11: AVATAR DE INMORTALIDAD

El planeta Chandrila patrocinaba un retiro de un mes para los miembros del Programa Legislativo Juvenil. Una vez al año, infinidad de jóvenes seres acudían para participar en simulaciones de sesiones del Senado en Ciudad Hanna y sus alrededores, además de visitar los enormes proyectos agrícolas de Chandrila, sus zonas salvajes, sus arrecifes de coral y sus parques ajardinados. En el parque Gladean, una reserva de caza Riera de la Hanna costera, fue donde Plagueis visitó por sorpresa al joven Palpatine. Pero el sorprendido Ríe Plagueis.

—Sabía que vendrías, Magistrado —dijo Palpatine cuando Plagueis y 11-4D aparecieron en uno de los observatorios de la reserva de caza.

—¿Cómo lo sabías?

—Lo sabía, sin más.

—¿Y con qué frecuencia se cumplen tus premoniciones?

—Casi siempre.

—Curioso —apuntó 11-4D mientras Palpatine se disculpaba con los dos amigos que lo acompañaban.

Plagueis reconoció al varón más mayor, era el mentor de Palpatine en el programa juvenil, Vidar Kim, y percibió que la guapa hembra de pelo negro era la amante de este. Cuando concluyó la animada explicación de Palpatine, Kim se giró para lanzarle a Plagueis una mirada reprobatoria antes de marcharse con su amante.

—Tu mentor no me tiene mucho cariño —dijo cuando Palpatine regresó.

Palpatine no le dio importancia.

—No te conoce.

Habían pasado semanas estándar sin ninguna comunicación entre ellos. A juzgar por el ánimo de Palpatine, no sabía nada del encuentro forzado en el País de los Lagos, pero estaba agitado, posiblemente como reacción a algo que Cosinga había hecho para controlarlo o impedir sus holotransmisiones interplanetarias. Con el agente secreto de Explotaciones Damask silenciado, la realeza había ganado terreno. A pesar de que Tapalo desmintiera que el trato con el Clan Bancario se hubiese roto, la prohibición de viajar impuesta a los muuns había sembrado semillas de duda entre el electorado y la disputa por el trono estaba cada día más caliente. Y lo peor era que el interés del Clan Bancario por Naboo empezaba a disiparse.

—Este encuentro debe ser breve —le dijo Plagueis a Palpatine mientras avanzaban por una pasarela elevada que conectaba el observatorio con una de las rústicas cabañas del parque—. Puede que tu padre haya enviado personal de vigilancia.

Palpatine se burló de la idea.

—Está controlando mis comunicaciones con otros mundos, por eso no has sabido nada de mí, pero sabe que no le conviene tenerme vigilado.

—Lo subestimas, Palpatine —dijo Plagueis, deteniéndose en medio de la pasarela—. Hablé con él en Convergencia.

Palpatine quedó boquiabierto.

—¿La casa del lago? ¿Cuándo? ¿Cómo…?

Plagueis hizo un gesto tranquilizador y explicó con todo detalle lo que había sucedido. Para terminar, dijo:

—También me amenazó con llevarte a algún sitio donde no pudiese encontrarte.

Mientras Plagueis hablaba, Palpatine trazaba pequeños círculos en la estrecha pasarela, sacudiendo la cabeza por la ira y apretando los puños.

—¡No puede hacerlo! —gruñó—. ¡No tiene derecho! ¡No se lo permitiré!

La furia de Palpatine golpeó a Plagueis. Las flores que crecían junto al camino se cerraron y sus polinizadores empezaron a zumbar agitados. CuatroDé también reaccionó, moviéndose como un pingüino, como si lo hubiese atrapado un potente electroimán. Plagueis se preguntaba si aquel humano realmente había nacido de padres de carne y hueso. La verdad es que parecía surgido de la propia naturaleza. ¿La Fuerza era tan potente en él que ella misma se había ocultado?

Palpatine se detuvo abruptamente y se giró hacia Plagueis.

—¡Tienes que ayudarme!

—¿Cómo puedo hacerlo? —preguntó Plagueis—. Es tu padre.

—¡Dime qué debo hacer! ¡Dime qué harías tú!

Plagueis puso una mano sobre el hombro de Palpatine y empezó a caminar lentamente.

—Podrías aprovechar este incidente para emanciparte.

Palpatine frunció el ceño.

—En Naboo no está permitido. Estoy bajo su tutela hasta que tenga veintiún años.

