CAPÍTULO 6

Mi hermano me dijo después que en más de una ocasión, durante las vacaciones de verano, había meditado sobre la conveniencia de cambiar de habitación en Magdalen Hall. Pensaba que tal vez así podría librarse al instante del recuerdo de la aparición, y del temor de que volviera a aparecérsele. Podría trasladarse a otras habitaciones dentro del mismo Hall, o bien instalarse en algún hospedaje de la ciudad, procedimiento bastante habitual, según me dicen, entre los caballeros que se aproximan al final de sus estudios en Oxford. ¡Ojalá hubiera querido Dios que lo hubiese hecho así! Pero con la dejadez que, me temo, mi querido Edward, ha sido con demasiada frecuencia característica de nuestra familia, evitó las molestias que supondría semejante decisión, y el inicio del trimestre de otoño le encontró aún en sus antiguas dependencias. Me perdonarás por detenerme aquí en una brevísima descripción de la sala de estar de tu padre. Creo que es necesaria para el correcto entendimiento de los incidentes posteriores. No era una habitación grande, aunque era probablemente la mejor entre los pequeños edificios de Magdalen Hall, y estaba forrada desde el suelo hasta el techo con roble que sucesivas generaciones habían oscurecido con numerosas capas de pintura. A un lado había dos ventanas orientadas sobre New College Lane, dotadas de asientos acolchados. Fuera de estas ventanas había macetas con flores, cuyo colorido hacía en el trimestre de verano un bonito contraste con el gris y con la piedra desmigajada, y proporcionaba placer al mismo tiempo al inquilino y al transeúnte. A lo largo de casi toda la longitud de la pared opuesta a las ventanas, algún habitante de años pasados había colocado librerías de caoba, que alcanzaban una altura de unos cinco pies por encima del suelo. Estaban bellamente talladas al estilo del siglo XVIII, y agradaban al gusto de mi hermano. Siempre había mostrado inclinación por los libros, y la excelente biblioteca de Worth Maltravers sin duda había contribuido a promover sus gustos en esa dirección. En la época de la cual escribo, se había hecho una pequeña colección propia en Oxford, prestando especial atención a las encuadernaciones, y adquiriendo muchas excelentes muestras de ese arte, principalmente, según creo, de los señores Payne & Foss, los conocidos libreros de Londres.

Un frío día de finales del trimestre de otoño, con ocasión de tomar un volumen de Platón de la estantería, descubrió para su sorpresa que el libro estaba caliente. Un examen más atento le explicó con facilidad la razón: el cañón de una chimenea, que pasaba tras el extremo de una librería, calentaba al contacto no sólo la pared misma, sino también los libros de las estanterías. Aunque llevaba en esas habitaciones cerca de tres años, nunca antes había observado este hecho; en parte, sin duda, porque los libros de esas estanterías eran raramente utilizados, ya que los tenía más para exhibirlos como ejemplos de encuadernación que para uso práctico. Se sintió más bien molesto por el descubrimiento, ya que temía que el calor, que con moderación beneficia a los libros, pudiera por el exceso arrugar la piel o perjudicar a la encuadernación. El señor Gaskell estaba sentado con él en el momento del descubrimiento, y de hecho era para su uso para lo que mi hermano había tomado el volumen de Platón. Le recomendó encarecidamente que trasladase la librería, y sugirió que sería mejor situarla al otro extremo de la habitación, donde en esos momentos estaba el piano. La examinaron y descubrieron que sería fácil retirarla, al tratarse, de hecho, sólo del marco de una librería, que a su espalda mostraba los paneles pintados de la pared. El señor Gaskell observó que era curioso que todas las estanterías estuvieran fijas e inamovibles, excepto una al extremo, que había sido dotada con la disposición sencilla que permite que su ubicación se altere a voluntad. Mi hermano pensó que el cambio mejoraría la apariencia de su alojamiento, además de ser beneficioso para los libros, y dio instrucciones al carpintero de la facultad para que hiciera el trabajo requerido cuanto antes.

Los dos jóvenes habían reanudado sus estudios musicales, y habían tocado a menudo la «Areopagita» y más música de Graziani desde que regresaran a Oxford en otoño. Observaron, sin embargo, que la silla ya no crujía durante la Gagliarda, y que, de hecho, no se producía ninguna situación anormal durante su interpretación. En ocasiones casi se sentían tentados de dudar de la exactitud de sus propios recuerdos, y de considerar que el misterio que tanto les había perturbado durante el trimestre de verano era puramente mítico. Mi hermano también señaló al señor Gaskell mi descubrimiento de que el escudo de armas en el exterior del libro de música era idéntico al que su fantasía reflejaba en la galería de músicos. Admitió de buen grado que en algún momento debía de haberse fijado en él, para después olvidar el blasón del libro, y que un recuerdo inconsciente sin duda había inspirado a su imaginación en este caso. Reprendió a mi hermano por haberme preocupado innecesariamente al contarme una historia tan extravagante; y tuvo el gusto de escribirme unas líneas a Worth Maltravers, felicitándome por la agudeza de mi percepción, pero bromeando sobre todo el asunto.

