CAPÍTULO 10

Pasamos el verano en compañía de la señora Temple y de Constance, en parte en Royston y en parte en Worth Maltravers. John había vuelto a alquilar el yate Palestino, y el grupo entero hicimos varias expediciones en él. Constance estaba completamente dedicada a su amado; su vida parecía envuelta en la de él; era como si no tuviera existencia sino en presencia de él.

Apenas puedo enumerar las razones que provocaron tales pensamientos, pero durante estos meses a veces me encontré preguntándome si John todavía correspondía a su afecto tan ardientemente como yo sabía que había sido el caso. Es cierto que no puedo traer a la cabeza ninguna circunstancia individual que justificara semejante sospecha. Él cumplió con puntillosa eficacia todos esos pequeños actos de devoción que se esperan de un enamorado correspondido; parecía obtener placer en perfeccionar cualquier plan de diversión para entretenerla; y sin embargo crecía en mi interior la impresión de que ya no sentía el mismo amor sincero por ella que ella le profesaba a él y que él mismo había mostrado seis meses antes. No puedo decir, mi querido Edward, lo intenso que fue el pesar que la simple sospecha de esto me provocó, y continuamente me reprendía a mí misma por dar pábulo a pensamientos tan indignos, y los expulsaba de mi mente reprobatoriamente. Pero, ay, no tardaban mucho en volver a hacerse notar. Todos habíamos visto el violín Stradivarius; era imposible que mi hermano siguiera ocultándonoslo, pues ahora lo tocaba sin descanso. No nos relató la historia de su descubrimiento, contentándose con decir que había llegado a su posesión en Oxford. Como es lógico, imaginamos que lo había comprado; y por ello sentí lástima, pues temí que el señor Thoresby, su tutor, que le había dado algunos años antes un excelente violín de Pressenda, pudiera sentirse dolido al ver su regalo tan poco ceremoniosamente dejado de lado. Ninguna de nosotras estaba familiarizada íntimamente con los caprichos de los coleccionistas de violines, y por lo tanto todas ignorábamos el enorme valor que la moda había aplicado a tan espléndido instrumento. Incluso si lo hubiéramos sabido, no creo que nos hubiera sorprendido que John lo comprase; pues recientemente había adquirido la mayoría de edad, y estaba en posesión de una fortuna tan grande que justificaría ampliamente semejante capricho si él hubiera deseado gratificarse con él. Sin embargo, nadie podía permanecer ignorante de las maravillosas cualidades musicales del instrumento. Sus tonos ricos y melodiosos atraían incluso a los oídos menos musicales, y eran tema de constante comentario. También observé que el dominio de mi hermano del violín había mejorado de forma perceptible, pues era imposible atribuir la gran belleza y energía de su interpretación tan sólo a la excelencia del instrumento que estaba utilizando. Parecía más entregado que nunca a su arte, y se encerraba en su habitación solo durante dos o más horas seguidas con el propósito de tocar el violín, un hábito que fue motivo de pesar para Constance, pues no permitía que permaneciera en su compañía en tales ocasiones, cuando ella, como es natural, deseaba hacerlo.

Así se fue el verano. Debería haber mencionado que en julio, después de completar la parte oral de su examen, tanto el señor Gaskell como John recibieron la información de que habían obtenido «primera clase». Parece que los jóvenes lo habían hecho excelentemente bien, y ambos habían conseguido un puesto en esa envidiada división de la primera clase que se llamaba «sobre la línea». El éxito de John fue motivo de gran placer para todos nosotros, y se intercambiaron libremente mutuas felicitaciones. También nos sentimos complacidos por el alto puesto del señor Gaskell, al recordar la amabilidad con la que nos había tratado en Oxford el año anterior. Deseaba enviarle mis cumplidos y felicitaciones cuando volviera a escribirle. No dudaba de que mi hermano contestaría a las felicitaciones del señor Gaskell, que ya había recibido; dijo, sin embargo, que su amigo no le había dejado dirección a la cual escribirle, y dejó correr el asunto.

El 1 de septiembre, John y Constance Temple se casaron. La boda se celebró en Royston, y por deseo especial de John (al cual accedió por completo Constance) la ceremonia fue estrictamente privada y de naturaleza sencilla. La pareja recién casada había decidido pasar su luna de miel en Italia, y se marchó rumbo al continente por la mañana.

