, pero, siempre que acude, su presencia me llena de turbación y de temor. Por eso necesito que recordéis todo lo que pasó aquellos días aciagos desde que llegó el rey de León con su familia a vuestro monasterio hasta que regresamos nosotros a Burgos. Puesto que había sospechas, la visita del infante difunto me hace sentirme culpable de su muerte; si bien es cierto que yo deseaba fervientemente para que mi hijo Fernando heredara el reino de León, dejé la decisión del asunto en manos de Dios, que es a quien corresponde dar o quitar la vida a los reyes y al resto de los mortales. Y por ello, cuando supe de su muerte, tuve una gran alegría con una mezcla de compasión, pero la sospecha de que le habían envenenado me llenó de estupor y de miedo. Debéis saber que ni yo le envenené ni ordené a nadie que lo hiciera, ni tampoco lo autoricé. Entenderéis, por tanto, que yo necesite, por encima de todas las cosas, saber por qué se sospechaba que él había sido envenenado y qué fundamento tenían las sospechas. Cuando me visita el difunto, os recuerdo a vos mismo sirviendo la cena y también a fray Anselmo trayendo el vino; a los infantes disputando con caracoles sobre una mesa y a mi hermana Leonor hablando con él al final de la noche.

—Me habéis pedido que recuerde y no necesito hacerlo porque todo lo que ocurrió aquellos días lo tengo presente en mi memoria. Desde el primer momento supe que aquel encuentro en familia en Sahagún con un Fernando primogénito y otro Fernando heredero no podía traer nada bueno. Así se lo hice ver a don Rodrigo Jiménez de Rada en Carrión cuando le llevé la noticia. También don Pedro Muñiz lo sabía. Conocía perfectamente al Portugués y también a vuestro hijo Fernando. Me dijo que el rey de León estaba tan ciego como Isaac el hijo de Abraham, porque había decidido que el reino fuera para Esaú, que era el primogénito, y por ello Jacob se tendría que conformar con el plato de lentejas. Se sabía desde hacía mucho tiempo que el Portugués no tenía madera de rey. Aunque no le hubiéramos visto correr tras las doncellas de Sahagún, solo observando su comportamiento en la mesa, sentado enfrente de vuestro hijo, se podía deducir quién había sido educado para rey y quién para ser su servidor. Conocí vuestra desazón durante el camino de Carrión a Sahagún y no se me escaparon las miradas de desaprobación que don Pedro Muñiz dirigía al primogénito por su comportamiento, y de complacencia hacia vuestro hijo y hacia vos por vuestros modales. Al igual que don Pedro, me di cuenta de que el rey de León desmentía con sus hechos lo que estaba acordado en el Tratado de Cabreros.

—¿Tan evidente era para vuestra reverencia la actitud del rey de León hacia sus hijos?

—La vida del convento nos obliga a los frailes a hablar poco y a observar mucho, para que nada se nos escape de lo que ocurre a nuestro alrededor. Más en un caso como aquel, con un litigio de la familia real por medio.

—¿Sabéis qué maña se dio don Pedro para envenenar al infante?

—Me imagino que lo hizo con el vino, pero no supe ni el cómo ni el cuándo.

—¿Cómo sabéis que fue él?

—No lo sé a ciencia cierta, porque no tengo la prueba definitiva, pero recuerdo que, cuando yo era novicio, fray Anselmo envió a un hermano con un pellejillo de veneno para que se lo entregara en Compostela a don Pedro, que también era boticario y alquimista e intercambiaba saberes y productos con nuestro boticario. Este me dijo una vez que mediante algunos venenos se podría encontrar el elixir de la inmortalidad y que don Pedro envenenaba poco a poco a los animales para poder resucitarlos, y por eso los disecaba esperando algún día encontrar el elixir que los devolviera a la vida. También sabíamos que buscaba la piedra filosofal en las rendijas de los sillares de la basílica del apóstol. Nunca tuvimos noticias del hermano que peregrinó a Compostela. Quizás se extravió en el Camino de Santiago, se envenenó él mismo sin saberlo o le mataron para robarle.

