CAPÍTULO 13
Había pasado casi una semana en Villa de Angelis. El trato de John hacia mí era tierno y afectuoso; pero no mostraba deseo alguno de referirse a la tragedia de la muerte de su esposa y los tristes acontecimientos que la habían precedido, ni intentó explicar en forma alguna su conducta en el pasado. Tampoco yo llevé la conversación hacia esos temas, pues tenía la sensación de que, aunque no hubiera otra razón, su gran debilidad hacía desaconsejable introducir dichas cuestiones por el momento, o incluso llevarle a hablar de cualquier cosa más de lo necesario. Me contentaba con atenderle en silencio, y me sentía infinitamente feliz por su afecto restablecido. Parecía deseoso de desterrar de su mente todo pensamiento de los últimos meses, pero habló mucho de los años antes de ir a Oxford, y de los días felices que habíamos pasado juntos en nuestra infancia en Worth Maltravers. Su debilidad era extrema, pero no se quejaba de ninguna enfermedad concreta excepto de una tos entrecortada que le atormentaba por las noches.
Le hablé de su salud, pues podía ver que su estado era tal que inspiraba aprensión, y le rogué que me permitiera comprobar si había algún médico inglés en Nápoles que pudiera visitarle. A esto no dio su consentimiento, diciendo que se sentía satisfecho de los cuidados de un médico italiano que le visitaba casi a diario, y que esperaba ser capaz, con mi escolta, de regresar a Inglaterra en breve.
—Nunca estaré mucho mejor, querida Sophy —dijo un día—. Los médicos me dicen que sufro de alguna clase de tisis, y que no debo esperar vivir mucho tiempo. Pero anhelo volver a ver Worth una vez más, y volver a sentir el viento del oeste soplando en el atardecer desde Portland, y oler el tomillo de las colinas de Dorset. Dentro de escasos días espero estar un poco más fuerte, y entonces deseo mostrarte un descubrimiento que he hecho en Nápoles. Después de eso podrás dar orden de que enjaecen los caballos y me lleven de vuelta a Worth Maltravers.
Procuré averiguar por medio del Signor Baravelli, el médico, algo referente al estado real del paciente; pero mi conocimiento del italiano era tan superficial que ni pude hacerle entender lo que yo quería, ni comprendí a cambio lo que él me contestó, de manera que este intento fue en vano. Por lo que decía mi propio hermano, deduje que había empezado a sentir disminuida su salud ya a principios de la primavera, pero aunque sus fuerzas le habían fallado desde entonces paulatinamente, no se había encerrado en la casa hasta pasado un mes. Pasaba el día y a menudo la noche reclinado en el diván y hablando poco. Parecía haber perdido el gusto por el violín que antaño le había absorbido tanto; en verdad creo que probablemente ya le faltaban las fuerzas físicas necesarias para su interpretación. El Stradivarius estaba junto al diván, en su funda; pero sólo la vi abrirse en una ocasión, creo, y sentí un profundo agradecimiento porque John no obtuviera el mismo deleite que antes en la práctica de su arte, no sólo porque el mero sonido del violín ahora estaba cargado para mí de amargos recuerdos, sino también porque estaba segura de que su práctica tenía en alguna forma que yo no era capaz de explicar un efecto nocivo para él. Mostraba esa ausencia de vitalidad que tan a menudo se puede observar en aquellos a los que no les queda mucho que vivir, y algunos días yacía en un estado de semiletargo del cual era difícil despertarle. Pero otras veces sufría de una acuciante inquietud que le impedía permanecer sentado ni siquiera unos minutos, y que era más dolorosa de contemplar que su estupor letárgico. El muchacho italiano, de quien ya he hablado, mostraba una incansable devoción hacia su señor que conquistó mi corazón. Su nombre era Raffaele Carotenuto, y a menudo nos cantaba al atardecer, acompañándose de la mandolina. Por las noches, también, cuando John no podía dormir, Raffaele leía durante horas hasta que su amo se adormecía. Estaba bien educado, y aunque no podía entender los temas que leía, a menudo me quedaba sentada escuchando, encantada por su evidente cariño hacia mi hermano y por las melodiosas entonaciones de su dulce voz.
