CAPÍTULO 12
Grande entre los grandes
«La Historia te está esperando», le dijo McEnroe en el vestuario de Flushing Meadows poco antes de saltar a la pista. Nadal acudió a la cita. El 13 de septiembre de 2010 se convirtió en el séptimo tenista en ganar los cuatro títulos del Grand Slam. Venció a Djokovic por 6-4, 5-7, 6-4 y 6-2 en la final del Abierto de Estados Unidos, en un lunes de tormentas en Nueva York. El partido se detuvo una hora y 58 minutos con 6-4, 4-4 y 30-30. Ganador también en Roland Garros y en Wimbledon ese mismo año, firmó su mejor temporada. Hubo otras con más títulos, pero ninguna de tal cualificación. El triunfo en Nueva York significaba unirse al grupo de Fred Perry, Donald Budge, Roy Emerson, Rod Laver, Andre Agassi y Roger Federer.
«All 4 one». La camiseta que conmemoraba la cuadratura del círculo lucía pocas horas después en Nike Town, en la Quinta Avenida, bajo una inmensa bóveda acristalada. El edificio donde acudí para entrevistarle se encuentra rodeado de tiendas de marca poco asequibles para la mayoría de los bolsillos. Con anterioridad al encuentro realizó un acto promocional junto a McEnroe. El estadounidense salió del ascensor, a las doce de la mañana, con aspecto de haber dormido poco. Vestía tejanos y zapatillas de deporte, su uniforme habitual, y una americana que apenas dejaba ver si iba acompañada de otra prenda. Gran admirador de Nadal, acostumbra a colmarle de elogios en las retransmisiones televisivas, hasta el punto de aseverar en alguna ocasión que su volea es mejor que la de Federer, juicio que no goza de amplio consenso.
Había el lógico ajetreo en uno de los centros neurálgicos de la marca que viste a Nadal. Jóvenes inquietos deseosos de ser los primeros en calzarse el atuendo de los cuatro grandes y, en terreno reservado exclusivamente para el periodismo, la inquietud entre quienes tuvimos la fortuna de una conversación one to one, entre ellos Christopher Clarey, de The New York Times, residente en Sevilla durante algunos años y con un impecable manejo del español.
Nadal tomó Nueva York sin aparecer con los mejores predicamentos de su raqueta. En la gira norteamericana de pista dura, termómetro más cercano para evaluar el estado de los favoritos, perdió con Murray en las semifinales de Toronto y con Marcos Baghdatis en cuartos de Cincinnati. «Estaba pegando mal el revés y he pasado dos semanas, de Toronto a Cincinnati, mirando vídeos de cuando lo golpeaba bien. En los Juegos de 2008, a principios de ese año, en Doha y en Abu Dabi, lo pegaba perfectamente. Me miraba en esas imágenes e intentaba analizar lo que hacía realmente bien», me contaba, ya como campeón del Abierto de Estados Unidos.
Es un ejercicio habitual. También en la casa que alquila cerca de Wimbledon se ha dormido en numerosas ocasiones revisando sus propios partidos. Pasa mucho rato frente a sí mismo, sobre todo en los torneos importantes, contemplando actuaciones previas. A veces lo hace después de un entrenamiento, fundido físicamente. Observa confrontaciones donde estuvo a un alto nivel. Metaboliza bien las imágenes, confronta presente y pasado. Se mira. Se busca. Llega al próximo entrenamiento, o al partido correspondiente, con los deberes hechos.
Federer se presentaba en Flushing Meadows con buena pinta. Finalista en Toronto y ganador en Cincinnati, parecía en disposición de pasar página después de que en 2009 Del Potro terminara con su racha de cinco títulos consecutivos. Volvía a contar con un entrenador, tras otro de sus períodos de autogestión. Annacone, avalado por el trabajo junto a Sampras, ocupaba su rincón. No anduvo lejos de alcanzar la final. Perdió con Djokovic por 7-5, 1-6, 7-5, 2-6 y 5-7, dejando pasar dos pelotas de partido, circunstancia que iba a repetirse un año después.
El Abierto de Estados Unidos constató el grado de autonomía técnica de Nadal, su independencia a la hora de tomar decisiones. Además de las dificultades con el revés, no venía sacando bien. En una de las primeras series de preparación, en la pista Arthur Ashe, con Mónaco al otro lado de la red, se percató de lo mucho que le costaba ganar los puntos con el servicio a contraviento. «Así, aquí, en Nueva York, no tendré opciones de nada», se dijo, antes de tomar la determinación de modificar la empuñadura para el saque, con un grip más continental que le permitiera tocar más el cuerpo de la pelota. Innovación y riesgo en vísperas de un torneo del Grand Slam, con excelentes resultados. En los seis partidos previos a la final, solo cedió su saque en dos ocasiones, después de servir durante 91 juegos.
