CAPÍTULO 9
La recuperación de John, aunque continua y satisfactoria, fue lenta; y no fue hasta la Pascua, que cayó pronto ese año, cuando su salud se consideró plenamente restablecida. Las últimas semanas de su convalecencia fueron para todos nosotros una época de agradecido y tranquilo disfrute. Si puedo juzgar por mi propia experiencia, hay pocos momentos en nuestra vida más favorables para que crezcan los sentimientos de afecto y piedad, o más llenos de agradable contenido, que los periodos de recuperación paulatina de una grave enfermedad. El efecto aleccionador de nuestra reciente enfermedad aún no se ha disipado, pero nos sentimos al mismo tiempo agradecidos a nuestro Creador por preservarnos, y a nuestros amigos por los incontables actos de vigilante amabilidad que la enfermedad tiene la peculiar virtud de suscitar.
Ninguna madre atendió jamás a su hijo con mayor ternura que la señora Temple atendió a mi hermano, y antes de que su salud estuviera completamente restablecida, los vínculos entre él y Constance habían madurado en un compromiso formal. Tal alianza era, como he explicado antes, particularmente apropiada, y su perspectiva me proporcionó el más vivo placer de todos los interesados. El mes de marzo había sido extraordinariamente suave, y al estar Royston situado en un valle, como la mayoría de las casas de su época, estaba bien protegido de los vientos fríos. Estaba, además, orientado hacia el sur, y a medida que mi hermano fue recuperando fuerzas paulatinamente, Constance, él y yo solíamos sentarnos al aire libre en las agradables mañanas de primavera. Pusimos un sillón con muchos cojines para John sobre la grava de la puerta delantera, donde el calor del sol se reflejaba en las paredes de ladrillo rojo, y a veces nos leía en voz alta mientras estábamos enfrascadas en nuestra labor de ganchillo. El señor Tennyson acababa de publicar anónimamente un primer volumen de poemas, y la sobria dignidad de sus versos encajaba muy bien con nuestro estado de ánimo en aquellos momentos. El recuerdo de aquellas agradables mañanas de primavera, mi querido Edward, aún no se ha desvanecido, y todavía puedo oler el dulce aroma húmedo de las violetas, y ver los colores brillantes de la flor del azafrán en los parterres.
El intelecto de John parecía recuperar fuerzas con su cuerpo. Era como si hubiera apartado la nube que le ensombrecía antes de su enfermedad, y evitaba por completo cualquier referencia a aquellos acontecimientos desagradables que con anterioridad habían estado tan presentes en sus pensamientos. Yo había aprovechado la primera oportunidad para contarle mi descubrimiento del retrato de Adrian Temple, ya que pensé que ayudaría a mostrarle que al menos la última aparición de esta forma fantasmal admitía una explicación racional. Pareció contento de oír esto, pero no demostró el mismo interés por el tema que yo esperaba, y permitió que lo abandonáramos en seguida. Fuera por falta de interés, o por una repugnancia persistente a revisitar el lugar donde le atacó la enfermedad, creo que no volvió a entrar en la galería de retratos antes de marcharse de Royston.
No puedo decir lo mismo de mí. El cuadro de Adrian Temple ejercía una curiosa fascinación sobre mí, y aprovechaba cualquier oportunidad de estudiarlo. En verdad, era una obra maravillosa; y tal vez porque la recuperación de John otorgó un tono más alegre a mis pensamientos, o tal vez por el poder de la costumbre para embotar incluso las más agudas antipatías, el caso es que paulatinamente llegué a perder gran parte del sentimiento de aversión que me había inspirado al principio. Con el tiempo, su aspecto desagradable se hizo menos desagradable, y me fijé más en el bello óvalo del rostro, los ojos castaños, y lo excelentemente cincelados que estaban los rasgos. A veces, también, sentía una profunda lástima por un caballero tan inteligente que había muerto joven, y cuya vida, al ser siempre tan perversa, a menudo debía de haber sido solitaria y triste. Más de una vez fui descubierta por la señora Temple o por Constance sentada en contemplación del cuadro, y se rieron amablemente de mí, diciendo que me había enamorado de Adrian Temple.
