CAPÍTULO 14

Poco después de las seis de la tarde abandonamos la Villa de Angelis. El día había sido sereno y sin nubes, como de costumbre; pero una agradable brisa marina, de la cual ya he hablado, se levantó por la tarde y trajo con ella un aire refrescante. Habíamos dispuesto una especie de diván en el landó con muchos cojines para mi hermano, y se subió al carruaje con mayor facilidad de la que yo esperaba. Me senté junto a él, con Raffaele frente a mí en el asiento opuesto. Bajamos por la colina de Posilipo a través de las encinas y los tamariscos que entonces orillaban el mar, y así llegamos a la ciudad. John habló poco, excepto para indicar que el carruaje era cómodo. Mientras pasábamos a través de una de las calles principales, se inclinó y me dijo:

—No debes alarmarte si hoy te muestro una extraña visión. Tal vez algunas mujeres podrían asustarse de lo que vamos a ver; pero mi pobre hermana ya ha conocido tantos problemas que una cosa leve como ésta no le afectará.

A pesar de sus elogios a mi supuesto coraje, me sentí alarmada y perturbada por sus palabras. Había una incertidumbre en ellas que me asustaba, y alimentaba esa aprensión indefinida que es a menudo infinitamente más aterradora que el objeto real que la inspira. A mis preguntas no dio mayor respuesta que decir que mientras estaba en Posilipo había hecho algunas investigaciones en Nápoles que le habían llevado a un extraño descubrimiento, el cual estaba ansioso por comunicarme. Después de atravesar una distancia considerable, pareció que penetrábamos en el corazón de la ciudad. Las calles se hacían cada vez más estrechas y estaban más densamente pobladas; las casas eran más sucias y ruinosas, y la apariencia de la gente misma sugería que habíamos llegado a alguno de los barrios bajos de la ciudad. Aquí pasamos a través de una nueva red de callejuelas en cuyo nombre no me fijé, y nos encontramos por último en un paseo muy oscuro y estrecho llamado la Via del Giardino. Aunque hasta entonces mi hermano no había dado órdenes al cochero, por lo menos que yo lo observara, éste no pareció tener dificultades para encontrar el camino, conduciendo rápidamente, al estilo napolitano, y dirigiéndose directo a un lugar con el que ya estaba familiarizado.

En la Via del Giardino las casas eran de gran altura, y se cernían sobre la calle tan cerca unas de otras que parecía que fueran a tocarse. Daba la impresión de que este barrio había estado antiguamente habitado, si no por la aristocracia, sí al menos por una clase muy superior a la que ahora vivía aquí; y muchas de las casas eran grandes y ostentosas, aunque desde hacía mucho se habían dividido en viviendas más pequeñas. Fue delante de una de estas casas donde por fin nos detuvimos. Aquí debía de haber habido alguna vez una casa o palacio de una persona distinguida, ya que tenía una enorme y exquisita fachada adornada con pilastras delicadas, y con ornamentos muy floridos del periodo del Renacimiento. El piso bajo estaba dividido en una serie de pequeñas tiendas, y sus pisos superiores estaban evidentemente ocupados por familias sórdidas de la clase más baja. Delante de una de estas tiendecitas, ahora cerrada y con las ventanas cuidadosamente cegadas con tablas, se detuvo nuestro carruaje. Raffaele descendió, y sacando una llave del bolsillo abrió la puerta, y ayudó a John a abandonar el carruaje. Yo les seguí, y tan pronto como hubimos cruzado el umbral, el muchacho cerró la puerta detrás de nosotros, y oí cómo el carruaje se marchaba.

Nos encontramos en un pasillo estrecho y oscuro, y tan pronto como mis ojos se acostumbraron a la penumbra, percibí que estaba al extremo de una escalera baja que conducía hasta alguna habitación superior, y que a la derecha tenía una puerta que se abría a la tienda cerrada. Mi hermano avanzó lentamente a lo largo del pasillo, y empezó a subir por las escaleras. Se inclinaba con una mano sobre el brazo de Raffaele, agarrándose a la barandilla con la otra. Pero noté que subir las escaleras le costaba un esfuerzo considerable, y se detenía frecuentemente para toser y recuperar el aliento. Así alcanzamos un rellano en lo alto, y nos encontramos en una pequeña cámara que servía de almacén directamente sobre la tienda, listaba vacía excepto por unas sillas rotas, y parecía ser un pequeño desván formado al dividir lo que había sido antaño una habitación alta en dos espacios, de los cuales la tienda formaba el inferior. Una larga ventana, que sin duda había sido antaño una de varias en las paredes de esta gran habitación, estaba ahora dividida a lo ancho por el piso, y con su parte superior servía para iluminar el desván, mientras que sus cristales inferiores se abrían a la tienda. El techo era, como consecuencia de estas reformas, bajo por comparación, pero aunque muy mutilado, conservaba evidentes rastros de haber estado alguna vez ricamente decorado, con las molduras en relieve y los medallones comunes en el siglo XVI. A un extremo del desván había una especie de friso cóncavo y elaboradamente tallado, del cual su antiguo uso no era obvio; pero la gran sala original sin duda también había sido dividida en longitud, además de en altura, ya que los muros de yeso a cada extremo del desván evidentemente no habían formado parte de la antigua estructura.