—Las leyes sobre emancipación no me interesan, y tampoco deberían interesarte a ti. Me refiero a liberarte… a completar el acto de renacimiento que iniciaste cuando rechazaste el nombre que te habían dado.

—¿Quieres decir que lo desobedezca?

—Si eso es lo que deseas. Y sin pensar en las consecuencias.

—Siempre he querido…

—La incertidumbre es el primer paso hacia la autodeterminación —dijo Plagueis—. El valor llega después.

Palpatine sacudió la cabeza, como si quisiera aclararse.

—¿Qué debería hacer?

—¿Qué quieres hacer, Palpatine? Si la decisión fuese tuya y solo tuya.

El joven dudó.

—No quiero vivir como los seres comunes.

Plagueis lo miró.

—¿Te consideras extraordinario?

Palpatine parecía avergonzado por la pregunta.

—Solo quería decir que quiero vivir una vida extraordinaria.

—No te disculpes por tus deseos. ¿Extraordinaria en qué sentido?

Palpatine desvió la mirada.

—¿Por qué te contienes? Si vas a soñar, sueña a lo grande —Plagueis se detuvo y después añadió—: Insinuaste que no te interesa la política. ¿Es eso cierto?

Plagueis apretó los labios.

—No del todo.

Plagueis se detuvo en mitad de la pasarela.

—¿Hasta qué punto te interesa? ¿A qué puesto aspiras? ¿Senador de la República? ¿Monarca de Naboo? ¿Canciller Supremo de la República?

Palpatine le miró.

—Tendrás peor opinión de mí si te lo digo.

—Me subestimas, igual que a tu padre.

Palpatine respiró profundamente y prosiguió.

—Quiero ser un agente del cambio —su mirada se endureció—. Quiero gobernar.

¡Eso es!, pensó Plagueis. ¡Lo reconoce! ¡Y quién mejor que un humano para colocarse la máscara del poder mientras un lord Sith inmortal gobierna en secreto!

—Si eso no sucede, si no puedes gobernar, ¿qué pasará entonces?

Palpatine hizo rechinar los dientes.

—Si no tengo el poder, no quiero nada.

Plagueis sonrió.

—Supon que te digo que estoy dispuesto a ayudarte a llegar donde quieres.

Repentinamente incapaz de articular palabra, Palpatine le miró fijamente; finalmente logró decir:

—¿Qué querrías de mí a cambio?

—Solo que te centres en el objetivo de liberarte. Que te permitas la licencia de hacer todo lo necesario para convertir en realidad tus ambiciones, corriendo los riesgos que convenga para tu supuesto bienestar y siendo plenamente consciente de la soledad que resultará de ello.

Aún no habían llegado a la cabaña cuando Plagueis los dirigió hacia un kiosco que ocupaba el centro de un exuberante jardín.

—Quiero contarte algo sobre mi pasado —dijo—. No nací ni me criaron en Muunilinst, sino en un planeta llamado Mygeeto. Mi madre fue la segunda esposa de mi padre; lo que los muuns llamamos una esposa de codicilio. Ya era un joven adulto cuando mi padre fue destinado de vuelta a Muunilinst y pude conocer el planeta en el que había nacido mi especie. Debido a las leyes de Muunilinst que rigen el crecimiento de población, ningún muun menos influyente que mi padre hubiese podido llevar hasta allí a un descendiente no indígena, ni mucho menos a un medio clan. Pero los miembros de la familia de mi padre me veían como un intruso, falto de la legitimidad adecuada y el aplomo social de los que nacen y se crían en Muunilinst. Porque si hay algo que los muuns detestan aún más que derrochar es el inconformismo, y yo lo tenía en abundancia.

»Mis hermanos y hermanas eran ciudadanos modelo: estrechos de miras, prepotentes, de pensamiento idéntico, ahorrativos a más no poder, proclives al chismorreo. Y me irritaba profundamente haber sido aceptado por los desfavorecidos de la galaxia y verme rechazado por aquel puñado de seres provincianos y egoístas. Para gran desagrado suyo, se vieron obligados a aceptarme como un miembro más del clan, con derecho a la misma porción de la enorme riqueza de mi padre que ellos. Pero, como sucede con todos los miembros de clanes elitistas, debía demostrar que merecía mi estatus preparando pronósticos financieros acertados y dejándome evaluar por el gobernante electo.

