CAPÍTULO 11

Un actor de verdad

La consecución del quinto título en el Abierto de Australia, su octavo grande, ya el mismo número que Agassi, Connors, Lendl y Perry, tuvo un epílogo más templado que en otras ocasiones. Djokovic escapó de instantes críticos en el ecuador del tercer set, ayudado por un Murray timorato, y se encaminó plácidamente hacia una victoria que celebró sin el despliegue inmediato de onomatopéyica bravura y camiseta rasgada, actitudes frecuentes de autoafirmación. Djokovic es una fiera desbocada en la celebración de su yo. Se golpea el torso desnudo, alza la cabeza extremando la tensión cervical, grita con los decibelios que emanan de su extraordinario orgullo. Así lo ha hecho en los mejores triunfos frente a Nadal.

No opuso el escocés la resistencia de otras ocasiones ni se asemejó al Nadal que suele demandar del balcánico la conjunción de habilidad, pasión y mimo en la gestión de los momentos culminantes. Firme en su tercera etapa como número uno, los grandes triunfos han dejado de tener para Nole un carácter excepcional hasta plasmarse como una consecuencia lógica, casi previsible, de su manifiesta hegemonía.

Once meses más joven que Nadal, vivió una progresión lenta, humana, si se quiere, la propia de quien precisa el consiguiente proceso de maduración y tarda en explotar. Si el español ganó su primer major, Roland Garros, recién cumplidos los 19 años, Djokovic no lo hizo hasta entrado en los 20, en Melbourne.

Uno había adquirido en muy poco tiempo los hábitos del gran competidor, un tipo duro, con las ideas claras y los propósitos bien definidos. El otro aún habría de gastar salvas, darse de bruces con la realidad y atemperar un ego mal vehiculado. Siempre por delante también de sus contemporáneos, Nadal, que había sacado los colores a Gasquet en Roland Garros, colocaría varias veces a Djokovic contra la pared. Sus primeras disputas en los torneos del Grand Slam terminaron con victorias nítidas del zurdo, cuando Nole fue capaz de acabar los partidos, porque en dos ocasiones, una en París y otra en Wimbledon, se quedó sin aire, víctima de sus problemas asmáticos, y bajó la raqueta antes de la finalización.

El de Belgrado buscaba el camino más corto hacia el éxito. Consciente de su extraordinaria clase, creía que esta debía bastarle en la consecución de los objetivos. Era un tenista de impulsos, que jugaba en demasiadas ocasiones para conquistar el aplauso, traicionado por su narcisismo. Un competidor ciclotímico, que combinaba fases de auténtica exaltación, períodos en los que entraba en trance, con episodios depresivos, en los que se flagelaba hasta conducirse a la autodestrucción. Frente a lo que pudiera parecer por ese aire algo frívolo e indolente de chico malcriado, Djokovic empezó a forjarse como tenista en condiciones de extrema dificultad. Tenía once años cuando la OTAN inició los bombardeos sobre Belgrado y cumplió doce con la guerra de los Balcanes en plena efervescencia. Nada le detuvo en el afán competitivo. «Son recuerdos muy poderosos de mi infancia, que realmente desarrollaron mi carácter», comenta en declaraciones recogidas en The sporting statesman. Novak Djokovic and the rise of Serbia:9 «Fue un tiempo de devastación y abandono para mi país; aquellos tres meses de no saber quién y qué es lo siguiente, sin tener ningún lugar seguro donde esconderte. Mucha gente inocente murió, muchas infraestructuras fueron destruidas y aún ahora están en ruinas». Su inflamada pasión nacionalista, que no le impide residir en Montecarlo, ha quedado de manifiesto a través de un discurso bastante nítido. En 2010 lideró el equipo que ganó la Copa Davis ante Francia, en el Belgrado Arena.

Aunque ya había ganado en cinco ocasiones a Nadal, las semifinales del Masters 1000 de Paris-Bercy, en 2009, señalaron distancias apreciables a su favor. Nole se impuso por 6-2 y 6-3. Pista rápida. Bajo techo. Casi su nirvana. «Ni en mis mejores condiciones lo podría haber ganado. Ha estado a un nivel inalcanzable para mí en esta superficie», admitía Nadal. No fue un encuentro cualquiera, sino una manifestación pura de su potencial, reconocido también por Toni. «Nunca vi a nadie jugar así», comentó en relación con los seis juegos en los que puso una muesca insalvable en el marcador. «Estuvo increíble. No había nada que hacer. Jugó con gran determinación. Nos venían winners desde cualquier lado, estuvo imparable: cada bola era un golpe ganador».

Bromas delicadas

Un tenista en plena progresión, que pronto superaría sus dificultades respiratorias, serio condicionante en los inicios. Aún habría idas y vueltas. No era una trayectoria en línea recta. Todavía quedaban restos del jugador visceral, con vocación de showman y una vena teatral, el afán protagonista, la inclinación a transmitir simpatía con la réplica humorística de los gestos y actitudes de algunos de sus colegas. Bien administrada, esa faceta hubiera podido funcionar como una forma de atenuar la presión, pero el exceso acababa por sacarle de la verdadera razón de su presencia en la cancha, además de molestar a algunos de los parodiados.