Mi hermano se sentó en una de las viejas sillas, y pareció estar recuperando las fuerzas antes de hablar. Mi ansiedad aumentaba por momentos, y fue un gran alivio que empezara a hablar en voz baja como alguien que tenía mucho que decir y deseaba economizar sus fuerzas.

—No sé si recordarás que te conté algo que el señor Gaskell dijo una vez de la música de la suite «Areopagita» de Graziani, Solía decir que siempre había tenido un efecto curioso sobre su imaginación, y la melodía de la Gagliarda especialmente atraía a sus pensamientos una imagen de cierto salón donde la gente bailaba. Incluso llegó a describir la apariencia general de la habitación misma, y a una de las personas que bailaban allí.

—Sí —contesté—, recuerdo que me lo contaste.

Y en verdad mi memoria había recordado en épocas pasadas tan a menudo la descripción del señor Gaskell que, aunque no había pensado recientemente en ella, sus rasgos principales de inmediato volvieron a mi mente.

—La describía —continuó mi hermano— como un salón alargado con una arcada a un lado, en el estilo del fantástico Gótico del Renacimiento. Al extremo había una galería de balconadas para los músicos, la cual ostentaba en su frontal un escudo de armas.

Lo recordaba perfectamente, y así se lo dije a John, añadiendo que el escudo lucía una cabeza de querubín soplando sobre tres lirios en un campo dorado.

—Es extraño —continuó John— que la descripción de una escena que nuestro amigo creyó que era un simple producto de su imaginación se impresionara de forma tan profunda en nuestras mentes. Pero la imagen que dibujaba era más que una fantasía, pues en este mismo instante estamos en el salón de sus sueños.

No podía entender lo que quería decir mi hermano, y pensé que le fallaba la cordura; pero continuó.

—Este piso miserable sobre el que estamos se ha construido con posterioridad, por supuesto; pero sobre ti puedes ver el antiguo techo, y aquí al extremo estaba la galería de los músicos con el escudo sobre su frente.

Señaló al friso labrado y blanqueado que hasta entonces tanto me había desconcertado. Me acerqué a él, y aunque la pared de separación de yeso ahora lo rodeaba, estaba claro que su contorno curvado podría fácilmente, tal y como John decía, haber formado parte del frontal de una galería cóncava. Observé de cerca el relieve que lo había adornado. Aunque los bordes estaban borrosos, y las molduras en algunos casos se habían retirado por completo, podía descubrir sin dificultad un escudo en medio; y una inspección más minuciosa reveló bajo el blanqueado, que en parte se había descascarillado, suficientes restos de color como para mostrar que antaño había estado pintado de oro y lucía la cabeza de un querubín con tres lirios.

—Ése es el escudo de la antigua casa napolitana de Domacavalli —continuó mi hermano—. Era una cabeza de querubín soplando sobre tres lirios en un escudo. Fue en la balconada que había detrás de este escudo, desde hace mucho tapada, como puedes ver, donde los músicos se sentaban aquella noche de baile con la que soñó Gaskell. Desde ella miraban el salón de debajo donde continuaba el baile, y ahora te llevaré abajo para que puedas ver por ti misma si la descripción coincide.

Dicho esto, se levantó, y descendiendo las escaleras con mucha menor dificultad de la que había mostrado al subirlas, abrió de par en par la puerta que había visto en el pasillo y nos invitó a entrar en la tienda de la planta baja. La luz del atardecer se había desvanecido tanto que apenas podíamos ver ni siquiera el pasillo, y la tienda, al tener las ventanas cerradas con contraventanas, estaba sumida en la oscuridad más completa. Raffaele, sin embargo, encendió una cerilla y prendió tres velas medio consumidas en un candelabro deslustrado de la pared.