Sangre caliente
A Toni entonces únicamente le correspondió otorgar el plácet al cambio en la ejecución del servicio. Su influencia ha sido indiscutible en los años de formación y en los comienzos de su sobrino en la élite, sin obviar el seguimiento y la corrección continua que hace de sus evoluciones. «Mi tío siempre ha sido muy duro conmigo desde pequeño», me decía en aquella entrevista. «Entrenaba bajo una presión enorme. Todo eso que en aquel momento parecía una barbaridad para mí después me ha permitido asimilar y superar mucho mejor las adversidades. Cuando fallaba una pelota o cuando hacía las cosas mal, él siempre estaba con la sangre caliente. Me decía cualquier cosa, se cabreaba, e incluso me daba algún bolazo. De hecho, de niño salía llorando de algunos entrenamientos».
De los distintos encuentros que he tenido a solas con Nadal, fue aquel uno de los más reveladores. Pudo deberse al momento especial en el que se produjo, con el campeón coronado junto a los mejores de siempre, un año después de que Federer se incorporase a la ilustre nómina con su primer título en Roland Garros. Siempre presto a desmitificarse, Nadal desvelaba partes del reverso del ídolo. «Se me hace pesado hacer fijos seguidos en los entrenamientos, mentalmente me cuesta, aunque sí soy capaz de entrenar durante mucho tiempo a una concentración muy alta».
Los fijos, repetir hasta el hartazgo una idéntica ejecución de determinado golpe. Calcar el gesto. Pueden ser centenares o miles de pelotas. Un mismo posicionamiento de piernas, la misma finalización, idéntico destino, bolas y bolas que esperan un tratamiento exacto. Es una de las bases del éxito en cualquier deporte, incluso en las disciplinas colectivas. «Repetición, repetición y repetición», titulaba Enric González su Zona Cesarini el 3 de noviembre de 2014. He aquí un párrafo. «Hace unos años, un técnico español [de fútbol] aún en ejercicio me comentó, exagerando, que “entrenar a un equipo es como adiestrar a perros. Se trata de repetir, repetir y repetir, y luego seguir repitiendo”, explicó; “el talento del entrenador consiste en que los jugadores no se aburran, se sientan bien tratados y comprueben que las repeticiones sirven para que el equipo juegue bien”. [...]. El fútbol es un baile colectivo que exige el máximo rigor. Eso se logra con repeticiones».
Roland Garros-Wimbledon-Abierto de Estados Unidos. Tres grandes de una tacada. Obligado tirar de hemeroteca, rescatar figuras en blanco y negro, nunca desteñidas gracias a su carácter mineral. Nadal, alineado junto a nombres de un tiempo lejano, señores de pantalón largo que jugaban con raquetas de madera y se desenvolvían sin apenas movimientos perturbadores. Fred Perry, que fundó en los años cincuenta una de las más célebres marcas de ropa deportiva, el tenista con maneras de galán que se codeó en Hollywood con Mary Pickford, Marlene Dietrich, Douglas Fairbanks y Errol Flynn. También a él le gustaba mirarse y aprender de sí mismo. Fue tetracampeón de Wimbledon y del US Open, vencedor en Roland Garros y en Australia en los años treinta. Donald Budge, el primero que consiguió levantar las cuatro copas en un mismo año, 1938. Amante de las melodías de Tommy Dorsey y batería en sus ratos libres, en los que se dejaba ver saboreando copas de cava. Roy Emerson, «un mercenario del tenis que no conocía la fatiga», en palabras de Gimeno, uno de sus contemporáneos, ya en los años 60. Rod Laver, el único sucesor de Budge, doble campeón del Grand Slam en el sentido ortodoxo, ganador de los cuatro majors en 1962 y en 1969, ahí es nada, obviando los contratiempos del paso al profesionalismo. También ingresó entre los más distinguidos en el Abierto de Estados Unidos. Lo hizo con 24 años y 32 días, algo más joven que Nadal, quien tocó el cuarto puerto con 24 años y 71 días, siendo el tercero más precoz en lograrlo, también superado por Budge. Andre Agassi, un salto en el tiempo. «Tenía un carisma descomunal. Te hacía entrar un poco intimidado en la pista. Era muy agresivo. Desde la primera bola que tocaba, te hacía ir de un lado a otro todo el rato», evoca Moyà, que le ganó sobre la moqueta de Paris-Bercy en los cuartos de final de 2002. Roger Federer, santificado en Roland Garros 2009, sacando provecho de la única derrota de Nadal en el torneo, sobre esa tierra que se había mostrado renuente a la magnitud de sus encantos.
