PRÓLOGO

El mosaico desvelado

Los mejores misterios se desvelan, pero no se resuelven. Dejan trazos y rendijas que invitan, una y otra vez, a nuevos desafíos, a explorar aspectos imprevistos, o desdeñados, o simplemente a revisar posiciones que se daban por ciertas y que la realidad discute. En ocasiones, el misterio no es evidente. Se adhiere a la normalidad. Habita entre nosotros sin que le prestemos demasiada atención. No nos invita a preguntarnos nada extraordinario y, sin embargo, su potencial misterioso es formidable.

Vean a Rafael Nadal, estrella del tenis, personaje querido, yerno ideal, el más citado cuando en la calle se pregunta por el deportista preferido. Nadal es amable, se compromete a fondo con su profesión y su visibilidad es inmensa. Sus reiterados éxitos y el absorbente calendario del circuito profesional le han convertido en un residente habitual de la televisión. Forma parte de nuestro paisaje cotidiano.

No hace falta ser un apasionado del tenis para sentir su proximidad catódica. Los aficionados le adoran y los no aficionados le adoran más, porque el pueblo llano no entra en las consideraciones estéticas que presiden el debate Nadal-Federer. El más alejado de los ritos y secretos del tenis conoce los tics del jugador, su maniática relación con el orden y su característica gestualidad.

No es un tenista que cambie su comportamiento. Tantos años después todavía muerde los trofeos que conquista y se derrumba sobre la pista cuando gana un gran título. Es decir, mantiene el sorprendido aire de los jóvenes jugadores que ganan de vez en cuando, aunque la realidad lo desmiente: Nadal rara vez pierde. De la juventud solo le distancia una cabellera que ahora clarea y el nuevo patrón de los pantalones. Nadal ha aceptado que no tiene edad para el pantalón pirata.

Esencialmente parecería que estamos ante una roca inamovible, un jugador del que sabemos todo porque nos resulta diáfano, cercano y accesible, un muchacho que todavía vive en Manacor, que defiende los vínculos familiares con la misma vehemencia con la que resta en la pista, el antidivo que mantiene su largo noviazgo con una chica de su pueblo, la estrella que escucha y acepta los consejos de su tío Toni, su entrenador desde que era un chiquillo.

Nada en él invitaría a pensar en el misterio. Es un tipo de una pieza, una pieza rotunda, bien esculpida, sin apenas aristas, nada poliédrica. Y, sin embargo, Nadal es un fabuloso misterio, un jugador que merece la máxima atención de los entomólogos del tenis, siempre dispuestos a profundizar hasta la raíz más microscópica de los campeones.

Javier Martínez ha seguido desde el comienzo la carrera de Nadal, trayectoria triunfal que venía anunciada especialmente por su memorable victoria sobre Andy Roddick en la final de la Copa Davis que enfrentó a España y Estados Unidos en diciembre de 2004. Aquel día nació una estrella que todavía está lejos de apagarse. Se conoce muy bien lo que ha ocurrido en los últimos 10 años: 14 títulos en el Grand Slam, nueve en Roland Garros –récord en la historia de cualquier grande–, dos en Wimbledon, dos en el Open de Estados Unidos y una victoria en el Open de Australia.

Lo mejor de este palmarés impresionante es que incluye algunos partidos inolvidables para los seguidores del tenis, con independencia de las filias de cada cual. Ninguno ha alcanzado una estatura parecida al duelo con Roger Federer en la final de Wimbledon 2008, el mejor partido en la historia del tenis para muchos especialistas, el más cinematográfico por su ambientación –se suspendió varias veces por la lluvia y se cerró cuando la noche se abatía sobre la pista– y el que significó el cambio de guardia en el tenis. Federer, que había vivido casi en solitario en la cima, tuvo que capitular ante el rival que tantas veces le amargaría la vida después.

Javier Martínez conoce al milímetro todos estos datos, y la intrahistoria de las grandes hazañas de Rafael Nadal. Periodista tenaz, extremadamente profesional, sin afanes de notoriedad, alejado del trivial bullicio que se ha apoderado de buena parte de la prensa deportiva, Javier Martínez ha escrito brillantes páginas de tenis en El Mundo. Ha contado con elegante precisión los éxitos de Nadal. Nos ha descrito el personaje innumerables veces, con la necesaria distancia que requiere el análisis periodístico, favorecido en este caso por su carácter, pues es uno de los reporteros deportivos más alejados del amiguismo, la profesión más frecuente en estos tiempos.

Ahora ha escrito un libro que sitúa a Nadal en el centro del escenario. Podía presentarlo como parece que es: un ganador compulsivo, sin recovecos. Esto es lo que se ve, esto es lo que hay. Pero no es así, porque pronto descubres que a Javier Martínez le fascina el Nadal inexplicado, quizás inexplicable, un personaje sutil detrás de una fachada de extrema normalidad, hombre contradictorio con un entorno donde suele aparecer como el muchacho atento y obediente a los consejos de Toni Nadal, cuando la realidad nos dice que Rafael es todo lo contrario de un autómata.

