CAPÍTULO 3

Fue en el mismo verano de 1842, hacia mediados de junio, cuando mi hermano John me escribió invitándome a acudir a Oxford para las festividades de la Conmemoración. Yo había pasado algunas semanas con la señora Temple, una prima lejana nuestra, en su casa de Royston, en Derbyshire, y John estaba deseoso de que la señora Temple viniera a Oxford e hiciera de acompañante para su hija Constance y para mí en los bailes y las otras actividades que tienen lugar al término del trimestre de verano. Debido a que Royston estaba a unas doscientas millas de Worth Maltravers, nuestras familias se habían visto poco, pero durante mi visita había llegado a apreciar a la señora Temple, una dama de carácter singularmente amable, y había establecido devotos lazos con su hija Constance. Constance Temple tenía dieciocho años de edad, y a su gran belleza unía las virtudes intelectuales y rasgos de temperamento excelentes que siempre deben ser considerados por las personas razonables más duraderamente valiosos que el mayor atractivo personal. Era muy culta e inteligente, y se había educado en los principios de la verdadera religión que siempre siguió con la devota consistencia del auto-sacrificio y la piedad resignada a lo largo de su vida demasiado corta. En persona, debo recordártelo, mi querido Edward, ya que la muerte se la llevó años antes de que pudieras apreciar su apariencia o sus cualidades, era alta, con el rostro más bien largo y ovalado, y cabello y ojos castaños.

La señora Temple aceptó con presteza la invitación de Sir John Maltravers. Nunca había estado en Oxford, y le agradó concedernos el placer de una excursión tan deliciosa. John nos había reservado el alojamiento adecuado encima del taller de un conocido impresor de High Street, y llegamos a Oxford la noche del viernes 18 de junio de 1842. No te entretendré con las variadas festividades de la Conmemoración, que probablemente hayan cambiado poco desde aquellos días, y con las cuales estás familiarizado. Baste decir que mi hermano nos había reservado entrada para todas las diversiones, y que disfrutamos de nuestra visita como sólo los jóvenes, con su aguda sensibilidad y sus placeres aún no embotados, lo pueden hacer. No pude evitar observar que John se sintió muy afectado por los atractivos de la señorita Constance Temple, y que ella, por su parte, aunque no exhibió ningún descaro inapropiado, ciertamente no manifestó aversión hacia él. Yo me sentí muy feliz tanto con mis propios poderes de observación, que me habían permitido descubrir un dato tan importante, como con la circunstancia en sí misma. Para una muchacha romántica de diecinueve años, ya era hora más que sobrada de que el hermano de veintidós estuviera como mínimo preparando algún proyecto matrimonial; y mi amiga era tan buena y tan bella que parecía imposible que yo pudiera conseguir una hermana más adorable o mi hermano una esposa mejor. La señora Temple no podía negar su aprobación a este plan; pues si sus cualidades espirituales parecían notablemente compatibles, además John era el legítimo señor de Worth Maltravers, y la hija de ella la única heredera de las propiedades de Royston.