Uno de los sujetos de las imitaciones fue Nadal. Todos los tenistas poseen sus tics, pero en él son aún más sencillos de reconocer. Observador atento, Djokovic se ganó las carcajadas de distintas audiencias, y muy en particular de la de Flushing Meadows, acomodándose el pantalón entre punto y punto y bromeando sobre la arquitectura hercúlea de su gran rival. Nunca le hizo demasiada gracia a este verse caricaturizado, una razón más para entender que su relación con Nole resulte simplemente profesional. Ni siquiera en el período en que ambos tuvieron en nómina como jefe de prensa a Pérez Barbadillo se atisbaron señales de mayor aproximación. No chocan, pues Djokovic posee una simpatía natural y Nadal es buen deportista, pero tampoco pasan del roce que impone el circuito.

Las caracterizaciones del serbio en el Abierto de Estados Unidos de 2006, que tampoco dejaron a salvo a su amiga Sharapova, presente en su box, y a Roddick, le granjearon censuras entre los aficionados españoles poco sobrados de sentido del humor. Fue así que Pérez Barbadillo, a pocas semanas del inicio del torneo de Madrid de 2007, promovió una campaña para suavizar su imagen y neutralizar la mala predisposición que se atisbaba hacia él en el Mutua Madrid Open. Es esta una de las competiciones importantes del calendario, en la que dos años después disputaría ante Nadal, en semifinales, el partido más largo de la era profesional al mejor de tres sets. Una soberbia confrontación, con tres match points neutralizados por el ídolo de la hinchada, que desplegó en la capital toda su mística.

Convenía entonces, en la primavera de 2007, publicitar al mejor Djokovic, al fin y al cabo un buen chaval a quien traicionaban de vez en cuando sus instintos adolescentes. Me recibió en la terraza del restaurante del Club de Tenis de Montecarlo, una mañana de abril, acompañado por Nanette Duxin, responsable de prensa de la ATP. Charla afable, larga, conversación locuaz y mensajes bien definidos. Pleno reconocimiento hacia los valores de Nadal y disculpas si a alguien había ofendido por sus dotes de imitador, ingeniosas, todo hay que decirlo. Aparecería poco después en el suplemento dominical de El Mundo sensiblemente mejorado con respecto al nocivo impacto que propició su faceta de clown.

«Lo primero que debo decir es que en ningún momento pretendí ofender, sino que la idea era divertir a la gente, añadir algo nuevo al tenis. Siento si los aficionados en su país lo interpretaron mal; no era mi intención», explicó. Tenía 19 años. Ya había ganado a Nadal y a Federer, pero aún esperaba el primer grande. Sorprendía un discurso bien ensamblado, no solo alrededor del móvil que había propiciado la entrevista sino derivando hacia sus cualidades y excesos, virtudes y facetas aún por desarrollar. Hubo, no obstante, una suerte de epílogo del particular espectáculo después de perder la final de Roma ante el propio Nadal, en 2009. Djokovic accedió a la solicitud de imitar al hombre que le acababa de vencer tras la ceremonia de entrega de premios, sin poder disimular su pudor. El español ejerció de espectador directo, exhibiendo sonrisas de corte diplomático.

«Rafa es el mejor tenista defensivo del mundo. Es muy difícil lograr un winner ante él, sea cual sea la superficie. Físicamente también es el más preparado del mundo. Federer representa la perfección; cuando le ves jugar, el tenis parece mucho más sencillo. Yo intento ofrecer algo distinto. Tengo buenos golpes de fondo, mi servicio y mi resto son sólidos, pero a veces en los momentos importantes cometo errores porque pretendo demasiado», analizaba Djokovic en nuestro encuentro en Montecarlo.

Autodiagnosis de un joven, tercero del mundo en aquella época, al que aún le quedaba mucho por aprender, como resulta lógico en ese estrato vital. La imagen a seis columnas que apareció en el suplemento dominical le mostraba vestido de frac, lanzándose a la piscina mientras controlaba una bola raqueta en mano. Era el complemento perfecto a la idea de presentarlo simpático, distinto, pero en modo alguno desconsiderado con el jugador cuyo país iba a visitar en breve. «Un típico hombre serbio cargado de pasión, un gran luchador que consigue lo que quiere y posee el corazón de un guerrero». Retrato de Dijana, su progenitora. «Lindas palabras de mamá», admitía al volver a escuchar aquella descripción.

Algunos aficionados al tenis se mueven bajo coordenadas similares a las de los deportes teóricamente más dados a la beligerancia. Prevalecen las adhesiones personales, la defensa de una identidad común con base en el lugar de origen. Una broma, una salida de tono, corren el riesgo de adquirir el rango de afrenta. Sucedió con Del Potro, semanas antes de la final de la Copa Davis de 2008 entre España y Argentina. Al tandilense, recién terminado el partido en el que dio a su país el pase a la ronda definitiva, venciendo al ruso Igor Andreev en el Parque Roca de Buenos Aires, se le ocurrió manifestar en clave de humor que a Nadal le iban a «sacar los calzones del orto». Ahí que van los seguidores más inflexibles, agraviados por las palabras de Delpo, quien, a la postre, fue la gran víctima de la final de Mar del Plata contra España, donde el zurdo no estuvo por lesión.