Bastante ajeno a las generaciones que le precedieron, cuyo juego apenas ha contemplado, Nadal sí era muy consciente del valor que entrañaba colocar su apellido al lado de seis tenistas únicos, con Agassi y Federer como referentes bien conocidos. Por lo general, en los deportistas de hoy apenas despiertan interés las grandes figuras del pasado. Su pragmatismo les envuelve en un detallado y hasta obsesivo seguimiento de quienes pueden ser los más delicados opositores en la cancha, pero carecen de pasión retrospectiva. Sucede en casi todas las disciplinas. Pocos casos conoce uno como el de José Luis González, subcampeón del mundo de 1500 metros al aire libre en los Mundiales de Roma de 1987, quien, desde que empezó a correr, contaba con unos severos conocimientos de la historia del mediofondo y del atletismo en general, movido por la veneración hacia sus antecesores, en los que encontraba un permanente estímulo para seguir aprendiendo.
Nadal conoce sucintamente la historia del tenis, pero valora el privilegiado lugar que ocupa en ella. El hecho de poseer los cuatro grandes le llena de orgullo, como sucede con perseguir los 17 majors de Federer gracias a sus 14 títulos del Grand Slam. Detrás de ese desinterés confesado por volver al número uno, lugar donde ya ha residido en dos largos períodos, late la verdadera prioridad en los últimos años de su carrera: alcanzar o superar al suizo en un registro muy válido para designar al mejor tenista de todos los tiempos.
Objetivo, el récord de Federer
Eliminado en octavos de final de Wimbledon 2014 por el australiano Nick Kyrgios, Nadal contempló desde su domicilio en Palma la final entre Djokovic y Federer. La victoria de Nole suponía que le arrebataba de nuevo el número uno. Un triunfo del suizo, con quien ha solido mantener una relación algo más estrecha, daba a este su octavo Wimbledon y decimoctavo grande. Reacio a hablar ante los medios de la posibilidad de competir con Federer por ese cielo eterno, asunto que suele saldar con una manifestación de humildad, apelando a la manida fórmula del partido a partido, confesó entre su círculo algo lógico y evidente: prefería el triunfo de Djokovic aun a costa del número uno, pues lo que más le preocupa ahora es «lo otro», en sus propias palabras. Tiene claro en su horizonte que puede al menos intentar alcanzar a Federer. La victoria de Nole, después de un inolvidable partido que consumió los cinco sets, favoreció sus intereses.
Al inicio de 2010, en vísperas del Abierto de Australia, donde Nadal se retiró por lesión en cuartos de final cuando perdía por dos sets a cero y 3-0 en el tercero frente a Murray, conversé telefónicamente con Laver desde su domicilio en la localidad californiana de Carlsbad. Si muchas habían sido las comparaciones de Nadal con Borg, también abundaron las semejanzas con el australiano, zurdo como él, rocoso de cabeza y el primero en devastar a los rivales gracias al poder de sus golpes liftados.
«Yo ponía mucha carga de liftado sobre la pelota con una raqueta de madera, algo bastante difícil. Por mis condiciones no podía pegar regularmente a la bola plano, sino que necesitaba ganar control a través de ese tipo de golpe», me explicaba Laver, un tipo pequeño, de apariencia enclenque en sus comienzos, sostenido por un enorme talento y por la envergadura de su antebrazo izquierdo. Solía llevar una pelota en esa mano, que presionaba con el fin de fortalecerlo. Un periodista de The New York Times lo midió por curiosidad en 1968: la circunferencia del antebrazo era idéntica a la del boxeador Rocky Marciano.
«Su esfuerzo por reunir lo necesario para triunfar en todas las superficies resulta admirable», decía el tenista de Rockhampton al ser interpelado sobre Nadal, sin disimular su mayor identificación con el estilo de Federer. «Entre otras cosas, juega con el revés a una mano. Rafa es la nueva versión del tenis moderno, con un poderoso top spin, revés a dos manos...».
«Laver trabajaba con especial dedicación la volea de revés y el segundo servicio», me dice Santana. «Era, como Nadal, un perfeccionista, y, al igual que él, convertía cada entrenamiento en un ejercicio de una intensidad que difería muy poco de la de la competición. Poco tenía que ver con él en su potencial físico. Bajito para los tiempos que corren, daba la impresión de padecer algún tipo de minusvalía en su antebrazo derecho por las proporciones que tenía el izquierdo».