Parecía que mi hermano estaba nervioso en algunos aspectos, y no se le podía dejar solo ni siquiera unos minutos; pero en los intervalos en que Raffaele estaba con él, tuve amplia oportunidad de examinar y apreciar las bondades de la Villa de Angelis. Estaba construida, como he dicho, sobre unas rocas que asomaban hacia el mar, justo antes de llegar al Capo di Posilipo según se viene desde Nápoles. Los antiguos cimientos eran, creo, originalmente romanos, y sobre ellos se había construido una villa moderna en el siglo XVIII, y a ésta John le había hecho importantes ampliaciones durante los dos últimos años. Al mirar el mar desde las ventanas de la villa, en los días tranquilos se podían distinguir con facilidad los restos de muelles y rompeolas romanos bajo la superficie del agua transparente; y la toba sobre la cual estaba construida la casa estaba horadada por las incomprensibles excavaciones de la época clásica tan comunes en el vecindario. Estas habitaciones y pasajes subterráneos, aunque despertaban mi curiosidad, parecían al mismo tiempo tan lúgubres y repelentes que nunca las exploré. Pero una mañana soleada, mientras caminaba al pie de las rocas junto al mar, me aventuré en una de las mayores de estas cavidades, y vi que tenía al extremo opuesto una abertura que conducía en apariencia a una habitación interior. Me acompañaba en el paseo una vieja criada italiana que había adoptado un interés maternal por mis actos, y que, apoyándose principalmente en un conocimiento muy superficial del inglés, se había constituido en mi guardaespaldas. Animada por su presencia, penetré en esta sala interior y descubrí que a su vez se abría en otra, y así sucesivamente hasta que pasamos por no menos de cuatro cámaras.
Hasta cierto punto, estaban bien iluminadas a través de huecos de ventilación que ocasionalmente llegaban al aire exterior, pero la cuarta cámara se abría en una quinta que estaba sin iluminar. Mi acompañante, que había mostrado señales de alarma y una evidente reticencia a seguir adelante, se detuvo abruptamente y me rogó que regresáramos. Puede que su miedo se me transmitiera a mí también, pues al intentar cruzar el umbral y explorar la oscuridad de la quinta celda, me sentí atrapada por un pánico irracional y por el sentimiento de horror indefinido propio de una pesadilla. Titubeé por un instante, pero mi temor se hizo repentinamente más intenso, y de un salto retrocedí, siguiendo a mi acompañante, que ya había emprendido el camino del aire exterior. No nos detuvimos hasta que estuvimos jadeando bajo la luz del sol junto al mar. Tan pronto como la doncella recuperó el aliento, me suplicó que no volviera a entrar nunca, explicando en su torpe inglés que las cuevas eran conocidas en el barrio como las «Celdas de Isis», y que tenían la reputación de estar hechizadas por demonios. Este episodio, por trivial que pueda parecer, me impresionó tanto que no volví a aventurarme por el paseo inferior que recorría el pie de las rocas junto al mar.
Arriba, en la casa, mi hermano había construido un gran vestíbulo al estilo romano antiguo, y éste, con un comedor y muchas otras cámaras, estaba decorado al estilo de los que habían sido descubiertos en Pompeya. Habían sido amueblados con el máximo lujo, y la belleza de las pinturas, los muebles, las alfombras y los tapices se veía reforzada por estatuas de bronce y mármol. En realidad, la villa y sus dotaciones eran de una categoría a la que estaba poco acostumbrada, y al mismo tiempo de tal belleza que no dejaba de considerarlo todo como la creación de la varita de un mago, o como el telón de un drama que podría levantarse de repente y desaparecer de mi vista. La casa, en resumen, junto con su mobiliario, pretendía, creo, ser una reproducción de una antigua villa romana, y tenía algo que repelía a mis principios rústicos y provincianos. Experimentaba una curiosa sensación mental al contemplar su perfección, que sólo puedo comparar con la opresión física producida en algunas personas por el perfume intenso y empalagoso de un ramo de gardenias o de otras plantas exóticas de fuerte aroma.