Poco a poco, el Djokovic perdido en su extemporaneidad fue abriendo paso al gran tenista. Decidido a dar el salto que sus cualidades siempre anunciaron, las victorias contra Nadal empezaron a no ser ocasionales. Sabía vencer a Federer y pasaba por encima del español en más de una cita sobre cemento, la superficie que mejor se adapta a su juego. La rivalidad más fecunda de la historia del tenis arroja ya 42 partidos, con 23 triunfos de Nadal.

Un cadáver a bordo

Nole tardó bastante en dotar de una sostenida incertidumbre a la larga serie de confrontaciones. Ha ganado cuatro veces la Copa Masters, pero incluso después de conquistar la primera, en 2008, llegaron noches duras. Fui testigo de una de ellas, el 24 de noviembre de 2010. Del desarrollo y el epílogo. Fase de grupos. Djokovic domina 4-3 el primer set. Nadal sirve: 15-0. El serbio, que es miope y usa lentillas, se queja de un problema en el ojo derecho. Pierde el juego en blanco, es atendido y detiene varios minutos el partido para ir al vestuario y cambiarse los lentes, según explica públicamente el juez de silla. En la reanudación, acaba cediendo el set, 7-5, no sin una hora y 16 minutos de lucha. Reclama cuidados nuevamente antes de que se le esfume en blanco el primer juego del segundo parcial, que casi entrega: 6-2.

«Es increíble que esto me pase a mí. Nunca me había sucedido. Mi ojo derecho estaba irritado y desde el cinco iguales no podía ver la pelota, no podía jugar. El médico me dijo que no me pasaba nada en el ojo y luego parecía tener dos o tres lentillas dentro. Necesitaba más tiempo. Jugar con un ojo no es suficiente ante Nadal», explicó ante los periodistas.

El español, que fue advertido por el juez para que se ciñera a los 25 segundos que concede el reglamento entre los puntos, problema habitual, entró en una pugna dialéctica. «En ningún momento me he quejado de que Djokovic se fuese al vestuario. Lo que no puede ser es que el juez me diga que respete rigurosamente el tiempo en circunstancias semejantes, justo después de que él tardase siete minutos en regresar a la pista cuando se autorizan tres». Djokovic se queda en el round robin y Nadal prosperará hasta el domingo definitivo, después de derrotar a Murray en una formidable semifinal. Caerá, no obstante, ante el mejor Federer, en la lucha directa por el título.

Nole ya contaba con tres triunfos más sobre el de Manacor en superficies rápidas, pero se disuelve después de unos inicios prometedores. No aguanta el tirón. Sin restar importancia al problema en sus ojos, parte de la opinión pública lo contempla con el lógico recelo, como si pudiera tratarse de una nueva excusa, de otro modo con el que detener el juego e intentar cortar el ritmo del rival. Se ha ganado una reputación sospechosa por su tendencia a la simulación o a interrumpir los partidos reclamando los cuidados del fisioterapeuta si el tanteador o las sensaciones no le favorecen. Sucedió también en la final del Abierto de Australia de 2015, cuando, mediado el tercer set, con igualdad en el marcador, en instantes que acabarían por definir el partido, ofreció señales de encontrarse limitado físicamente. Así lo entendió Murray, quien, víctima del desconcierto, perdió la concentración, y con ella el rastro de la victoria. No faltaron reproches del jugador de Dunblane a lo que entendió como una actitud poco deportiva del rival.

En la capital británica, donde se disputa la Copa Masters desde 2008, hay una flota de barcos que trasladan a jugadores y periodistas desde el O2, el espectacular recinto que acoge la competición, a London Bridge. Aquel clipper, ya en la madrugada del 25 de noviembre de 2010, llevaba un cadáver a bordo. En la zona central, cuarta fila, tercer asiento por la izquierda, viajaba un joven con la cabeza reclinada. Despojado del gorro de lana, pero todavía con una bufanda gris sobre el cuello, Djokovic aún tenía el rostro incoloro mientras se palpaba su ojo derecho y esa zona de la sien. Parecía un púgil noqueado que no terminara de encajar el último golpe. Varias filas más atrás, Nadal conversaba con su tío Toni, Maymó y Marc López, satisfecho por la victoria que le colocaba virtualmente entre los cuatro mejores.

«Christmas spectacular at the O2», lee Nole en la pantalla del monitor cuando despega la mirada del suelo. Observa, indiferente, el mensaje festivo. Bebe agua. Gesto turbio. Da la impresión de buscar la penumbra, sofocar los sentidos, perseguir el vacío, dejar pasar con el menor daño posible la convalecencia de una derrota que, intuye, va a costarle la eliminación.

Un amigo se sienta a su lado y le sugiere la posibilidad de conversar. En el grupo nadie es ajeno al estado del tenista. Se incorpora y cambia con él algunas palabras. Le describe cómo empezaron los problemas. Su hermano Djordje se acerca al primogénito y le propone un juego en su pequeño ordenador. Cariñoso, con un amago de sonrisa, muestra interés y emite señales no del todo creíbles de recuperación. La nave llega a su destino. Djokovic, taciturno, camina lentamente hacia su lujoso hotel. Vuelve a preferirse solo, sin auxilio, cautivo en la gélida noche que anuncia la llegada de la nieve.

