CAPÍTULO 1
Amanecer de un genio
¿Cuánto hay en el campeón curtido, vencedor de inolvidables partidos, superviviente frente a los embates de la fatalidad y el tiempo, del muchacho que dejaba fotografiar su cuerpo masajeado, solo cubierto por una toalla, en los vestuarios del Foro Itálico de Roma, el 1 de mayo de 2005? ¿Qué resta del genio en gestación, junto a quien viajé, cual sombra consentida, en el vuelo 6006 de Air Europa que despegó de Palma de Mallorca con destino Barcelona, escala previa hacia el destino donde logró el primero de sus siete títulos en el Masters 1000 italiano, después de una final patente de la casa, frente a Guillermo Coria?
Habrá tiempo, testimonios y páginas para desmenuzar la extraordinaria aventura del poseedor de 14 títulos del Grand Slam, de uno de los más grandes tenistas de siempre. Ya entonces el chico se había convertido en un fenómeno internacional tras el estallido en la Copa Davis de 2004 y había insinuado seriamente sus propósitos con los triunfos en Acapulco, Costa do Sauípe, Montecarlo y el Conde de Godó. Pronto iba a acostumbrarse a ver su imagen replicada en actitudes casi idénticas: una amplia sonrisa y el colmillo atacando la copa.
Buscamos en el hombre de hoy restos del adolescente de aún 18 años que acudía al aeropuerto de Son Sant Joan acompañado por su padre, Sebastián, en el Día del Trabajo de hace más de una década, a las 06.35 horas, como si el destino puntual hubiera querido dotar de un aura fabril, proletaria, al tenista que iba a labrar, golpe a golpe, un porvenir multimillonario.
Aún es posible encontrar indicios de esa sonrisa pulcra, desprejuiciada, de permanente bienvenida a cuanto la vida propusiera, en el joven que encara las últimas curvas del trazado, sinuosas, delicadas de acometer, porque ya no viaja ligero de equipaje, sino repletas las alforjas y magullada la armadura.
Existe un desgaste evidente, no solo el que viene de dar el callo desde los 16 años, de competir en tiempo de jugar, del precipitado desapego de las personas y las cosas que conforman el tránsito a la edad adulta, sino también el de la prolongada exposición pública, los daños colaterales, infinidad de entrevistas, conferencias de prensa, asistencia a actos que reclaman su nombre, por referir solo ahora las derivadas profesionales de la inevitable erosión, que incluye, por encima de todo, el castigo físico inherente al deportista de élite, mayor en él pese a que ha reacondicionado su estilo de juego con el paso del tiempo.
Poco a poco, el chaval que llegaba de Porto Cristo, la segunda residencia familiar, punto turístico cercano a Manacor, donde hoy cuenta con una lujosa propiedad individual, y viajaba solo, con billete turista aunque se le dispensara cortésmente butaca de primera, la que ya le correspondía por los intrépidos méritos contraídos, el chico adormilado, tímido, directo, ha ido adquiriendo los necesarios mecanismos de defensa frente a los imperativos del éxito, dotándose de la coraza mediática que conviene a los de su clase.
No eran escasas las invitaciones tempranas a desgranar gráficos de audacias precoces, evidentes sugerencias en la vertiginosa construcción de un mito, refrendos verbales de predecesores y contemporáneos. «Resulta fácil vislumbrar a un jugador de grandes partidos. Él es uno de ellos», decía Andy Roddick, sabedor meses atrás de cómo se las gastaba el proyecto de leyenda, en el segundo de los individuales de la final de la Copa Davis entre España y Estados Unidos, el que Nadal no estaba llamado a jugar hasta que los problemas físicos de Juan Carlos Ferrero sirvieron de perfecta excusa para abrirle paso a los atrevidos integrantes de la capitanía colegiada del equipo español. «No quiero entrar en la historia como el hombre que mató a Peter Pan», se columpió Roddick con indisimulable jactancia, reciente aún su breve paso por el número uno del mundo, antes de comprobar en carne propia el sorprendente cuajo del zurdo.
