LA NOTA DEL SEÑOR GASKELL

He leído lo que ha escrito la señorita Maltravers, y tengo poco que añadir. No puedo dar ninguna explicación que encaje con todos los hechos ni que resuelva todas las incertidumbres relacionadas en su narración. La solución más obvia de algunas cuestiones sería, por supuesto, suponer que Sir John Maltravers estaba loco. Pero para cualquiera que le hubiese conocido de forma tan íntima como yo lo hice, semejante hipótesis es insostenible; y, aunque fuera admitida, no explicaría algunos de los incidentes más extraños. Aún más, fue firmemente desechada por el Dr. Frobisher, sobre cuyo veredicto en tales materias no había por aquel entonces discusión, por el Dr. Dobie, y por el Dr. Bruton, que había conocido a John desde la infancia. Es posible que hacia el final de su vida sufriera ocasionalmente alucinaciones, aunque no puedo afirmarlo positivamente; pero fue sólo cuando su salud quedó completamente minada por razones que son muy difíciles de analizar.

Cuando le conocí en Oxford era un hombre fuerte, tanto física como mentalmente; generoso, y de temperamento alegre y afable. Al mismo tiempo era muy nervioso y excitable, como la mayoría de las personas cultas, y especialmente los músicos. Pero en cierto momento de su carrera, su misma naturaleza pareció cambiar; se volvió reservado, callado y saturnino. A su metamorfosis moral siguió un cambio físico igualmente alarmante. Su robusta salud empezó a flaquear, y aunque no sufría ninguna enfermedad concreta que los médicos pudieran combatir, empeoró paulatinamente hasta que llegó el final.

Creo que el inicio de este extraordinario cambió coincidió casi exactamente con su descubrimiento del Stradivarius; y si esto fue, al final, una simple coincidencia o algo más, no es fácil decirlo. Hasta poco antes de su muerte, ni la señorita Maltravers ni yo tuvimos idea de cómo ese instrumento había llegado a su posesión, o creo que en caso contrario habríamos podido hacer algo para salvarle.

Aunque hacia el final de su vida habló con libertad a su hermana sobre el violín, sólo le contó la mitad de la historia, pues le ocultó por completo que hubiera algo más en la alacena oculta de Oxford. Pero de hecho, allí encontró también dos libros manuscritos que contenían un minucioso diario de algunos años de la vida de un hombre. Ese hombre era Adrian Temple, y creo que en el examen de ese diario debe buscarse el origen de la ruina de John Maltravers. El manuscrito estaba bellamente escrito con letra clara pero apretada del siglo XVIII, y le transmitió la idea de un hombre que escribía con deliberación, deseando transcribir sus impresiones con exactitud para futura referencia. El estilo era excelente, y los ínfimos detalles que se daban eran a menudo de alto interés para un anticuario; pero el registro en general estaba mancillado por el más grosero libertinaje. La vida de Adrian Temple sin duda fue una influencia tan marcada en la de Sir John que un breve perfil, recogido de sus diarios, es necesario para comprender lo que ocurrió.

Temple acudió a Oxford en 1737. Tenía diecisiete años de edad, sin padres, hermanos ni hermanas; y poseía las fincas Royston en Derbyshire, que eran entonces, como ahora, una propiedad valiosa. Sus diarios empiezan con el año 1738, y aunque entonces era poco más que un muchacho, había probado todos los placeres ilícitos que Oxford podía ofrecer. Sus tentaciones sin duda fueron grandes; pues además de rico era guapo, y probablemente nunca había sido sometido a un control adecuado, ya que sus padres murieron cuando todavía era muy joven. Pero, a pesar de sus otras faltas, era un estudiante destacado, y al licenciarse lo hicieron socio de St. John. Se instaló en ese colegio en un excelente conjunto de habitaciones orientadas a los jardines, y durante este periodo parece haber estado muy poco en Royston, ya que vivía siempre en Oxford o en el continente. En esta época trabó amistad con un tal Jocelyn, de quien hizo su acompañante y su amanuense. Jocelyn era un hombre de talento, pero de vida irregular, y sin duda fue cómplice de muchos de los excesos de Temple. En 1743, ambos emprendieron el llamado «gran viaje», y aunque no era su primera visita, fue probablemente entonces cuando sintieron por vez primera la fascinación de la Italia pagana, una fascinación que creció con cada año de su vida posterior.

Al regresar de su viaje al extranjero, se encontró en medio de los turbulentos acontecimientos de 1745. Fue un ardiente partidario del Aspirante, y no hizo ningún esfuerzo por disimular su punto de vista. Las tendencias jacobinas eran en realidad predominantes en el colegio en aquella época, y si ése hubiera sido todo su delito, es probable que las autoridades del colegio le hubieran prestado poca atención. Pero su notoria vida alocada habló contra el joven, y ciertas oscuras sospechas no fueron pasadas por alto con tanta facilidad. Después del fracaso de la Rebelión, el Dr. Holmes, entonces Presidente del Colegio, parece que convirtió a Temple en chivo expiatorio. Perdió su calidad de socio, y aunque no fue formalmente expulsado, le presionaron de tal manera que acabó por abandonar St. John y trasladarse a Magadalen Hall. Allí, su gran fortuna hizo que le tuvieran en consideración, y le cedieron las mejores habitaciones del Hall, el mismo conjunto que mira a New College Lane y que Sir John Maltravers ocuparía con posterioridad.

En la primera mitad del siglo XVIII, la fascinación por la Edad Media, aunque moribunda, no había fenecido aún, y las ciencias ocultas todavía encontraban seguidores en las torres de Oxford. Desde sus primeros años, los pensamientos de Temple parecen haberse inclinado firmemente hacia el misticismo de toda clase, y él y Jocelyn estaban versados en la jerga de los alquimistas y los astrólogos, y practicaban siguiendo las reglas antiguas. Su reputación de nigromante, y las historias que circulaban de ritos ilícitos celebrados en las habitaciones de St. John, contribuyeron en gran medida a que fuera despedido de aquel Colegio. También había trabado amistad con Francis Dashwood, el notorio Lord le Despencer, y muchas noches de invierno le vieron cabalgar a través de las brumosas praderas del Támesis hasta la puerta de la fingida abadía franciscana. En sus diarios había más de una mención de los «franciscanos» y las innombrables orgías de Medmenham.