La reacción no tarda en producirse y se dilata en el tiempo. Pasarán casi 16 meses hasta que Nadal vuelva a derrotarle. El balcánico vivió en 2011 una temporada irrepetible. Venció siete veces consecutivas al zurdo, entre ellas en la final de Wimbledon, donde le arrebataría el número uno del mundo. Indian Wells, Miami, Madrid, Roma, Wimbledon, US Open y Abierto de Australia, esta última ya en 2012. Todas finales, el único lugar donde podían chocar los dos mejores del planeta.

Nole era un jugador imparable, en el que al fin se habían reunido todas las condiciones precisas para hacer estallar su talento. Se habló entonces de que la clave se encontraba en la alimentación, porque había eliminado de su dieta los alimentos con gluten. También de la influencia de Igor Cetojevic, acupunturista de la antigua Yugoslavia, un gurú que logró aportarle la serenidad precisa, la paciencia y el pulso en los puntos determinantes. Lo cierto es que tal vez no hiciera falta buscar tantas explicaciones. Su momento había llegado cuando tocaba, una vez sumadas bastantes cosas y ajustada la ecuación con la resta de otras.

«Está más centrado. Ha recogido velas y se ha colocado a favor del viento que puede llevarle al éxito. Sin dejar de ser amable y cercano, es menos extrovertido», analizaba Perlas. «Me recuerda al primer Agassi, cuando Andre tocaba la pelota tan pronto, mandando desde el centro de la pista y obligando a sus oponentes a una desproporcionada cantidad de carreras», comentaba Courier.

Jugar hasta morir

La tiranía se prolongó hasta la final de Melbourne de 2012, que resolvió ante Nadal en cinco sets después de cinco horas y 53 minutos: 5-7, 6-4, 6-2, 6-7 (5) y 7-5. Fue, acaso, y no solo en longitud, el más apasionante de todos sus enfrentamientos. «Soy un tenista profesional. Estoy seguro de que cualquier otro diría lo mismo: “Vivimos para estos partidos”. Trabajamos cada día. Dedicamos nuestra vida a este deporte para llegar a una situación donde juguemos un partido de seis horas por un título del Grand Slam», valoró el campeón después de la final más larga de la historia de los majors en la era profesional. Atrás quedaba la que disputaron en Nueva York, en 1988, Wilander y Lendl, con victoria del sueco por 6-4, 4-6, 6-3, 5-7 y 6-4, en cuatro horas y 54 minutos.

Hay una imagen rotunda. La fotografía de Greg Wood, de France Press, que pueden ver reproducida en este libro, es la síntesis inmediata de la durísima confrontación. Ambos aparecen alineados sobre la red, escuchando los parlamentos posteriores a la final. Ya saben, hablan y hablan los organizadores, los responsables del patrocinio y hasta los jugadores, habitualmente con un mensaje invariable, de mutuo reconocimiento y de gratitud hacia los financistas.

Nadal, mano derecha apoyada en la cinta, la izquierda en la cadera, aprieta la mandíbula y muestra su dentadura sin pudor. Apenas puede sostenerse en pie. Djokovic, igual de cansado, exhausto, presenta, sin embargo, un gesto mucho más relajado. Él sí está plenamente con los brazos en jarras, la cabeza ligeramente ladeada y una tan delicada como elocuente sonrisa.

El serbio venía de una semifinal de cuatro horas y 50 minutos contra Murray. Nadal lo había tenido algo más sencillo ante Federer, a quien había superado en cuatro sets. Era una situación que admitía paralelismos inversos con la de 2009, cuando el suizo llegó a la final sin demasiado desgaste, 6-2, 7-5 y 7-5 a Roddick, en dos horas y cinco minutos, ante un Nadal que había estado más de cinco horas en pista para desembarazarse de un admirable Verdasco. En ambos casos se impuso el hombre que venía supuestamente más disminuido.

Avalado por muestras admirables de entereza, por una asombrosa capacidad de reacción, por numerosos ejercicios de supervivencia, Nadal, sorprendentemente, dejó marchar una copa que tuvo en la mano. Con 4-2 y servicio, en el quinto set, recién conseguido un break con asomo de definitivo, dominando por 30-15, erró un revés paralelo franco, que la réplica del Ojo de Halcón confirmó fuera de los límites de la cancha. Cede el servicio y se encamina a la silla haciendo gestos desazonados con la cabeza. La concesión iba a resultar crucial en el desenlace.

Pudo ser la consecuencia del estado de las cosas, de las seis derrotas precedentes, inercia de desconfianza tras la aplastante hegemonía de su rival, que había cambiado radicalmente el signo de la cadena de enfrentamientos. Pudo haber mucho de eso, pues momentos antes de la definitiva resolución, aún contó con una pelota de ruptura que le habría llevado a igualar el quinto parcial. No lo consentiría Nole, entonces sí, presto a la sobreactuación a la hora de celebrar el triunfo en el centro de la cancha. Nunca había derrotado a Nadal en un quinto set. Eran tres títulos consecutivos del Grand Slam, todos ellos con el mismo adversario en la última playa.