La señora Temple me invitó a quedarme con ella en Royston por el momento, lo cual hice con mucho gusto, al sentir profundamente la pérdida de un hermano querido, y encontrarme ante la triste perspectiva de las seis semanas de soledad que debían transcurrir antes de que volviera a verle a él y a mi querida Constance.

Recibimos noticias de nuestros viajeros unos quince días después, y luego supimos de ellos en intervalos frecuentes. Constance escribía con el mejor de los ánimos, y con el mayor cariño. Nunca había estado en Suiza ni en Italia, y todo le resultaba encantadoramente novedoso. Habían viajado a través de Basilea hasta Lucerna, pasando un par de días en ese lugar delicioso, y de allí, atravesando el Paso de Simplón hasta Lugano y los lagos italianos. Después supimos que habían ido más al sur de lo que en principio tenían previsto; habían llegado a Roma, y pretendían seguir hasta Nápoles.

Después de las primeras semanas, no recibimos más cartas de John. Siempre era Constance quien escribía, e incluso sus cartas se hicieron mucho menos frecuentes que antes. Esto podía ser natural, ya que los asuntos del viaje sin duda ocupaban sus pensamientos. Pero pronto ambas advertimos que las cartas de nuestra querida muchacha eran más reservadas y formales que antes. Era como si ahora escribiera más para cumplir con cierto sentido del deber que para desahogar la alegre jovialidad y el ingenuo disfrute que alentaba cada renglón de sus anteriores comunicaciones. Así al menos nos parecía a nosotras, y una vez más la antigua sospecha se presentó en mi mente, y temí que las cosas no fueran como debían ser.

Nápoles iba a ser el punto de inflexión de sus viajes, y esperábamos que regresaran a Inglaterra a finales de octubre. Sin embargo, llegó noviembre y todavía no teníamos indicaciones de que su viaje de regreso hubiera comenzado o ni siquiera estuviese decidido. De John no había noticias, y Constance escribía cada vez con menor frecuencia. John, decía, estaba embelesado con Nápoles y sus alrededores; se dedicaba con ahínco al violín, y aunque ella no lo decía, yo sabía que eso significaba que a menudo se quedaba sola. Ella, por su parte, no creía que una estancia prolongada en Italia conviniera a su salud; los cambios repentinos de temperatura la ponían a prueba, y la gente decía que las brisas que llegaban desde la bahía por la noche eran insalubres.

Entonces recibimos una carta de ella que nos alarmó en gran medida. Estaba escrita en Nápoles y fechada el 25 de octubre. John, decía, había padecido últimamente de nervios e insomnio. El miércoles, dos días antes de la fecha de la carta, había sufrido durante todo el día una extraña inquietud, que se acentuó después de que se retirasen por la noche. No podía dormir y había vuelto a vestirse, diciéndole que pasearía un poco bajo el aire nocturno para reanimarse. No regresó hasta las seis de la mañana, y tan mortalmente pálido y con un aspecto tan agotado que insistió en quedarse en la cama hasta que ella pudiera conseguir consejo médico. Los doctores temieron que hubiera sido atacado por alguna extraña forma de fiebre palúdica y dijeron que necesitaba muchos cuidados. Sin embargo, nuestra ansiedad se vio al menos temporalmente aliviada al recibir nuevas posteriores que hablaban de la recuperación de John. Pero noviembre se acercaba a su fin sin que ninguna mención concreta de su regreso hubiese llegado hasta nosotras.

Creo que ese mes es siempre aburrido en el campo. No tiene ni los tintes brillantes de octubre, ni la acogedora jovialidad de mitad del invierno, con la alegría de la Navidad para aliviarlo. Este año fue más lúgubre que de costumbre. Una lluvia incesante se hizo notar, y el Roy, un arroyuelo que rodeaba los jardines no muy lejos de la casa, creció hasta proporciones extraordinarias. Por último, una noche terrible las aguas subieron tanto que cubrieron por completo las terrazas del jardín, arrasando los parterres y cubriendo el césped con una gruesa capa de fango. Puede que esta lobreguez del rostro externo de la naturaleza grabase una sensación aprensiva en nuestros ánimos, y con un sentimiento de placer más intenso de lo habitual y alivio recibimos a principios de diciembre una carta fechada en Laon, la cual decía que nuestros viajeros ya estaban muy adelantados en su viaje de regreso, y que esperaban llegar a Inglaterra una semana después de que nosotros recibiéramos tal aviso. Como de costumbre, era Constance quien escribía. John le rogaba, decía, que pudieran pasar la Navidad en Worth Maltravers, y que deberíamos dirigirnos de inmediato allí para ocuparnos de que todo estuviera en orden para su regreso. Llegaron a Worth a mediados de mes, y no hace falta que diga que fueron recibidos con el mayor afecto por la señora Temple y por mí misma.