Una mañana a principios de abril, cuando el sol brillaba sobre el mirador, y el cuadro recibía una luz más directa que de costumbre, se me ocurrió examinar de cerca la partitura de música pintada como si colgara del borde del pedestal en el cual se apoyaba la figura. Hasta aquel momento, había pensado que los signos reproducidos en ella serían tan sólo aquellos con los que los pintores solían representar convencionalmente una pieza de notación musical. Creo que esto es lo habitual en los cuadros en los que he visto que aparecía una pieza musical. Quiero decir que aunque la pintura ofrece el aspecto general del pentagrama musical, no se pretende pintar notas concretas que permitan identificar una pieza musical auténtica. Aunque, mientras escribo esto, recuerdo que en el monumento a Handel en la Abadía de Westminster está representado un manuscrito musical semejante al del retrato de Adrian Temple, pero que incluye realmente la frase inicial de la majestuosa melodía: «Sé que mi Redentor vive».
Así pues, aquella mañana en Royston me pareció advertir que en el manuscrito había pintado un verdadero pentagrama, con compases y notas; y una vez despierto mi interés, me subí a una silla para examinarlo mejor. Aunque el tiempo había oscurecido aquella parte del cuadro como con un velo, distinguí que el pintor había intentado reproducir una pieza musical concreta. Al momento vi que la melodía representada consistía de los compases iniciales de la Gagliarda de la suite de Graziani con la que mi hermano y yo estábamos tan familiarizados. Aunque creo que no había visto el libro de música que contenía esa pieza más de dos veces, la melodía me resultaba muy conocida, y no tuve ninguna dificultad en comprobar que tenía delante de mí la tonada de la Gagliarda, y no otra. Es cierto que estaba burdamente pintada, pero para alguien que conociera la canción no había lugar para la duda.
Había aquí una nueva razón, no diré que para la sorpresa, pero sí para la reflexión. Por supuesto, podría haber sido una coincidencia que el artista eligiese pintar en este cuadro esa pieza musical concreta; pero parecía más probable que hubiese sido una tonada favorita de Adrian Temple, y que hubiera elegido deliberadamente que le representaran con ella. Este descubrimiento me lo guardé para mí misma, pues no me pareció sabio comunicárselo a mi hermano, por si al hacerlo reavivaba su interés por un tema que confiaba que hubiese apartado finalmente de sus pensamientos.
La segunda semana de abril, el feliz grupo de Royston se dispersó: John regresaba a Oxford para el trimestre de verano, la señora Temple hacía una breve visita a Escocia y Constance venía a Worth Maltravers para hacerme compañía durante un tiempo.
Era el último trimestre de John en Oxford. Esperaba licenciarse en junio, y su matrimonio con Constance Temple había sido fijado provisionalmente para el siguiente septiembre. Regresó a Magdalen Hall del mejor humor, y encontró sus dependencias con un aspecto alegre debido a las macetas rebosantes de flores de las ventanas. No te entretendré con un largo relato de los acontecimientos del trimestre, ya que no tienen relación con la historia actual. Sólo te diré que creo que mi hermano se aplicó con diligencia a sus estudios, y se divirtió únicamente con la equitación, cabalgando dos caballos que hizo que le enviaran desde Worth Maltravers.
Hacia la segunda semana después de su regreso, recibió una carta del señor George Smart para comunicarle que el Stradivarius ya se encontraba en perfecto estado. Exámenes subsiguientes, escribía el señor Smart, y el veredicto unánime de los expertos a quienes había consultado, sólo habían servido para confirmar el punto de vista que había expresado desde el principio, es decir, que el violín era de la mejor calidad, y que mi hermano tenía en su posesión un ejemplar único e intacto del mejor periodo de Stradivarius. Había hecho que le pusieran un cordaje adecuado; y como la barra de graves nunca había sido retirada, y era de naturaleza más fuerte que lo habitual en la época de su fabricación, había considerado innecesario sustituirla. Si mostrara cualquier signo de que fuera inadecuada para soportar la tensión del cordaje moderno, se podría fácilmente sustituir por otra en una fecha posterior. Había permitido que lo tocara un joven virtuoso alemán, y aunque este caballero era uno de los principales intérpretes vivos, y había tenido oportunidad de manejar muchos instrumentos espléndidos, aseguró al señor Smart que nunca había tocado ninguno que pudiera en forma alguna compararse con éste. Mi hermano escribió una respuesta dándole las gracias y rogándole que hiciera llegar el violín a Magdalen Hall.