Temple se dedicaba a la música. Era una ocupación rara por entonces, y aún más raro era encontrar a un rico terrateniente tocando el violín. Pero así lo hacía, aunque se guardaba su pasión para sí mismo, ya que la práctica del violín estaba mal vista en aquellos días. Sus dotes musicales eran excepcionales, y fue el primer poseedor del Stradivarius que posteriormente acabaría de forma tan desafortunada en manos de Sir John. Este violín lo compró Temple en el otoño de 1738, con ocasión de una primera visita a Italia. Aquel año murió el nonagenario Antonius Stradivarius, el mayor fabricante de violines que ha conocido el mundo. Después de la muerte de Stradivarius, la provisión de violines de su taller se vendió en subasta. Ocurrió que Temple estaba de viaje en Cremona en aquel momento con un tutor, y en la subasta compró aquel mismo instrumento que posteriormente tuvimos razones para conocer tan bien. Una nota de su diario sitúa su coste en cuatro luises, y dice que tenía una historia curiosa. Aunque pertenecía a su periodo dorado, y probablemente era el mejor instrumento que jamás había fabricado, Stradivarius nunca quiso venderlo, y lo tuvo colgado durante más de treinta años en su taller. Se decía que mientras yacía en su lecho de muerte había dado órdenes de que lo quemaran; pero si fue así, las órdenes fueron incumplidas, y después de su muerte pasó a la subasta. Adrian Temple reconoció desde el principio el enorme valor del instrumento. Sus notas muestran que sólo lo utilizó en ciertas ocasiones especiales, y fue sin duda para su mejor protección que concibió la alacena oculta donde Sir John acabaría encontrándolo.

Los últimos años de vida de Temple transcurrieron en su mayor parte en Italia. En el Scoglio di Venere, cerca de Nápoles, construyó la Villa de Angelis, y allí pasó a partir de aquel momento todo el tiempo, excepto los meses más cálidos del año. Poco después de terminar la villa, Jocelyn le abandonó repentinamente, y se convirtió en monje cartujo. Una nota cáustica del diario apuntaba que incluso este sucio parásito se sintió tan impresionado por algo que había visto que adoptó la forma más austera de religión. En Nápoles, la vida oscura de Temple se volvió aún más negra. Coqueteó, es cierto, con el Neoplatonismo, y se jactó de que él, como Plotino, había pasado dos veces por el círculo del nous y disfrutaba de los frutos de la deidad; pero los ideales de incluso esa cómoda doctrina se degradaron de forma aún más miserable en su malvada vida. Más de una vez en el manuscrito hace mención por su nombre de la Cagliarda de Graziani, como algo que ha sido tocado en misterios paganos que estos entusiastas revivieron en Nápoles, y la tonada evidentemente se había grabado de forma profunda en su memoria. La última anotación de su diario lleva fecha del 16 de diciembre de 1752. Entonces estaba en Oxford durante un par de días, pero poco después regresó a Nápoles. La casualidad de haber acabado de completar un segundo volumen le indujo, sin duda, a dejarlo en la alacena secreta. Es probable que comenzara un tercero, pero si fue así, éste nunca se ha encontrado.

Al leer el manuscrito me impresionó el estilo claro y desenvuelto del autor, y descubrí que el interés de la narración aumentaba en lugar de disminuir. Al mismo tiempo, su estudio me resultó indescriptiblemente doloroso. Nada podría haberme animado en mi decisión de leerlo por completo, excepto el convencimiento de que si quería ser de alguna ayuda real para mi pobre amigo Maltravers tenía que conocer en el mayor grado posible todas las circunstancias relacionadas con su dolencia. El caso es que me encontré respirando una atmósfera de contagio moral durante la lectura del manuscrito, y ciertos pasajes han regresado de cuando en cuando para acosarme, a pesar de todos mis esfuerzos por apartarlos de mi memoria. Cuando vine a Worth por la urgente invitación de la señorita Maltravers, encontré a mi amigo Sir John terriblemente alterado. No era sólo que estuviera enfermo y físicamente débil, sino que había perdido por completo el porte de la juventud, que, aunque indefinible, es muy apreciable, y marca una clara distinción entre el primer periodo de la vida y la edad madura. Pero el rasgo más llamativo de su enfermedad era la extraordinaria palidez de su piel, que hacía que su rostro pareciese una falsificación sutil de cera blanca en lugar del de un hombre vivo. Me dio la bienvenida poco calurosamente, pero con evidente sinceridad; y hubo una completa ausencia de la reserva que a menudo acompaña al reencuentro de amigos cuyas relaciones cordiales han sufrido una interrupción. Desde la época de mi llegada a Worth hasta su muerte, estuvimos constantemente juntos; de hecho, me sentí impresionado por el disgusto casi infantil que mostraba si le dejaban solo siquiera por unos momentos. A medida que se aproximaba la noche, se intensificaba la sensación. Parnham dormía siempre en la habitación de su amo; pero si algo hacía salir al criado aunque fuera un minuto, nos hacía llamar a Carotenuto o a mí para que estuviéramos con él hasta su regreso. Sus nervios estaban muy debilitados; saltaba violentamente ante cualquier ruido inesperado, y por encima de todo temía quedarse a oscuras. Cuando caía la noche, hacía que trajeran más lámparas a su habitación, e incluso cuando se preparaba para dormir insistía en que una fuerte luz permaneciese encendida junto a su cama.

A menudo había leído en libros acerca de personas que tenían expresión de estar «acosadas», y me había reído de la frase al considerarla convencional y carente de significado. Pero cuando llegué a Worth conocí lo que tenía de cierto; pues si algún rostro tuvo alguna vez un aspecto acosado, y casi escribiría que hechizado, fue el rostro blanco de Sir John Maltravers. Tenía el aire de un hombre que estaba constantemente esperando la llegada de malas noticias, y en ocasiones me recordó dolorosamente la expectación culpable de un rufián que sabe que han emitido una orden para su arresto.

Durante mi visita, me habló frecuentemente de su vida pasada, y en lugar de mostrar reticencia a tocar el tema, pareció complacido por la ocasión de aliviar su espíritu. Por él supe que la lectura de las memorias de Adrian Temple había causado una profunda impresión en su mente, que sin duda fue intensificada por la visión que creyó ver en sus habitaciones en Oxford, y por el descubrimiento del retrato en Royston. De esos fenómenos singulares no tengo ninguna explicación que ofrecer.