»Superé mis exámenes y pruebas pero, poco después, mi padre se puso enfermo. En su lecho de muerte le pedí consejo sobre mi dilema y me dijo que debía hacer todo lo que fuese necesario ya que mi propia supervivencia estaba en peligro. Dijo que las mentes inferiores necesitan alguien que las guíe y que las castigue ocasionalmente, que no debía dudar de emplear cualquier medio necesario para proteger mis intereses y que me debía tanto a mí mismo, a mi especie, como a la propia vida.

Plagueis hizo una pausa.

—Se dictaminó que la causa de su muerte prematura había sido una rara anomalía genética de su corazón terciario que habían heredado todos mis hermanos, pero yo no, al ser hijo de otra madre. Aterrorizados ante la idea de una muerte prematura, mis hermanos empezaron a buscar por toda la galaxia al mejor genetista que los créditos pudiesen pagar y finalmente encontraron uno que aseguraba conocer la curación. Así empezaron sus tratamientos, todos y cada uno de ellos, incluida la matriarca del clan, confiando en haber esquivado la maldición familiar, por lo que pronto podrían regresar a su gran pasión: expulsarme legalmente de la familia.

Miró con dureza a Palpatine.

—No tenían ni idea de que yo había contratado al genetista y que los tratamientos que les suministraba eran tan falsos como sus credenciales. Así, a su debido momento, empezaron a enfermar y morir, todos, mientras yo lo contemplaba desde lejos, regodeándome, incluso divirtiéndome fingiendo tristeza en sus funerales e indiferencia en los rituales de asignación en que me transferían parte de su riqueza acumulada. Finalmente, los sobreviví a todos y lo heredé todo.

Concluida su amalgama de realidad y ficción, Plagueis se levantó y cruzó sus delgados brazos sobre su pecho. Por su parte, Palpatine dirigió su mirada al suelo de madera del kiosco. Plagueis detectó el débil zumbido de los fotorreceptores de 11-4D enfocando al joven.

—Crees que soy un monstruo —dijo tras un buen rato en silencio.

Palpatine levantó la cabeza y dijo:

—Me subestimas, Magistrado.

 

El puerto espacial de Ciudad Hanna era un caos, con el despegue de las naves estelares que devolvían a los discípulos del programa juvenil a sus mundos remotos o cercanos. En la cabina central de pasajeros de la nave de Naboo Jafan III, Palpatine y un joven discípulo de Keren estaban comparando sus apuntes sobre las experiencias de la última semana. Destinados a convertirse en buenos amigos a pesar de sus diferencias políticas, habían empezado a conversar sobre la próxima elección de Naboo cuando un auxiliar de vuelo les interrumpió para decirles que Palpatine debía regresar inmediatamente a la terminal del puerto espacial. El auxiliar no sabía quién ni por qué habían solicitado su presencia, pero en cuanto entró en el conector reconoció la cara adusta de uno de los guardias de seguridad que su padre había contratado recientemente.

—Palpatine no volverá a bordo —le dijo el guardia al auxiliar.

Confuso, Palpatine quiso saber por qué le habían sacado de la nave.

—Su padre está aquí —le dijo el guardia cuando el auxiliar volvió a entrar en la nave. Señaló a través de la ventana de transpariacero del conector al otro lado del puerto, donde pudo ver una elegante nave estelar con el blasón de la Casa de Palpatine.

Palpatine parpadeó sorprendido.

—¿Cuándo ha llegado?

—Hace una hora. Su madre y hermanos también están a bordo.

—No me dijeron que vendrían.

—Yo no sé nada —dijo el guardia—. Ya ha pasado por la oficina de aduanas de Chandrila, así que podemos dirigirnos directamente a la nave.

Palpatine le miró con furia.

—Te limitas a cumplir tus órdenes, ¿verdad?

El guardia, sin inmutarse, encogió sus amplios hombros.

—Es mi trabajo, muchacho. Ni más ni menos.

Cediendo ante lo inevitable pero enfurecido por el repentino cambio de planes, Palpatine siguió al guardia por un laberinto de conectores hasta el que conducía a la nave estelar de la familia. Su padre estaba esperando junto a la esclusa de entrada.

—¿Por qué no me informaste de esto? —preguntó Palpatine.

Su padre le hizo un gesto al guardia para que sellara la compuerta.

—Tu madre y tus hermanos están detrás. Me uniré a vosotros en cuanto hayamos completado el salto.

