CAPÍTULO 15

A la mañana siguiente ya había recuperado por completo la salud y el vigor, pero mi hermano, por el contrario, parecía débil y agotado por sus esfuerzos de la noche anterior. Nuestro viaje de regreso a la Villa de Angelis había transcurrido en completo silencio. Yo estaba demasiado perturbada para interrogarle sobre los muchos puntos relacionados con los extraños acontecimientos al respecto de los cuales seguía en la más completa ignorancia, y él por su parte no había mostrado ningún interés por transmitirme ninguna nueva información. Cuando le vi a la mañana siguiente, mostraba signos de gran debilidad, y en respuesta a un esfuerzo por mi parte de obtener alguna explicación del descubrimiento del cuerpo de Adrian Temple, evitó una respuesta inmediata, prometiendo contarme todo lo que sabía cuando hubiéramos regresado a Worth Maltravers.

Medité frecuentemente sobre el último y aterrador episodio, y cuanto más profundamente he pensado en él, más me ha parecido que las líneas maestras de alguna historia maligna se estaban desenvolviendo paso a paso, y que yo casi tenía en mis manos la pista que aclararía todo, y que hasta entonces me había eludido. En aquella oscura historia, Adrian Temple, la música de la Gagliarda, la pasión funesta de mi hermano por el violín, todo parecía tener alguna conexión misteriosa, y todo parecía haber conspirado para provocar la ruina mental y física de John. Incluso el Stradivarius interpretaba un papel en la tragedia, convirtiéndose, de hecho, en un espíritu activamente pernicioso, aunque no podía explicar cómo, y todavía ignoraba por completo la forma en que había llegado a ser posesión de mi hermano.

Descubrí que John seguía decidido a regresar de inmediato a Inglaterra. Es cierto que su debilidad me hizo albergar dudas sobre cómo soportaría un viaje tan largo; pero al mismo tiempo no me parecía justificado esforzarme en disuadirle de su propósito. Reflexioné que el aire y las relaciones más sanos de Inglaterra fortalecerían su cuerpo y su espíritu, y que cualquier esfuerzo extra producido por el viaje pronto sería compensado por la comodidad y los atentos cuidados con los que podríamos rodearle en Worth Maltravers.

Así que la primera semana de octubre nos encontró una vez más camino de Inglaterra. Se preparó para John una hamaca o litera muy cómoda en el carruaje, y decidimos evitar la fatiga tanto como fuera posible, dividiendo nuestro viaje en etapas muy cortas. Mi hermano no parecía tener ninguna intención de renunciar a la Villa de Angelis. La dejó al completo con su lujoso mobiliario, y con todo su servicio, bajo el cuidado de un maggior-duomo italiano. Yo pensaba que dado que el estado de salud de John impedía que pudiera tener ninguna esperanza de un pronto regreso, habría sido mucho mejor cerrar de forma definitiva su casa italiana. Pero su gran debilidad le hacía imposible soportar el esfuerzo que semejante acción significaría, e incluso si mi propia ignorancia de la lengua italiana no se hubiera interpuesto, yo estaba demasiado impaciente por devolver a mi inválido a Worth para sentirme inclinada a provocar ningún nuevo retraso, mientras yo misma resolvía asuntos que al fin y al cabo eran triviales en comparación. Como Parnham ya estaba listo para desempeñar sus obligaciones habituales de ayuda de cámara, y como mi hermano parecía contento de que así lo hiciera, hubo que prescindir de Raffaele, por supuesto. El muchacho se había ganado mi corazón con sus suaves modales, combinados con su evidente afecto hacia su amo, y al hacerle entender que ahora tenía que dejarnos, le ofrecí el regalo de unas libras como muestra de mi estima. Sin embargo, rehusó aceptar el dinero, y derramó lágrimas cuando supo que le dejaríamos en Italia, y suplicó con grandes muestras de devoción que le permitiéramos acompañarnos a Inglaterra. Mi corazón no estaba preparado para resistir sus súplicas, apoyadas por tantas muestras de aprecio, y se decidió, por lo tanto, que nos serviría al menos hasta Worth Maltravers. John no mostró sorpresa porque el muchacho nos acompañara; en realidad nunca consideré necesario explicar que en principio había pensado en dejarlo atrás.