El elemento romántico de su estado le hacía particularmente susceptible a la fascinación por el misticismo que transpiraba la narración de Temple. Me dijo que casi desde la primera vez que la leyó se sintió lleno de un anhelo de visitar los lugares y revivir la extraña vida de la que hablaba. Al principio mantuvo a raya esta inclinación, pero poco a poco fue ganando fuerza suficiente para dominarle.

No tengo la menor duda de que la música de la Gagliarda de Graziani ayudó materialmente a este proceso de degradación mental. Es curioso que Michael Praetorius en la Syntagma musicum hablara de la gallarda generalmente como de una «invención del diablo, llena de gestos indecentes y libertinos y de movimientos licenciosos». Y la singular melodía de la Gagliarda de la suite «Areopagita» ciertamente ejerció desde el principio una extraña influencia sobre mí. Aquí no haré más que mencionar la cuestión, pues veo que la señorita Maltravers ha hablado de ella extensamente, y sólo diré que, aunque desde el día de la muerte de Sir John nunca he oído una sola nota de ella, la tonada sigue fresca en mi cabeza, y a veces se me ha aparecido inesperadamente, y siempre con un efecto indeseable. He observado que ocurre generalmente en momentos de depresión física, y la misma melodía sin duda ejerció una influencia similar sobre Sir John, cuya impresionable naturaleza hizo que desde el principio fuera más perjudicial para él.

Digo esto con conocimiento de causa, pues estoy seguro de que si algunas músicas son buenas para el hombre y le elevan, otras melodías son igualmente malas y enervantes. Una experiencia mucho más amplia que la que todavía poseemos es necesaria para permitirnos decir hasta dónde puede extenderse esta influencia. Es decir, hasta dónde puede llegar la mente por un lado en la abnegación ascética por el uso sistemático de cierta música, o por el contrario en placeres ilícitos y peligrosos por melodías de tendencia opuesta. Pero de esto estoy seguro, que una vez que se ha conseguido un nivel de cultura relativamente avanzado, la música es la llave más apta, si no la única, que da paso al círculo más estrecho del pensamiento más imaginativo.

Aprovechando la ocasión de viajar que le ofreció su luna de miel, un impulso que no pudo explicar en aquellos momentos, pero que los acontecimientos posteriores me han convencido que correspondía a la encantada sugestión de la Gagliarda, le llevó a visitar los escenarios mencionados tan a menudo en el diario de Temple. Siempre había sido un excelente erudito, y un estudioso de los clásicos de capacidad más que ordinaria. Roma y el sur de Italia le llenaron de un extraño deleite. Su educación le permitía apreciar la plena extensión de lo que veía; poblaba los decorados con las figuras de los actores originales, e intentaba asimilar su pensamiento al de ellos. Empezó a leer literatura clásica profusamente, no ya desde el punto de vista académico, sino desde el punto de vista literario. En Roma pasó mucho tiempo en las librerías, y allí encontró copias de los numerosos autores de finales del imperio y de los filósofos alejandrinos que raras veces se ven en Inglaterra. En éstas halló un nuevo placer y alimento fresco para su misticismo.

Dichos estudios, llevados al límite, son probablemente dañinos para el carácter inglés, y ciertamente lo fueron para un hombre con las simpatías románticas de Maltravers. Estas lecturas le produjeron con el tiempo un efecto tan real que si no abandonó definitivamente el cristianismo, como temo que hizo, al menos sí lo adulteró con otras doctrinas hasta que para él se convirtió en Neoplatonismo. Esa seductora filosofía, que ha atrapado tantas mentes desde Proclo y Juliano a San Agustín y los renacentistas, encontró un rápido converso en John Maltravers. Su apasionado anhelo de un bien vago e indefinido, su tolerancia de las impresiones estéticas, las agradables supersticiones de su dinámico panteísmo, todo tocó fibras sensibles en su naturaleza. Su mente, me dijo, se llenó de una nostalgia sin medida por la antigua cultura de la filosofía pagana, y de la misma manera que el pasado se volvía más claro y más real, el presente se hizo más turbio, y sus pensamientos se apartaron paulatinamente de todos los objetos naturales de su afecto e interés que deberían haberlos ocupado. Hasta qué terrible punto llegó este proceso, lo demuestra la narración de la señorita Maltravers. Poco después de llegar a Nápoles, visitó la Villa de Angelis, que Temple había construido sobre las ruinas de una casa marítima de Pomponio. El antiguo edificio había sido desmantelado y estaba en ruinas, y Sir John no tuvo dificultad en comprar el solar de inmediato. Después lo reconstruyó con gran detalle, esforzándose por reproducir en su equipamiento el lujo del imperio tardío. Tuve ocasión de visitar la casa más de una vez en mi condición de albacea, y la encontré llena de valiosas obras de arte, que, aunque en aquella época ninguna era tan difícil de conseguir ni tan costosa como lo sería ahora, eran suficientemente valiosas como para haber requerido un desembolso injustificable.

El emplazamiento del edificio promovió su locura por el pasado. Está entre la Bahía de Nápoles y la de Baia, y desde sus ventanas ofrecía las mismas vistas exquisitas que habían encandilado a Cicerón y Lúculo, Severo y los Antoninos. Al lado se erigía Baia, el principesco retiro costero del imperio. Esa lujosa y lasciva ciudad entre las ciudades de la antigüedad sobrevivió a los cataclismos de las eras, y sólo perdió su continuidad urbana y se convirtió en el poblado ruinoso que es hoy en los saqueos del siglo XV. Pero una continuidad perversa no se interrumpe con tanta facilidad, y los que conocen mejor el lugar dicen que todavía está imbuido de recuerdos de un pasado execrable.

Durante millas a lo largo de esa costa hechizada no se puede poner el pie excepto sobre las ruinas de alguna espléndida villa, y sobre todo ello se cierne un espíritu de corrupción y vileza que llega a ser palpable y opresivo. De las auroras y los ocasos, del sol del mediodía templado por la brisa marina y la sombra de arboledas fragantes, los que han estado allí conocen el encanto, y a los que no han estado las palabras no se lo pueden describir. Pero hay vapores maléficos que se elevan del cadáver de un pasado que no ha sido enterrado por completo, e ingleses muy cultivados que se demoran allí mucho tiempo sienten su influencia como la sintió John Maltravers. Como tantos decepti deceptores de la escuela Neoplatónica, no practicó la abnegación impuesta por el mismo culto que afirmaba seguir. Aunque su naturaleza era demasiado refinada, creo, para sumirse en el sensualismo revelado por los diarios de Temple, fue con la gratificación de los gustos del cuerpo como intentó conseguir el divino éxtasis; por eso había constantemente distracciones profusas y suntuosas en la villa, en la cual invitados desconocidos estaban presentes.