Con 4-4, en el parcial definitivo, Djokovic pierde el intercambio más largo del encuentro. Son 31 golpes que terminan con él literalmente en la lona. «Estoy aquí, sigo vivo», proclama el español de la mejor forma que sabe hacerlo, atravesando la pista de punta a punta, sublimando las señas de identidad que le han llevado hasta allí, pues no fueron suficientes las seis derrotas anteriores para desencadenar un seísmo interior que le desalojara de las rondas determinantes en las competiciones con mayúsculas. Allá donde pretendiera ascender Djokovic, prendido de su incuestionable clase, desatado en un curso absolutamente maravilloso, se topaba con Nadal, fuerte, entero, decidido a intentarlo de nuevo.

Había nacido otro Nole, rearmado, en buena medida, por las dentelladas del enemigo. Un jugador que dejaba a un lado la pérdida del primer set después de una hora y 20 minutos, regresando, intacto, al frente. Existe un indudable proceso de retroalimentación entre los mejores. Gana el tenis en la medida en que ellos mismos, Nadal, Federer, Djokovic, Murray, crecen con la lógica pretensión de superar a contrarios que les exigen aplicarse continuamente, revisar la propia estrategia y adecuarla a lo que demandan esas pugnas concretas, generalmente conectadas con las grandes aspiraciones, con los títulos más importantes.

Nole estaba allí, en Melbourne, en la culminación de una serie inmaculada contra Nadal, no sin antes pasar por períodos de desesperación y penurias, que se reproducirían, pero ya con su raqueta más adulta, curtida para revertir situaciones y sostener una alternancia muy beneficiosa para el juego. Nadal habría de dar otra vuelta de tuerca, una más. No iba a claudicar, sino que gracias a un trabajo metodológico, que parte de su propia capacidad de observación, lograría tumbar de nuevo a ese rival con apariencia de perpetua infalibilidad.

Djokovic había generado una crisis profunda en Nadal, una especie de punto sin aparente retorno. Sabía derrotarle también en los majors, dotado ya de la condición física de la que adoleció en sus inicios y de la debida continuidad en el juego. Le vencía igualmente sobre arcilla, espacio donde Nadal suele mostrarse irreductible. Los golpes de salida, un buen servicio y uno de los mejores restos del circuito dañaban seriamente a su rival. «Es el mejor restador de la historia», proclamó Nadal aquel 30 de enero de 2012, en Melbourne, después de sufrir una de las derrotas más dolorosas de su vida.

Viaje al pasado

¡Qué final! Una apelación a la memoria. Desempolvar los libros, acudir a la videoteca, recobrar gratamente un pasado de mero disfrute, sin obligación alguna, otras inolvidables finales del Grand Slam, tardes de veranos eternos, como la del 6 de junio de 1980, cuando Borg superó a McEnroe y ganó su quinto y último Wimbledon. Entonces el adolescente quería ser periodista, participar de algún modo, aun desde fuera, en la simple narración de los acontecimientos, ya que nunca le alcanzó para protagonizarlos. Pero ahora el periodista, hoy coyuntural escritor, pretende volver a la mocedad. Y la final del Abierto de Australia de 2012 es una excusa perfecta para emprender un supuesto viaje de regreso. A los siete puntos de partido que pasaron por delante de Borg, cinco de ellos en el impresionante desempate del cuarto set, antes de hacerse con el triunfo en el quinto: 1-6, 7-5, 6-3, 6-7 (16) y 8-6.

«Cuando perdí aquellos match points, no podía creerlo. Pensaba que tal vez al final se me iría el partido. Fue una sensación terrible», admitió el sueco. Quedó como el más célebre de los 14 encuentros que disputaron. Solo 14. Nadal y Djokovic han jugado 42. Nadal y Federer, 33. El suizo y Djokovic, 36. Ningún otro jugador en la era profesional planteó una puja tan amplia a tres bandas. Lo recordaba Nadal en la edición de Roland Garros 2014. Le ha tocado convivir con dos de los más grandes jugadores de todos los tiempos.

Sampras ganó 14 majors y vivió una formidable rivalidad con Agassi: 34 partidos, 20 victorias. Hubo excelentes episodios en su carrera, pero ningún otro clásico como el que prolongó con el de Las Vegas. Hasta la irrupción de Nadal y Djokovic, Federer poseía una residencia segura en lo más alto. Se midió con Hewitt en 27 ocasiones, 19-8 de su lado; 24 con Roddick, 21-3 a su favor. Pero siempre les faltó algo más que un hervor a aquellas confrontaciones, al menos en relación con las que ahora vivimos. La instantaneidad de estas, el hecho de que aún los tres jugadores estén en activo y vuelvan a encontrarse, condiciona el juicio sereno y atenuado que solo facilita el tiempo, la valoración con la debida perspectiva de acontecimientos presentes o pertenecientes a un pasado bastante próximo.