No había llegado aún la inolvidable final contra Coria en Roma. Cinco sets. Cinco horas y 14 minutos. John McEnroe, proclamando un encendido discurso de admiración a pie de pista, en la larga tarde del 8 de mayo de 2005. El ex jugador estadounidense no abandonó un segundo la silla que ocupaba detrás de un cámara, a pocos metros de la arena. Se postró de rodillas ante los protagonistas. Acabaron en camilla. Les hizo falta suero para recuperarse. Pocas veces ha estado Nadal tan próximo a rendirse. Break abajo en el quinto parcial, anduvo cerca de la capitulación. Pero continuó, sangrándole la mano, empujado por los suyos desde la tribuna. «Hasta que no se apaga la luz, está ahí. Y él nunca es el primero en apagarla», evoca José Perlas, que entrenaba a Coria en aquel período de su carrera.
En apenas unos meses, Nadal hace añicos los plazos prescritos. Una fisura de escafoides en el pie izquierdo pudo impedirle anticipar incluso el arranque de la esplendorosa biografía. En 2004 no jugó París ni Wimbledon, territorio este que convierte casi en una prioridad, a diferencia de la inmensa mayoría de sus compatriotas, remisos a hacer el esfuerzo de adaptar su genética natural sobre la arcilla a la denostada hierba. Albert Costa, ya padre de Claudia y Alma, nacidas un año antes, aprovechó para contraer matrimonio con su pareja, Cristina, y darse un descanso después de levantar la Copa de los Mosqueteros en 2002, dejando de lado el All England Club. Sergi Bruguera, campeón de Roland Garros en 1993 y 1994, se ofuscaba sobre la hierba londinense, víctima de un carácter controvertido solo atenuado con el transcurso de los años. No acudió en 1993. Perdió en tres sets contra Chang en octavos un año más tarde, 6-0 en el último.
Nadal viste un polo blanco de manga larga Calvin Klein, vaqueros Armani y deportivas Nike. Desayuna en el aeropuerto de Palma un batido de chocolate y una napolitana, mientras charla en mallorquín con su progenitor. «No hablo mucho porque estoy KO», se excusa ante mí. «Moyà se ha jodido. Conversé con él y dice que le duele», me ha dicho después del apretón de manos, preocupado por la lesión que obligó a abandonar a su amigo en el torneo de Estoril.
«No me lo estreséis», pide una cajera de la tienda donde compra una botella de agua de litro y dos paquetes de galletas de chocolate, ante el acoso a que empieza a ser sometido. Lleva un billetero de piel marrón provisto de varias fotos de carné. Paga en menudo, sin lucir el puñado de tarjetas de crédito en aparente desorden. Se despide del padre con un beso severo y formal, muestra inequívoca de la regular costumbre del adiós. Factura una moderna maleta negra y lleva en la mano derecha una bolsa Babolat, con cinco raquetas de la misma marca. Ya en el aeropuerto del Prat, camina sobre la cinta metálica, no asciende un solo escalón y se sienta en el carro rodante mientras aguarda el equipaje.
«¿Juega Sharapova? ¿No coincidimos? ¿No?», pregunta recién llegado a la sala de acreditaciones de Roma. En 2005 el torneo femenino aún se celebraba una semana después, y no simultáneamente, como ahora. Nadal no tenía novia. Meses más tarde iniciaba su relación con María Francisca Perelló, Xisca, la elegida de su pandilla de siempre. Nadal se dejaba acompañar a comprar ropa por amigas, las mismas con las que salía en los cada vez más reducidos períodos en Manacor. Un joven cualquiera, seguidor del pop ligerito, Marc Anthony, Bon Jovi, Bryan Adams, Paulina Rubio, Enrique Iglesias, dispuesto a bailar de vez en cuando, pues la timidez no era tanta junto a sus allegados, según me contaba Marta, integrante de su pandilla.
Un muchacho que se comporta como cualquier otro y sondea nada más aparecer en Roma por la bella tenista rusa, sin importarle la presencia de quien suscribe, un periodista, al fin y al cabo, uno de esos tipos en los que no conviene confiar demasiado, porque tergiversan las cosas, manipulan. Es algo anecdótico, banal, pero llama la atención ahora, mucho después, cuando, como es lógico, su trato con los medios de comunicación, aun siendo amable, se ha visto progresivamente restringido, al menos en el vis a vis, pues la demanda es mucha y el tiempo resulta escaso.