Nuestro viaje, aunque necesariamente prolongado por la brevedad de sus etapas, se llevó a cabo sin incidencias. John lo soportó tan bien como yo había esperado, y aunque su cuerpo no mostró rastros de vigor incrementado, su espíritu, creo, mejoró de tono, al menos durante algún tiempo. Desde la tarde en que me había mostrado el terrible descubrimiento de la Via del Giardino, parecía haber dejado de lado parte de sus preocupaciones y pesares. Ahora apenas mostraba la taciturnidad y el egoísmo que últimamente tanto había afectado su carácter; y aunque, como es natural, hubo ocasiones en las que sintió la fatiga del viaje, ya no tuvimos que temer ninguna recaída en ese estado de letargo o estupor que tan a menudo había rechazado todos los esfuerzos por contrarrestarlo en Posilipo. Cierro sentimiento de aversión supersticiosa me había llevado a dar orden de que el Stradivarius se quedara en Posilipo. Pero antes de partir, mi hermano preguntó por él, e insistió en que debía llevárselo, aunque no le había oído tocar una nota desde hacía muchas semanas. Mostró interés por todos los insignificantes pormenores del viaje, y en verdad pareció obtener más entretenimiento del mismo del que se podía haber supuesto dado su frágil estado de salud.

No hizo alusión de ningún tipo a los incidentes de la tarde pasada en la Via del Giardino, y yo por mi parte tampoco deseaba renovar recuerdos de naturaleza tan desagradable. Su única mención se produjo una tarde de domingo cuando pasábamos junto a un pequeño cementerio cerca de Génova. La escena pareció dirigir sus pensamientos hacia ese tema, y me dijo que había tomado medidas antes de abandonar Nápoles para asegurarse de que los restos de Adrian Temple fueran decentemente enterrados en el cementerio de Santa Bibiana. Sus palabras me hicieron pensar de nuevo, y la curiosidad insatisfecha me llevó a preguntarle cómo se había convencido de que el esqueleto al pie de las escaleras era realmente el de Adrian Temple. Pero me contuve, en parte porque confiaba en su promesa de que algún día me lo explicaría todo, y en parte porque me sentía reticente a estropear el disfrute de los pacíficos paisajes que estábamos atravesando al introducir temas tan dolorosos y chocantes como aquellos a los que he aludido.

Por fin llegamos a Londres, y allí nos detuvimos un par de días para hacer algunos preparativos necesarios antes de bajar hasta Worth Maltravers. Durante el viaje había urgido a John para que nada más llegar a Londres buscara el mejor consejo médico inglés en lo referente a su propia salud. Aunque al principio puso reparos, diciendo que no se podía hacer nada más, y que estaba perfectamente satisfecho con la medicina que le había dado el Dr. Baravelli, la cual seguía tomando, por medio de constantes súplicas conseguí que accediera a una petición tan razonable. El Dr. Frobisher, considerado en aquella época la máxima autoridad viviente en enfermedades del cerebro y los nervios, le examinó la mañana siguiente de nuestra llegada. Fue tan amable como para hablar conmigo con cierta extensión después de ver a mi hermano, y de darme muchos consejos y recetas que podría utilizar para atender al inválido.

El estado de Sir John, me dijo, bastaba para suscitar los peores temores. Ciertamente, no había daños cerebrales o de otra clase que pudieran descubrirse, pero sus pulmones se encontraban en un estado de avanzada decrepitud, y había señales de una grave afección cardiaca. Sin embargo no me hizo desesperar, sino que dijo que con atentos cuidados su vida podría prolongarse, e incluso con el tiempo acabaría por restablecerse la salud en cierta medida. Me preguntó más de una vez si conocía algún problema o preocupación que hubiera hecho presa en la mente de Sir John. ¿Había dificultades financieras, había sido sometido a una fuerte impresión mental, había recibido algún grave susto? A todo esto sólo pude contestar de forma negativa. Al mismo tiempo, le conté al Dr. Frobisher cuanto pude de la historia de John como consideré pertinente para el asunto. Movió la cabeza gravemente, y recomendó que Sir John se quedara por el momento en Londres, bajo su constante supervisión. A esta propuesta mi hermano no dio su consentimiento bajo ningún concepto. Estaba impaciente por llegar cuanto antes a su propia casa, y dijo que si era necesario regresaría a Londres por Navidad. Se acordó por lo tanto que llegaríamos a Worth Maltravers a finales de semana.

