CAPÍTULO 12

La mañana siguiente mi doncella me trajo una nota apresurada escrita a lápiz por mi hermano. Contenía apenas unas líneas, diciendo que consideraba que su estancia continuada en Royston no era beneficiosa para su salud, y que había decidido regresar a Italia. Si deseábamos escribirle, las cartas podían llegarle a la Villa de Angelis: su ayuda de cámara Parnham le seguiría posteriormente con su equipaje tan pronto como pudiera prepararlo. Eso era todo; ni siquiera había una palabra de adiós para su esposa.

Descubrimos que esa noche ni siquiera se había ido a la cama. Pero al alba había ensillado su caballo Centinela y había cabalgado hasta Derby, tomando el primer correo desde allí hasta Londres. Su decisión de abandonar Royston parecía haber sido repentina, pues por lo que pudimos averiguar no se había llevado ninguna clase de equipaje. No pude evitar registrar con cierto cuidado su habitación para comprobar si se había llevado el Stradivarius. No había rastro del mismo ni de su funda, aunque era difícil imaginar cómo podría habérselo llevado a lomos de un caballo. Había, es verdad, un baúl de viaje cerrado con llave que Parnham tenía que llevarse consigo después, y el instrumento podía, por supuesto, haber estado ahí dentro; pero estaba convencida de que se lo había llevado encima de una u otra forma, y posteriormente se demostró que así había sido.

Correré un velo, mi querido Edward, sobre los sucesos que siguieron inmediatamente a la partida de tu padre. Incluso a esta distancia en el tiempo, el recuerdo es demasiado amargo para permitirme hacer más que una breve alusión a ellos.

Una quincena después de la partida de John abandonamos Royston y nos instalamos en Worth, deseando disfrutar de algo de aire de mar y gozar del tardío verano de la costa sur. Tu madre parecía completamente recuperada del parto, y disfrutaba de tan buena salud como podía esperarse razonablemente bajo las circunstancias de la indisposición de su marido. Pero de pronto cayó sobre ella una de esas insidiosas enfermedades que son fortuitas en las mujeres en su estado. Habíamos esperado y creído que dicho periodo de peligro ya hubiera pasado felizmente; pero, ay, no fue así, y apenas unas horas después de su primer ataque comprendimos lo grave que era su situación. Se hizo todo lo que se puede hacer bajo tales condiciones, pero sin ningún resultado. Aparecieron síntomas de envenenamiento sanguíneo, acompañados de altas fiebres, y en unas semanas acabó en el féretro.

Aunque su delirio fue algo espantoso de contemplar, agradezco a Dios hasta el día de hoy que, ya que tenía que morir, fuese Su Gracia llevársela mientras todavía estaba sumida en la inconsciencia. Durante dos días antes de su muerte no reconoció a nadie, y así al menos se le ahorró la tristeza de partir de este mundo sin una palabra amable o sin ni siquiera la reconciliación con su infeliz esposo.

La comunicación con un sitio tan lejano como Nápoles no se podía conseguir entonces en menos de quince o veinte días, y todo acabó antes de que pudiéramos esperar siquiera que la información de la enfermedad de su esposa llegase hasta John. Tanto la señora Temple como yo permanecimos en Worth en estado de postración completa, aguardando su regreso. Cuando hubo pasado más de un mes sin su llegada, o sin ni siquiera una carta que dijera que estaba de camino, nuestra ansiedad cobró nueva vida, ya que temimos que le hubiera acaecido algún accidente, o que la noticia de la muerte de su esposa, que por entonces ya habría llegado a sus manos, le hubiera afectado tan gravemente como para dejarle incapaz de emprender ninguna acción. A repetidas comunicaciones subsiguientes no recibimos respuesta; pero por último, a una carta que escribí a Parnham, replicó el criado, afirmando que su amo seguía en Villa de Angelis en un estado de salud que difería en poco de aquél en el cual había abandonado Royston, excepto que ahora estaba ligeramente más pálido, si era posible, y aún más delgado. Hasta finales de noviembre no llegó noticia de él, y entonces me escribió sólo una página de una hoja de cuaderno con lápiz, sin hacer la menor referencia a la muerte de su esposa, pero diciendo que no regresaría para Navidad, y ordenándome que pidiera a sus banqueros cualquier dinero que pudiera necesitar con fines domésticos en Worth.

No hace falta que te diga el efecto que semejante conducta produjo en la señora Temple y en mí misma; puedes imaginar fácilmente cuáles habrían sido tus propios sentimientos en este caso. Tampoco relataré ninguna de las otras circunstancias que se produjeron en esta época, ya que no tendrían un efecto directo sobre mi narración. Aunque todavía escribía a mi hermano a intervalos frecuentes, pues no deseaba incumplir un deber, jamás llegó ninguna palabra por parte de él en contestación.