Aún considerado por algunos especialistas como el mejor tenista de siempre, el de Rockhampton también contaba con una extraordinaria fortaleza mental. Pudo comprobarlo Santana en los cuartos de Wimbledon, precisamente en 1962, cuando Laver se encaminaba hacia el primero de sus dos Grand Slam. El español ganó el primer set por 16-14 y dominaba por 5-3 en el segundo, antes de verse engullido por 9-7, 6-2 y 6-2. «Una vez que aprendes a jugar y a competir, que has adquirido una cuota estimable de experiencia, la resistencia anímica supone el 50%. Llega un momento en que ya lo sabes casi todo; en cierto modo eres como un robot. Poco a poco te vas conociendo a ti mismo y eres capaz de modificar la estrategia en medio de un partido casi de modo automático», proseguía el australiano, con once de los grandes en su vitrina.
Enemigos insospechados
Antes del Abierto de Estados Unidos llegó Wimbledon. Ausente en 2009 por la tendinitis en sus rodillas, Nadal regresaba al escenario donde había protagonizado uno de los más grandes partidos de siempre. Nadie había olvidado ni nadie olvidará la primera de sus copas sobre la hierba londinense, en otra imperativa revisión de los libros, al sumarse a Borg, testigo de la hazaña, en la duplicidad de máximos méritos acumulados en París y Londres en una misma temporada, y tomar el relevo de Santana, también presente en el All England Club y único español con tenis y arrestos para hacerse con la victoria en la Catedral, en 1966.
Como ha ocurrido en más de una edición, las mayores dificultades aparecieron en la primera semana. Territorio propicio para grandes sacadores, Wimbledon brinda a tenistas insospechados la posibilidad de su minuto de gloria. Poco importa en ocasiones el ranking. Robin Haase, un gigantón holandés que partía con la discretísima etiqueta del 151º en el escalafón, le llevó hasta los cinco sets en la segunda ronda, impulsado por 28 aces. Aún más difíciles le resultaron las cosas contra el alemán Philipp Petzschner, que también exigió todos los parciales antes de ver doblegada su muñeca. Soderling cazó un set en cuartos, ya con la hierba desgastada y cómplice del futuro campeón, quien en semifinales volvió a pasar por encima de Murray, para desconsuelo del público local.
Su adversario en la final del domingo irrumpía con el indiscutible crédito de haberse desembarazado consecutivamente de Federer y Djokovic. Berdych, que lograría en Melbourne, en 2015, la primera victoria frente a Nadal en nueve años, aún merecía entonces la mirada atenta de quienes creían vislumbrar en él a un tenista de gran porvenir, un jugador con posibles cuya rotunda pegada habilitaba las mayores aspiraciones en superficies rápidas. Después del debut frente a Nishikori y del encuentro de tercera ronda contra Mathieu fue el compromiso más sencillo para Nadal en el torneo: 6-3, 7-5 y 6-4, dos horas y 14 minutos. El killer checo quedó relegado en todas las estadísticas. También en la de golpes ganadores: 27, dos menos que su intrépido adversario, apto para redefinir su conducta sobre la cancha una vez que atraviesa el Canal de la Mancha.
Dos años después, volvía a ser el mejor en Roland Garros y Wimbledon. De la tierra a la hierba, sin mayores trastornos. España había iniciado la defensa de la Copa Davis ganada ante la República Checa con una cómoda victoria contra Suiza en Murcia. Nadal, que regresaría a esta competición en 2011, para liderar la conquista de la quinta Ensaladera, frente a Argentina, se ausentó de ella a lo largo de 2010, centrado en su carrera individual.
El 4 de julio se había coronado de nuevo en Wimbledon. Cinco días más tarde, España comenzaba en el Grande Halle d’Auvergne, en Clermont-Ferrand, la eliminatoria de cuartos de final ante Francia. Ferrer, Verdasco, Almagro y Feliciano López formaron el equipo, capitaneado por Albert Costa. España perdió por 5-0, en la mayor derrota sufrida por un defensor de la Ensaladera. El 11 de julio, domingo, tercer día del cruce, Benneteau vencía a Feliciano López en el testimonial partido que sellaba la catástrofe. Ese mismo día, histórico para nuestro deporte, Nadal estaba en Johannesburgo, en un viaje patrocinado por Banesto, como testigo apasionado de la primera Copa del Mundo ganada por la selección española de fútbol gracias al gol de Iniesta ante Holanda. El rostro jubiloso del tenista, pintado en el rostro con los colores de la bandera y ataviado con la correspondiente bufanda, contrastó con la desolación de sus compañeros tras la debacle de Clermont-Ferrand.