—¿En qué se fundaba el rey de León para acusarme de la muerte de su hijo?

—Era lo que quería escuchar de nuestra boca porque insistía en el asunto una y otra vez siempre que venía a nuestro monasterio. Supongo que el propio padre Anselmo debió de meterle esa idea en la cabeza con insinuaciones pero sin pruebas, porque ni él ni nosotros disponíamos de ellas.

—¡Y yo que he pensado durante todo este tiempo que el veneno que mató al infante también afectó a don Diego López de Haro y a mis padres!

—Es imposible, porque el veneno no estaba en las jarras. Nos habríamos envenenado todos. Me imagino que debió de introducirse en algún momento de la noche en alguna copa de vino que le sirvieron a propósito. Se ve que Dios consintió que así fuera. Él dejó caer la teja sobre la cabeza de vuestro hermano don Enrique o empujó a este a que pasara bajo ella, por eso permitió que muriera el primogénito del rey de León, dado que tenía grandes designios para vuestro hijo el rey don Fernando. Él nunca se equivoca. A la vista están los resultados del reinado de vuestro hijo. Por acción u omisión, nosotros solo hemos sido instrumentos de su divina voluntad.

—Vuestras palabras me aclaran en parte lo que pasó, pero tampoco traen a mi espíritu el sosiego y la paz que he perdido desde entonces. Dios está muy por encima de nuestras cabezas y ante él solo soy una pobre mujer que ni puede ni osa pedirle cuentas por lo que hace o deja de hacer. En cambio mi conciencia me reclama a gritos el perdón y la expiación por la penitencia.

—Yo no tengo potestad para perdonar esta clase de pecados en la parte de responsabilidad que os pudiera haber correspondido por haber expresado tan claramente vuestro malestar, aunque no mediaran órdenes concretas al respecto. En los asuntos de príncipes y reyes la potestad de perdonar descansa solamente en el Santo Padre.

—Ni puedo ni debo desplazarme hasta Roma para confesarme ante su santidad para asumir toda la responsabilidad de haber podido inducir la muerte del infante a causa de mis gestos o razonamientos, porque esa era entonces mi voluntad. Pero como soléis viajar a Roma a menudo, ruego a vuestra reverencia que entreguéis dos cartas al papa de parte de mi hijo Fernando y, además, que tengáis a bien exponer en privado al papa los antecedentes y los pormenores de la muerte del hijo del rey de León y consigáis el perdón de mis pecados de pensamiento y de deseo, con el compromiso de que cumpliré íntegramente la penitencia que se me imponga retirándome al monasterio de Las Huelgas, para hacerlo privada y humildemente.

—¿Cómo sabrá el Santo Padre que actúo en vuestro nombre?

—Ahora mismo escribo una carta a su santidad para confirmar lo que acabo de encomendaros.

Al santísimo padre y señor Gregorio, por la Providencia Divina sumo pontífice de la sacrosanta Iglesia romana, Berenguela, por la gracia de Dios reina de Castilla y de Toledo, besa los pies bienaventurados con filial reverencia tan debida como devota.

Dada la extraordinaria multitud de gracias que de vuestra exuberante bondad yo y mi hijo recibimos frecuentemente de vuestra santidad, quisiera manifestarle el afecto que yo y mi hijo siempre os tuvimos y tenemos. La causa de no escribiros frecuentemente no se debe a una falta de devoción, sino a la vergüenza que por naturaleza ha contraído el sexo, que me hace posponer el deseo de escribir y, sobrecogida de estupor, considero una presunción el deseo de tocar la orla de vuestro vestido. Ahora quiero dar las gracias a Dios porque me ha dado la oportunidad de encomendar al venerable y querido Guillermo, abad de Sahagún, varón próvido y discreto, que por otros motivos iba a comparecer ante vuestra presencia, exponer ciertos asuntos que no quise referir por carta para que con seguridad y confidencialmente os los declare. Él os podrá también abrir nuestro corazón con mayor libertad y detalle.