Maniobrando alrededor de Palpatine, se deslizó hacia el interior de la cabina de mando. Palpatine se giró hacia la compuerta de la esclusa y se planteó marcharse ahora que aún podía, pero finalmente se lo pensó mejor y fue hacia la parte trasera, aunque no al compartimento principal sino a otro más pequeño que albergaba la sala de comunicaciones. Amarrado a una silla de aceleración, estuvo inquieto durante el despegue y el salto al hiperespacio. Cuando la nave viajaba entre planetas, se desató y empezó a deambular por la cabina, y aún estaba caminando cuando, al cabo de unos minutos, entró su padre.

—Rumbo fijado a Chommell Minor.

Palpatine se detuvo para mirarlo sorprendido.

—A partir de ahora vivirás con la familia Greejatus. Hemos traído la ropa y las cosas que pensábamos que querrías tener —como Palpatine no decía nada, prosiguió—. Janus y tú os entendisteis muy bien la última vez que los visitamos. El cambio de aires te sentará bien.

—¿Lo has decidido sin hablarlo conmigo? —logró preguntar finalmente Palpatine—. ¿Y mis clases de la universidad? ¿Y mis obligaciones con el programa juvenil?

—Está todo arreglado. Puedes ayudar a Janus en el programa de Chommell Minor.

—Eso significa que apruebas el odio de los Greejatus hacia los no humanos.

—Dejando de lado su chovinismo, apruebo mucho más de los Greejatus que de tus actuales amigos.

Palpatine empezó a sacudir la cabeza.

—No. No.

El tono de su padre se hizo más áspero.

—Es por tu propio bien.

A Palpatine se le dilataron los orificios nasales.

—Mentiroso —masculló—. ¿Cómo sabes lo que es bueno para mí? ¿Alguna vez te ha preocupado? Esto es por mi amistad con Hego Damask, ¿verdad?

El viejo Palpatine gruñó burlonamente.

—¿Amistad dices? Damask te está utilizando para obtener información sobre nuestra estrategia para las elecciones.

—Por supuesto.

Momentáneamente atónito, Cosinga dijo:

—Y aun así sigues… siendo su amigo.

—Lo que tú consideras una violación de Naboo, para mí es un paso adelante esencial, y para Hego Damask una bendición.

Es poderoso, influyente y brillante; mucho más que ninguno de mis profesores. Está muy por encima de ti y tus aliados de la realeza.

Cosinga frunció los labios.

—Empiezo a pensar que esta discusión va más allá de nuestras meras diferencias políticas.

—Ya sabes que sí. Estás utilizando la situación como una excusa para volver a someterme a tu control absoluto.

—Eso no sería necesario si mostrases la más mínima capacidad de comportarte adecuadamente.

Palpatine resopló.

—Mis faltas y transgresiones sociales. Me niego a volver a esas viejas historias.

—Eres muy condescendiente contigo mismo, considerando la vergüenza que estuviste a punto de hacernos pasar.

—Yo no he avergonzado a la familia más de lo que has hecho tú.

—No estamos hablando de mí —dijo Cosinga.

Palpatine levantó las manos.

—Muy bien. Dejadme en Chommell Minor… Pero no me quedaré allí.

—Puedo obligarte a hacerlo.

—¿Vas a encargarle a alguno de tus matones que me mantenga a raya? Soy mucho más listo que ellos, padre.

Consiga hizo un gesto de desagrado con la boca.

—Después de lo que hiciste para contrarrestar nuestros planes para Tapalo, no puede haber ni el menor indicio de escándalo. ¿Tienes idea de lo que se juega Naboo?

—¿Y tú? —dijo Palpatine con una sonrisa astuta—. Si el hermano de tu amante se convierte en rey, lograrás la posición elevada que siempre has deseado pero que no mereces.

Cosinga habló con un abandono cruel.

—Será tan agradable perderte de vista.

—Por fin lo reconoces.

Cosinga se sintió repentinamente alicaído.

—Sigues siendo un misterio para mí, como siempre.

La sonrisa de Palpatine floreció.

—Solo porque no tienes capacidad para entenderme.

—Tan pomposo como siempre.

—Realmente pomposo, padre. No tienes idea de qué soy capaz de hacer. Nadie la tiene.

Cosinga exhaló profundamente.