El Nadal primero era un ventanal abierto. Sí hay actitudes, detalles que apenas han cambiado, pues una cosa es el blindaje al que se someten las estrellas y otra bien distinta el grado de envanecimiento o soberbia que puedan desarrollar. No es este el caso del mallorquín, que tendía siempre la mano a sus interlocutores y se presentaba, «soy Rafa», como sigue haciéndolo ahora. El poso de una educación atenta desde la infancia, unido a la severidad de Toni Nadal, implacable ante cualquier síntoma de divismo, se percibe en una persona de comportamiento ejemplar.
Respeto por la gente
Camino de Roma, el 1 de mayo de 2005, plantaba cuantas rúbricas le eran requeridas, con su mano derecha, pues es ambidiestro. La costumbre pervive hoy, ni se sabe cuántos millares o millones de firmas después, porque se detiene antes de los entrenamientos, después de estos, una vez acabados los partidos, independientemente de cuál haya sido el resultado. Es consciente del valor que posee esa firma para sus fans, y el ejercicio de empatía no proviene de una persona de inclinaciones mitómanas; nunca ha reconocido más allá de pasiones templadas.
«Siempre le había visto firmando cantidades desmesuradas de autógrafos, pero con muchas cámaras alrededor. Llegué a pensar hasta qué punto eso formaba parte de las obligaciones que le planteaban las marcas», recuerda el argentino Martín Vassallo Argüello, octavofinalista de Roland Garros en 2006 y hoy entrenador, en conversación telefónica desde Buenos Aires. «Pero un día, llegaba yo a Wimbledon por una de las puertas traseras, en un auto de la organización, cuando observé que se dirigía hacia una de las canchas de entrenamiento de Aorangi Park. Estaba junto a su entrenador, Toni, y su fisioterapeuta, que iba cargado de raquetas. Luego se alejó, completamente solo. A unos 30 o 40 metros había una señora española que le gritó: “¡Rafa, Rafa!, firmáme, vengo de La Coruña con mi marido”. Dejó a Toni una raqueta que llevaba en la mano y fue hacia ella trotando. Atendió a la señora y a su esposo antes de volver hacia donde se encontraba su tío para encaminarse al entrenamiento. Te puedo asegurar que no había una sola cámara ni un solo periodista; yo era el único testigo. Ahí constaté que esa generosidad que tiene y ese respeto por la gente que lo sigue son genuinos y completamente honestos. Seguramente lo entiende como algo que tiene que devolver de todo lo que le ha dado el tenis».
Duerme, sigue durmiendo, camino de Roma, una vez en el vuelo 4626 que tomamos en el aeropuerto del Prat. Antes compró la prensa deportiva y acudió a la farmacia. Recuperar, reza la caja de un producto que habrá de paliar los efectos de una larga noche junto a su gente. Reclina la cabeza sobre la almohada y deja caer el largo flequillo a un lado u otro, ajeno a las ávidas miradas de los viajeros, víctima de una atropellada foto que me atreví a hacerle con mi teléfono móvil.
Ni una concesión a la impostura, sabedor de la presencia constante de su vigía. Ni una mala cara. Y escribimos sobre alguien que ya entonces era el número cinco del mundo y había ingresado 1.881.032 dólares en premios, con KIA, Colacao y Rosdor, entre otras marcas, como sustentos más que complementarios de la bolsa. Que había ganado su primer título en Sopot, en el verano de 2004, además de los conquistados a principios de 2005; entre medias, el amanecer triunfal en la Copa Davis. Ya una victoria ante Federer y una final perdida contra él tras mandar con dos sets. Ambos encuentros en Miami. Una leyenda por crear, pero un jugador de élite ya hecho.