Las festividades de la Conmemoración terminaron la noche del miércoles con un gran baile en el Salón de Música de Holywell Street. El baile lo daba una Logia de Francmasones de la Universidad, y John asistió con el señor Gaskell, al cual habíamos conocido con gran satisfacción, ambos vestidos con pañuelos de seda azules y pequeños mandiles blancos. Nos presentaron a muchos de sus amigos, engalanados de forma similar, y tan importantes y misteriosas insignias no desentonaban con sus jóvenes figuras y sus rostros juveniles. Después de un largo y divertido programa, se decidió que deberíamos prolongar nuestra visita hasta la noche siguiente, para abandonar Oxford a las diez y media de la noche y trasladarnos a Didcot, donde nos uniríamos al correo del oeste. A la mañana siguiente nos levantamos tarde, y pasamos el día vagando por las viejas facultades y jardines de la más hermosa de las ciudades inglesas. A las siete en punto cenamos juntos por última vez en nuestro alojamiento de High Street, y mi hermano propuso que antes de partir disfrutáramos del exquisito atardecer en los jardines del St. John’s College. Aceptamos de inmediato, y nos dirigimos hacia allí, John caminando delante junto a Constance y la señora Temple, y yo detrás, con el señor Gaskell. Mi acompañante me explicó que estos jardines se consideraban los más hermosos de la Universidad, pero que bajo circunstancias ordinarias no se permitía a los extraños pasear por ellos durante el atardecer. Entonces citó una frase en latín sobre «aurum per medios ire satellites», ante la cual sonreí como si la entendiera, y en realidad de ella deduje que John había sobornado al portero para que nos admitiese. Era una noche cálida y muy tranquila, sin luna, pero con una luz mortecina suficiente como para mostrar los contornos del frontal del jardín. Esta larga y baja línea de edificios construida durante el reinado de Carlos I era tan exquisitamente hermosa que nunca la olvidaré, aunque desde entonces no he vuelto a ver las ventanas de sus miradores y sus muros cubiertos de enredaderas. Un pesado rocío empapaba el ancho césped, y al principio caminamos sólo por los senderos. Nadie hablaba, pues nos sentíamos abrumados por la belleza de la escena, y por la tristeza que la inminente separación de los amigos y de un lugar tan hermoso se habían combinado para provocar. John llevaba todo el día en silencio y deprimido, y tampoco el señor Gaskell se sentía muy inclinado a la conversación. Constance y mi hermano se rezagaron un poco, y el señor Gaskell me pidió que cruzara el césped si no tenía miedo del rocío, y que así podría ver el frontal del jardín desde un lugar privilegiado, en la esquina. La señora Temple nos aguardó en el sendero, pues no deseaba mojarse los pies. El señor Gaskell me señaló las bellezas de la perspectiva que se veía desde ese punto elevado, y tuvimos la suerte de oír el dulce descenso de los ruiseñores por los que este jardín siempre ha sido famoso. Mientras permanecíamos a la escucha en silencio, se encendió una vela en un pequeño mirador al extremo, y la luz que mostraba la tracería de la ventana añadió algo de pintoresco a la escena.

Antes de que pasara una hora, estábamos en un landó que atravesaba los paseos todavía cálidos hasta Didcot. Había visto que la separación de Constance y mi hermano había resultado emotiva, y no estoy segura de que a ella no se le resbalaran las lágrimas al menos durante una parte de nuestro viaje; pero no me fijé en ella con demasiada atención, pues tenía los pensamientos en otra parte.