No se podía esperar que en semejante vida de pesadilla encontrase reposo ningún espíritu, y Maltravers ciertamente no lo halló. Todas las preocupaciones que habitualmente ocupan las mentes de los hombres, todos los pensamientos hacia su esposa, hijo y hogar fueron, es cierto, abandonados; pero una inquietud salvaje tomó posesión de él, y no consintió que se sintiera nunca tranquilo. Aunque nunca me lo dijo, creo que tenía la idea de que la figura que había visto en Oxford y Royston se le había reaparecido en más de una ocasión subsiguiente. Imagino que con la vaga esperanza de «enterrar» ese espectro se propuso con entusiasmo descubrir dónde o cómo había muerto Temple. Recordaba que la tradición de Royston decía que había sucumbido en Nápoles en la plaga de 1752, pero le acometió la idea de que no era así; de hecho, casi sospecho que su fantasía imaginaba que ese hombre malvado seguía vivo. Los métodos por los cuales acabó descubriendo el esqueleto, o conoció los episodios que precedieron a la muerte de Temple, no los conozco. Prometió contármelos con detalle algún día, pero su repentina muerte le impidió hacerlo. Los hechos, tal y como él los contó, y como yo tengo pocas dudas de que realmente ocurrieron, fueron éstos: Adrian Temple, después de la partida de Jocelyn, había hecho su confidente a un tal Palamede Domacavalli, vástago de una espléndida familia partenopea del mismo nombre. Palamede tenía un palacio en el corazón de Nápoles, y era el igual de Temple en edad y también en su inmensa fortuna. Los dos hombres se convirtieron en compañeros inseparables, asociados en toda clase de perversidades y excesos. A su momento, Palamede se casó con una hermosa muchacha llamada Olimpia Aldobrandini, que también era del más noble linaje; pero la intimidad entre él y Temple no se interrumpió. Aproximadamente un año después de su matrimonio, se estaba celebrando un baile después de un espléndido banquete en el gran salón del Palazzo Domacavalli. Adrian, que era invitado de honor, pidió a los músicos de la galería que tocaran la suite «Areopagita», y la bailó con Olimpia, la esposa de su anfitrión. Llegaron hasta la Gagliarda, pero nunca la terminaron, pues cerca del final del segundo movimiento, Palamede hundió por la espalda un estilete en el corazón de su amigo. Ese día había descubierto que Adrian no había respetado ni siquiera el honor de Olimpia.

He intentado resumir en una historia coherente los hechos que conocí poco a poco mediante conversaciones con Sir John. Hasta cierto punto proporcionaban, sino una explicación, sí al menos un relato del cambio al que se había sometido mi amigo. Pero sólo hasta cierto punto; a partir de ahí la explicación se desmoronaba y yo me quedaba desconcertado. Podía imaginar que una vida de relaciones indeseables y estudios desordenados podría con el tiempo producir tal pérdida de vigor mental que conduciría a una acolasia moral, el exceso sexual, y la ruina física. Pero en el caso de Sir John, la causa no era adecuada; por lo que yo sabía, nunca había entregado por completo las riendas a la sensualidad, y el cambio fue demasiado abrupto y la ruina del cuerpo y la mente demasiado completa para justificarse con acontecimientos tales como los que había relatado.

Yo también tenía un sentimiento de intranquilidad, que creció dentro de mí cuanto más le veía, que era que mientras que hablaba con bastante libertad sobre ciertos temas, y obviamente pretendía ofrecer una historia completa de su vida pasada, había en realidad algo en el fondo que siempre ocultaba a mi vista. Parecía que fuera un joven al que un padre indulgente pedía que confesase sus deudas para que pudiera solventarlas y que, aunque conoce la poca severidad de sus padres, y que cualquier deuda que no sea solventada ahora será después un peso sobre sus hombros, titubea por vergüenza a confesar la cantidad total, y se reserva ciertas cuestiones. Así que el pobre Sir John me ocultaba algo a mí, su amigo, cuya única intención era transmitirle consuelo y alivio, y cuya compasión me habría hecho escuchar sin reprimenda alguna la narración del más negro de los crímenes. No puedo decir lo mucho que me apenaba este convencimiento. De buen grado lo habría dado todo, incluso mi vida misma, para salvar a mi amigo y hermano de la señorita Maltravers; pero mis esfuerzos se veían paralizados por el sentimiento de que no sabía con qué me enfrentaba, que alguna malvada influencia le afectaba y continuamente evitaba mi presa. Una o dos veces pareció que estaba a punto de contármelo todo; una o dos veces, creo, se había decidido a hacerlo así; pero entonces cambió de talante, o más probablemente le faltó el valor.

Fue en una de estas ocasiones cuando me preguntó, de forma más bien repentina, si pensaba que un hombre podría con algún acto carnal cometido conscientemente privarse de toda posibilidad de redención y de salvación definitiva. Aunque me considero un cristiano sincero, no soy un teólogo, y la pregunta referente a semejante tema, que no se me había ocurrido desde la infancia, y que parecía tener más el sabor del romance medieval que de la religión práctica, me desconcertó por un momento. Titubeé un instante, y luego contesté que los medios de salvación ofrecidos al hombre sin duda bastaban para limpiar al verdadero penitente de la culpa de cualquier crimen, por oscuro que fuera. Mi duda había sido momentánea; pero Sir John pareció notarla, y selló sus labios a cualquier confesión, si es que verdaderamente pretendía hacer alguna, al cambiar bruscamente de tema. Esta pregunta, como es natural, me hizo reflexionar de forma seria y aprensiva. Era la primera ocasión en que me pareció que indiscutiblemente sufría de alucinaciones, y era consciente de que cualquier ilusión relacionada con la religión es por lo general muy difícil de suprimir. Al mismo tiempo, cualquier cuestión de este género era más destacable en el caso de Sir John, ya que, por lo que yo sabía, había abandonado la fe cristiana por completo y durante una temporada considerable.