Es el minucioso relato de Javier Martínez, y es la pasión por la minucia, por el detalle, lo que hace magnífico a este libro. Nadal es un procesador en movimiento, una esponja andante que aprovecha lo mejor que tiene a su disposición –desde los consejos de su tío Toni al trabajo de sus fisioterapeutas, sus médicos y sus colaboradores en la empresa que significa ser Rafael Nadal en estos días–, pero que finalmente se distingue por tomar decisiones que le responsabilizan totalmente.

Hablamos de un tenista que aprovecha cualquier ventaja para ganar en la pista. Si eso significa que se debe forzar la naturaleza, se fuerza. Nadal es diestro para todo menos para jugar al tenis, donde su autoimpuesta zurdera genera un considerable problema a sus rivales. Es curioso observar el efecto en el juego de un hombre que piensa con el hemisferio derecho, pero ejecuta las órdenes con el izquierdo. Ese matiz, ajeno a su naturaleza, es uno de los muchos que desmienten ideas preconcebidas que pesan sobre la figura de Nadal.

El chico aparentemente dócil, que creció en un entorno de máxima exigencia deportiva, no dudó en rebelarse y seguir al Real Madrid, no al Barça, donde jugaba otro tío del joven tenista, Miguel Ángel Nadal, uno de los futbolistas más significativos de los años 90. También Toni es hincha del Barça. Nunca resulta sencillo para un crío desdeñar la atmósfera familiar, aunque sea en un asunto aparentemente banal, como la elección de tu equipo de fútbol. Como suele ocurrir con Nadal, sus decisiones configuran un retrato mucho más complejo de lo que parece.

Nadal anima a una definición rápida y sencilla que generalmente se contradice con la evidencia. El autor explora una y otra vez en el territorio del campeón. Necesita respuestas que le despejen dudas. No está convencido del Nadal hermético, sin perfiles. No lo dice, pero del libro se deduce que el lado más visible del campeón funciona como la armadura que esconde una complejísima configuración, la que le permite solucionar milésima a milésima todos los desafíos y problemas que encuentra en las pistas.

El libro de Javier Martínez abunda en referencias tenísticas, en partidos cruciales en la carrera de Nadal y en opiniones que pretenden revelar su secreto, su misterio, desde varias perspectivas: técnica, psicológica, fisiológica, familiar... Cuanto más escarban los expertos en la personalidad del jugador y cuanto más minucioso es el análisis, más sensación de misterio transmite el jugador. Cada puerta abre una nueva, y así sucesivamente, en un ejercicio fascinante que habla de la habilidad del autor para generar una conveniente carga de curiosidad, y hasta de tensión, en los lectores.

Hay una referencia a David Foster Wallace, el malogrado novelista estadounidense, que explica la originalidad de Nadal. Admirador irreductible de Roger Federer, Foster Wallace escribió para The New York Times un maravilloso ensayo sobre el suizo. Lo tituló Federer, una experiencia religiosa. El escritor aprovecha la final de Wimbledon 2006 para trazar uno de los más hermosos relatos que ha dado el periodismo deportivo. Federer es el actor principal, el objeto de la admiración de Foster Wallace. Como gran novelista, curtido en la tradición estadounidense, aprovecha la figura de Nadal para presentarle como la némesis del campeón suizo. Nada funciona mejor en el deporte y en la mitología que dos colosos enfrentados. En este caso, el jugador español aparece casi como el recurso necesario para corear la excelencia de Roger Federer.

Era la primera final en Wimbledon de Nadal. Tenía 20 años. Había ganado las dos últimas ediciones de Roland Garros. Un mes antes de comenzar Wimbledon, el joven jugador español había derrotado con gran comodidad a Federer. No se podía interpretar como una sorpresa de primer grado. Nadal coronaba una larguísima tradición de vencedores en París. Lo novedoso residía en su voluntad de asomarse a Wimbledon. Durante años, los campeones españoles en pista de tierra habían mostrado una alergia insuperable a la hierba. Lo lógico era atribuir a Nadal los mismos prejuicios que a los demás españoles, pero ahí se destapó otro elemento de la compleja personalidad del jugador. No solo estaba dispuesto a participar en Wimbledon, sino a ganarlo algún día. Y si era frente a Federer, la leyenda viviente del tenis, mucho mejor.