«Tenía algo especial, una pasión que nunca había visto sobre una pista de tenis», recuerda Albert Costa, quien, en la primera ronda del Abierto de Montecarlo de 2003, en el que sería su único enfrentamiento con Nadal, fue derrotado por 7-5 y 6-3. Con 16 años, el manacorense tumbaba al vigente campeón de Roland Garros. Asomaba el brazo armado de casi un niño, que poco después, en idéntica ronda de Hamburgo, se cobraría otra pieza ilustre: Carlos Moyà, el amigo, también mallorquín, junto al que venía haciendo guantes desde años atrás, el también ganador sobre la arcilla parisina, el primer número uno del mundo del tenis español. Apuntes serios en su despertar en la alta competición. «En los entrenamientos no solía ganarme», recuerda Moyà, que no pudo contar con él en su efímero período como capitán de Copa Davis, lo cual el zurdo lamenta profundamente.
La tumba de Willy
Pobre Coria. Cae 6-4, 3-6, 6-3, 4-6 y 7-6 (6) en el Foro Itálico. Frente a él, otra vez Nadal, el mismo ejecutor de semanas atrás en Montecarlo, la frontera que iba a acelerar su jubilación. El argentino venía de una experiencia traumática en Roland Garros. Había vuelto con éxito al circuito después de cumplir siete meses de sanción en 2001 por consumo de nandrolona. Regresó a las posiciones de cabeza. Era el número cuatro tras caer por debajo del cien debido al castigo. Gozaba de los resultados y pronunciamientos para tomar el relevo de Guillermo Vilas, quien inspiró su nombre. Era joven, talentoso, con enormes habilidades, especialmente en polvo, como gustan de llamar en su país a la tierra batida. Terminó con el primer Nadal en Montecarlo 2003. Ese mismo año hizo semifinales en Roland Garros, pasando por encima de su ídolo, Andre Agassi, y perdiendo frente a Martin Verkerk, el holandés de efímera y sospechosa presencia en el circuito, derrotado por Juan Carlos Ferrero en la final.
Un curso después, se plantó ante el gran objetivo de su vida. La tierra de París convoca a tres argentinos en semifinales. Coria vence a Tim Henman, un maravilloso intruso en la superficie, y Gastón Gaudio acaba con David Nalbandian. Será la primera final albiceleste en un torneo del Grand Slam. Contienda sentimental en Argentina, fracturada entre el aura melancólica y maldita de Gastón, apenas 44 del mundo entonces, con dos títulos de segundo rango en su currículo, sin apenas atenciones institucionales en su país, y las certezas de Guillermo, cuidado con mimo por la Federación Argentina de Tenis desde el comienzo, tercero en la jerarquía universal, campeón en Buenos Aires y Montecarlo aquella temporada, finalista en Miami y Hamburgo. Dos jugadores que habían protagonizado varias confrontaciones verbales con anterioridad. Enemigos íntimos, se diría. En el arcén, Fabián Blengino, bilardista de pro, al lado de Coria, contra Franco Davin, conocimiento, sensibilidad y dulzura, todo transparencia y amabilidad hasta que ingresó en el equipo de Juan Martín del Potro, años más tarde.
«Yo soy el Valencia», había dicho Gaudio, gran aficionado al fútbol, seguidor de Independiente y amigo de Marcelo Bielsa, eliminando sinceramente cualquier etiqueta de favorito, decidido a situarse un cuerpo por debajo del verdadero aspirante. «La copa que me la entregue Maradona y luego que cante Fito Páez». Deseo público de Willy, mucho más seguro de sí, sin posibilidad de renunciar a su rango de principal candidato al título casi por aclamación.
Gaudio recibe un rosco en el primero y un 6-4 en el segundo. Está KO, la final lleva camino de ser una de las más rápidas. Pero Coria se acalambra, se le encogen los músculos, arden los huesos, se nubla la materia gris, el cerebro que trae males pasados, reproches, insultos. «Llegué acá para cerrar la boca a todos los que estuvieron del otro lado en el juicio contra el dopaje, a aquellos que me gritaban farlopero por el bote contaminado de vitaminas. Lo pensé demasiado, porque en caso contrario no me puedo acalambrar. Me maté entrenando después de aquellos siete meses durísimos. Ojalá Dios sea justo conmigo. Volveré. Estas cosas me hacen fuerte y tengo muchos huevos». Es el epílogo. Estremecedora conferencia de prensa. Llanto. Rabia. Frustración. Un hombre de 22 años que llegó a disfrutar de dos pelotas para hacerse con Roland Garros y suceder a Vilas, sí, otra vez Vilas, el único argentino ganador de un grande hasta que lo relevó Gaudio. Y no Coria. Vilas, el encargado de entregar la copa, se llevó cuatro majors, el último de ellos en Australia, en 1979. Santo y seña. Campeón y conquistador de princesas, pues célebre es su romance con Carolina de Mónaco, apellido sagrado en boca de cualquier aficionado de su país, reiterado e inalcanzable techo, estela que toma Gastón, sucedido por Del Potro, en Nueva York, un lustro después.