Incapaz de obtener más información de él, y limitado por lo tanto a mis propios recursos, decidí que volvería a leer enteros los diarios de Temple. La tarea resultó desagradable, como ya he explicado, pero esperaba que una segunda lectura pudiera arrojar alguna luz sobre el oscuro infortunio que atribulaba a Sir John. Volví a leer el manuscrito con la mayor atención. Sin embargo, no parecía que nada de importancia se me hubiera escapado en las anteriores ocasiones, y casi había alcanzado el final del segundo volumen cuando una cuestión relativamente menor atrajo mi atención. He dicho que las páginas estaban todas cuidadosamente numeradas, y los sucesos de cada día registrados de forma separada; incluso cuando Temple no había encontrado nada de interés para reseñarlo en un día determinado, había insertado la fecha con la palabra nil escrita frente a ella. Pero mientras estaba sentado una noche en la biblioteca de Worth, después de que Sir John se hubiera ido a la cama, y por último revisaba los días de los meses del diario de Temple para asegurarme de que estaba completo, descubrí que faltaba un día. Era hacia el final del segundo volumen, y el día era el 23 de octubre del año 1752. Una mirada a la numeración de las páginas reveló el hecho de que tres hojas habían sido arrancadas, y que las páginas numeradas 349 a 354 no aparecían por ningún lado. Una vez más revisé los diarios para comprobar si había hojas arrancadas en algún otro lado, pero no encontré que faltara ni una sola página. Todo estaba completo, excepto en este sitio, con el manuscrito redactado primorosamente, y apenas un error o un borrón en toda su extensión. Un examen más atento mostró que estas hojas habían sido cortadas cerca del lomo, y los bordes cortados del papel parecían demasiado recientes para pensar que se habían hecho un siglo antes. Una breve reflexión me confirmó, de hecho, que la supresión probablemente no había sido hecha por Temple, y que debía de haber sido hecha por Sir John.

Mi primera reacción fue preguntarle en seguida qué contenían las páginas perdidas, y por qué las había cortado. La cuestión podía ser banal, y él la explicaría en un instante. Pero al abrir suavemente la puerta de su dormitorio, lo encontré dormido, y Parnham (a quien la fuerte luz que siempre ardía en la habitación mantenía desvelado) me informó de que su amo llevaba sumido en un profundo sueño más de una hora. Sabía cuánto necesitaban sus agotadas fuerzas semejante reposo, y volví a la biblioteca sin despertarle. Unos minutos antes, me había sentido amodorrado a la conclusión de mi tarea, pero ahora todo deseo de sueño había sido desterrado repentinamente y un doloroso insomnio había ocupado su lugar. Estaba bajo una clase de excitación mental que me recordaba mis sentimientos de unos años antes en Oxford, la primera vez que tocamos la Gagliarda juntos, y me sobrevino una idea con la fuerza de una intuición, la de que en esas tres hojas perdidas estaba el secreto de la ruina de mi amigo.

Volví al contexto para ver si había algo en las entradas precedentes o siguientes a la laguna que me diese alguna pista sobre el pasaje desaparecido. El registro de los escasos días inmediatamente precedentes al 23 de octubre era breve y no contenía nada de ningún interés. Adrian y Jocelyn estaban solos en la Villa de Angelis. La entrada del 22 era muy poco importante y aparentemente estaba completa, acabando al final de la página 348. Del 23 no había, como he dicho, ningún registro en absoluto, y la entrada del 24 empezaba al inicio de la página 355. Este último memorando también era breve, y fue escrito cuando el autor estaba disgustado porque Jocelyn le hubiera abandonado.

La deserción de su compañero debió de ser, según parece, completamente inesperada. Al menos no había ninguna indicación previa de que tuviera tales intenciones. Temple escribió que Jocelyn había abandonado la Villa de Angelis aquel día y se había instalado con los cartujos de San Martino. No se daba ninguna razón para tan extraordinario cambio; pero se apuntaba que Jocelyn se había declarado impresionado por algo que había ocurrido. La entrada concluía con algunas observaciones amargas: «Así que adiós a mi santo anacoreta; y si no puedo despedirle con una lepra como Elisa hizo con su criado, al menos abandona mi presencia con la cara tan blanca como la nieve».

Había leído esta frase más de una vez sin que me provocara más que una atención pasajera. La curiosa expresión de que Jocelyn había abandonado su presencia con la cara blanca como la nieve me había parecido hasta entonces que no significaba nada más que los dos hombres se habían separado con rabia violenta, y que Temple había insultado o amedrentado a su compañero. Pero mientras estaba sentado aquella noche en la biblioteca, las palabras parecieron tomar una fuerza completamente nueva, y una extraña sospecha empezó a dominarme.

He dicho que uno de los rasgos más destacados de la enfermedad de Sir John era su palidez mortal. Aunque yo ya había pasado algún tiempo en Worth, y todos los días me había sorprendido esta falta de color, nunca recordé en relación a esto que una extraña palidez también había sido uno de los atributos de Adrian Temple, y ciertamente quedaba muy destacada en el retrato pintado por Battoni. Aún más, en el relato de Sir John de la visión que pensó que había visto en sus habitaciones de Oxford, siempre había hablado de la cara blanca como la cera de su visitante espectral. La tradición familiar de Royston decía que Temple había perdido el color en algún mortífero experimento mágico, y ahora sentí el convencimiento de que el rostro de Jocelyn «tan blanco como la nieve» podía referirse sólo a esta misma palidez antinatural, y que él también había sido azotado con ella como si fuera la marca de la bestia.

En un cajón de mi escritorio guardaba junto a mí todas las cartas que la difunta Lady Maltravers había escrito a casa durante su funesta luna de miel. La señorita Maltravers las había puesto en mis manos para que pudiera familiarizarme con todos los hechos que pudieran dilucidar el avance de la dolencia de Sir John. Recordaba que en una de esas cartas se hacía mención de un fuerte ataque de fiebre en Nápoles, y a que ella había observado por vez primera en él esta singular palidez. Encontré la carta de nuevo sin dificultad y la leí bajo una nueva luz. Todos los renglones transpiraban sorpresa y alarma. Lady Maltravers temía que su marido estuviera muy gravemente enfermo. El miércoles, dos días antes de que ella escribiera, había sufrido durante todo el día una extraña inquietud, que se había incrementado después de retirarse por la noche. No podía dormir y había vuelto a vestirse, diciendo que quería dar un paseo bajo el aire nocturno para tranquilizarse. No regresó hasta casi las seis de la mañana, y entonces parecía tan exhausto que a partir de aquel momento había quedado postrado en la cama. Estaba terriblemente pálido, y los médicos temían que hubiera sido atacado por alguna extraña fiebre.