Murray merece su espacio en el reflejo de la época que vivimos. No en vano, ganó el Abierto de Estados Unidos en 2012 y el torneo de Wimbledon un año después. Ha disputado, además, otras seis finales del Grand Slam. Federer, Nadal, Djokovic y el escocés se han repartido los títulos en 37 de los últimos 40 majors. Solo Del Potro, vencedor en Nueva York en 2009; Wawrinka, campeón en Melbourne en 2014; y Cilic, ganador del US Open esa misma temporada, quebraron su hegemonía. Aún más. Con el triunfo de Djokovic en Indian Wells, sesenta y siete de los últimos 80 Masters 1000 disputados hasta marzo de 2015 tuvieron como ganador a uno de los big four, los cuatro grandes, apelativo que se han ganado con absoluta justicia.

En la final del Abierto de Australia de 2012 quedaba ratificado que un Nole en plenitud, con su poderosísimo revés a dos manos, al que dota de insondables direcciones, resultaba muy difícil de neutralizar por Nadal. Incluso en el plano mental, en las distancias cortas, se erigía en dominador. La primera foto tenística se la hicieron ejecutando un revés, su mejor golpe, mientras sacaba la lengua. Postal fidedigna, plasmación de ingenio e irreverencia, rasgos que iban a distinguirle.

Solo Roland Garros quedaba a salvo de su larga mano. Ahí habían varado siempre sus expectativas. Ganaba en Montecarlo, en Roma, en Madrid, pero le faltaba fajarse dos semanas en partidos a cinco sets bajando a la arena. Perteneciente a una cultura distinta, típico jugador de canchas rápidas, necesitó varios años para entrar en las rondas decisivas. En 2011 había llegado al penúltimo escalón en París con una racha de 42 partidos invicto, los mismos que firmó McEnroe en 1984. Semanas antes, en la final del Mutua Madrid Open, puso fin a casi dos años de imbatibilidad de Nadal sobre tierra batida. Le ganó 7-5 y 6-4. Soderling, en los célebres octavos de Roland Garros 2009, quedaba así como el penúltimo hombre capaz de derrotar al gigante de la arcilla en su hábitat natural.

El gran momento de Djokovic permitía considerarle tan favorito como Nadal en 2011. Pocos confiaban en Federer en aquella semifinal de Roland Garros contra Nole, pero el suizo terminó con la impresionante secuencia de 42 victorias y le apartó un año más de su gran objetivo, después de un inmenso partido que concluyó con la noche acechante sobre el Bois de Boulogne. Dos días más tarde, Nadal ganó ante el suizo la sexta copa en París.

En 2012, meses después del maratón de Melbourne, se las vería con Nole por primera vez en una final de Roland Garros. Se impuso en cuatro sets, en un partido que hubo de concluir el lunes debido a la lluvia: 6-4, 6-3, 2-6 y 7-5. Eran cuantiosas las luchas compartidas. Numerosas las barreras superadas por el balcánico. Pero aún quedaba esta, la más importante, el mayor afán de un jugador libre de prejuicios en Australia, en Londres, en Nueva York, con la convicción de sus aptitudes sobre arcilla, pues ya había vencido reiteradamente al mejor, pero nunca en el templo sagrado.

Tensión en las trincheras

Aún entonces se acompañaba Djokovic de toda su parentela. Los padres, Srdjan y Dijana; los hermanos, Marko y Djordje; la novia, Jelena, hoy esposa y madre; hasta Vlade Divac, el legendario pívot serbio que triunfó en la NBA, andaba por allí, con su fachada de taimado náufrago. Arde su rincón. No hay pelota sin eco, resonancia jubilosa o lamento coral. «Se comportan mejor cuando pierden», deslizaba Sebastián Nadal sobre sus progenitores un día después de consumado el triunfo, en un hotel del centro de París, en el ágape que el entonces siete veces campeón dispensó a la prensa española.

La rivalidad alcanza a sus respectivos palcos, pero no se queda ahí. Los seguidores más próximos de Djokovic, bullangueros, altivos, acostumbran a celebrar ruidosamente los triunfos. Lo hicieron tras la final de Wimbledon 2011, en una suerte de pasacalles por el All England Club. Su ídolo acababa de ganar el torneo por primera vez y había tomado el relevo de Nadal en el número uno. Lo habían hecho meses antes, en Madrid, lanzando a Vajda al estanque de las instalaciones de la Caja Mágica, en medio de la charanga que festejaba el triunfo de Nole ante el emblema local, también en el encuentro definitivo del torneo. Nadal escuchó el jaleo mientras daba su rueda de prensa, sin poder esconder un gesto de desagrado.

Aquella noche parisina del 11 de junio de 2012, tras la final de Roland Garros, en el Hotel Intercontinental los Nadal no disimulaban el júbilo de ver contundentemente ratificado el poder del tenista mallorquín. Era el tercer triunfo consecutivo ante Djokovic, sucediendo a los obtenidos en Montecarlo y Roma, la consolidación de que había logrado detener la sangría, invertir una tendencia que le tuvo ciertamente desazonado.

Aquella tarde, en la terraza de la Sala de Jugadores de Roland Garros, las bocanadas de puro del patriarca Srdjan no habían podido insinuar arrogancia, sino resignación. Un día antes, tras la suspensión por lluvia, aun con el marcador en contra, pero con indicios de recuperación de Nole (6-4, 6-3, 2-6 y 1-2, con break arriba), elevaba su copa de Moët Chandon, seguro de que su hijo daría la vuelta a los números el lunes, en la reanudación.