Parnham ya había partido hacia Worth para prepararlo todo con vistas al regreso de su amo, y cuando llegamos lo encontramos todo en perfecto orden para nuestro recibimiento. Se había preparado para uso de mi hermano una pequeña salita próxima a la biblioteca, con agradables vistas al sur y salida a la terraza, de manera que pudiera evitar la fatiga de subir escaleras, que el Dr. Frobisher consideraba muy perjudicial en su estado actual. También habíamos adquirido en Londres una silla con ruedas, que le permitía ser trasladado o, si se sentía con ánimos de hacer el esfuerzo, moverse él mismo de habitación en habitación.

Creo que su salud mejoró; paulatinamente, es cierto, pero lo suficiente como para darme esperanzas de que todavía pudiera salvarse. Del estado de su ánimo o sus pensamientos yo sabía poco, pero podía ver que a veces era víctima de una ansiedad nerviosa. Se revelaba en la mirada atormentada que a menudo ostentaba su pálido rostro, y en su notable disgusto por quedarse solo. Creo que obtenía un cierto placer de la quietud y la monotonía de su vida en Worth, y tal vez también de la conciencia de que tenía a su alrededor a quienes le querían y le profesaban devoción. Digo quienes, porque todos los criados de Worth se sentían muy unidos a él, al recordar la exquisita atención y cortesía de sus años anteriores, y al sentirse apesadumbrados por ver su figura antaño juvenil y vigorosa reducida a tan triste resultado. Los libros nunca los leía por sí mismo, e incluso el encanto de la lectura de Raffaele parecía haber perdido su poder; aunque nunca se cansaba de oír cantar al pobre muchacho, y le gustaba que se sentara junto a su silla incluso cuando sus ojos se cerraban y estaba aparentemente dormido. Me pareció que su salud en general cambiaba poco, ni para bien ni para mal. El Dr. Frobisher me había advertido que esperase estas secuelas. No le había ocultado que a veces había tenido mis dudas sobre la cordura de mi hermano; pero me había asegurado que eran completamente infundadas, que el cerebro de Sir John estaba tan despejado como el suyo propio. Al mismo tiempo, confesó que no podía hacerse responsable de la vitalidad exhausta de su paciente, un estado que en circunstancias ordinarias habría atribuido al estudio excesivo o a graves problemas. Me había insistido en la apremiante necesidad de que tuviera reposo absoluto, y muchas horas de sueño. Mi hermano nunca se refería de forma casual a su esposa, su hijo o a la señora Temple, que constantemente me escribía desde Royston, enviando amables mensajes a John, y preguntando cómo le iba. Nunca me atreví a transmitirle estos mensajes, temiendo alterarle, o retrasar su recuperación al distraer sus pensamientos hacia cauces que debían ser necesariamente de naturaleza dolorosa. Que nunca mencionase su nombre, ni el de Lady Maltravers, me llevó a veces a preguntarme si alguno de esos curiosos caprichos de la memoria, que ocasionalmente acompañan a una grave enfermedad, no habría borrado por completo de su mente el recuerdo de su matrimonio y de la muerte de su esposa. Era incapaz de pensar en cualquier asunto de negocios, y la administración del patrimonio siguió, como lo había estado durante los dos últimos años, en manos de nuestro excelente agente, el señor Baker.

Pero una noche a principios de diciembre me envió a Raffaele a eso de las nueve, diciendo que quería hablarme. Fui a su habitación, y sin previo aviso empezó en seguida:

—Nunca me enseñas a mi chico, Sophy; ya debe de haberse convertido en un mocito, y me gustaría verle.

Desconcertada por una observación tan inesperada, repliqué que el niño estaba en Royston al cuidado de la señora Temple, pero que sabía que si le apetecía ver a Edward, estaría encantada de traerlo a Worth. Pareció complacido por esta idea, y me rogó que le pidiera que lo hiciese, deseando que al mismo tiempo le transmitiera sus respetos. En ese instante casi me aventuré a devolver a su esposa perdida a sus pensamientos, al decir que su hijo se parecía mucho a ella; pues tu semejanza con tu madre en aquella época, e incluso ahora, mi querido Edward, era muy destacada. Pero me faltó el valor, y su conversación pronto revirtió a una época anterior, comparando la suavidad del mes con la del primer verano que había pasado en Eton. Sus pensamientos, sin embargo, imagino que debieron de volver por un momento a los días en que conoció a tu madre, pues de pronto preguntó:

—¿Dónde está Gaskell? ¿Por qué no viene nunca a verme?