Era evidente que la tienda había estado ocupada recientemente por un comerciante en vinos, pues había varias tinajas de vino vacías, y algunas frascas rotas en las estanterías. En un rincón noté que la tierra que formaba el suelo había sido removida con patas. Había un montoncito de arena y una gran piedra plana expuesta bajo la superficie. Esta piedra tenía unido un anillo de hierro, y parecía cubrir la abertura de un pozo, o quizá una bóveda. En la trasera de la tienda, y más alejados de la calle, había dos arcos elevados separados por una columna en el medio, de la cual había sido arrancado el recubrimiento exterior.

John señaló aquellos arcos y dijo:

—Eso es parte de la arcada que antaño corría a todo lo largo del salón. Ya sólo quedan estos dos arcos, y los excelentes mármoles que sin duda recubrían el exterior de este pilar divisorio han sido arrancados. Una noche de verano de hace unos cien años, se celebró un baile en este salón. Había una docena de parejas bailando con pasos salvajes como no se ven ahora. La canción que los músicos estaban tocando en la galería superior estaba tomada de la suite «Areopagita» de Graziani. Gaskell a menudo me ha dicho que cuando tocaba la música le traía a la mente una sensación de catástrofe inminente, que culminaba al final del primer movimiento de la Gagliarda. Fue justo en ese momento, Sophy, cuando un inglés que estaba bailando aquí fue apuñalado por la espalda y vilmente asesinado.

Apenas había entendido lo que John había dicho, y ciertamente no había sido capaz de asimilar su importancia; pero sin esperar a oír si quería decir algo, se dirigió a la piedra descubierta del anillo. Ejerciendo una fuerza que habría creído completamente imposible en su debilitado estado, aplicó a la piedra una palanca que estaba dispuesta con tal fin. Al mismo tiempo, Raffaele agarró el anillo, y así entre ambos pudieron apartar a un lado la cubierta lo suficiente como para permitirnos el acceso a una pequeña escalera que apareció ante la vista. La escalera era retorcida, y antaño conducía sin duda a algún sótano bajo el piso. Raffaele descendió el primero, llevando en la mano el candelabro de las tres velas, que mantenía sobre la cabeza para arrojar alguna luz sobre los escalones. John fue a continuación, y yo entré la última, intentando apoyar en lo posible a mi hermano con la mano. Las escaleras estaban muy secas, y en las paredes no había nada de la humedad ni el moho que la imaginación normalmente asocia a las criptas subterráneas. No sé qué esperaba ver, pero tenía la incómoda sensación de que estaba al borde de algún descubrimiento maligno e inquietante. Después de que hubimos descendido unos veinte pasos, pudimos ver la entrada a una cripta o habitación subterránea, y fue justo al pie de las escaleras donde vi que yacía algo, al caer sobre ello la luz de las velas desde lo alto. Al principio pensé que era un montón de polvo o desperdicios, pero al mirarlo más de cerca me pareció más bien un fardo de harapos. A medida que mis ojos penetraban la penumbra, vi que a su alrededor había una tela andrajosa de tinte verde descolorido, y casi al momento me pareció descubrir bajo las ropas las formas o dimensiones de una figura humana. Durante un momento imaginé que era algún pobre hombre tumbado boca abajo y doblado contra la pared. La idea de que hubiera allí un hombre o un cadáver me impresionó violentamente, y grité a mi hermano:

—Dime, ¿qué es eso?

En ese instante, la luz de las velas de Raffaele cayó en una dirección algo distinta. Iluminó el cuenco blanco de un cráneo humano, y vi que lo que había tomado por la forma de un hombre era en su lugar un esqueleto vestido. Por un momento me sentí enferma, y me habría caído de no ser por John, que me rodeó con el brazo y me sostuvo con fuerza inesperada.

—¡Que Dios nos ayude! —exclamé—. Vámonos. No puedo soportar esto; aquí hay gases nocivos; volvamos al aire fresco.

Me tomó por el brazo, y señalando al bulto acurrucado, dijo:

—¿Sabes de quién son esos huesos? Son de Adrian Temple. Cuando todo hubo terminado, arrojaron su cuerpo por las escaleras, vestido con las ropas que llevaba.

Ante ese nombre, pronunciado en un sitio tan funesto, sentí un nuevo acceso de terror. Me pareció que el alma de ese hombre perverso debía de estar todavía flotando sobre sus restos insepultos, deseándonos el mal a todos. Un escalofrío me recorrió; la luz, las paredes, mi hermano y Raffaele dieron vueltas a mi alrededor y me desplomé sobre las escaleras, desmayada.

Cuando recuperé por completo el sentido, estábamos de nuevo en el landó, camino de la Villa de Angelis.