Vilas, uno de los jugadores a los que acudió el periodismo a la hora de buscar antecedentes en las maneras y los logros de Nadal. Un zurdo poderoso y combativo, dominador de las canchas en la segunda mitad de los 70. «El sistema de juego tiene muchas similitudes, salvando las distancias de la intensidad de este momento con respecto a entonces», me dice Vassallo Argüello. «Vilas necesitaba más golpes que Rafa para ganar un punto, incluso por una razón tan obvia como los materiales utilizados en su época. Pero en los ángulos buscados y en la manera de encarar a los rivales hay muchos paralelismos. Del mismo modo, en la mentalidad y en la entrega con el deporte. Guillermo dedicó su vida al tenis con un fanatismo bien llevado, de pasión, de amor. Nadal lo quiere como lo hacía Guillermo y adora todo lo que significa ser tenista, no solamente estar en la cancha el tiempo que toque en cada partido, sino el compromiso, la preparación, absolutamente todo lo que tiene que hacer para convertirse en jugador de tenis».
Error letal
0-6, 4-6, 6-4, 6-1 y 8-6. Coria es mucho más que un sollozo frente a los periodistas después de perder la final frente a Gaudio. No se ha quitado la visera blanca. Está derruido. Nunca asistí a nada igual. La transmisión pública, descarnada, sin tamices ni intermediarios, de la agonía, del temor, no lejano de la convicción, de que seguramente esas dos balas perdidas van a perseguirle mientras viva, por mucho que trate de desmentir con palabras bravas cualquier tentativa de rendición. Y no volverá a aparecérsele una oportunidad semejante. Y no volverá a ser el jugador nominado a dominar la arcilla en las próximas temporadas, como barruntaba, entre otros, Nick Bollettieri, mentor de Agassi en sus comienzos.
Ya en manos de Perlas, quien llevó a Moyà y Albert Costa a la toma de París, se recupera de una operación de hombro. Pasa largos períodos en Barcelona. Y busca con su habitual esmero rescatar su propio cuerpo de las llamas en que lo dejó la traumática derrota contra Gaudio. Quién sabe si hubiera podido redimirse de no mediar Nadal, de manejar mejor su suerte en la descarnada lucha sobre la arena del Foro Itálico. Él, un tenista más experto, con una honda cicatriz, aún a tiempo de defender su tiempo, contra el chico del pañuelo blanco en el pelo y los pantalones pirata, que no se arredra, al contrario, crece en la medida de las dificultades, entra en una progresiva combustión, y vence cuando la volea postrera de revés del jugador de Rufino cae más allá de la línea.
«El tiempo demostró que Nadal es uno de los mejores de la historia y es un orgullo haber estado frente a él más de cinco horas sin parar, porque ni siquiera fuimos al baño, y bajo una intensidad impresionante», rememora el argentino, responsable ahora de una academia de tenis en Buenos Aires. «Fue 8-6 en el tie break del quinto set, en un gran escenario. El público se comía las uñas porque cualquiera podía ganar. Hubo gente que comenzó a ver el partido, fue al cine o de compras y, cuando regresó, nosotros seguíamos jugando. Y que Nadal recuerde ese encuentro, como lo ha hecho muchas veces, me llena de orgullo».