—Sé que eres sangre de mi sangre, porque hice que te realizaran las pruebas, para asegurarme. Aunque, en realidad, no sé de dónde has salido… de quién o de qué desciendes realmente —miró a Palpatine—. Sí, ahí la tienes: esa furia que has dirigido hacia mí desde hace diecisiete años. Como si quisieras asesinarme. Siempre has pensado en el asesinato, ¿verdad? Solo has estado esperando que alguien te diese permiso para actuar.

Una sombra de oscuridad cubrió la cara de Palpatine.

—No necesito permiso de nadie.

—Exactamente. En el fondo eres un animal.

—El rey de los animales, padre —dijo Palpatine.

—Sabía que este día llegaría. Lo supe desde el primer momento que intenté ponerte unos pañales y forcejeaste conmigo con una fuerza extraordinaria para tu tamaño y edad.

Palpatine lo miraba desde debajo de sus cejas arqueadas.

—Nací maduro, padre, ya crecido, y me odiabas por eso, porque sentías que era todo lo que tú nunca podrás ser.

—Te odiaba más de lo que sabes —dijo Cosinga, permitiendo que su ira volviese a crecer—. Lo bastante para matarte desde el primer momento.

Palpatine se mantuvo firme.

—Pues será mejor que lo hagas ahora.

Cosinga dio un paso hacia Palpatine, pero salió disparado contra el mamparo que separaba la sala de comunicaciones de la cabina principal. Una voz femenina al otro lado de la escotilla cerrada preguntó inquieta:

—¿Qué ha sido eso?

Sujetándose un hombro dañado, Cosinga parecía repentinamente un animal atrapado, con los ojos abiertos como platos por la sorpresa y el miedo. Hizo un movimiento para tocar la manivela que abría la escotilla, pero Palpatine desbarató sus esfuerzos sin mover un dedo. Girando violentamente sobre sí mismo, Cosinga cayó sobre una de las sillas de aceleración. La cara le sangró tras golpearse con el reposabrazos.

Empezaron a oírse golpes en la escotilla.

—¡Guardias! —gritó Cosinga, pero apenas había pronunciado la palabra cuando el mamparo contra el que estaba apoyado se desplomó hacia el interior, lanzándolo de bruces al suelo y cortándole la respiración.

Palpatine seguía plantado en el mismo sitio, con las manos temblando frente a él y cara de aflicción. Algo se removió tras sus ojos incandescentes. Oyó los golpes en la escotilla y se dio la vuelta.

—¡No entréis! ¡Alejaos de mí!

—¿Qué has hecho? —era la voz de su madre, presa del pánico—. ¿Qué has hecho?

Cosinga logró ponerse de rodillas e inició una retirada aterrorizada, dejando rastros de sangre sobre la cubierta. Pero Palpatine avanzaba hacia él.

—¡Si la Fuerza te engendró, yo la maldigo! —profirió Cosinga—. ¡La maldigo!

—Yo también —gruñó Palpatine.

La escotilla empezó a abrirse y oyó la voz del guardia que le había escoltado hasta la Jafan III.

—¡Alto!

—¡Cosinga! —gritó su madre.

Palpatine se apretó la cabeza con las palmas de las manos y después, con una calma espeluznante, corrió hacia la escotilla, agarró al guardia en el umbral y lo lanzó a la otra punta de la cabina.

Levantando la cara al techo, gritó:

—¡Ahora estamos todos metidos en esto!

Parecían torturadores: Plagueis y 11-4D inclinados sobre una mesa de operaciones en Aborah en la que mantenían con vida a Venamis, aún en coma inducido pero ahora también anestesiado. Los brazos del droide sujetaban bisturís, retractores y hemóstatos ensangrentados. Y Plagueis, con una bata, una máscara, los ojos cerrados y su sombra proyectada en el suelo por las luces del quirófano, aunque en realidad no estaba ni mucho menos en el mundo ordinario. Sumergido profundamente en la Fuerza, indiferente al daño meticuloso que 11-4D le había causado a los órganos internos del bith, concentrado en comunicar su voluntad a los intermediarios de la Fuerza mientras el droide controlaba la actividad celular en busca de señales que confirmasen que las manipulaciones destinadas a prolongar la vida de Plagueis, sus experimentos de pensamiento, estaban logrando el efecto deseado.

Una corriente repentina de intensa energía del lado oscuro recorrió a Plagueis. Más fuerte que ninguna otra sensación que hubiese sentido desde la muerte de Darth Tenebrous, repleta de destellos del pasado, presente y probable futuro, la perturbación era lo bastante potente para arrancarlo por completo del trance. Ritual realizado; confirmación obtenida. Casi esperando encontrar a Venamis sentado sobre la mesa de operaciones, abrió los ojos y vio a 11-4D avanzando lentamente hacia él desde la consola de comunicaciones del quirófano.

