[26].

Después de la partida de Wingate, la Haganah había continuado la misma línea, particularmente conveniente para un ejército clandestino y escaso de medios. Este ejército conservaría su predilección por las sombras y por las jerarquías paralelas, aun después de su aparición oficial, después de haber logrado su unificación, a veces en forma dramática (Irgun y Stern contra el Haganah y, dentro del Haganah, conflictos entre las unidades regulares y las de choque, el Palmach). Esa predilección se mantuvo hasta la guerra de los seis días. El núcleo táctico en esas condiciones es un agolpamiento de comandos que economiza su material y sus hombres, operando sobre todo en la retaguardia enemiga. Audacia y sorpresa.

Los reservistas constituyen el grueso del ejército, 240.000 sobre 60.000 en servicio activo, un tercio de los cuales son mujeres. El reservista conserva en su casa su uniforme, su equipo y su arma individual, como en Suiza. Puede ser movilizado en cualquier momento que haya peligro de conflicto, pero también para participar en alguna operación limitada, como un raid en territorio enemigo. Nuestro reservista se va por tres días y vuelve, siempre en el mayor secreto. El servicio militar tiene una duración de tres años; los reservistas continúan con un servicio de tres meses por año, siendo sometidos a un intenso entrenamiento. No debe olvidarse que, desde su creación, Israel siempre ha estado en guerra. Cuando lo olvidó, en Kipur, hubo de pesarle.

Una señal pasada por radio, un número, una frase de código, una llamada telefónica, y en pocos minutos nuestro reservista está equipado y en cuestión de horas está incorporado, acudiendo en auto-stop o en su propio vehículo o en el de un camarada a su unidad en la base, por lo general subterránea, en la que está almacenado el material pesado: cañones, tanques y vehículos de todas clases. Una división está preparada para surgir de las arenas. Esas grandes bases se hallan a menudo disimuladas en el desierto del Neguev, cerca de un kibutz que está a cargo de su vigilancia.

Antes de haber transcurrido veinticuatro horas desde el momento que el reservista de una división blindada ha sido convocado, se encuentra sobre su tanque en el campo de batalla.

Tsahal tiene una concepción de la disciplina totalmente diferente de la nuestra, mucho menos formalista y mucho más profunda. El soldado tutea a su jefe directo y le llama, aunque sea un general, por su nombre. El jefe vive como el soldado y comparte sus comidas. Con pocas diferencias, el soldado sabe tanto de táctica y de armamentos como su jefe de sección, y puede reemplazarle en todo momento. En la retaguardia discutirá indefinidamente, pero durante el combate el soldado obedecerá, pues la elección de su jefe ha sido ratificada por él, en razón de sus reales cualidades y después de haberle puesto a prueba. Tiene confianza en él y le admira. Un oficial que no es aceptado por sus hombres es inmediatamente relevado. Israel es el único país donde, en cualquier nivel, un jefe, un capitán o un general, incluso el comandante de una división en pleno combate, puede ser relevado del mando. ¡Sin inconvenientes! Su adjunto, o el adjunto de ese adjunto, le reemplaza sobre la marcha. En ese ejército no existe la orden «Al frente»; el oficial, marchando siempre en cabeza, la ha reemplazado por «Síganme». De ahí la gran pérdida de cuadros, menos grave que en cualquier otro ejército. Porque un oficial se fabrica instantáneamente a partir de un simple soldado. Nada está codificado, todo es tácito. El Estado de Israel no tiene Constitución y su ejército no tiene reglamento.

Tal ejército no necesita «signos exteriores» de respeto. Allí donde la «posición de firmes» es desconocida es necesario, para mantener la cohesión de las fuerzas, que sus integrantes estén suficientemente identificados y, más aún, motivados.

Se ingresa en el ejército a los catorce años, en las formaciones paramilitares de la juventud, el Gadna. Se forma allí un espíritu y comportamiento común. Los muchachos y las chicas están sometidos todos al mismo régimen, y a veces las mujeres capitanean a los varones. El Gadna depende del ejército y los cursos obligatorios se desarrollan a lo largo de cuatro años. Se sale de allí para incorporarse a una unidad regular. El servicio militar propiamente dicho dura tres años. El entrenamiento es intensificado al extremo, pero respetando siempre el principio inculcado a los batallones de medianoche, creados por Wingate, y que se acomoda perfectamente al temperamento judío: el individuo, con sus cualidades y sus iniciativas propias, en lugar de ser anulado por una disciplina idiota, es por lo contrario exaltado, confirmado en sus virtudes y defectos. Se le tiene confianza, se le exige que sepa desenvolverse con los medios que le sean asignados, aun cuando éstos fueren insuficientes. Se le indican las líneas generales de la operación, y debe ser capaz, si pierde a sus jefes y no recibe ninguna orden en contra, de arreglarse por su propia cuenta. Al igual que un «stick» de comandos lanzado en la jungla.