El español va poniendo fin a muchas cosas. Aplica a Coria, en Roma, una segunda sentencia de muerte. Nadal, exhausto, es baja en Hamburgo, poco después. Le espera Roland Garros. Inaugurar un nuevo y prolífico ciclo, que aún sigue vigente. Gaudio queda como el último campeón en la Philippe Chatrier anterior a la era del zurdo. «Aún más que haber perdido la final de París, a Coria le afecta la irrupción de Nadal, la llegada de un número uno cuando todo estaba indicado para que él lo fuera», comenta Vassallo Argüello. «Tengo una fascinación especial por el juego de Coria, me parecía alucinante verlo, pero a tenor de la evolución de ambos, Nadal es muchísimo más completo. Es un ejemplo de cómo jugar al tenis; no solo de dedicación. Un gran tenista, que saca, volea, defiende, pega de derecha y de revés, tiene slice, tira top spin y ángulos cortos... Además, dispone de unas cualidades mentales tremendas. Es cierto que Coria poseía virtudes que pocas veces se han visto en un tenista, una capacidad de neutralizar a los rivales, de provocar impotencia en adversarios de nivel superlativo. Lo lograba con suma facilidad. En algunos momentos parecía verdaderamente invencible, pero Nadal tiene mucho más».
Sin prólogos deslumbrantes
Roma es la plasmación mayúscula, individualmente, de los mensajes rotundos lanzados por Nadal en el circuito senior, sin demorarse en pasos por las categorías inferiores. A los ocho años ganó el campeonato alevín de Baleares. Tres más tarde se hizo con el Campeonato de España de la misma categoría. Fueron sucediéndose triunfos notables: en Les Petits As, Mundial para jugadores entre 12 y 14 años; en la World Youth Cup por equipos, en la República Checa, hasta llegar a la semifinal júnior de Wimbledon, ya con ranking ATP, pero no siguió el que podríamos denominar conducto reglamentario, la cumplimentación de éxitos sobresalientes en diferentes escalones, que la mayoría de las veces poco tiene que ver con una fecunda carrera profesional.
Fueron unos cuantos los ganadores españoles de la Orange Bowl, referente canónico de jóvenes meritorios, los contemplados con lupa por un supuesto porvenir. También campeones o finalistas júnior, y en torneos del Grand Slam. Pero a la hora de superar la barrera y empezar a pegarse con los mayores o bien se rindieron pronto o quedaron en menos, dignos integrantes de la clase de tropa o acaso buenos tenistas, regulares en el top 15, ocasionales algunos lugares más arriba, como, por ejemplo, Tommy Robredo, pero lejos de dar un salto mucho mayor.
Su carácter individual hace del tenis un deporte particularmente duro, más aún en los comienzos. Es preciso que, de inicio, confluyan las cualidades y la determinación del muchacho con el adecuado respaldo familiar, sin obviar unas condiciones económicas que permitan poner en marcha la incierta aventura. No son pocos los casos de jóvenes marcados por la presión de los padres, deseosos del rápido enriquecimiento material y de paliar los desencantos vitales a través del éxito de su vástago. Así, cargarán sobre él la responsabilidad del porvenir del clan, exigiéndole desde muy chico un altísimo compromiso y el afán constante de perfeccionamiento. Las consecuencias suelen ser frustrantes.
Semanas antes de Roma, también con Coria al otro lado de la cinta, Nadal se impuso en Montecarlo, pero el desarrollo de la final en la capital italiana, su carácter dramático, de extraordinaria emotividad, supuso la verdadera puesta de largo del inminente campeón de Roland Garros en vísperas de su primera participación en el torneo parisino.
Se presentaba ante una gran generación de nuestro tenis. Si Manolo Santana, Andrés Gimeno y Manuel Orantes, en sus diferentes etapas y con sus distintos, y en algunos casos, extraordinarios méritos, habían sacado este deporte a la calle, fueron Sergi Bruguera, Moyà, Juan Carlos Ferrero y Albert Costa, sin obviar, por supuesto, el papel de Arantxa Sánchez Vicario y Conchita Martínez, quienes lo sostuvieron en la modernidad.