Plagueis hizo una pregunta:

—¿Hill?

—No. El joven humano… Palpatine. Una transmisión del espacio profundo.

Plagueis fue apresuradamente hacia el aparato. No habían vuelto a hablar desde la reunión en Chandrila, pero Plagueis lo estaba esperando, preguntándose si sus maquinaciones habrían dado fruto. De no ser así, quizá debería ocuparse personalmente de solidificar la maniobra de Naboo. Colocándose a la vista de las holocámaras, dedicó un momento a estudiar la ruidosa imagen de la pantalla. La cara de Palpatine estaba bañada por las luces centelleantes de un panel de control, había algo nuevo en sus ojos… un color que no tenían antes. Miró el tablero de comunicaciones de a bordo para leer las coordenadas.

—¿Dónde estás?

—No estoy seguro —dijo Palpatine claramente confundido, desviando la mirada hacia algo que quedaba fuera de cámara.

—Estás en una nave estelar.

Palpatine asintió, tragó saliva y recuperó la voz.

—La nave de la familia.

—Lee en voz alta las coordenadas de la computadora de navegación.

Cuando lo hubo hecho, Plagueis miró a 11-4D para que le informara.

—Exodeen, en la Vía Hydiana —le dijo el droide.

Plagueis asimiló la información.

—Contacta con la Guardia Sol. Que te proporcionen una nave y prepárate para acompañarlos.

—Sí, Magistrado.

Plagueis se giró hacia la pantalla del monitor.

—¿Puedes mantener tu rumbo actual?

Palpatine se inclinó hacia un lado.

—El piloto automático está conectado.

—Cuéntame qué ha pasado.

El humano respiró profundamente.

—Mi padre apareció inesperadamente en Chandrila. Hizo que me sacaran de la nave del programa juvenil y me llevaran a nuestra nave. Mi madre y hermanos esperaban a bordo. Después de despegar descubrí que me llevaban a Chommell Minor. Como me advertiste. Discutimos… Y después no estoy seguro de lo que pasó…

—Cuéntame qué pasó —le pidió Plagueis.

—Los maté —gruñó Palpatine—. Los maté… incluidos los guardias.

Plagueis contuvo una sonrisa, consciente de que Naboo sería suya. Asunto concluido. Ahora hay que atraerlo aún más y garantizar su utilidad constante.

—¿Alguien en Chandrila te vio subir a bordo de la nave familiar? —preguntó rápidamente.

—Solo el guardia… Y está muerto. Todos están muertos.

—Tenemos que devolverte con sigilo y de manera encubierta a Chandrila. Te mandaré ayuda, mi droide entre ella.

No des explicaciones sobre lo acaecido, aunque te pregunten, pero cumple sus órdenes.

—¿No vienes con ellos? —preguntó Palpatine, con los ojos muy abiertos.

—Te veré dentro de muy poco, Palpatine.

—Pero la nave. Las… pruebas.

—Haré gestiones para que se deshagan de la nave. Nadie se enterará jamás de lo sucedido, ¿me entiendes?

Palpatine asintió.

—Confío en ti.

Plagueis también asintió.

—Y, Palpatine, felicidades por tu emancipación.

 

Elegante como la criatura de las profundidades marinas a imagen de la cual estaba construida, la nave de pasajeros Coloso Quántico surcaba las enrarecidas corrientes del hiperespacio. La CQ, una de las mejores naves de su tipo, hacía viajes semanales entre Coruscant y Eriadu, deteniéndose en varios mundos de la Vía Hydiana para embarcar o desembarcar pasajeros. Envuelto en brilloseda verde claro, Plagueis había subido a bordo en Corellia, pero había esperado que la nave saltase a la velocidad de la luz para tomar un turboascensor, subir hasta la planta superior y presentarse en la puerta del camarote privado que le había conseguido a Palpatine.

—Me dijiste pronto —gritó Palpatine cuando la escotilla se abrió—. Una semana estándar no es pronto.

Plagueis entró, se quitó la capa y la dejó doblada sobre el respaldo de una silla.

—Tenía negocios que atender —miró por encima del hombro a Palpatine—. ¿Se supone que debía dejarlo todo por el aprieto en que te has metido?