Aunque cada instante nos alejaba de la ciudad dormida, donde nuestros corazones se habían quedado atrapados, tengo la misma sensación que si yo hubiera sido testigo personal de los incidentes que voy a relatar, tan a menudo los he oído de labios de mi hermano. Los dos jóvenes, después de separarse de nosotras en High Street, regresaron a sus respectivos colegios. John llegó a sus habitaciones poco después de las once en punto. Se sentía al mismo tiempo triste y feliz; triste por nuestra partida, pero feliz por el nuevo mundo de goce que su admiración por Constance Temple había abierto ante él. Estaba, de hecho, profundamente enamorado de ella, y el torrente de una pasión desconocida hasta entonces le anegaba con una emoción tan abrumadora que su vida ordinaria parecía transfigurarse. Se movía, por así decirlo, en un éter superior de nuestra atmósfera mortal, y un nuevo territorio de importantes decisiones y nobles posibilidades se extendía ante sus ojos. Cerró con firmeza la pesada puerta exterior (a la que llamaban «roble») para impedir que entrara alguien y se arrojó sobre el asiento de la ventana. Allí permaneció largo rato, con el marco levantado y la cabeza asomada, pues se sentía emocionado y febril. Su exaltación mental era tan grande y sus pensamientos de un interés tan absorbente que no se dio cuenta de la hora, y luego sólo recordaba que le llegó el olor de las lilas desde un pequeño macizo de enfrente, y que un murciélago subió y bajó describiendo círculos sobre el paseo, hasta que oyó que los relojes daban las tres. Al mismo tiempo, la pálida luz del alba se dejó sentir de forma casi imperceptible; las estatuas clásicas del tejado de la escuela empezaron a recortarse contra el cielo blanco, y un débil resplandor penetró en la habitación a oscuras. Refulgió sobre la tapa barnizada de la funda del violín sobre la mesa, y sobre una jarra de agua con tostadas que dejaba allí su criado o sirviente en el colegio cada noche antes de marcharse. Bebió un vaso de la mezcla, y ya se dirigía hacia la puerta de su dormitorio cuando le sobrevino un pensamiento repentino. Se dio la vuelta, sacó el violín de su funda, lo afinó, y empezó a tocar la suite «Areopagita». Era consciente de esa claridad mental y ese vigor que no es infrecuente que acudan con el alba a aquellos que han permanecido toda la noche en vigilia o dedicados a la lectura: y sus pensamientos estaban exaltados por el efecto que la primera conciencia de una pasión profunda provoca sobre las mentes imaginativas. Nunca había tocado la suite con más energía; y las tonadas, incluso sin la parte del piano, parecían cargadas de un significado que anteriormente no había entendido. Cuando empezó la Gagliarda, oyó crujir la silla de mimbre; pero le daba la espalda, y el sonido ya era demasiado familiar para hacer que se molestase ni siquiera en dar la vuelta. No fue hasta que empezó a tocar la repetición que notó una nueva y sobrecogedora sensación. Al principio fue la vaga impresión, que tan a menudo hemos experimentado todos, de no estar solo. No dejó de tocar, y en escasos segundos el sentimiento de que había una presencia en la habitación distinta de la suya propia se hizo tan fuerte que llegó a tener miedo de volver la vista. Pero al instante sintió que tenía que ver qué o quién era esa presencia a toda costa. Sin detenerse, medio se volvió y medio miró por encima del hombro. La luz plateada del alba inundaba la habitación, haciendo que los diversos objetos pareciesen de un color menos brillante del habitual, y dándole a todo un tinte neutro de color gris perlado. Bajo esta luz fría pero clara vio sentada en la silla de mimbre la figura de un hombre.

Con la primera impresión violenta de un descubrimiento tan aterrador, no pudo apreciar detalles tales como sus rasgos, su vestimenta o su apariencia. Simplemente era consciente de que con él, en una habitación cerrada de la cual sabía que era el único habitante humano, se sentaba algo que tenía una apariencia humana. Lo miró durante un instante con la esperanza, que sintió era vana, de que se esfumara y resultase ser un fantasma de su imaginación excitada, pero siguió allí sentado. Entonces mi hermano soltó el violín, y solía asegurarme que le dominó un terror de tal intensidad como jamás hubiera creído posible experimentar. Si la imagen que vio era subjetiva u objetiva, no puedo afirmarlo: tú estarás en posición de juzgarlo por ti mismo cuando hayas terminado este relato. Nuestra limitada experiencia nos llevaría a creer que fue un fantasma conjurado por alguna alteración extraña de su cerebro; pero de buena gana admitimos que ciertamente existen fenómenos en la naturaleza que desafían a la razón humana; y es posible que, por algún propósito oculto de la Providencia, se pueda conceder permiso ocasionalmente a los que han abandonado esta vida para asumir de nuevo durante un tiempo la forma de su soporte terrenal. Debemos, digo, contentarnos con suspender nuestro juicio sobre semejantes asuntos; pero en este caso el curso subsiguiente de los acontecimientos es muy difícil de explicar, excepto por la suposición de que entonces se presentó ante los ojos de mi hermano la verdadera forma corpórea de alguien fallecido mucho antes. El horror que se apoderó de él se debía, me dijo más de una vez al analizar sus sentimientos mucho después, a dos razones predominantes. Primero, sintió la confusión mental que acompaña a la repentina alteración de las teorías preconcebidas, la repentina modificación de largos hábitos, o incluso el acontecer de cualquier circunstancia fuera de la rutina de nuestra experiencia diaria. Esto lo he comprobado yo misma en el efecto perturbador que una muerte repentina, un accidente doloroso, o en años recientes la declaración de guerra, han ejercido sobre cualquier espíritu, excepto los más letárgicos o los más decididos. En segundo lugar, experimentó la profunda autodegradación o aniquilación mental provocada por casi concebir a un ser de un orden superior. En presencia de una existencia que mostraba, en verdad, apariencia humana, pero cuyos atributos eran ampliamente distintos y superiores a los suyos, sintió combinadas la misma admiración y repulsión que incluso los animales salvajes más nobles muestran cuando se enfrentan por vez primera al hombre. La impresión fue tan grande que estoy persuadida de que ejerció un efecto sobre él del cual nunca se recuperó por completo.