Àlex Corretja, doble finalista de Roland Garros, derrotó a Nadal en sus dos partidos, pero intuyó de primera mano que se había medido con un adversario llamado a grandes logros. «En el Godó me di cuenta de que era diferente. De hecho, su actitud cuando pierde es de desagrado, pues ya, aún casi un crío, tenía alma de ganador. Veía que su potencial era tremendo. A medida que vas comprobando la vocación de sacrificio y la versatilidad, te das cuenta de que puede romper cualquier barrera», me comenta el ganador de la Copa Masters de 1998 y ex número dos del mundo, que se topó con él en 2003. Venció en ambas ocasiones, con el peaje de un set: en Barcelona, sobre tierra, 6-2, 3-6 y 6-4; y en Madrid, en dura, bajo techo, 3-6, 6-2 y 6-1.
Nadal ganó el primer partido como senior ante el paraguayo Ramón Delgado. Con 15 años, jugó como invitado en el torneo de Palma. Era el 762º del mundo y acababa de obtener en un challenger de Sevilla los cinco primeros puntos ATP. «243 derrotas. Y todo el mundo me recuerda por la misma. A lo largo de mi carrera perdí con once campeones del Grand Slam, pero todos me hablan de uno. Muster, Korda, Ivanisevic, Rafter, Agassi, Kuerten, Moyà, Roddick, Ferrero, Murray... y Nadal. Sí, fui yo. El primero que escuchó eso de juego, set y partido para Rafael Nadal. El primero que le vio levantar los brazos al final de un partido del circuito mundial. El primero que le dio la mano y le felicitó por una victoria con los mayores. ¡Qué honor!», recuerda el ex jugador de Asunción en tennistopic.com.
En cinco meses, Nadal se hizo con seis futures. Seguía en las competiciones residuales, pero ya con un ojo en los torneos de verdad, donde se dejaba ver con repuntes notables. Había aparcado la pasión por el fútbol. De la mano de Jofre Porta y de su tío Toni, en el Club de Tenis Manacor, llevaba desde niño con una raqueta en la mano, si bien, en principio, le tiraba más el balón. Tampoco es demasiado vinculante en su éxito, sí, sin duda, en su formación, el hecho de tener en la familia a un futbolista de élite. Otro de sus tíos, Miguel Ángel, completó una buena carrera, con éxito en el Barcelona y presencias regulares en la selección española, pero en modo alguno soporta la comparación. Él se encuentra ajeno a cualquier horma. Siempre dispuso de un talento innato y unas aptitudes genuinas para enfrentarse a las demandas de la alta competición, siempre tuvo muy claro el itinerario y estuvo dispuesto a pagar el precio por alcanzar los objetivos máximos.
La pasión como motor
El entorno, con sus padres a la cabeza y el implacable magisterio del tío Toni, dejó que adquiriese vuelo en la dirección marcada por él mismo. No ha salido de su boca un solo reproche por el período de aprendizaje. Ni siquiera por los métodos, rayanos ocasionalmente con la crueldad, de su entrenador de toda la vida. La Historia ha dejado casos bien distintos, incluso cuando tuvieron final feliz. Ahí está Agassi, quien, en su autobiografía, Open, coescrita con el premio Pulitzer J. R. Moehringer,1 admite que el tenis fue desde el comienzo una imposición. Ganador de ocho títulos del Grand Slam, ex número uno del mundo, personaje inicialmente transgresor, con un sesgo atrabiliario, el campeón de Las Vegas reitera que lo odió desde la etapa de formación en la Academia Bollettieri hasta el último de sus partidos, en la tercera ronda del Abierto de Estados Unidos de 2006, frente a Benjamin Becker. «Tengo el máximo respeto por él, pero no sé si dijo aquello en busca de un buen marketing para su libro, de otorgar a este un contenido más picante. Creo que es injusto decir eso de algo que te ha dado mucho de lo que tienes. Es ser un desagradecido, al fin y al cabo», replica Nadal en el curso de una entrevista ante clientes privilegiados del Banco Sabadell.