La fecha de la carta era del 25 de octubre, lo cual fijaba la noche del 23 como el momento del primer ataque de Sir John. La coincidencia de la fecha con la del día que faltaba en el diario de Temple era significativa, pero ya no era necesaria para convencerme de que la ruina de Sir John se debía a algo que había ocurrido aquella noche fatal en Nápoles.

La pregunta que el Dr. Frobisher había hecho a la señorita Maltravers cuando le pidieron que examinase por vez primera a su hermano en Londres volvió a mi memoria con fuerza abrumadora: «¿Había estado Sir John sometido a alguna impresión mental; había recibido algún susto terrible?» Ahora sabía que la respuesta a esa pregunta debería haber sido afirmativa, pues sentía con tanta seguridad como si me lo hubiera dicho Sir John en persona que sí había recibido una impresión violenta, y probablemente algún susto espantoso, en la noche del 23 de octubre. Cuál podría haber sido la naturaleza de aquella impresión, mi imaginación era incapaz de concebirlo, sólo sabía que fuera lo que fuese lo que Sir John había hecho o visto, Adrian Temple y Jocelyn lo habían hecho o visto un siglo antes en el mismo sitio. Aquel horror que había blanqueado el rostro de los tres hombres para toda la vida tal vez había caído con fuerza menos abrumadora sobre la curtida perversidad de Temple, pero había llevado al indigno Jocelyn al claustro, y estaba conduciendo a Sir John a la tumba.

Al pasar por mi cabeza, estos pensamientos me llenaron de una alarma imprecisa. Lo tardío de la hora, el silencio y la luz tenue, hacían que la biblioteca en la que estaba sentado pareciese tan enorme y tan solitaria que empecé a sentir el mismo temor a quedarme solo que había observado tan a menudo en mi amigo. Aunque sólo una puerta me separaba de su dormitorio, y podía oír su respiración profunda y regular, sentí que debía entrar y despertarle a él o a Parnham para que me hiciesen compañía y me salvaran de mis propias reflexiones. Con un inmenso esfuerzo conseguí controlarme, y me senté para darle vueltas al asunto y esforzarme por trazar alguna hipótesis que pudiera explicar el misterio. Pero todo fue en vano. Simplemente me cansaba sin llegar ni siquiera a una conjetura plausible, excepto que parecía que la extraña coincidencia de la fecha pudiera indicar algún encantamiento o hechizo atroz que sólo podía ejecutarse en una noche concreta del año.

Debía de ser cerca del alba cuando caí exhausto en un sueño intranquilo sobre el sillón donde estaba sentado. Mi sueño, aunque breve, estuvo poblado por una sucesión de visiones fantásticas en las cuales veía continuamente a Sir John, no enfermo y consumido como ahora, sino vigoroso y bello como le había conocido en Oxford, en pie junto a un brasero resplandeciente y recitando palabras que no entendía, mientras otro hombre de rostro blanco y burlón estaba sentado en una esquina tocando la tonada de la Gagliarda al violín. Parnham me despertó en mi silla a las siete; su amo, dijo, seguía durmiendo plácidamente.

Había decidido que tan pronto despertara preguntaría a Sir John por las páginas que faltaban en el diario; pero aunque mi impaciencia y mi nerviosismo estaban en su grado máximo, me vi obligado a contener mi curiosidad, pues el sueño de Sir John continuó durante el día. El Dr. Bruton vino de visita por la mañana, y dijo que este sueño era lo que más necesitaba el estado del paciente, y que era un síntoma claramente favorable; no había que molestarle bajo ningún pretexto. Sir John no abandonó la cama, sino que siguió dormitando todo el día hasta el atardecer. Cuando por fin se sacudió la soñolencia, ya era tan tarde que, a pesar de mi ansiedad, titubeé en hablar con él sobre los diarios, para no alterarle indebidamente antes de la noche.

A medida que anochecía se fue volviendo muy intranquilo, y se levantó más de una vez de la cama. Esta inquietud, a continuación del reposo del día, tal vez debería haberme perturbado, pues desde entonces he observado que cuando la muerte está muy próxima, una intranquilidad aprensiva a menudo domina tanto a hombres como a animales. Parece que temieran ceder al sueño, como si mientras duermen el enemigo final pudiera atraparles desprevenidos. Intentan sacudirse la ropa de cama, a veces abandonan el lecho y caminan. Así ocurrió con el pobre John Maltravers aquella última Nochebuena. Permanecí sentado con él, sufriendo por su turbación hasta que pareció quedarse más tranquilo, y por último cayó en el sueño. Esa noche yo dormí en su habitación en lugar de Parnham, y cansado como estaba por haber pasado sentado la noche anterior, me arrojé sobre la cama vestido. Creo que apenas me había adormilado cuando el sonido de su violín me despertó. Descubrí que se había levantado, había tomado su instrumento favorito y estaba tocando en sueños. La tonada era la Gagliarda de la suite «Areopagita», que yo no había oído desde que la tocamos juntos por última vez en Oxford, y trajo consigo un tropel de recuerdos lejanos y de infinitas lamentaciones. Maldije la soñolencia que me había sometido en mi puesto de vigía, y permití que Sir John tocara una vez más la melodía que siempre había estado cargada de tanta maldad para él; estaba a punto de despertarle suavemente cuando un extraño accidente le sacó de su sueño. Mientras yo caminaba hacia él, el violín pareció desplomarse en sus manos, y, de hecho, la caja cedió y se rompió bajo la presión del cordaje. Mientras las cuerdas se soltaban, la última nota se convirtió en una disonancia inhumana. Si fuera supersticioso, diría que algún espíritu maligno había salido del violín, y que había roto con sus estertores finales el receptáculo de madera que le cobijara tanto tiempo. Fue la última vez que se utilizó el instrumento, y ese espantoso acorde, el último que llegó a tocar Maltravers.