En respuesta a nuestras preguntas, John afirmó que su salud estaba completamente restablecida; pero aunque no podíamos discernir otros signos de debilidad especial, nos sentimos muy impresionadas por los cambios de su apariencia. Había perdido por completo su tez morena y saludable, y su rostro, aunque no consumido ni demacrado, estaba extrañamente pálido. Constance nos aseguró que aunque en otros aspectos parecía haberse recuperado, nunca recobró su antiguo color después de la noche de su ataque de fiebre en Nápoles.

Pronto percibí que el ánimo de ella tampoco era tan exaltado como solía; y no mostraba el entusiasmo por narrar a los demás los incidentes del periplo que puede observarse por lo general en aquellos que acaban de regresar de un viaje. La causa de esta depresión no fue, ay, muy difícil de descubrir, pues la antigua abstracción y la melancolía de John parecían haber regresado con fuerzas renovadas. Fue motivo de infinito dolor para la señora Temple, y tal vez aún más para mí, observar este triste estado de cosas. Constance nunca se quejó, y su afecto hacia su marido sólo parecía incrementarse con las dificultades. Pero la cuestión no podía ocultarse a los ojos de una amorosa pariente, y creo que fue la conciencia de que estas circunstancias alteradas no podían sino revelarse ante nuestros ojos lo que añadió sufrimiento al pesar de mi pobre hermana. Aunque no la había descuidado de forma ostensible, era evidente que mi hermano había dejado de obtener de su compañía el placer que razonablemente podría haberse esperado en las circunstancias de un reciente matrimonio, y mil veces más cuando su esposa era una criatura tan adorable y tan hermosa como Constance Temple. John se dejaba ver poco, excepto en las comidas, y ni siquiera siempre en el almuerzo, encerrándose la mayor parte del tiempo en su cuarto o estudio, y tocando continuamente el violín. En vano intentamos incluso por medio de su música devolverle un carácter más amable. Una y otra vez le rogué que me permitiera acompañarle al piano, pero nunca lo consentía, y siempre me rechazaba con alguna excusa. Incluso cuando se sentaba con nosotras por la noche, hablaba poco, dedicándose la mayor parte del tiempo a la lectura. Sus libros estaban casi siempre en griego o latín, de manera que ignoro cuáles eran sus temas de estudio; pero se sentía contento de que Constance o yo tocáramos el piano, diciendo que la melodía, lejos de distraer su atención, le ayudaba más bien a apreciar lo que estaba leyendo. Constance siempre me rogó que le permitiera ocupar su lugar al instrumento en estas ocasiones, y a veces tocaba para él durante horas sin recibir una palabra de agradecimiento, anhelante, incluso en esta forma no recíproca, de testificar su amor y devoción por él.

El día de Navidad, normalmente un momento tan feliz, no supuso ningún alivio para nuestra tristeza. La reserva de mi hermano no hacía más que acentuarse, e incluso sus hábitos más antiguos parecieron cambiar. Siempre había sido muy observante de sus obligaciones religiosas, y asistía al servicio divino con la mayor regularidad, fuera cual fuese el tiempo, diciendo que dar buen ejemplo en estas cuestiones era un deber que un propietario de tierras debía tanto a sus inquilinos como a sí mismo. Desde nuestros primeros años, él y yo habíamos ido el domingo por la mañana a la pequeña iglesia de Worth, y allí nos sentábamos juntos en la capilla de Maltravers, donde tantos de nuestro apellido se habían sentado antes de nosotros. Aquí sus monumentos y logros nos rodeaban por todas partes, y siempre me había parecido que con su nombre y su propiedad también habíamos heredado la obligación de continuar aquellos actos de piedad, en la práctica de los cuales tantos de ellos habían vivido y habían muerto. Fue, por lo tanto, un motivo de sorpresa y de gran pesar para mí que el domingo después de su regreso mi hermano omitiera todas las prácticas religiosas, y no atendiera ni una sola vez a la iglesia parroquial. No nos acompañó en el desayuno, y ordenó que le subieran café y un bollo a su salita de estar privada. A la hora en que normalmente salíamos para la iglesia, fui a su habitación para decirle que estábamos vestidas y le aguardábamos. Llamé a la puerta, pero al intentar entrar descubrí que estaba cerrada con llave. En respuesta a mi mensaje no abrió la puerta, sino que simplemente nos rogó que fuéramos a la iglesia, diciendo que probablemente nos seguiría más tarde. Nos fuimos solas, y estuve sentada con ansiedad en nuestro asiento, los ojos clavados en la puerta, esperando contra toda esperanza que cada rezagado pudiera ser John, pero no vino. Tal vez esto te parezca, Edward, una circunstancia relativamente trivial (aunque espero que no), pero te aseguro que hizo aflorar las lágrimas a mis ojos. Cuando me senté en la capilla de Maltravers y pensé que por vez primera mi querido hermano había preferido de forma abierta su conveniencia o su capricho por encima de su deber, y que había dejado de acudir a la casa de Dios deliberadamente, sentí un amargo pesar que pareció subir por mi garganta hasta ahogarme. No podía pensar en el significado de las plegarias ni unirme a los cánticos: y todo el tiempo que el señor Butler, nuestro clérigo, estuvo predicando, una estrofa de un poemilla que aprendí de jovencita se repetía en mi cabeza:

Qué fáciles son los caminos del mal;

qué angostos y duros los caminos de la ascensión.

Un niño puede hacer que ruede colina abajo la piedra

que un gigante se rompe el brazo intentando levantar.

Tenía la sensación de que nuestro ser amado había puesto el pie en la pendiente, y que ni todos los esfuerzos de quienes habríamos dado la vida para salvarle podrían detenerle ya.

El día de Navidad fue aún peor. Desde que fuimos confirmados, John y yo siempre habíamos recibido el sacramento esa mañana feliz, y después del servicio habíamos distribuido la limosna de Maltravers en nuestra capilla. Como sabes, ese día se entrega a cada uno de doce ancianos cinco libras y un abrigo verde, y una suma semejante de dinero con un vestido de tela azul al mismo número de ancianas. Estos artículos de vestir son situados en la tumba-altar de Sir Esmoun de Maltravers, y han sido distribuidos desde tiempos inmemoriales por el cabeza de nuestra familia. Desde que él tenía doce años, había sido mi orgullo ver a mi hermoso hermano cumplir con este acto de noble caridad, y escuchar las amables palabras que añadía a cada regalo.

¡Ay! ¡Ay! Aquella Navidad fue muy distinta. Ni siquiera aquel día sagrado se acercó mi hermano al altar o a la casa de Dios. Hasta entonces la Navidad siempre me había parecido un día otorgado desde lo alto, para que pudiéramos ver mientras estamos en el mundo un débil destello de la serenidad y el pacífico amor que enriquecen todos los días del cielo. Los hombres codiciosos dejan de lado su avaricia y los enemigos su rencor, los corazones bondadosos se hacen más bondadosos aún, y los cristianos sienten su hermandad compartida. Apenas puedo imaginar un hombre tan perdido o tan culpable que no experimente ese día algún deseo de regresar al bien una vez más, que no reconozca alguna remota posibilidad de cosas mejores. Fueron pensamientos libres y felices como éstos los que previamente habían llenado mi corazón durante el servicio del día de Navidad, y habían estado especialmente asociados con las palabras familiares que tanto amamos todos. Pero aquella mañana las armonías estaban confusas: parecía que algún espíritu maligno estuviera derramando pensamientos perversos en mi oído; y mientras los niños cantaban «Escuchad a los ángeles heraldos», me pareció oír por encima de todo una melodía que había aprendido a aborrecer, la Gagliarda de la «Areopagita».

¡Pobre Constance! Aunque su velo estaba corrido, podía ver sus lágrimas, y sabía que sus pensamientos debían de ser aún más tristes que los míos: tomé su mano y la sujeté como si fuera la de una niña. Terminado el servicio, nos aguardaba una nueva prueba. John no había tomado las disposiciones necesarias para distribuir la limosna. Los abrigos y los vestidos estaban apilados y listos sobre la tumba de Sir Esmoun, y allí estaban las bolsitas de cuero con el dinero, pero no había nadie para entregarlas. El señor Butler parecía desconcertado, y aproximándose a nosotras, dijo que temía que Sir John estuviera enfermo; ¿no había tomado medidas para la distribución? El orgullo contuvo las lágrimas que brotaban rápidamente, y dije que mi hermano efectivamente no se encontraba bien, que sería mejor que fuera el señor Butler quien entregase la limosna, y que Sir John visitaría personalmente a los beneficiarios durante la semana. Entonces nos marchamos apresuradamente, sin atrevernos a contemplar la distribución de la limosna, por temor a no ser capaces de dominar nuestros sentimientos y traicionar abiertamente nuestra turbación.