Esto provocó una nueva idea en mi cabeza. Imaginé que le podría hacer mucho bien a mi hermano tener a su lado alguien tan sensato y a tan leal amigo como sabía que era el señor Gaskell. Afortunadamente, su dirección no se había borrado de mi memoria, y dejando de lado todos los escrúpulos, le escribí con el siguiente correo, comunicándole el triste estado de mi hermano, diciendo que había oído a John mencionar su nombre, y suplicándole en mi propio nombre que fuera tan bondadoso como para ayudarnos en lo posible y que acudiera a nosotros en esta hora de prueba. Aunque estaba muy lejos, en Westmoreland, la generosidad del señor Gaskell le trajo al instante en nuestra ayuda, y en menos de una semana estaba instalado en Worth Maltravers, durmiendo en la biblioteca, donde hizo poner su cama por deseo expreso para estar más cerca de su amigo enfermo.

Su presencia nos fue de gran ayuda a todos. Trataba a John a la vez con la ternura de una mujer y con la firmeza de un hombre fuerte y listo. Pasaban las mañanas juntos, y el señor Gaskell me dijo que John no había mostrado con él los mismos reparos a hablar libremente de su vida de casado que había revelado hacia mí. No puedo imaginar el talante de sus comunicaciones, y tampoco lo pregunté nunca; pero sabía que el señor Gaskell se sentía muy afectado por ellas.

Ahora John incluso se entretenía a veces haciendo pasar a sus habitaciones al señor Baker alguna mañana, para discutir la administración de su patrimonio con su amigo; y también expresó su deseo de ver al notario de la familia, pues deseaba dictar su testamento. Al pensar que cualquier diversión de esta naturaleza no podía sino ser beneficiosa para él, hice venir de Dorchester a nuestro notario, el señor Jeffreys, que junto con su ayudante pasó tres noches en Worth, y escribió la voluntad de mi hermano.

Así pasó el tiempo, y el año se aproximó a su final.

Era Nochebuena, y yo me había acostado poco después de las doce, tras haber deseado una hora antes las buenas noches a John y el señor Gaskell. La larga costumbre de vigilarle, o de estar al cuidado de un inválido por las noches, había hecho que mis oídos fueran extraordinariamente rápidos para captar incluso el más ligero murmullo. Debían de ser, creo, cerca de las tres de la mañana, cuando me encontré despierta y consciente de algún sonido extraordinario. Se oía bajo y lejano, pero supe instantáneamente qué era, y sentí que me ahogaba en una sensación de miedo y horror, como si una mano gélida me hubiera agarrado la garganta, al reconocer la tonada de la Gagliarda. La estaban tocando al violín, y muy lejos, pero conocía esa canción demasiado bien para permitirme tener ninguna duda al respecto.

Algún día descubrirás, mi querido sobrino, que cualquier problema o temor es inmensamente intensificado y exagerado de noche. Supongo que es así porque nuestros nervios están en una condición de excitación, y nuestro cerebro no está lo suficientemente despierto para pedir cuentas a nuestras estúpidas fantasías. Yo misma he permanecido muchas veces despierta, luchando en mis pensamientos con dificultades que en las horas de la oscuridad parecían insuperables, pero que con el alba se resolvían en inconvenientes triviales. Así, aquella noche, mientras estaba sentada en la cama mirando la oscuridad, con el sonido de esa melodía en los oídos, me pareció que algo demasiado terrible para describirlo había ocurrido; como si el espíritu maligno, que esperábamos hubiera sido exorcizado, hubiese regresado con otros siete veces más perversos que él, y hubieran vuelto a establecer su morada en mi hermano condenado. El recuerdo de otra noche llegó a mi cabeza, cuando Constance me despertó de la cama en Royston, y ambas nos deslizamos por los pasillos iluminados por la luna con la vibración de esa música perversa reverberando en el silencioso aire estival. ¡Pobre Constance! Ahora estaba en su tumba; pero al menos sus problemas habían terminado, mientras que aquí, como por alguna amarga ironía, en lugar de villancicos o dulces sinfonías, era la Gagliarda la que me despertaba de mi sueño la mañana de Navidad.

