CAPÍTULO 7
Burgos. 1214
an pronto como aclararon los cielos, hicieron el camino de vuelta y regresaron a Burgos para descansar durante una temporada, pero, al cabo de dos meses, el rey, que andaba muy débil de fuerzas, dispuso la salida del judío islamizado Ibrahim Al-Fakhar a Marrakech para proponer la firma de una tregua con el Miramamolín, de modo que el pequeño Enrique tuviera diez años de paz con los sarracenos para afirmar su reinado.
Durante unas semanas, don Alfonso y doña Leonor esperaron en Las Huelgas una carta de Blanca. Cuando llegó, supieron que el heredero de Francia había sido bautizado con el nombre de Luis, como el padre, que el parto había sido normal y que nada más nacer rebosaba salud. Terminaba pidiendo noticias de Urraca, que no contestaba sus cartas.
—Yo pensaba que solo nos lo hacía a nosotros, pero veo con tristeza que hace lo mismo con su hermana Blanca —exclamó don Alfonso.
—Nunca ha llevado bien que mi madre eligiera a Blanca en vez de a ella para casarla con el delfín —intervino la reina Leonor—. Y no nos lo ha perdonado porque pensaba que le correspondía a ella por orden de nacimiento. En las pocas cartas que escribe se nota que no es nada feliz con el rey de Portugal. Nunca le cita por su nombre de pila ni nos habla de él con entusiasmo. Sus hermanas Sancha y Teresa han tenido que ponerse bajo la protección de la Iglesia porque las vejaba y maltrataba.
—Hicimos de menos a Urraca y nunca me lo he perdonado a mí mismo. Siento que estoy en deuda con ella —musitó don Alfonso.
La infanta Leonor, que todavía estaba por casar, sintió envidia de Blanca, pena por Urraca e inquietud por su padre, que, con tal de desagraviar a su hija y conocer a sus nietos, era capaz de emprender un viaje que podía ser el último de su vida.
Cuando todavía se estaban acomodando en el monasterio, se presentó el mayordomo con la cara desencajada trayendo consigo a un fraile benedictino recién llegado de Sahagún profundamente alterado:
—Santo cielo. Es fray Guillermo. Algo terrible le ha ocurrido al rey de León —dijo Berenguela, corriendo a su encuentro.
—Lo peor que podía pasarle, señora —respondió, con la respiración entrecortada—, porque ha muerto el infante don Fernando el Portugués este lunes. Le entró un flujo del vientre, como a muchos otros en estos reinos, y no le dieron mucha importancia. Después tuvo unas fiebres tan altas que le fueron consumiendo y los médicos no fueron capaces de salvarle la vida. Le llevarán a enterrar a Compostela junto a su abuelo don Fernando. Hay voces que dicen que el joven infante murió a causa de un veneno. Puede que el obispo don Pedro Muñiz averigüe si es solo un infundio o son ciertos esos rumores.
La noticia cayó como un rayo entre los miembros de la familia real de Castilla. Mientras observaba de reojo a Berenguela para no perderse la reacción de su hermana ante la noticia, la infanta Leonor, que estuvo charlando con el mozo hasta muy tarde, enmudeció y se quedó pensativa recordando todo lo ocurrido en Sahagún.
—Pobre muchacho. Algo parecido le sucedió a nuestro primogénito cuando tenía una edad semejante —exclamó la reina Leonor, rompiendo a llorar.
—Me imagino lo que estará pasando ahora mi primo y le compadezco —señaló el rey don Alfonso compungido.
«¡Escila! ¡Hemos pasado por Escila! ¡Qué horror!», pensó para sus adentros Berenguela, viendo al infante con una imagen tan viva y exacta que se quedó pálida y fue incapaz de articular una sola palabra, pero se repuso de inmediato y rompió el silencio preguntando a fray Guillermo si, antes de morir, le fueron administrados los sacramentos.
—Tuvo tiempo justo de recibirlos. La comunión y la extremaunción se las administró el obispo don Pedro Muñiz. Después, pidió perdón por sus pecados y, poco antes de expirar, dijo que perdonaba a todos los que le habían hecho algún daño porque no quería ir ni al infierno ni al purgatorio.
Esto sabido, estuvieron un buen rato cabizbajos, lamentando en voz baja la muerte del muchacho, recordando la cena en el monasterio de Sahagún e imaginando la futura relación entre los reinos.
—El rey de León es imprevisible y no sabemos cómo reaccionará ante esta desgracia. Tenemos que reforzar nuestra alianza con el rey de Portugal. Enviémosle emisarios para pedirle que se acerque con Urraca y sus hijos a Plasencia y allí nos encontraremos con él. Que vayan otros a Nájera para informar a don Diego López de Haro de la muerte del muchacho y decirle que le esperamos en Valladolid para ir todos juntos. Salgamos lo antes posible ahora que todavía los días son largos para, si Dios quiere, estar de regreso antes del invierno.