Dada en Burgos el 5 de diciembre de 1239

Una vez escrita a toda prisa la carta y sin tiempo de hacer correcciones en ella, Berenguela se la leyó de viva voz al abad y al entregársela le dijo:

—Entenderéis que no podía ser más explícita por carta, porque la Iglesia guarda para siempre los documentos que extiende o que llegan a sus manos, por ello dejo para vuestros labios lo que no puedo referir por escrito, dado que sería muy prolijo contar de este modo la sustancia y los pormenores del asunto. Me imagino postrada a los pies del papa, como la hemorroísa arrancó un milagro de Nuestro Señor cuando consiguió tocar la orla de su vestido. Ofuscado estaba mi entendimiento y enmarañados mis nervios cuando escribía la carta, pero estoy segura de que vos sabréis explicaros elocuentemente ante el Santo Padre para conseguir la absolución de mi pecado.

—No dudéis de que así lo haré y que el papa os otorgará su perdón.

—Ahora solo me queda rezar a Nuestro Señor para que lleguéis a tiempo de encontrarle con vida, porque es tan provecta su edad que supongo que se debe a un milagro de los cielos. No olvidéis decirle que estoy dispuesta a aceptar la penitencia que se me imponga, pero procurad que no sea pública, porque no ha habido motivo de escándalo y además están de por medio dos obispos, y, de saberse lo acontecido en Sahagún, redundaría en perjuicio de vuestro monasterio y de la Santa Madre Iglesia.


Al poco de salir don Guillermo hacia Roma con las cartas de los reyes y acompañando a Fadrique, se casó, ¡por fin!, el infante don Alfonso con doña Mafalda González de Lara, cumpliendo el acuerdo matrimonial urdido por el arzobispo de Toledo, veinte años antes, para dar fin al conflicto entre la corona y el señorío de Molina. Cuatro años más tarde murió doña Mafalda, después de darle un hijo y una hija. Meses después de quedarse viudo, visitó a su tía Leonor, que estaba muy enferma en el monasterio de Las Huelgas de Burgos. Hacía muchos años que el rey Jaime, que consiguió la separación de Leonor alegando consanguinidad, se había llevado consigo a Alfonso, porque los obispos y nobles le reconocieron como legítimo heredero del reino de Aragón.

Esta vez le recibió en su celda de la clausura de Las Huelgas, pero no como reina de Aragón, sino como una monja más a la que el resto de las religiosas llamaban hermana Leonor. La encontró sentada en una silla junto al lecho. Estaba muy hinchada y respiraba con dificultad.

—¡Vaya con mi sobrino Alfonso! Esto sí que no me lo esperaba yo. No sabes la alegría que me das con esta visita tuya. Te hacía en Córdoba o en tu señorío de Molina. ¿Qué te ha traído por Burgos?

—Me caso, tía.

—¿Otra vez?

—Sí. Me caso otra vez. He venido en busca de la novia.

—¡Y yo que te hacía soltero de por vida cuando jugábamos con fuego en nuestra juventud! Los hombres no escarmentáis nunca. Mira que sois bobos. Siempre tropezáis con la misma piedra.

—Necesito tener más hijos para dejarles todas las heredades que me correspondan en el repartimiento de Córdoba y en los que vengan. Pero fíjate lo que es la vida. La pobre Mafalda era nieta de Manrique Pérez de Lara y ahora me caso con Teresa González de Lara, la hija de don Gonzalo Núñez de Lara.

—¿Y qué le parece a tu madre que te cases con la hija de uno de los hermanos Lara, que tanto daño nos hicieron durante el reinado de Enrique y al principio del de Fernando?

—No podemos llevar los agravios de generación en generación. También le hizo sufrir mucho mi padre al principio del reinado de Fernando y mi madre le perdonó en cuanto se murió. Mucho lloró por él por aquel entonces.