Sin embargo, las agradables veladas musicales que John acostumbraba pasar en compañía del señor Gaskell habían quedado completamente interrumpidas. Pues aunque no había razón alguna para que disminuyera la amistad entre ambos, y aunque por parte del señor Gaskell había un ardiente deseo de mantener su antigua intimidad, sin embargo los dos jóvenes se veían cada vez menos, hasta que su relación quedó reducida a un saludo casual en la calle. Creo que durante este tiempo mi hermano tocó con mucha frecuencia el Stradivarius, pero siempre solo. Su mera posesión parecía haber engendrado en su ánimo desde el principio una tendencia a la reserva que, como ya he observado, era completamente ajena a su verdadera disposición. Igual que había ocultado su descubrimiento a su hermana, también lo había hecho a su amigo, y el señor Gaskell se mantuvo en completa ignorancia de la existencia de dicho instrumento.
La noche de su llegada de Londres, parece que John desempaquetó cuidadosamente el violín y lo probó con un arco nuevo fabricado por Tourte que había adquirido al señor Smart, Cerró la pesada puerta exterior de su cuarto antes de empezar a tocar, para que no pudiera entrar nadie inadvertidamente; y después me contó que aunque, como es natural, había esperado que el instrumento diera un tono excelente, sus auténticas virtudes excedieron en tal magnitud sus previsiones que se sintió abrumado. El sonido brotaba de él con un volumen de tal profundidad y pureza que le daba la impresión de que los pasajes eran en acorde, o que incluso había otro violín tocando al mismo tiempo. Por supuesto, no había tenido ocasión de practicar durante su enfermedad, de manera que esperaba encontrar su habilidad con el arco algo disminuida; pero percibió, por el contrario, que su interpretación había mejorado mucho, y que estaba tocando con una maestría y un sentimiento de los que nunca había tenido conciencia. Aunque atribuía esta mejoría en gran medida a las bondades del instrumento con el cual tocaba, no podía dejar de creer que debido a su enfermedad, o por alguna otra razón inexplicada, había adquirido en realidad una mayor libertad en la muñeca y una fluidez en la expresión, con la cual se sentía no poco regocijado. Hizo poner un cerrojo en la alacena en la que había encontrado el violín, y allí lo depositaba cuidadosamente cada vez que terminaba de tocar, antes de abrir la puerta exterior de su habitación.
Así pasó el trimestre de verano. Los exámenes habían llegado a su debido tiempo, y ahora ya habían concluido. Los dos jóvenes se habían sometido a la prueba, y aunque por supuesto ninguno de los dos lo habría admitido ante nadie, ambos sentían en su interior que no tenían razones para sentirse insatisfechos con su actuación. Los resultados no se harían públicos hasta varias semanas más tarde. Había llegado la última noche del trimestre, la última noche también de la carrera de John en Oxford. Eran cerca de las nueve en punto, pero todavía había bastante luz, y el intenso resplandor naranja del ocaso todavía no había abandonado el cielo. El aire era cálido y sofocante, como en aquella noche funesta de un año antes en que había visto por vez primera la estampa o la ilusión de la estampa de Adrian Temple. Desde aquella vez había tocado la «Areopagita» muchas, muchas veces; pero nunca se había producido una reaparición de aquella figura, ni siquiera se había oído el antaño familiar crujido de la silla de mimbre. Mientras estaba sentado en su habitación, pensando con la lógica melancolía que había visto ponerse el sol por última vez en su vida estudiantil, y reflexionando sobre las posibilidades del futuro y tal vez sobre las oportunidades desperdiciadas en el pasado, el recuerdo de aquella noche del junio anterior volvió con fuerza a su imaginación, y sintió el impulso irresistible de tocar una vez más la «Areopagita». Abrió la ahora familiar alacena y sacó el violín, y nunca le habían parecido más hermosas las exquisitas graduaciones del color de su barniz que bajo la suave luz del día moribundo. Cuando empezó la Gagliarda miró hacia la silla de mimbre, casi esperando ver la figura que bien sabía se sentaba en ella; pero nada de eso ocurrió, y terminó la «Areopagita» sin que sucediera ningún fenómeno extraordinario.