Sin palabras por un segundo, Palpatine dijo:

—Perdona que pensase que estábamos juntos en esto.

—¿Juntos? ¿Por qué?

—¿No soy tu agente en Naboo?

Plagueis sacudió la cabeza de lado a lado.

—Nos proporcionaste información muy útil.

Palpatine le miraba indeciso.

—Hice más que eso, Magistrado, y lo sabes muy bien. Eres tan responsable de lo sucedido como yo.

Plagueis se sentó y cruzó una pierna por encima de la rodilla de la otra.

—¿Solo ha pasado una semana? Pareces muy cambiado. ¿Tan duras fueron contigo las autoridades de Chandrila y Naboo?

Palpatine seguía mirándole fijamente.

—Tal como prometiste, sin pruebas no hay delito. Llegaron a contratar a rescatadores y piratas para la búsqueda, pero volvieron con las manos vacías —su mirada se endureció—. Pero eres tú el que ha cambiado. A pesar de que viste que esto iba a suceder.

Plagueis se movió.

—¿Sospechaba que tu padre y tu terminaríais en un callejón sin salida? Por supuesto. Era evidente. Pero pareces insinuar que adiviné que el enfrentamiento terminaría violentamente.

Palpatine se lo pensó y después resopló burlonamente.

—Estás mintiendo. Es probable incluso que me obligases a hacerlo.

—Qué extraña manera de verlo —dijo Plagueis—. Pero ya que has percibido la verdad, confesaré. Sí, te incité deliberadamente.

—Viniste a Chandrila para asegurarte de que los espías de mi padre nos viesen juntos.

—Eso también es correcto. Haces que me sienta orgulloso de ti.

Palpatine ignoró el halago.

—Me utilizaste.

—No había más remedio.

Palpatine sacudió la cabeza con una incredulidad irritada.

—¿La historia de tus hermanos era cierta?

—En parte. Pero eso importa muy poco ahora. Me pediste ayuda y te la di. Tu padre intentó boicotearte y tú actuaste según tu propia voluntad.

—Y matándolo te he librado de un oponente —Palpatine hizo una pausa—. Mi padre tenía razón respecto a ti. Eres un mafioso.

—Y tú eres libre y rico —dijo Plagueis—. ¿Y ahora qué, joven humano? Sigo teniendo grandes esperanzas puestas en ti, pero antes de poder contártelo todo necesitaba que te liberases.

—¿Liberarme de qué?

—Del miedo a manifestar tu verdadera naturaleza.

La expresión de Palpatine se ensombreció.

—Tú no sabes nada sobre mi verdadera naturaleza —se alejó de Plagueis, después se detuvo y se giró hacia él—. Aún no me has preguntado nada sobre los asesinatos.

—Nunca me han interesado los detalles más crudos —dijo Plagueis—. Pero si necesitas desahogarte, hazlo.

Palpatine levantó las manos.

—¡Los ejecuté con esto! Y con el poder de mi mente. Me convertí en una tormenta, Magistrado… un arma lo bastante potente para doblar mamparos y lanzar cuerpos a la otra punta de la cabina. ¡Era la muerte personificada!

Plagueis estaba sentado erguido en la silla, genuinamente asombrado.

Ahora podía ver a Palpatine en toda su gloria oscura. La ira y el asesinato habían derribado los muros que había erigido, quizá desde niño, para proteger su secreto. Pero ahora no había manera de ocultarlo: ¡la Fuerza era muy poderosa en él! Reprimido durante diecisiete años estándar, su poder innato se había desatado y jamás podría volver a contenerlo. Tras todos aquellos años de represión, de crímenes inocentes, la emoción pura se había desbordado y era perjudicial para cualquiera que osase tocarla o saborearla. Pero bajo su ira acechaba un enemigo sutil: la aprensión. Recién renacido, corría un gran riesgo. Pero solo porque no se daba cuenta de lo poderoso que era ni de lo extraordinariamente poderoso que podía llegar a ser. Iba a necesitar ayuda para completar su autodestrucción. Iba a necesitar ayuda para reconstruir aquellos muros para evitar ser descubierto.

¡Oh, va a requerir de una domesticación prudente!, pensó Plagueis. Pero podría ser un gran aliado. ¡Un gran aliado!

—No sé muy bien qué pensar de todo eso, Palpatine —dijo finalmente—. ¿Siempre has tenido esos poderes?