—En cambio ahora todo son alegrías para nuestro reino. Se ve que Fernando estaba tocado por la mano de Dios.

—Con la conquista de Córdoba, la situación de mi hermano, que ahora se siente mucho más fuerte, ha cambiado completamente. Le ha dado el respiro que necesitaba para reponer su quebrantada salud y puede atender a su joven esposa y recorrer sus reinos mientras los nobles y las órdenes militares incrementan sus posesiones en Andalucía. Regresó a Córdoba con la disculpa de llenar el vacío dejado por la muerte de Álvaro Pérez de Castro en la frontera cordobesa. Pero lo que en realidad quería era alejarse de mi madre y ofrecer sus palacios y jardines a Juana para que esta montara una corte nueva a su capricho. En unos pocos años ha hecho los repartimientos y ha añadido a sus posesiones la totalidad de la actual provincia de Córdoba y buena parte de la de Sevilla.

—Eso es muchísimo. Parece milagroso.

—Fernando aprende deprisa y visto el desabastecimiento y la hambruna que hubo en Córdoba en 1238 por culpa de la devastación de los campos y la expulsión o huida de sus gentes, ahora mantiene en sus tierras a los musulmanes de las poblaciones, que se rinden sin combatir, y les permite detentar sus posesiones, conservar su religión y ser gobernados por los ancianos o los cadíes que ellos eligen.

—Es mejor ser generosos. Yo también he perdonado a Jaime, aunque no podré llorar su muerte como hizo Berenguela con la de tu padre, porque lo mío va a peor y parece que no tiene arreglo y el Señor querrá ahorrarme muchos sufrimientos y me llamará a juicio a no mucho tardar.

—Me entristece lo que me dices, pero me alegra verte feliz.

—Es verdad que lo soy, pero me imagino que también tienes curiosidad por saber qué hace una mujer como yo metida a monja.

—Supongo que todas las hermanas tenéis motivos para ello.

—¿Dónde íbamos a estar mejor para no ser un estorbo en la corte? Cuando nuestros maridos se mueren o nos abandonan y se quedan a nuestros hijos, encontramos aquí la paz que nunca hallaríamos en otra parte. Aunque no vaya a ser mi caso, vivimos más, vivimos mejor y somos más felices al abrigo de estos muros con una vida reglada y sencilla, sin sorpresas ni sobresaltos. Vivimos sin tener que complacer a nadie y buscando a Dios en las pequeñas cosas.

—Entiendo todo lo que me has dicho, pero ¿con qué lámpara buscáis a Dios en medio de tanta oscuridad?

—No estorbando su llegada. Dios habita dentro de nosotros y es la luz que ilumina la oscuridad. Se le encuentra en el silencio y en la oración y sobre todo en la meditación, pero sin empujarle ni buscarle porque viene cuando quiere y como quiere. Por eso nuestro padre San Bernardo dispuso que nuestros templos fueran de piedra blanca, templos de elevación y de luz, sin pinturas ni adornos que nos distrajeran. Pero para que llegue a nosotras, tenemos que no pensar y no querer, solo esperar en paz y quietud. Allá fuera la vida es como un río que se desboca. Aquí dentro es como un remanso de agua cristalina que se remansa como los lagos de las montañas de Neila.

»¿Me preguntabas si soy feliz? De verdad que lo soy desde que descargué mi conciencia y me perdonaron los pecados.

Alfonso pensó que se refería a los encuentros amorosos de su juventud y después de que ella se separara del rey de Aragón.

—¡Qué tonto eres, Alfonso! —continuó Leonor, adivinándole el pensamiento—. No me refiero a lo que tú piensas. Aquello nuestro, como mucho, eran juegos de niños que a nadie dañaban y mucho nos enseñaban. ¡No, hijo, no! No me refiero a los pecados de la carne, me refiero a los pecados de la sangre. Esos sí que hacen daño al que los sufre y al que los comete. Casi más al segundo que al primero, porque siempre lleva esa carga sobre su conciencia. Noche tras noche.