Temía que la impresión de despertar tan repentinamente del sueño tuviera un efecto muy perjudicial sobre el sonámbulo, pero no pareció ser el caso. Le persuadí de que volviera en seguida a la cama, y en unos minutos volvió a quedar dormido. Por la mañana parecía por vez primera claramente mejorado; en verdad había algo de su antiguo yo en su porte. Pareció como si la rotura del violín hubiera sido un auténtico alivio para él; y creo que aquella mañana de Navidad despertaron sus mejores instintos, y que su antigua educación religiosa y las relaciones de su juventud hicieron su última súplica. Me agradó semejante cambio, por temporal que resultara ser. Deseaba ir a la iglesia, y decidí que una vez más pospondría mi curiosidad y retrasaría las preguntas que ardía por hacerle hasta que regresáramos del servicio matinal. La señorita Maltravers había entrado en la casa para hacer algunos preparativos, Sir John estaba en su silla de ruedas en la terraza, y yo estaba sentado a su lado bajo el sol. Durante unos momentos pareció inmerso en pensamientos silenciosos, y después se inclinó hacia mí hasta que su cabeza estuvo muy cerca de la mía y dijo:

—Querido William, hay algo que debo decirte. Creo que ni siquiera puedo ir a la iglesia hasta que te lo haya contado todo. —Su expresión me impresionó más allá de lo expresable. Sabía que iba a contarme el secreto de las páginas perdidas, pero en lugar de seguir deseando que mi curiosidad quedara satisfecha, sentí un horrible temor de lo que pudiera decir. Tomó mi mano entre las suyas y la sujetó firmemente, como un hombre que estuviera a punto de sufrir un gran dolor físico y buscara el consuelo del apoyo de un amigo. Entonces prosiguió—. Te sorprenderá lo que voy a contarte; pero escucha, y no me abandones. Debes permanecer a mi lado y consolarme y ayudarme a rectificar. —Se detuvo un instante y continuó—: Fue una noche de octubre, cuando Constance y yo estábamos en Nápoles. Tomé ese violín y fui solo a la villa ruinosa de Scoglio di Venere. —Había estado hablando con dificultad. Su mano apretaba la mía convulsivamente, pero seguía sintiéndola temblar, y podía ver la humedad espesándose en su frente. En aquel momento el esfuerzo pareció excesivo para él y estalló—: No puedo seguir, no puedo contártelo, pero puedes leerlo tú mismo. En el diario que te di faltan algunas páginas.

La tensión se estaba volviendo intolerable para mí, y le interrumpí.

—Sí, sí, lo sé; tú las cortaste. Dime dónde están.

Él continuó.

—Sí, las corté para que no cayeran en manos de nadie desprevenido. Pero antes de que las leas debes jurarme, como tu esperanza para la salvación, que nunca intentarás hacer lo que está escrito en ellas. Júramelo ahora, o no te dejaré verlas nunca.

Mi impaciencia ya era demasiado grande para detenerme a discutir trivialidades, y para seguirle la corriente juré lo que deseaba. Había estado hablando con un esfuerzo creciente; echó una apresurada y temerosa mirada a su alrededor como si esperase que hubiera alguien escuchando, y casi con un susurro continuó.

—Las encontrarás en…

Su agitación se había vuelto demasiado lamentable para contemplarla, y mientras decía las últimas palabras, una convulsión atravesó su rostro, y al fallarle la palabra, se desplomó sobre su cojín. Un extraño miedo se apoderó de mí. Durante un instante pensé que había otros en la terraza aparte de mí mismo, y me di la vuelta esperando ver que la señorita Maltravers hubiera regresado; pero seguíamos solos. Incluso imaginé que mientras Sir John decía sus últimas palabras, sentía algo que me rozaba ligeramente. Levantó las manos, golpeando el aire con un gesto patético, como si intentara repeler a un adversario que le hubiera agarrado por la garganta, e hizo un último esfuerzo por hablar. Pero el espasmo fue demasiado fuerte para él; siguió un espantoso silencio, y ya estaba muerto.

Hay poco que añadir; pues el secreto culpable de Sir John pereció con él. Aunque a juzgar por su expresión, yo estaba seguro de que las hojas desaparecidas estaban ocultas en algún lugar de Worth, y aunque como albacea hice que se llevase a cabo la más diligente búsqueda, no se encontró ni rastro de ellas; tampoco ocurrió ninguna circunstancia que arrojase nueva luz sobre el asunto. Debo confesar que debería haber interpretado el descubrimiento de estas páginas como un alivio; pues aunque temía lo que pudiera tener que leer, estaba más preocupado aún porque fueran encontradas en un periodo posterior y cayeran en otras manos, causando un recrudecimiento de la plaga que había afligido la vida de Sir John.

Sobre la naturaleza de los acontecimientos que tuvieron lugar aquella noche en Nápoles no puedo hacer ninguna conjetura. Pero igual que ciertas imágenes físicas han demostrado ser tan repugnantes que sacan de quicio al intelecto, también puedo imaginar que la mente pueda conjurar por sí misma otras formas de maldad moral tan espantosas como para marchitarla metafísicamente: y esto, creo, es lo que ocurrió tanto en el caso de Adrian Temple como en el de Sir John Maltravers.

Es difícil concebir los accesorios utilizados para producir la excitación mental en que semejante sentimiento de maldad pudiera hacerse imaginable. La fantasía y la leyenda, que se han combinado para representar como posibles las apariciones de lo sobrenatural, también están de acuerdo en considerarlas más probables en ciertos momentos y lugares que en otros; y es posible que las hojas desaparecidas del diario contuvieran un relato del momento, lugar y otras condiciones elegidos por Temple para algún mortífero experimento. Sir John probablemente representó la escena bajo condiciones absolutamente idénticas, y el efecto sobre su agotada imaginación fue tan vívido que alteró el equilibrio de su mente. El momento elegido fue sin duda la noche del 23 de octubre, y no puedo evitar pensar que el lugar fue una de aquellas cuevas ruinosas de aspecto maléfico que tuvieron un efecto tan aterrador sobre la señorita Maltravers. Temple podría haber utilizado aquella noche uno de los encantamientos medievales, o posiblemente la invocación más antigua del rito de Isis con el cual un hombre de sus conocimientos y sus tendencias sin duda estaría familiarizado. Los accesorios de cualquiera de los dos casos son suficientemente horribles como para debilitar la mente mediante el terror, y para prepararla para creer en alguna aparición espantosa. Pero fuera lo que fuera que se hizo, estoy seguro de que la música de la Gagliarda formó parte de la ceremonia.