Fue casi al final cuando oyó que alguien llamaba a la puerta exterior. Apresuradamente encerró el violín y abrió el «roble». Era el señor Gaskell. Entró con un aire incómodo, como si no estuviera seguro de ser bienvenido.
—Johnnie —empezó, y se detuvo.
La fuerza de la costumbre nos lleva a veces, querido sobrino, a dirigirnos inadvertidamente a aquellos que fueron nuestros amigos utilizando un mote familiar mucho después de que la intimidad que antaño lo justificaba haya desaparecido. Pero a veces volvemos deliberadamente a usar dicho nombre, al no querer proclamar de forma abierta, como sería el caso con un tratamiento más formal, que ya no somos los amigos que fuimos. Creo que éste era el caso del señor Gaskell cuando repitió el nombre familiar.
—Johnnie, estaba paseando por New College Lane, y oí el violín a través de tu ventana abierta. Estabas tocando la «Areopagita», y me sonó tan familiar que pensé que debía subir. No te interrumpo, ¿verdad?
—No, no, en absoluto —contestó John.
—Es la última noche de nuestra vida de estudiantes, la última noche que nos veremos en Oxford como universitarios. Mañana nos despedimos de la juventud y nos convertimos en hombres. El caso es que no nos hemos visto mucho durante este último trimestre, y me atrevo a decir que ha sido culpa mía. Pero al menos separémonos como amigos. No creo que tengamos tantos amigos como para que podamos permitirnos desprendernos de ellos a la ligera.
Alargó su mano con sinceridad, y su voz temblaba un poco mientras hablaba, en parte quizá por la emoción verdadera, pero más probablemente por el sentimiento de reticencia que he observado que los hombres siempre exhiben a descubrir cualquier sentimiento más profundo que los que habitualmente se consideran convencionales en la sociedad educada. Mi hermano se sintió conmovido por su obvio deseo de renovar su antigua amistad, y estrechó la mano tendida.
Hubo una pausa de un minuto, y entonces se reanudó la conversación, un poco envarada al principio, pero más suelta después. Hablaron de muchos temas intrascendentes, y el señor Gaskell felicitó a John por su futuro matrimonio, del cual había tenido noticia. Cuando por fin se levantó para marcharse, dijo:
—Debes de haber practicado el violín con mucha diligencia últimamente, pues nunca vi a nadie progresar tan rápido como tú lo has hecho. Cuando venía, me sentí hechizado por tu música. Nunca te había oído sacar al instrumento un tono tan exquisito: los pasajes en acorde eran tan poderosos que creí que había otra persona tocando contigo. Tu Pressenda es mejor instrumento de lo que creía.
Mi hermano se sintió halagado por el cumplido del señor Gaskell, y éste prosiguió.
—Permíteme disfrutar una vez más del placer de tocar contigo en Oxford; toquemos la «Areopagita».
Dicho eso, abrió el piano y se sentó.
John se volvía para sacar el Stradivarius cuando recordó que nunca le había revelado su existencia al señor Gaskell, y que si ahora lo mostraba, tendría que dar una explicación. Al instante cambió su talante, y con menor afabilidad, se excusó de una forma más bien violenta de atender su petición, diciendo que estaba fatigado.
El señor Gaskell se sintió evidentemente dolido por los nuevos modales de su amigo, y sin renovar su petición, se levantó al instante del piano, y después de una breve y forzada conversación, se marchó. Al irse estrechó la mano de mi hermano, le deseó toda la prosperidad posible en su matrimonio y en su vida posterior, y dijo:
—¡No te olvides del todo de tu antiguo camarada, y recuerda que si alguna vez necesitas un amigo de verdad, sabes dónde encontrarle!
John oyó sus pasos reverberando por el pasillo e hizo un movimiento involuntario, como si fuera a llamarle, pero no lo hizo, aunque pensó en sus últimas palabras entonces y en otra ocasión posterior.