Hacia finales de marzo, de hecho, Parnham regresó a Worth Maltravers, diciendo que su señor le había pagado los honorarios de medio año por adelantado, y luego había prescindido de sus servicios. Siempre había sido un excelente criado, muy ligado a la familia, y me alegré de poderle ofrecer una posición adecuada con nosotras en Worth hasta que su señor regresara. Trajo noticias inquietantes sobre la salud de John, diciendo que se debilitaba a ojos vista. Aunque me sentí tentada de hacerle muchas preguntas sobre los hábitos y estilo de vida de su amo, mi orgullo me impidió hacerlo. Pero oí decir casualmente a mi doncella que Parnham le había dicho que Sir John gastaba el dinero con gran liberalidad en reformas en la Villa de Angelis, y que había contratado a italianos para que le atendieran, con lo cual, como es natural, su ayuda de cámara inglés se sentía muy descontento.

Así pasó la primavera y avanzó un buen trecho el verano.

La última mañana de julio encontré esperándome sobre la mesa del desayuno un sobre escrito de puño y letra de mi hermano. Lo abrí apresuradamente. Sólo contenía unas pocas palabras, que tengo delante de mí mientras escribo estas líneas. La tinta está un poco desgastada y amarillenta, pero la impresión sigue tan vívida como aquella mañana de verano.

Mi queridísima Sophy [empezaba], ven aquí en seguida, si es posible, o puede que sea demasiado tarde. Quiero verte. Dicen que estoy enfermo, y demasiado débil para viajar hasta Inglaterra.

Tu hermano que te quiere,

John.

Había un gran cambio en el estilo, de las frías y convencionales notas que hasta entonces había enviado a infrecuentes intervalos; de los rígidos «Querida Sophia» y «Sinceramente tuyo» a los cuales, me apena decirlo, me había acostumbrado. Incluso la misma caligrafía se había alterado. Era más el trazo osado y juvenil con el que escribía cuando fue a Oxford, que las letras más pequeñas, apretadas y clásicas de sus últimos años. Aunque era poca cosa, Dios sabe, en comparación con su penosa conducta, aun así me conmovió que volviera a usar el antaño familiar «Queridísima Sophy» y a firmar como «mi hermano que me quiere». Sentí que mi corazón partía hacia él; y tan fuerte es el afecto de una mujer por su propia sangre que ya había olvidado cualquier resentimiento y reprobación en mi enorme compasión por el pobre descarriado, enfermo, tal vez a las puertas de la muerte, y solo en un país extranjero.

Llevé su nota al instante a la señora Temple. La leyó dos o tres veces, intentando asimilar su significado. Entonces me atrajo hacia ella y, besándome, dijo:

—Ve con él en seguida, Sophy. Tráele de regreso a Worth; intenta devolverle al buen camino.

Ordené que embalasen mis cosas, decidiendo viajar hasta Southampton y tomar el tren desde allí hasta Londres; y al mismo tiempo la señora Temple dio instrucciones de que todo debería prepararse para su propio regreso a Royston al cabo de un par de días. Yo sabía que ella no se decidiría a ver a John después de la muerte de su hija.

Me llevé a mi doncella conmigo, y a Parnham para que hiciese de correo. En Londres contratamos un carruaje para todo el viaje, y desde Calais fuimos directos hasta Nápoles. Tomamos el atajo por Marsella y Génova, y viajamos durante diecisiete días sin interrupción, ya que la nota de mi hermano hizo que no deseara perder tiempo por el camino. Nunca había estado en Italia; pero mi impaciencia era tal que mi mente era incapaz de apreciar ni la belleza, ni los paisajes o incidentes del viaje. No puedo, de hecho, recordar nada de nuestro viaje ahora, excepto el agotador e interminable traqueteo sobre las malas carreteras y el insoportable calor. Era a mediados de agosto en un verano excepcionalmente caluroso, y después de pasar Génova el calor se volvió casi tropical. No había alivio, ni siquiera de noche, pues el aire cálido quedaba estancado y sofocante, y el interior del coche de caballos era a menudo como un horno.