Pocos minutos después de que llegara la séptima victoria en París, Toni hacía gala de su don de lenguas, y en particular de un impecable francés, atendiendo a un par de decenas de periodistas de distintos países ante los que aparecía felizmente confinado. Reivindicaba los múltiples valores de Nadal. Ya era hora de dejar de constreñirle como un tenista avalado fundamentalmente por el físico o por la coraza anímica, de dejar de obviar las cualidades técnicas sin las cuales nunca hubiera logrado tamaña concatenación de triunfos.

Son distintas las fórmulas de conmemoración según se suceden los éxitos del tenis español en París, que han adquirido un carácter regular. Años atrás, los trofeos obtenidos tenían un colofón en la embajada, dada su excepcionalidad. Lo de Nadal es un hábito que, a fuerza de repetirse, corre el riesgo de no ser valorado en su justa medida. Nadie había ganado un solo torneo en ocho ocasiones hasta que él lo consiguió en Montecarlo. Nadie sumaba ocho copas de un mismo grande hasta su penúltimo título en Roland Garros.

Hubo brindis con los representantes de los medios españoles desplazados a París antes de la cena que el jugador compartió con su familia y los integrantes de su equipo. Una atmósfera sanamente festiva, un estado colectivo de efervescencia, de plenitud. Las mujeres, su madre, su hermana, su novia, departían juntas a un lado del inmenso salón, mientras los varones se mezclaban con los periodistas. La costumbre inalterable.

Maymó esgrimía sus inclinaciones rojiblancas en una defensa del papel de Fernando Torres en la selección. Se hablaba de tenis, pero una vez que había quedado atrás la intensa final por entregas, eran lógicos otros argumentos en la conversación. Los más optimistas entre el periodismo barruntaban registros futuros, la prolongación de un reinado en Roland Garros sin aparente fin inmediato.

Tan cerca; tan lejos

Transcurridas dos semanas, Nadal cayó contra Rosol en la segunda ronda de Wimbledon e inició su más largo período lejos de las canchas debido a la rotura parcial del tendón rotuliano de la rodilla izquierda. Pese a los excelentes resultados en la vuelta a la competición, que tuvo lugar en febrero de 2013, en París de nuevo iba a compartir su crédito con Djokovic, cada vez más cerca en tierra batida, más capaz de asimilar la especificidad de la superficie. Fue él quien se ganó partir como primer cabeza de serie. En su meteórico regreso, el defensor de la copa se presentó con el cuatro a la espalda.

El cruce en semifinales tenía todo el calado de la lucha directa por el título. La final precipitada se fue hasta los cinco parciales: 6-4, 3-6, 6-1, 6-7 (3) y 9-7. Cuatro horas y 37 minutos. Nadal logró dos breaks en el cuarto set. Sirvió con 6-5 para ganar el partido, pero Nole regresó. Su capacidad de supervivencia le catapultó hacia un 4-1 en el quinto, con dos rupturas favorables y muchos visos de resultar una distancia de carácter definitivo. El zurdo, infatigable, recuperó uno de los saques perdidos y, 4-3 abajo, arrinconó a su adversario, que hubo de igualar un 0-30 y salvar después dos bolas de ruptura. En el tercer deuce, Nole abrió la pista y dispuso a continuación de un remate nítido, que ejecutó implacablemente, lejos del alcance de Nadal. Lástima para él que, contraviniendo el reglamento, golpeara la cinta de la red con su raqueta antes de que la pelota aterrizara entre el público.

Pronto lo percibió el defensor de la copa, que acudió raudo a reclamar al juez de silla, Pascal Maria, quien le otorgó la razón. El heptacampeón atisbó el tercer punto de ruptura en el juego, neutralizado nuevamente por un Djokovic consciente de que casi todo pasaba por defender su saque y situarse 5-3, a un solo game del triunfo. Persistente hasta la desesperación del contrario, Nadal logró el break y el restablecimiento del equilibrio: 4-4. Aún se sostuvo el aspirante, si bien, a duras penas, apelando al victimismo. No faltó una queja, a un juego de la derrota, 7-8, por la supuesta sequedad de la pista.

Al límite, extremadamente cerca de la eliminación, Nadal derramaba la memoria de los viejos días. Dejó flotar sobre la Philippe Chatrier, que se entregaba sin rubor hacia el oponente, la vitola del campeón casi inmaculado, solo quebrada cuatro años atrás por los impactos fríos de Soderling.

Un partido brutal definido en un solo golpe. Un error que conduce al patíbulo. Quién sabe lo que pasó por la cabeza de Nole en el momento de terminar de rematar aquella bola. De repente, después de muchas intentonas baldías, había dispuesto de su gran oportunidad. El rival vencido, expuesto al smash, sin posibilidad de respuesta, los dígitos del marcador ya disparejos, tierra profanada, cambio de guardia, era su momento, Novak Djokovic que atrapa su tren. Un adversario descabalgado, aún corto de voltaje en disputas dilatadas. Ha vuelto aquí, en París, a los torneos del Grand Slam, ausente desde el maldito partido en Wimbledon contra Rosol, tarde que en los trances más inciertos de la recuperación llegara a sospechar la última de una carrera episódicamente amenazada con el apresurado adiós.