Mientras el rey ordenaba a su mayordomo acelerar los preparativos para el viaje, Berenguela, sobre la que había caído la negra nube de la culpa y notaba que le faltaba la respiración, viendo que necesitaba sentir el aliento de la vida, escuchó la llamada de la sangre y fue en busca de sus hijos Fernando y Alfonso para confirmar que estaban bien de salud y fundirse en un abrazo con ellos.
Tan pronto como se encontró con ellos, les comunicó la funesta noticia y los abrazó estrechamente, enredándose sus brazos a su cintura como los zarcillos de una parra, juntándose a su cuerpo, haciendo que fueran un solo espíritu y una sola carne. Una carne llena de vida con una misión que cumplir. En aquella realidad terrenal que era aquel abrazo, a ras de tierra había una energía ilimitada. Sentía que los tres juntos serían invencibles y podrían lograr todo lo que se propusieran. Ella era la cabeza y marcaría el rumbo de los acontecimientos. Ellos eran la fuerza de los brazos y las piernas. Pero los tres tendrían que latir al unísono con un mismo corazón. Esta beatífica sensación disipó todos sus temores y en un momento recuperó todas sus fuerzas, y mientras los muchachos pugnaban por desasirse, ella trataba de retenerlos. Tanto forcejearon en uno y otro sentido que los tres terminaron rodando por el suelo.
Como la pugna era de dos contra una, mientras Alfonso le hacía cosquillas, Fernando utilizaba la fuerza para tratar de sujetarla y enseguida se volvieron las tornas y entre los dos apresaron a la madre.
—Ríndete o muere, sarracena —exclamó Fernando.
—No me rindo a ti, me rindo al rey de León.
—¿A mi padre?
—A tu padre, no. Me rindo a vosotros dos porque juntos tendréis que heredar su corona en el momento en que Dios así lo disponga. Esa corona por la que tanto he luchado os pertenece también a ambos y deberéis compartirla. Aunque la lleve Fernando sobre la cabeza porque es el primogénito, tú también, Alfonso, la llevarás en el corazón, porque Dios ha sentenciado que ese reino sea para vosotros. Ya me encargaré yo de que Enrique, cuando herede el de Castilla, no se distraiga de la empresa que mi padre no va a poder terminar y de que juntos la hagáis realidad cuando los tres llevéis a los ejércitos cristianos a la victoria en una nueva cruzada.
—Nuestra madre dice cosas rarísimas, ¿no te parece? —exclamó Alfonso, tan pronto como Berenguela desapareció de su vista.
—Un poco sí, me pareció al principio. Nunca la he visto reírse de esa manera. Casi se ahoga de las risas —replicó Fernando.
—De las risas y de las lágrimas. Tan pronto hacía lo uno como lo otro.
—Yo no he entendido muy bien lo que nos ha dicho cuando empezó a hablar en serio. ¿En qué cabeza cabe que dos hermanos se pongan a la vez la misma corona? Tú no te hagas ilusiones, que el primogénito de nuestros padres soy yo —sentenció Fernando.
—El primogénito de nuestro padre es el otro Fernando.
—Pobrecillo, era el primogénito, aunque el heredero era yo. No te olvides de que ya se ha muerto, aunque yo no termino de creérmelo.
—Entonces, si tú te mueres, el rey seré yo.
—Primero se tiene que morir nuestro padre y después… después no me pienso morir yo, aunque sea muy viejo. Y detrás de mí reinará mi primogénito.
—No es justo que los segundones no puedan llegar a reinar.
—Más os vale, porque ser rey es lo más difícil que hay en el mundo. Todos te miran y todos te vigilan y no te dejan hacer lo que te da la gana, como sueles hacer tú, aprovechando que todos se fijan en mí. Para ser rey hay que acostumbrarse a sostener la mirada de los demás, a que todos te miren y te critiquen, y tú te has acostumbrado a todo lo contrario: a escaparte de cualquier manera, a sacudirte de todas las obligaciones, a dejar las cosas a medias y a que te den todos los caprichos.
—A los reyes también les dan todos los caprichos. Mira nuestro padre, tiene todas las mujeres que quiere.
—Eso no es cierto, porque no consigue que vuelva con él nuestra madre, que es lo que más le gustaría. ¿Por qué no tomas como ejemplo a nuestro abuelo?
—Ya me fijo en él, pero me da mucha lástima. Está muy viejo y muy enfermo. Me parece que no va a durar mucho y que ha salido de Burgos huyendo de la muerte, porque siento que la muerte viaja ahora con nosotros.