Después de un intervalo que le pareció interminable, aunque sólo duró un segundo, volvió los ojos una vez más hacia el ocupante de la silla de mimbre. Sus facultades se habían recuperado lo suficiente de la primera impresión para permitirle ver que la figura correspondía a un hombre de unos treinta y cinco años de edad y de apariencia todavía juvenil. La cara era larga y ovalada, el pelo castaño, y peinado de forma que dejaba despejada una frente excepcionalmente alta. Su piel era muy pálida o exangüe. Estaba bien afeitado, y su boca finamente trazada, de labios apretados, mostraba algo parecido a una sonrisa burlona. Su expresión general era poco agradable, y desde el principio mi hermano intuyó que se hallaba presente alguna influencia maligna y perversa. Sus ojos no eran visibles, pues los mantenía mirando hacia abajo, la cabeza descansando sobre la mano con la actitud de alguien que escucha. Su rostro e incluso sus ropas quedaron tan grabados en la mente de John, que no tuvo ninguna dificultad en recordarlos con la imaginación; y él y yo tuvimos con posterioridad ocasión de verificarlos de forma inequívoca. Llevaba una levita larga de tela verde con bordados dorados, y un chaleco de satén blanco adornado con ramas de rosas, una corbata de ricos encajes, calzones de seda de ante, y medias de lo mismo. Sus zapatos eran de cuero negro pulido con pesadas hebillas plateadas, y sus ropas en general recordaban las que se llevaban hace un siglo. Mientras mi hermano le miraba, se levantó, poniendo las manos sobre los brazos de la silla para elevarse, y ocasionando el crujido que tantas veces habían oído. Las manos llamaron la atención de mi hermano: eran muy blancas, con los largos y delicados dedos de un músico. Mostró una altura considerable; y manteniendo todavía los ojos dirigidos hacia el suelo, caminó con paso ordinario hacia el final de la librería que había en el extremo de la habitación más alejado de la ventana. Alcanzó la librería, y entonces John lo perdió de vista repentinamente. La figura no se desvaneció paulatinamente, sino que se apagó como si fuera la llama de una vela repentinamente extinguida.

Ahora la habitación estaba llena de la clara luz de la mañana estival: la visión completa había durado apenas unos segundos, pero mi hermano sabía que no había posibilidad de que se hubiera equivocado, que el misterio de la silla crujiente había sido resuelto, que había visto al hombre que había venido una noche tras otra durante el mes pasado para escuchar el ritmo de la Gagliarda. Terriblemente afectado, se sentó durante un rato, temiendo y deseando al mismo tiempo el regreso de la figura; pero todo permaneció inmutable: no vio nada, ni se atrevió a arriesgar su reaparición tocando de nuevo la Gagliarda, que parecía ejercer tan extraña atracción sobre él. Por último, bajo la plena luz de una mañana de finales de junio en Oxford, oyó los pasos de los primeros peatones sobre el pavimento bajo sus ventanas, el grito de un lechero, y otros sonidos que mostraban que el mundo despertaba.

Eran las seis pasadas, y en su dormitorio se arrojó sobre la cama sin deshacer para disfrutar de una hora de sueños atormentados.