Por fin nos estábamos aproximando a la conclusión de nuestro viaje, y habíamos dejado Roma a nuestras espaldas. El día que salimos de Aversa fue el día más caluroso que he vivido jamás, con el sol cayendo con una energía pavorosa incluso desde primeras horas, y la carretera cubierta de un polvo blanco y cegador. Fue poco después de medianoche cuando nuestro carruaje empezó a repiquetear sobre los grandes bloques de piedra con los que están pavimentadas las calles de Nápoles. Recuerdo que los barrios a través de los cuales pasamos en primer lugar estaban sumidos en la oscuridad y el silencio absolutos; pero después de atravesar el corazón de la ciudad y alcanzar el lado occidental, de pronto nos encontramos en medio de una muchedumbre enorme y muy densa. Había linternas por todas partes, e interminables filas de barracas, cuyos propietarios alababan sus mercancías con fuertes gritos; y acróbatas, malabaristas, juglares, sacerdotes de sotana negra y soldados de levita azul se mezclaban con una enorme multitud cuyo número impedía el avance del carruaje. Aunque era muy tarde en una noche de domingo, todos parecían tan despiertos y atareados como si fuera el mediodía. Las linternas de aceite con pestilentes humaredas negras arrojaban su resplandor sobre la escena, y los gritos discordantes y el parloteo se unían en un ruido tan ensordecedor que me hizo sentir vértigo, cansada como estaba tras el largo viaje. Aunque sentí la intensa ansiedad y el deseo que la próxima finalización de un viaje tan tedioso inspira, y anhelaba seguir adelante con toda prontitud, nuestro discurrir se vio tristemente retrasado. Los caballos sólo podían avanzar al menor de los pasos, y constantemente nos veíamos detenidos por completo durante algunos minutos antes de que el postillón pudiera abrirse camino a través de la multitud que estorbaba. Esto producía un sentimiento de irritación, y de desesperación de alcanzar alguna vez mi destino; y la alegría y la desenfadada hilaridad de la gente que nos rodeaba chocaba en amargo contraste con mi ánimo deprimido. Pregunté al postillón cuál era el motivo de tan grande tumulto, y entendí que me dijo como respuesta que era un festival religioso que se celebraba anualmente en honor de «Nuestra Señora de la Gruta». Sin embargo, no puedo concebir ninguna persona verdaderamente religiosa que aprobase semejante reunión, que a mí me recordaba más las sucias orgías de una deidad pagana que un acto de fe de personas cristianas. Esta perturbación nos provocó una demora tan grave que cuando subíamos la escarpada pendiente que conducía a Posilipo ya eran las tres de la mañana y el alba estaba próxima.

Después de ascender continuamente durante largo rato, empezamos a descender con gran rapidez, y al mismo tiempo que el sol salía sobre el mar llegamos a Villa de Angelis. Salté del carruaje, y atravesando una espaldera de parras, alcancé la casa. Un criado nos esperaba, y me abrió la puerta; pero era italiano, y no me entendió cuando le pregunté en inglés dónde estaba Sir John Maltravers. Sin embargo, era evidente que había recibido instrucciones de llevarme en seguida con mi hermano, y me condujo hasta una parte interior de la casa. Mientras avanzábamos, oí el sonido de una fuerte voz de alto cantando muy suavemente al son de una mandolina una melodía consoladora o religiosa. El criado apartó una pesada cortina y me encontré en la habitación de mi hermano. Un joven italiano estaba sentado en una banqueta junto a la puerta, y era él quien había estado cantando. Tras unas palabras de John, que se dirigió a él en su propio idioma, recogió su mandolina y abandonó la habitación, retirando la cortina y cerrando la puerta detrás de sí.

La habitación daba directamente al mar: la villa estaba, de hecho, construida sobre piedras al pie de las cuales rompían las olas. A través de dos ventanas plegadizas que se abrían a un balcón, la primera luz de la mañana estival entraba con un chorro rosado. Mi hermano estaba sentado sobre un diván bajo, apoyado en una pila de almohadones, con una manta de colores brillantes tapándole pies y piernas. Estiró los brazos hacia mí, y yo corrí a él; pero incluso en un intervalo tan breve pude percibir que estaba terriblemente débil y consumido.

Todos mis recuerdos de sus faltas pasadas se habían desvanecido y habían perecido ante el triste aspecto de sus rasgos demacrados, y ante el convencimiento que sentí, desde el primer momento, de que le quedaba poco tiempo de estar con nosotros. Me arrodillé junto a él en el suelo, y con los brazos alrededor de su cuello, le abracé tiernamente, pues no encontré lugar para las palabras, sino sólo para sollozos de gran angustia. Ninguno de los dos habló, y mi agotamiento tras el largo viaje y la extrañeza de la situación me hizo sentir la sensación paralizante de dudar de la realidad de la escena, e incluso de mi propia existencia, que todos, creo yo, hemos experimentado en momentos en que estamos sometidos a una fuerte tensión mental. Que yo, una simple muchacha inglesa, me estuviera arrodillando junto a mi hermano bajo la aurora italiana; que leyera, como así creía, en su joven rostro la inconfundible imagen y el sobrescrito de la muerte; y reflexionase que en tan pocos meses se había casado, había arruinado su hogar, que mi pobre Constance ya no existía; estas cosas parecían tan irreales que durante un minuto sentí que todo debía de ser una pesadilla, que debía despertar de inmediato con el fresco aire salado del Canal soplando a través de mi ventana en Worth, y descubrir que había estado soñando. Pero no fue así; la luz del día se hizo cada vez más fuerte y brillante, y a pesar de mi angustia el paisaje del lugar más hermoso del mundo, la Bahía de Nápoles, con el Vesubio elevándose al extremo más alejado, tal y como se veía desde aquellas ventanas, se grabó para siempre en mi memoria. Era irreal como la escena de algún brillante espectáculo dramático, pero, ay, aquí no había ninguna irrealidad. Las llamas de las velas en sus candelabros plateados empalidecieron, las líneas de las sombras sobre el rostro de mi hermano se hicieron más oscuras, y la blancura de sus rasgos demacrados se mostró más impresionante bajo los rayos brillantes del sol de la mañana.