Palpatine se había quedado pálido y las piernas le temblaban.

—Siempre he sabido que podía recurrir a ellos.

Plagueis se levantó de la silla y se acercó cautelosamente.

—Aquí es donde el camino se bifurca, joven humano. Aquí y ahora debes decidir si reniegas de tu poder o si te sumerges con valentía y minuciosidad en la verdad profunda, sin importarte las consecuencias.

Resistió el impulso de poner una mano sobre el hombro de Palpatine y se alejó de él.

—Podrías consagrar el resto de tu vida a intentar comprender ese poder, ese don —dijo, sin volver la vista—. O puedes considerar otra opción —se giró para mirar a Palpatine—. Es un camino oscuro hacia un territorio salvaje del que pocos regresan. Al menos no sin la ayuda de un guía. Pero también es la ruta más rápida y corta entre el hoy y el mañana.

Plagueis se daba cuenta de que estaba apostando fuerte, pero no había vuelta atrás. El lado oscuro los había reunido, y sería el lado oscuro el que decidiría si Palpatine iba a convertirse en su aprendiz.

—En tus estudios… —dijo prudentemente—. ¿Has leído algo sobre los Sith?

Palpatine parpadeó, como preocupado.

—¿No eran una secta Jedi? Producto de una especie de riña familiar.

—Sí, sí, en cierta manera lo eran. Pero no solo: los Sith son como el hijo pródigo, destinado a regresar y derrocar a los Jedi.

Palpatine miró a Plagueis.

—Los Sith son considerados malvados.

—¿Malvados? —repitió Plagueis—. ¿Qué significa eso? Hace un momento te has definido a ti mismo como una tormenta. Has dicho que eras la muerte personificada. En ese caso, ¿eres malvado o simplemente más fuerte y más despierto que los demás? ¿Quién moldea la historia de los seres inteligentes: los buenos, que siguen los caminos ya trillados, o aquellos que quieren despertar a los seres de su estupor y conducirlos hacia la gloria? Eres una tormenta, pero una tormenta muy necesaria que debe llevarse todo lo viejo y la complacencia, liberando la galaxia de ese lastre.

Los labios de Palpatine se retorcieron en una mueca amenazante e irritada.

—¿Esa es la sabiduría que promulgas… los dogmas de algún culto arcano?

—La prueba de su valor es poder vivir según esos dogmas, Palpatine.

—De haber querido eso, hubiese hecho que mis padres me entregasen a la Orden Jedi, en vez de peregrinar de un colegio privado a otro.

Plagueis apoyó las manos en sus caderas y se rió sin alegría.

—¿Y de qué crees que podría servirle una persona como tú a la Orden Jedi? Eres desalmado, ambicioso, arrogante, pérfido y no tienes vergüenza ni empatia. Es más, eres un asesino —fijó su mirada en la de Palpatine, que se había cubierto con la capucha, y vio que el joven cerraba los puños por la ira—. Cuidado, muchacho —le dijo al cabo de un momento—. No eres el único en esta habitación acolchada con poder para matar.

Palpatine abrió los ojos como platos y reculó un paso.

—Puedo sentirlo…

Plagueis se mostró deliberadamente arrogante.

—Lo que sientes es solo una fracción de lo que puedo desatar.

Palpatine parecía escarmentado.

—¿Puedo serle de alguna utilidad a los Sith?

—Probablemente —respondió Plagueis—. Pero tendremos que esperar para averiguarlo.

—¿Dónde están los Sith?

Plagueis se permitió sonreír.

—Ahora mismo solo hay uno. A no ser, claro, que desees unirte a mí.

Palpatine asintió.

—Deseo unirme a ti.

—En ese caso, arrodíllate ante mí y proclama que es tu voluntad unir para siempre tu destino al de la Orden de los lores Sith.

Palpatine miró al suelo, después se arrodilló y dijo:

—Es mi voluntad unir para siempre mi destino al de la Orden de los lores Sith.

Plagueis alargó la mano izquierda y la posó en la coronilla del humano.

—Ya está. Desde hoy mismo y para siempre, tu auténtico yo será Sidious.

Cuando Palpatine se levantó, Plagueis lo agarró por los hombros.

—Con el tiempo entenderás que el lado oscuro de la Fuerza y tú sois solo uno, y que tu poder supera toda contradicción. Pero ahora, y hasta que te diga lo contrario, la sumisión obediente es el único camino para tu salvación.