En la habitación de mi hermano había una reproducción medieval en alabastro blando de un grupo clásico de un delfín rodeando a Cupido. Era, creo, la más bella obra de arte que jamás he visto, pero chocaba con mi sentido de la decencia que junto a ella colgara un crucifijo de marfil. Creo que preferiría haber visto sólo cosas materiales y paganas por completo, con cualquier imagen de la vida futura eliminada, que haber encontrado una mezcla de cosas sagradas y profanas, en la que los símbolos de nuestras mayores esperanzas y aspiraciones estaban situados en insultante indiferencia junto a las formas encarnadas de la sensualidad. Aquí, en este escenario de belleza mágica, me pareció durante un momento que los años habían retrocedido, que el cristianismo todavía tenía que luchar con un paganismo vivo, y que la batalla aún no se había ganado. Era lo mismo en toda la casa; y había muchas otras cuestiones que me llenaban de pesar, mezcladas con vagas y aprensivas sospechas que no reproduciré aquí.
A un extremo de la casa había una pequeña biblioteca, pero contenía escasas obras excepto clásicos griegos y latinos. Había ido allí un día en busca de un libro que John había pedido, cuando al abrir algunos cajones encontré cierta cantidad de cartas escritas desde Worth por mi perdida Constance a su marido. La impresión de verme repentinamente enfrentada a una caligrafía que evocaba recuerdos a la vez tan queridos y tan tristes fue en sí misma grande; pero su amargura se vio inconmensurablemente aumentada por el descubrimiento de que ni uno solo de estos sobres había sido abierto. Mientras su dulce corazón, ahora por fin en reposo, derramaba su amor y su tristeza sobre los oídos que deberían haber estado por encima de todos los demás listos para recibirlos, sus cartas, al llegar, eran apartadas sin interés, sin ser leídas, sin ser ni siquiera abiertas, en cualquier receptáculo al azar.
Los días pasaron uno tras otro en la Villa de Angelis con escasas incidencias, y tampoco la salud de mi hermano mejoró o declinó de forma visible. Aunque el tiempo era todavía extraordinariamente cálido, una brisa agradecida llegaba por las mañanas y al atardecer desde el mar y moderaba el calor hasta hacerlo siempre soportable. A veces, John se sentaba por la tarde apoyándose en cojines en el balcón enrejado que daba a la Bahía, y contemplaba a los pescadores preparar sus redes. Podíamos oír las melodías de sus canciones de voces profundas arrastradas por el aire nocturno.
—Fue aquí, Sophy —dijo mi hermano una noche que estábamos sentados contemplando una escena como ésta—, fue aquí donde el gran epicuro Polio se construyó una casa famosa, y le puso de nombre dos palabras griegas que significan «tregua en las preocupaciones», de lo cual se deriva nuestro nombre Posilipo. Era su sans-souci, y aquí dejaba de lado sus aflicciones; pero eran más leves que las mías. Posilipo no me ha proporcionado ninguna interrupción de las preocupaciones. No creo que encuentre ninguna tregua a este lado de la tumba; y al otro, ¿quién sabe?
Aquélla fue la primera vez que John había hablado en este sentido, y pareció espoleado a una actividad extraordinaria, como si sus propias palabras de pronto le hubieran recordado lo frágil que era su estado. Hizo llamar a Raffaele y le mandó a un recado a Nápoles. La mañana siguiente me hizo llamar antes de lo habitual, y me rogó que hiciese preparar un carruaje para las seis de la tarde, pues deseaba desplazarse a la ciudad. Al principio intenté disuadirle de este proyecto, urgiéndole a que tuviera en cuenta su débil estado de salud. Replicó que se sentía algo más fuerte, y que había algo en especial que deseaba que yo viera en Nápoles. Hecho esto, sería mejor regresar en seguida a Inglaterra: pensaba que podría soportar el viaje si lo hacíamos en etapas muy cortas.