Un montón de cicatrices
La primera piedra de la colosal temporada la puso en París. Tenía su presencia en Roland Garros un aura lógica de pretendida redención, después de que la derrota contra Soderling en los octavos del año anterior hubiera preludiado otro brote de su tendinitis rotuliana, el consiguiente alejamiento de las pistas y la pérdida del número uno. En 2010 había dejado atrás el percance contra Murray en Melbourne y los sinsabores de los dos Masters 1000 primaverales en Estados Unidos para señalar el trayecto previo habitual a sus explosiones en la Philippe Chatrier. Campeón en Montecarlo, Roma y Madrid, volvía a París como gran favorito, si bien el tropiezo del año anterior le había privado de parte de su vitola de inexpugnabilidad.
Firme desde el primer round, se fue hasta la copa sin ceder un solo parcial, con el partido de cuartos ante Almagro, 7-6 (2), 7-6 (3) y 6-4, como cota de máxima dificultad. El destino quiso que fuera precisamente Soderling el último en conocer cómo volvía a gastárselas sobre su tierra sagrada.
La última canción que escuchó Nadal antes de entrar en la pista para disputar la final fue «Un millón de cicatrices». La melodía de El Canto del Loco llegó a sus oídos fruto de los azares del iPod, nada que ver con una elección premeditada por las huellas de los tiempos difíciles que hubo de soportar después de que un año y siete días atrás cayera en octavos.
Así me lo confesó a bordo de la furgoneta Peugeot matrícula AN938LJ que nos trasladó desde el recinto tenístico hasta el hotel Meliá Alma, en el oeste de París, a un paso de donde encontró la muerte en un accidente automovilístico la princesa Diana de Gales el 31 de agosto de 1997. Antes aguardé en el acceso a vestuarios de la pista central. Volvió a pisar la arena, posando para una foto de su jefe de prensa en la cancha ya desierta, en el mismo lugar donde el público le aclamó como jamás lo había hecho en sus cuatro presencias anteriores en el torneo. «Ahí, igual que en 2005», le dijo Pérez Barbadillo, recordando su primer título, mientras el pentacampeón regalaba una media sonrisa antes de reunirse conmigo para la primera entrevista con un medio escrito como portador de la copa.
«Cuando estás mal con las rodillas, un día vas a entrenar y te duele; otro no te duele. No te sientes cómodo para poder correr y jugar al cien por cien. Sigues compitiendo, pero sabes que no estás bien», recordaba sobre los delicados trances por los que hubo de pasar hasta poder proclamar su resurrección.
El corolario del triunfo vino señalado por un intenso e irreprimible llanto, no tan frecuente en un jugador que fue ganando en contención a medida que asociaba su figura al éxito. «Nunca he pretendido que nadie me viera como nada que no sea una persona cercana, un ser humano de carne y hueso. Siempre he sido muy normal, lloro igual que cualquier persona, tengo mis dudas, miedos y emociones, como todo el mundo», me confesaba.
No era un descenso a la tierra, pues, elevado sobre ella desde la adolescencia, cierto es que parte del respaldo y de la admiración popular nace de su talante afable y natural, de la amplia distancia establecida frente a cualquier síntoma arrogante. «¡Nos vamos a pegar un castañazo!», exclama, aterrado, interrumpiendo un instante la conversación, ante la velocidad con la que circula el vehículo por la Avenida de Versalles. «¡Estoy muy asustado aquí, Benito!», insiste, buscando auxilio en su jefe de prensa. Nos acompañan en la breve travesía Rafael Maymó, su recuperador; Marc López, con quien jugaría los dobles al día siguiente sobre la hierba de Queen’s; y Jordi Robert, representante de la firma que lo equipa. El conductor pisa con cierta temeridad el acelerador porque Nadal no negó un solo autógrafo a la salida de Roland Garros, complicando así, en una nueva muestra de respeto por los aficionados, la comprimida agenda que suele suceder a sus mejores triunfos.
Suelto en el discurso, hecho a homenajes y reclamos, iba venciendo el retraimiento que le ha acompañado desde chico, el que pudimos comprobar más de diez años atrás, antes del torneo de Madrid, en el primer diálogo en un hotel de la capital. «De pequeño era muy tímido. Me costaba mucho saludar a una persona que no conocía. Me costaba hablar. Me sentía fuera de lugar cuando estaba en algún sitio donde había personas mayores, me sentía extraño», recuerda cuando nos acercamos al punto de destino en París. Al pie del vehículo, una multitud de seguidores, a los que atiende con la dedicación acostumbrada.