—Eso me pasa a mí muchas noches con los cautivos que degollamos en Jerez, hace ya quince años.

—Y a mí, desde que tuve la sospecha de que, sin ser consciente de ello, había envenenado a tu hermano Fernando el Portugués, hace ya treinta y dos años. Ese ha sido mi pecado y esa, la cruz que he tenido que llevar sobre mi conciencia durante toda mi vida. Una cruz muy pesada, ¡no te creas! La penitencia que me impuse ha sido muchísimo más llevadera.

—¡Nunca lo hubiera pensado! ¡Siempre te he visto tan alegre!

—La procesión iba por dentro, pero tenía que disimular. Me costó mucho no contártelo cuando estuviste conmigo al poco de separarme y, como no mencionaba a tu hermano, me preguntaste por el asunto. Noté que te preocupaba y mucho, y tenías toda la razón en querer saber qué le había pasado, pero no te aclaré nada. Es cierto que el pobre no estaba preparado para reinar y que tenía razón tu madre para temer una guerra interminable entre los reinos si tu padre le quitaba a Fernando el reino de León, pero nadie tenía derecho a quitarle la vida. Ese derecho solo lo tiene Dios. Él sabrá lo que hace y por qué lo hace. Su voluntad fue llevarse a mi hermano Enrique y le cayó una teja en la cabeza. ¡Pobre hermano mío, pero bendito sea el santo nombre del Señor! Así es la vida. Tu madre estaba muy nerviosa en Sahagún. Parecía que el mundo se le venía encima. No hacía más que decir: «¡Dios lo quiere! ¡Dios lo quiere!». Y fíjate, ¿quién lo iba a decir? Aquellas dos desgracias, la de Fernando y la de Enrique, fueron para bien. Entiéndeme. Para bien de la cruzada, porque después de lo de Córdoba, parece que viene lo de Jaén y después vendrá lo de Sevilla. Pero ¿quiénes éramos nosotros para mover el dedo de Dios? Eso es lo que yo me he preguntado durante todos estos años. Queremos entender a Dios, y eso es soberbia. A Dios no hay que entenderle porque eso es imposible. A Dios hay que aceptarle como es, entre otras cosas porque no nos queda otro remedio. Eso es lo que hacemos las hermanas. Cantar sus alabanzas, orar, meditar y trabajar. Orar por todos vosotros para que sigáis el recto camino y también por nosotras mismas para el perdón de nuestros pecados. Y sobre todo para sacar del purgatorio a todos nuestros antepasados.

Leonor sabía que Alfonso quería conocer lo ocurrido y que quizás era ese el motivo principal de su visita.

—¿Quieres saber realmente lo que ocurrió? Pues guárdame el secreto. Fue todo muy sencillo. Mientras vosotros jugabais con los caracoles, los frailes nos traían vino de la bodega. Tu madre me hizo una señal para que embriagara a tu hermano. Creo que lo hizo para dejarle en evidencia ante todos. Yo bebí a escondidas, pero no mucho. Después don Pedro trajo una copita de licor, me miró fijamente a los ojos y me dijo que yo no lo probara, que era solo para hombres. Pero yo no le hice caso y probé solo un poco. Aunque el licor estaba dulce, me supo raro. Menos mal que solo le di un sorbito a la copa, ¡buena la hago si me llega a dar por beber…! Solo sospeché que pudo ser aquel licor la causa cuando nos llegó la noticia de la muerte de tu hermano. ¿Cómo iba a pensar que aquel obispo iba a hacer una cosa semejante? Nunca me atreví a decir nada de aquello y tampoco tu madre me preguntó nada al respecto.

Alfonso escuchó todo lo que necesitaba saber de aquel suceso que había pesado como una losa sobre su familia durante toda la vida. Aunque no volvieron a hablar del asunto, visitó diariamente a su tía hasta su fallecimiento, ocurrido unas semanas más tarde. Después viajó a Toledo para contarle a su madre todo lo que había averiguado acerca de lo ocurrido en Sahagún.