Me eché la bata por encima, y corrí por el pasillo y bajé las escaleras que conducían al piso inferior y a la habitación de mi hermano. Mientras abría la puerta de mi dormitorio, el violín se detuvo repentinamente en mitad de un compás. Su último sonido no fue una nota musical, sino más bien un horrible chillido, como ruego no volver a oír jamás. Fue un sonido como el que podría proferir una bestia herida. He visto un cuadro de Blake que muestra el alma de un poderoso hombre perverso que abandona su cuerpo al morir. El espíritu vuela a través de la ventana con una mirada espantosa en los ojos, horrorizado por la desolación hacia la que se dirige. Si en la agonía de la disolución, un alma semejante pudiera pronunciar un grito, creo que sonaría como el aullido que oí aquella noche procedente del violín.

Al instante todo quedó en un silencio absoluto. Los pasillos estaban silenciosos y fantasmales bajo la débil luz de mi vela; pero al llegar al final de las escaleras, oí el sonido de otras pisadas, y el señor Gaskell salió a mi encuentro. Estaba completamente vestido, y era evidente que no se había acostado. Me tomó amablemente de la mano y dijo:

—Temía que le alarmara el sonido de la música. John ha estado caminando en sueños; ha sacado el violín y lo ha tocado como si estuviera absorto. Cuando llegaba hasta él, hubo algo que cedió, y la disonancia provocada por las cuerdas flojas le despertó al instante. Ahora está despierto y ha vuelto a la cama. Domine su alarma, por bien de él y por el suyo propio. Es mejor que no sepa que se ha despertado.

Me apretó la mano y pronunció algunas otras palabras tranquilizadoras, y volví a mi habitación todavía muy alterada, pero sintiéndome medio avergonzada por haber mostrado tanta ansiedad por tan poco motivo.

Aquella mañana de Navidad fue una de las más hermosas que recuerdo. Parecía que el verano detestaba tanto la idea de abandonar nuestras soleadas costas de Dorset que había vuelto aquel día para decirnos adiós antes de su partida definitiva. Yo me había levantado temprano y había recibido el sacramento en nuestra pequeña iglesia. El Dr. Butler acababa de iniciar su primer servicio, y aunque por lo general ninguna alteración de las costumbres establecidas en tales cuestiones por el paso del tiempo habría recibido mi aprobación, me alegré de concederme el privilegio en esta ocasión, ya que deseaba pasar la parte final de la mañana con mi hermano. La singular belleza de las horas del alba, y el efecto tranquilizador del solemne servicio, devolvieron la serenidad a mi espíritu, y desterraron con gran eficacia todos los recuerdos de la noche precedente. El señor Gaskell se reunió conmigo en el vestíbulo a mi regreso, y después de saludarme amablemente con las cortesías acostumbradas del día, preguntó por mi salud, y deseó que la perturbación de mi sueño la noche anterior no me hubiera afectado perjudicialmente. Tenía buenas noticias para mí: John parecía estar manifiestamente mejor, ya se había vestido, y deseaba, ya que era la mañana de Navidad, que desayunáramos con él en su habitación.

A esto, como puedes imaginar, accedí al instante. Nuestro desayuno transcurrió con gran alegría, e incluso con algún moderado humor, con John sentado en su silla a la cabecera de la mesa y dándonos las felicitaciones propias de la época. Encontré en mi puesto una carta de la señora Temple felicitándonos a todos (pues sabía que el señor Gaskell estaba en Worth), y diciendo que confiaba en traernos al pequeño Edward en Año Nuevo. Mi hermano pareció complacido ante la perspectiva de ver a su hijo, y aunque puede que sólo fuera mi imaginación, fantaseé con la posibilidad de que se sintiera especialmente gratificado de que la señora Temple en persona nos hiciera una visita. No había estado en Worth desde la muerte de Lady Maltravers.

Antes de que termináramos el desayuno, el sol cayó sobre los cristales con fuerza y brillo extraordinarios. Sus rayos nos animaron a todos, y hacía tanto calor que John abrió primero las ventanas, y condujo después su silla hasta el paseo exterior. El señor Gaskell le trajo un sombrero y bufanda, y nos sentamos con él en la terraza, disfrutando del sol. El mar estaba tranquilo y cristalino como un espejo, y el Canal se alargaba ante nosotros como un suelo de oro móvil. Una rosa o dos todavía colgaban frente a la casa, y los rayos del sol reflejados en la rojiza piedra arenisca nos dieron una mañana de diciembre más suave y agradable que muchos días de junio que he conocido en el norte. Estuvimos sentados sin hablar durante algunos minutos, inmersos en nuestras propias reflexiones y en la exquisita belleza de la escena.