Ya no intentamos seguir disimulando nuestro pesar entre nosotras. Fue como si hubiéramos decidido a la vez abandonar la farsa de fingir que no notábamos el distanciamiento de John de su esposa, o de explicar el tratamiento negligente e injustificable que le daba.

No creo que hubiera habido tres pobres mujeres más tristes el día de Navidad que nosotras cuando regresamos de la iglesia esa mañana. Ninguna habíamos visto a mi hermano, pero hacia las cinco de la tarde Constance entró en su cuarto, y a través de la puerta cerrada con llave le rogó lastimosamente que le dejara verle. Después de unos minutos, él accedió a su petición y abrió la puerta. Las circunstancias exactas de esa entrevista no me las reveló nunca, pero supe por sus maneras al volver que algo que había visto u oído la había apesadumbrado tanto como asustado. Sólo me dijo que se había arrojado a una agonía de lágrimas a sus pies, y allí arrodillada, agotada y descorazonada, le había suplicado que le dijera si había hecho algo malo, y le había rogado que le devolviera su amor. A todo esto él dio escasa respuesta, pero sus súplicas surtieron al menos suficiente efecto como para inducirle a cenar con nosotras esa noche. Durante la comida intentamos dejar de lado nuestra melancolía, y con fingidas sonrisas y voces alegres, de las que las lágrimas apenas estaban desterradas, sostuvimos una pálida parodia de conversación e intentamos distraer su mal humor. Pero él habló poco; y cuando Foster, el mayordomo de mi padre, puso sobre la mesa la copa de la amistad de tres asas de Maltravers, la cual había traído Navidad tras Navidad durante treinta años, mi hermano simplemente la pasó sin probarla. Vi en el rostro de Foster que el mal del amo ya no era un secreto ni siquiera para los criados.

No maltrataré mis sentimientos ni tampoco los tuyos, mi querido Edward, entrando en mayores detalles sobre la enfermedad de tu padre, pues es obvio que en eso se había convertido su indisposición. Era el único consuelo, y qué lamentable, que podíamos utilizar con Constance; persuadirla de que el distanciamiento de John era tan sólo el resultado o la manifestación de alguna enfermedad física. Obviamente empeoraba de semana en semana, y el tratamiento que dispensaba a su esposa se volvía más frío y cruel. Habíamos hecho todos los esfuerzos posibles para persuadirle a cambiar de aires, para que fuera a Royston durante un mes y se pusiera bajo los cuidados del Dr. Dobie. La señora Temple incluso había llegado a escribir en privado a su médico, contándole del caso lo que le pareció prudente, y pidiéndole consejo. Al no estar al tanto de la cara más oscura de la aflicción de mi hermano, el Dr. Dobie contestó en un tono menos serio del que nos pareció adecuado, pero recomendó en todo caso un cambio completo de aires y de escenario.

Por tanto, sentimos no poco placer y alivio cuando oímos a mi hermano anunciar de forma inesperada una mañana de marzo que había decidido buscar un cambio, y que iba a marcharse de forma inmediata al continente. Se llevó a su ayuda de cámara Parnham, y abandonó Worth una mañana antes del almuerzo, dándonos una despedida poco ceremoniosa, aunque besó a Constance con cierta ternura aparente. Fue la primera vez en tres meses, me confesaría ella después, que había mostrado una señal de afecto, aunque fuera tan pequeña; y su herido corazón atesoró lo que esperaba fuera muestra de un amor que volvía. John no propuso llevarla consigo, y aunque lo hubiera hecho, habríamos dudado en dar consentimiento, pues las señales hacían que pareciera imprudente para ella emprender un viaje al extranjero en ese periodo.

Durante casi un mes no supimos nada de él. Por fin escribió una breve nota a Constance desde Nápoles, sin dar ninguna noticia, y, de hecho, hablando muy poco de sí mismo, pero mencionando una dirección a la que podía escribirle si lo deseaba, la Villa de Angelis en Posilipo. Aunque la carta era fría y hueca, Constance se sintió deleitada de recibirla, y a partir de entonces escribió ella misma casi todos los días, contándole absolutamente todo, y comunicándole las noticias que ella pensaba que le animarían.