Agassi encarna las servidumbres del jugador de élite. Su motor no fue la pasión, sino la obligada obediencia a un padre obsesionado por un hijo triunfador con quien paliar el dolor crónico de su mediocre paso por los cuadriláteros, la grisura de un ciudadano de clase acomodada disconforme con sacar adelante a los suyos gracias al trabajo en un casino. De ahí partió una brillantísima carrera, movida progresivamente bajo la inercia del éxito. Del trato con Nadal en todos estos años, de la observación de su conducta en la cancha y fuera de ella, del discurso original al de ahora, regidos ambos por argumentaciones homogéneas, coherentes, de su propia trayectoria, se infiere un amor visceral por el tenis, una entrega desde la ascesis, como si él mismo quedara disuelto, inane, absorbido por una profesión completamente vocacional. Su historia, la que conocemos, la que trasciende, seguramente no demasiado lejos de la absoluta realidad, carece de episodios de rebeldía y pesar, de dudas, de flirteos con los tentadores paraísos al alcance de los ganadores, de golosos idilios con actrices o colegas femeninas de postín.
Nadal conecta más con Lleyton Hewitt, en activo hasta bien entrada la treintena, aun con el cuerpo entre costuras, después de ganar Wimbledon y el Abierto de Estados Unidos y de cerrar dos cursos en lo más alto. Se han declarado recíprocamente su admiración. En pleno crecimiento, Nadal jugó dos veces contra él en Melbourne. Ambas en el Abierto de Australia. En la tercera ronda de 2004, con victoria de Hewitt por 7-6 (2), 7-6 (5) y 6-2. Y un año después, en octavos, 7-5, 3-6, 1-6, 7-6 (3) y 6-2, nuevamente en favor del jugador aussie.
Hewitt era entonces el número tres del mundo y ya había ganado Wimbledon y el US Open. Distintos en muchas facetas del juego, comparten la explosión temprana, la fortaleza de espíritu y el poder de intimidación. «Hay que ver la cantidad de partidos que he sacado adelante por entregar el cien por cien. Esa actitud de no darme nunca por vencido me ha llevado a salvar otro gran encuentro», comentó después de las tres horas y 53 minutos del duelo de 2005. Son palabras perfectamente atribuibles a Nadal, que encajan en la disección de muchas de sus victorias. El zurdo, que venía de salvar un match point contra Mikhail Youzhny, perdió en dos ocasiones el servicio en el quinto set y sufrió calambres en el cuádriceps y la zona isquiotibial de una pierna.
Tendía puentes con la élite, se fogueaba con uno de los grandes de la época. En 2003, también en Melbourne, en una eliminatoria de la Copa Davis, Hewitt regresó de dos parciales adversos para superar a Roger Federer por 5-7, 2-6, 7-6 (4), 7-5 y 6-1. Célebre por un carácter indómito, el de Adelaida ganó el primer título en su localidad natal, con 16 años y 10 meses, y fue el más joven debutante en la Davis. Con la Ensaladera de 2004, a los 18, Nadal quebró otro récord de bisoñez, como campeón de este torneo por equipos.
Casado y con tres hijos, el australiano sigue en danza, sin importarle haber perdido la pegada de antaño, moverse en estratos jerárquicos que no se corresponden con su categoría. Fue esa la razón que llevó a Ferrero a precipitar su retirada. Contemporáneo y amigo de Hewitt, que apareció en el torneo de Valencia para despedirle en su homenaje, el valenciano, lastrado también seriamente por las lesiones, no soportaba confrontar la imagen de la madurez con la del chaval intrépido que ganó la Copa Davis y Roland Garros, disputó la final del Abierto de Estados Unidos y estuvo ocho semanas al frente del ranking.
A Hewitt, por el contrario, le puede la adicción a las canchas. No le importa irse hasta el puesto 83º, como no le arredró caer mucho más abajo asediado por las lesiones. Tuvo valor y entusiasmo para salir adelante. Y sigue ganando títulos. Lo hizo en Newport en 2014, y en Brisbane, pasando por encima del mismísimo Federer, uno de los causantes de que su carrera no tomara mayor vuelo, con las sucesivas neutralizaciones en los majors. Dirá adiós en 2016, con la disputa del vigésimo Abierto de Australia consecutivo, torneo donde debutó en 1997, perdiendo en la primera ronda contra Bruguera.
1. Agassi, Andre (con Moehringer, J. R.), Open: mi historia, Duomo, 2014.