El silencio fue interrumpido por las campanas de la iglesia parroquial, que anunciaban el servicio matinal. Eran dos, y su sonido, que nos resultaba familiar desde la infancia, parecía la voz de viejos amigos. John me miró y dijo con un suspiro:

—Me gustaría ir a la iglesia. Hace mucho que no voy. Tú y yo siempre íbamos las mañanas de Navidad, Sophy, y Constance lo habría deseado también si hubiera estado con nosotros.

Sus palabras, tan inesperadas y tiernas, llenaron de lágrimas mis ojos; no con lágrimas de dolor, sino de profundo agradecimiento al ver que mi ser querido regresaba una vez más a las antiguas costumbres. Era la primera vez que le había oído hablar de Constance, y ese dulce nombre, con el infinito patetismo de su muerte, y del espectáculo de la debilidad de mi hermano, me abrumó de tal manera que no pude hablar. Sólo le apreté la mano y asentí. El señor Gaskell, que se había alejado un minuto, dijo que pensaba que no le haría ningún daño a John asistir al servicio de la mañana siempre que la iglesia fuera cálida. A este respecto podía tranquilizarle, ya que la había encontrado suficientemente templada incluso a primera hora de la mañana.

El señor Gaskell empujaría la silla de John, y yo corrí a ponerme el abrigo, con el corazón lleno de profundo agradecimiento por los signos de gracia restaurada que tan piadosamente se otorgaban a nuestro querido sufriente en este día feliz. Pronto estuve vestida, y acababa de entrar en la biblioteca cuando el señor Gaskell entró apresuradamente a través de la ventana de la terraza.

—¡John se ha desmayado! —dijo—. ¡Corra a por sales aromáticas y llame a Parnham!

Se produjo una escena de apresurada alarma, que dio lugar a una aterrorizada desesperación. Parnham montó un caballo y partió al galope hacia Swanage en busca del Dr. Bruton; pero una hora antes de que regresara supimos lo peor. Mi hermano estaba más allá de la ayuda del médico: ¡su desdichada vida había alcanzado un final repentino!

Aquí, querido Edward, he terminado el breve relato de algunos de los hechos que sucedieron durante los últimos años de vida de tu padre. La razón que me ha llevado a ponerlos por escrito ha sido doble. Quiero cumplir con el deseo expresado vivamente al señor Gaskell por parte de tu padre, de que se te pusiera en conocimiento de estos hechos cuando fueras mayor de edad. Y por mi propia parte, creo que será mejor que conozcas la verdad pura a través de mí, o de lo contrario estarías a merced de informes azarosos, que podrían llegarte en algún momento de fuentes ignorantes o interesadas. Algunas de las circunstancias fueron tan sobresalientes que apenas es posible suponer que no fueran conocidas, y muy probablemente debatidas con frecuencia, en una casa tan grande como Worth Maltravers. Incluso tengo razones para creer que historias exageradas y absurdas circulaban en la época de la muerte de Sir John, y me apenaría pensar que esos ridículos relatos pudieran por casualidad llegar a tus oídos sin que tuvieras ningún medio de descubrir dónde se oculta la verdad. Dios sabe cuánto me ha dolido poner sobre el papel algunos de los hechos que he narrado aquí. Tú, como es tu obligación de hijo, reverenciarás el nombre incluso de un padre a quien nunca conociste; pero debes recordar que su hermana hizo más que eso; le quiso con una devoción sincera, y todavía le conmueve escribir cualquier cosa que pudiera parecer que empaña su memoria. Por encima de todo, sólo podemos decir la verdad. Creo que gran parte de lo que te he contado necesita mayores explicaciones, pero yo no puedo dártelas, pues no conozco las circunstancias. Confío en que el señor Gaskell, tu tutor, añadirá a este relato algunas notas propias, que podrían ayudar a dilucidar ciertos aspectos, ya que él está en conocimiento de algunos hechos de los cuales yo sigo ignorante.