Los filósofos y los teólogos medievales mantenían que el mal es en su esencia tan horrible que la mente humana, si pudiera comprenderlo, perecería ante su contemplación. Semejante conocimiento era por lo general evitado, pero su posibilidad se apuntaba en la leyenda de la Visio malefica. La Visio Beatifica era, como es bien conocido, la visión de la Deidad o comprensión del Bien perfecto que otorgaría la felicidad en el cielo, y la recompensa de los benditos en el otro mundo. La tradición dice que esta visión fue otorgada también a varios espíritus especialmente elegidos ya en esta vida, como Enoc, Elías, Esteban y Jerónimo. Pero había un opuesto de la Visión Beatífica en la Visio malefica, o representación del Mal absoluto, que sería la principal tortura de los condenados, y que, como la Visión Beatífica, había sido hecha visible en vida a ciertos hombres desesperados. Visitó a Esaú, se decía, cuando no encontró lugar para el arrepentimiento, y a Judas, a quien condujo al suicidio. Caín la vio cuando asesinó a su hermano, y la leyenda relata que en su caso, y en el de otros, dejó una marca física que era llevada por el cuerpo hasta la tumba. Se suponía que la Visión Maléfica, además de ser así espontáneamente presentada a los hombres típicamente abandonados, también había sido invocada de forma deliberada por algunos grandes adeptos, y utilizada por ellos para aniquilar a sus enemigos. Pero hacer esto era considerado equivalente a claudicar de forma consciente ante las fuerzas del mal, ya que la visión, una vez vista, arrebataba toda esperanza de salvación final.

Adrian Temple sin duda alguna estaba al corriente de esta leyenda, y el experimento perdido podría haber sido un intento de invocar la Visión Maléfica. Es una vaga conjetura en el mejor de los casos, pues el árbol de la ciencia del Mal da muchos frutos venenosos, y nadie puede conocer todas las extravagancias de una fantasía rebelde.

De acuerdo con la señorita Sophia, Sir John me designó su albacea y tutor de su único hijo. Dos meses después prendimos un gran fuego en la biblioteca de Worth. En él, una vez que los criados se hubieron ido a la cama, quemamos el libro que contenía la «Areopagita» de Graziani y el Stradivarius. Los diarios de Temple ya los había destruido, y ojalá pudiera borrar con tanta facilidad su sucio y degradante recuerdo de mi memoria. Probablemente seré culpado por todos los que exaltan el arte al coste de todo lo demás, por quemar un violín único. Este reproche lo soportaré con gusto. Aunque no soy irracionalmente supersticioso, y no siento simpatía por ese panteísmo potencial al cual Sir John Maltravers rindió su intelecto, sentía tan profunda aversión por ese violín que no podía tolerar que siguiera en Worth, ni que pasara a otras manos. La señorita Sophia estuvo completamente de acuerdo conmigo en este punto. Fue el mismo sentimiento que impide a todos excepto a los necios o a los fanfarrones el deseo de dormir en habitaciones «encantadas», o vivir en casas contaminadas con la memoria de algún crimen repugnante. Ninguna mente cuerda cree en necias apariciones, pero la fantasía puede a veces hechizar a los mejores. Por lo tanto, se quemó el Stradivarius. Puede que, después de todo, no fuera algo tan grave, pues, como he dicho, la barra de graves había cedido. Siempre había existido la duda de si sería lo suficientemente fuerte para resistir la tensión de un cordaje moderno. La experiencia demostró por último que no lo fue. Con la rotura de la barra de graves, la caja se desplomó, y la madera se rompió a través de la fibra de una forma tan extraordinaria que dejó al violín en un estado irreparable, excepto como mera curiosidad. Su pérdida, por tanto, no debe ser lamentada. Sir Edward ha sido educado para preocuparse más del bate de criquet que del arco del violín; pero si desea en cualquier momento comprar un Stradivarius, las fortunas de Worth y de Royston, administradas durante dos largas minorías de edad, ciertamente permitirán que lo haga.

La señorita Sophia y yo nos quedamos contemplando el holocausto. Mi corazón flaqueó un instante cuando vi el suave barniz rojo abrasándose en la tapa, pero dejé mis lamentaciones de lado con gran determinación. Mientras las llamas brillantes saltaban y correteaban a su alrededor, arrojaban un resplandor rojo sobre la voluta. Estaba maravillosamente tallada, y difería, como creo que la señorita Maltravers ya ha dicho, de cualquier muestra conocida de Stradivarius. Mientras la contemplábamos, la voluta tomó una forma, y vimos lo que no habíamos visto antes, que estaba tallada de tal manera que las profundas líneas mostraban bajo cierta luz el perfil de un hombre. Era un marchito rostro pagano, de rasgos marcados y cabeza calva. Al mirarlo supe al instante (y un camafeo lo ha confirmado) que era la cabeza de Porfirio. Así se explicaba la segunda etiqueta hallada en el violín y se confirmaba la opinión de Sir John, de que Stradivarius había fabricado el instrumento para algún entusiasta del Neoplatonismo que se lo había dedicado a su señor Porfirio.

Un año después de la muerte de Sir John, fui con la señorita Maltravers a la iglesia de Worth para ver una sencilla lápida de pizarra que habíamos puesto sobre la tumba de su hermano. Estábamos en pie bajo la brillante luz de la capilla de Maltravers, con los monumentos de esa espléndida familia rodeándonos. Entre ellos estaba la tumba-altar de Sir Esmoun, y las efigies de más de un cruzado. Al mirar sus figuras caballerescas, con las cabezas descansando sobre los yelmos ladeados, los rostros firmes, y las manos unidas en la plegaria, no pude evitar envidiarles la fe absoluta e inquebrantable por la que habían luchado y muerto. Parecía destacar en agudo contraste con nuestro conocimiento superficial moderno y nuestro credo tibio, y adquiría aún más relieve por la oscura sombra de la vida truncada de John Maltravers. A nuestros pies estaba la gran placa de un tal Sir Roger de Maltravers. Le señalé el final de la inscripción a mi acompañante, «CVIVS ANIMAE, ATQVE ANIMABVS OMNIVM FIDELIVM DEFVNCTORVM, ATQVE NOSTRIS ANIMABVS QVVM EX HAC LVCE TRANSIVERIMVS, PROPITIETVR DEVS». Aunque no soy católico, no pude negarme a añadir un sincero amén. La señorita Sophia, que no desconoce el latín, leyó la inscripción después de mí.

—Ex hac luce —dijo, como si hablara consigo misma—. Que salga de aquí la luz; ¡ay!, ¡ay! Pues para algunos la luz es la oscuridad.