Pero tembló Nole. Resolución trémula. Cómo olvidar la historia del hombre que ha forjado un imperio, el suelo impenetrable por el que se desliza como nadie jamás lo hizo, infinitas sombras multiplicadas, un bramido a cada envite, una respuesta, quizá también a aquel remate, se atribuló el candidato antes de ponerle una pelota de imposible devolución. Pudo ser debido a ello, a la ansiedad, a un rasgo de incredulidad, que su raqueta acabara precipitándose sobre la cinta. Poco después confesó en The Sunday Times que aquella derrota «constituyó la lección más grande jamás recibida en lo concerniente a la fuerza mental y a la personalidad».

Ferrer no sería enemigo en la final (6-3, 6-2 y 6-3). Hecho a las guerras más salvajes, Nadal no acusaría el desgaste y sumaría su octavo título. Desde que ganó el primero en 2005 no ha aparecido una alternativa creíble. Federer, que le hizo frente en cuatro finales y una semifinal, está lejos ya de competir frente a él en esas circunstancias. La frustración de una final y una semifinal perdidas no privó a Djokovic de volver a intentarlo en 2014. Si el año anterior el largo período que pasó Nadal fuera de las pistas había relanzado su nombre en los pronósticos, en esta ocasión los insólitos tropiezos del zurdo en los torneos previos sobre tierra incrementaron si cabe sus aparentes posibilidades de éxito.

Insólita crisis

Por primera vez en una década, Nadal apareció en Roland Garros sin ganar Montecarlo, Roma ni Barcelona. Perdió ante Ferrer en el principado, en cuartos de final, después de haberle vencido en 17 ocasiones consecutivas en arcilla. Sufrió en la misma ronda del Conde de Godó la única derrota contra Almagro en cualquier superficie, en un total de 11 partidos. La final de Roma supuso su cuarto traspié consecutivo frente a Djokovic. Ganó el título en Madrid, pero no sin antes mediar una lesión de Nishikori, que le estaba dominando con claridad antes de la dolencia en la zona lumbar que dio lugar a su abandono.

«Cuando ganaba todos los partidos, hacía un break y los rivales generalmente aflojaban. Ahora es distinto», admitía Toni antes de iniciarse el Mutua Madrid Open. Había un dato significativo en el análisis que hacía el jugador. Normalmente autocrítico, muy exigente, ahora trataba de extraer conclusiones positivas de victorias que seguían dejando muchas dudas sobre su estado de forma.

Roma le devolvió a la inquietante realidad. En Madrid no había estado Djokovic, que prefirió recuperarse de una lesión padecida contra Federer en las semifinales de Montecarlo. Reapareció en el Foro Itálico, superando en la final a un Nadal que alcanzó el último partido a golpes de arrojo y oficio, pasándolo muy mal en las rondas iniciales ante jugadores como Simon y Youzhny, que hacía tiempo habían dejado de suponer demasiados inconvenientes, y menos aún sobre tierra. 2005. Primera ronda de Roma. Nadal vence a Youzhny por 6-0 y 6-2. 2014. Tercera ronda. Nadal supera al ruso por 7-6, 6-7 (4) y 6-2, un día después de sacar adelante el encuentro contra Simon en tres horas y 19 minutos.

Djokovic gana su tercer título en Roma al imponerse por 4-6, 6-3 y 6-3. Aparece en París bajo la impresión generalizada de que ha estrechado seriamente las distancias con respecto a Nadal, tanto por su progresivo crecimiento en la superficie como por las señales críticas que viene emitiendo un hombre de máxima credibilidad sobre arcilla a lo largo de la última década.

París, una vez más, se convierte en un escenario de expiación para el español. A diferencia de algunas ediciones precedentes, en las que le costó encontrarse en las rondas iniciales, se apresura hacia la final, donde irrumpe con un solo set perdido, en cuartos, ante Ferrer. Djokovic, por el contrario, no convence contra Gulbis en las semifinales, como no lo ha hecho en su trayectoria global en el torneo. Se muestra atenazado en un lugar aún proscrito.

«Si hay algo especial que sepas para plantear el encuentro ante él, dímelo. Para mí es siempre lo mismo», bromea Nadal con una periodista en vísperas del partido en el que buscará su noveno título de Roland Garros y defender el número uno.

Nadal gana por 3-6, 7-5, 6-2 y 6-4 en un partido intensísimo. Pedirá una ambulancia después para que se le administre suero. Víctima de un aluvión de lágrimas, recibe otra vez la copa de manos de Borg. Tiene 14 grandes, los mismos que Sampras. Nunca se puso tan en duda que pudiera lograr este triunfo en París. Djokovic, incapaz de sostener su ideario con la obstinación necesaria, deberá seguir esperando para ganar Roland Garros e ingresar en el exclusivo grupo de los siete hombres con los cuatro grandes, al que su adversario pertenece desde que le venció en la final del Abierto de Estados Unidos de 2010.

9. Bowers, C., The sporting statesman. Novak Djokovic and the rise of Serbia, John Blake Pub., 2014.