Foster Wallace considera en su crónica-ensayo que se trata del enfrentamiento entre «la virilidad apasionada del sur de Europa contra el arte intrincado y clínico del norte». Esta aproximación invitaba a presentar a Nadal como una fuerza de la naturaleza, desbordante de testosterona, sin sentido de la estrategia, impaciente y frontal. Enfrente, la delicada inteligencia de un jugador minimalista, subyugante por la belleza de sus golpes, contenido y certero, un tenista del que no se dice, pero se presume, que representa las cualidades típicas del norte frente a las características del jugador sureño.

Venció Federer. Volvió a ganar un año después, pero Nadal comprendió que la distancia en la hierba se había achicado hasta tal extremo que la victoria no debería ser imposible en 2008. Lo que sucedió en aquella final figura en la antología de Wimbledon, del tenis. Lo que no se puede asegurar es que la apasionada virilidad sureña se impusiera al complejo y clínico arte del norte.

Natural de la isla de Mallorca, de aspecto decididamente mediterráneo, Nadal es, sin embargo, un calvinista en pantalón corto, lo que significa otra mutación con respecto a su retrato básico. Javier Martínez indaga con una tenacidad admirable en las razones de su éxito, en la construcción de un tenista aparentemente monolítico y, sin embargo, bendecido por una versatilidad extraordinaria. ¿Con qué otras armas hubiera ganado en todas las superficies del Grand Slam? Estamos ante una versatilidad que no es natural.

Nacido para jugar en tierra, Nadal está en las antípodas del aéreo Federer. La polivalencia del español es adquirida, construida metódicamente, día a día, entrenamiento tras entrenamiento, producto de una voluntad férrea, sin fisuras, indesmayable. No es fácil asociar estos valores a los que Foster Wallace atribuyó al viril y apasionado representante del sur de Europa. Está mucho más cerca del calvinista obsesionado con la ética del trabajo, con una visión ascética de su profesión que le evita las desagradables consecuencias de la fama, con una resistencia espartana al abandono.

En ocasiones, Nadal es todo lo contrario de lo que parece, de los tópicos que circulan a su alrededor. Nunca desmiente el retrato que se tiene de él, pero su naturaleza real no siempre se ajusta al tópico nadalista, porque si algo le distingue es su capacidad para desmontar los estereotipos que pesan sobre él. ¿Qué pronósticos sobre el primer Nadal se han cumplido? Apenas uno: estaba destinado a ser un gran jugador en tierra batida.

Se decía que su estilo le impediría el estrellato en las superficies rápidas, y no digamos en la hierba de Wimbledon. Se dijo que sería un jugador de corto recorrido, porque su juego le masacraría el físico muy pronto. A Nadal se le ha extendido un certificado de defunción deportiva después de cada lesión, numerosas desde su etapa juvenil. Su respuesta ha destruido uno a uno los pronósticos más pesimistas.

Si algo se relaciona mal con él es la mirada tópica, aunque Nadal pueda invitar a esta clase de aproximación. Es posible que forme parte, trabajada de forma inconsciente desde la niñez, de su estrategia competitiva. Uno de los aspectos más característicos de Rafael Nadal en la pista es su capacidad para sorprender con decisiones que se escapan a lo previsto en su juego, invalidando la idea de jugador mecánico que se le atribuía en sus primeros tiempos. Nadal es una máquina de romper tópicos, los que se difunden sobre él.

Lo mismo sucede con la creatividad. Actor principal de una gran época del tenis, interpretada junto a dos colosos, Roger Federer y Novak Djokovic, a Nadal se le ha asociado al juego defensivo, resistente, implacable por su eficacia para aprovechar los errores de sus rivales. Está claro que es una percepción muy limitada, y hasta falsa, del jugador español. La confusión quizá procede del ambiguo territorio que separa el placer estético de la creatividad. Según el canon, Federer es un creativo maravilloso que produce una sensación incomparable de satisfacción estética. Ni tan siquiera suda. Nadal, en cambio, es un gigante defensivo que derrumba a sus adversarios colocando ladrillos en el muro. No es cierto.

En muchos aspectos, Nadal ha cambiado el mundo del tenis. Y no lo ha hecho por correr más o soportar el sufrimiento más que nadie. Una buena gama de sus golpes encuentran una muy difícil respuesta en sus adversarios. Son golpes únicos, muchas veces efectuados en situaciones inesperadas, o aparentemente desesperadas, que solo pueden interpretarse como un monumento a la técnica, a la verdadera creatividad, aunque no transmitan el etéreo placer que producen los movimientos y respuestas de Federer.

El magnífico relato de Javier Martínez está sostenido por la minuciosa búsqueda de los elementos que explican al Nadal verdadero, el que se salta el tópico y el que anima al misterio. El resultado es un libro apasionante que tiene la virtud de desvelarnos a uno de los grandes tenistas de la historia y de abrir nuevas perspectivas en el complejo personaje que es Rafael Nadal.

SANTIAGO SEGUROLA

Marzo de 2015