La noche del 14 de noviembre, mi hermano y su amigo estaban sentados, conversando en la habitación del primero. La posición de la librería se había cambiado en la mañana de ese día, y el señor Gaskell había ido a ver cómo quedaban los libros cuando se los situaba al extremo, en lugar de al costado de la habitación. Aplaudió el nuevo emplazamiento, y los jóvenes se sentaron largo rato ante el fuego, con una botella de vino del colegio y un plato de nísperos que yo había enviado a mi hermano desde nuestro famoso árbol en la granja de Worth Maltravers. Después se dedicaron a la música, y tocaron una variedad de piezas, interpretando también la suite «Areopagita». Antes de marcharse, el señor Gaskell felicitó a John por las mejoras que el cambio de lugar de la estantería había introducido en su habitación, diciendo:

—No sólo los libros mejoran con mucho la apariencia general de la habitación en su situación actual, sino que el cambio parece haber producido también alguna apreciable mejora acústica. Los paneles de roble que ahora han quedado expuestos en el costado de la habitación otorgan una cualidad resonante a la pared que es peculiarmente sensible a los tonos de tu violín. Mientras tocabas la Gagliarda esta noche, casi podía imaginarme que alguien en una habitación adyacente estaba tocando la misma tonada con sordina, tan inconfundible era el eco.

Poco después se marchó.

Mi hermano se desvistió parcialmente en su dormitorio adyacente, y después regresó a la sala de estar, puso la gran silla de mimbre delante del fuego, y se sentó en ella mirando los carbones incandescentes, pensando tal vez en la señorita Constance Temple. La noche prometía ser muy fría, y el viento silbaba en la chimenea, incrementando la sensación de comodidad que transmitía el animoso fuego. Permaneció sentado, contemplando el rojizo reflejo del fuego bailando sobre la pared forrada, cuando notó que un cuadro situado donde anteriormente estaba el final de la librería, no estaba bien colgado y necesitaba un ajuste. Los cuadros torcidos le resultaban particularmente ofensivos, y se levantó en seguida para modificarlo. Mientras se dirigía a él, recordó que en este mismo punto cuatro meses antes había perdido de vista la figura del hombre que vio levantarse de la silla de mimbre, y al recordarlo sintió un escalofrío involuntario. Este recuerdo probablemente influyó en su imaginación también en otro sentido; pues le pareció que muy débilmente, como si se tocara muy lejos, y con sordina, podía oír la tonada de la Gagliarda. Puso una mano detrás del cuadro para enderezarlo, y al hacerlo su dedo tropezó con una levísima protuberancia de la pared. Apartó el cuadro a un lado, y vio que lo que había tocado era la parte de atrás de una pequeña bisagra hundida en la pared, y casi borrada por tantas manos de pintura. Su curiosidad había despertado, y tomó una vela de la mesa y examinó la pared atentamente. La inspección pronto le reveló otra bisagra un poco más arriba, y paulatinamente percibió que en el pasado uno de los paneles había sido adaptado para abrirse, y que servía probablemente como portezuela de una alacena. En este momento, me aseguró, una febril ansiedad por reabrir la puerta de la alacena tomó posesión de él, y llenó su mente con la intensa emoción que sentimos en el umbral de un descubrimiento que imaginamos podría producir importantes resultados. Soltó la pintura de los bordes con una navaja, e intentó hacer presión para abrir la portezuela; pero su instrumento no era adecuado para este fin, y todos sus esfuerzos resultaron inútiles. Su emoción había alcanzado ya un grado abrumador; pues anticipaba, aunque no sabía por qué, que algún extraño descubrimiento se produciría en esta alacena cerrada. Buscó por la habitación alguna herramienta con la cual forzar la puerta, y por último con su navaja cortó suficiente madera en la juntura para permitirle insertar el extremo del atizador en el agujero. El reloj de la torre del New College daba la una en el momento exacto en que con un vigoroso esfuerzo abrió la portezuela. Parece que nunca había tenido un cerrojo, sino que simplemente había quedado sellada por la acumulación de pintura. Mientras la giraba lentamente sobre las mohosas bisagras, su corazón latía tan rápido que apenas podía tomar aliento, aunque era consciente todo el tiempo de lo ridículo de su posición, sabiendo que era muy probable que la cavidad interior resultara estar vacía. La alacena era pequeña pero muy profunda, y bajo la oscura luz pareció al principio no contener nada excepto un montoncito de polvo y telarañas. Se sintió muy decepcionado al meter la mano, pero al instante volvió a sentir un interés estremecedor cuando tocó algo sólido en lo que había imaginado que era sólo una acumulación de moho y suciedad. Agarró una vela, y sujetándola con una mano, con la otra sacó un objeto de la alacena y lo puso sobre la mesa, cubierto de los curiosos ropajes de negrura y telarañas colgantes que he visto adheridos a las botellas de vino antiguo. Lo dejó entre el plato de nísperos y la jarra, velado con el polvo espeso como un manto, pero descubriendo debajo la forma y el contorno de un violín.