Se ha intentado durante mucho tiempo explicar el fracaso de la resistencia palestina en los territorios ocupados por el hecho de que la población se negaba a sostener a los fedayin infiltrados, porque éstos se veían obligados a avanzar por zonas desérticas en las que eran inmediatamente descubiertos por los radares y la aviación. Las verdaderas razones no están ahí. Los fedayin se encontraron enfrentados no con un ejército clásico, sino con uno constituido por pequeños grupos autónomos, muy veloces, muy bien entrenados y en condiciones para actuar individualmente, sin necesidad de referirse a quienquiera que fuere.

En cuanto a la motivación, ésta es evidente. Los israelíes carecen de alternativas. Deben pelear y vencer, vencer siempre, o desaparecer. Saben que no les regalarán caramelos. De espaldas contra el «Muro de los Lamentos», han sido actualmente abandonados por la mayoría de los países con cuyo apoyo contaban. Francia en primer lugar. Es de temer que los Estados Unidos hagan lo mismo. ¡Y son tan pocos! Apenas tres millones frente a más de cien millones de árabes. A ellos se les aplica el kai-kai que puse como exordio en una de mis novelas, Le Sang sur les collines:

La noche

Frente a un inmenso ejército

En su agujero

Dos hombres.

La guerra del Kipur la he visto, o más bien entrevisto, desde el lado árabe. En Siria, en el puerto de Lataquia, dábamos vueltas bajo una nevada. Cargueros ciegos, sin ojos de buey, que enarbolaban el pabellón de la U.R.S.S. y el de Alemania del Este, descargaban misiles, tanques y aviones «Mig». No prestaba atención a eso. En el camino a las termas de la montaña de Faraya pude asistir a un combate entre aviones «Mig» sirios y «Mirage» israelíes, que terminó con la retirada de los sirios.

Más tarde, cuando se declaró la guerra, desde la terraza de un albergue al pie del monte Hermón, mientras bebía raki y comía «mezzés», como espectador privilegiado en el gran circo de la muerte, asistí a un combate entre un cohete «Sam» sirio y un avión «Phantom» israelí. El cohete era el halcón y el avión la alondra. Dentro del halcón había un cerebro electrónico; dentro del «Phantom» un piloto sudando de angustia. Para escapar, el avión se lanzaba en picado, remontaba y viraba. Más flexible y rápido, el cohete lo seguía, hasta que hizo blanco y el avión explotó. Un cohete ciego acababa de vencer a uno de esos jóvenes pilotos magníficamente entrenados, entre los mejores del mundo. Pero sobre el terreno, y ésta ha sido quizá su última victoria, ese muchacho melenudo de Israel, cliente de los bares de Tel-Aviv, triunfó sobre la máquina. Gracias al tan particular carácter de ese ejército, el menos disciplinado y el más disciplinado del mundo, los combates que se desarrollaron durante la guerra de Kipur no viraron hacia la catástrofe para los israelíes. Estos estuvieron incluso en trance de lograr una gran victoria que no les hubiera sido de ninguna utilidad. Un ejército del tipo clásico como el nuestro, el de los Estados Unidos e incluso el de Giap, que se encontrara en una situación semejante, hubiera sido totalmente barrido.

En vísperas de la guerra de Kipur, Israel se encontraba en plena crisis de triunfalismo. Dayan decía a quien quisiera oírle que podían estar tranquilos por diez años. Por primera vez en su historia, Israel contaba con fronteras seguras. Sus centros más importantes estaban a cubierto de ataques por sorpresa.

Se festejaba el Kipur con alegría y despreocupación. Apaciguado el recelo, Israel conocía finalmente la paz, se dedicaba al ocio y tributaba a la sociedad de consumo. Los políticos se destripaban con ciencia y sutileza, discutían como los viejos rabinos sobre el sentido de una palabra. Mientras se aceptaba el principio de que los territorios ocupados debían ser devueltos, se hacía de manera que ello fuera imposible, y se establecían allí colonias y kibutz militares, los «Nahal». Israel se hallaba en peligro de paz.

Todo el mundo estaba de vacaciones en el Neguev, los territorios ocupados, el Sinaí y Cisjordania. Las posiciones sobre el Golán y el canal de Suez parecían tan seguras que sólo estaban guarnecidas con pequeñas unidades de reserva, mientras el grueso del ejército gozaba de licencia.

Se había construido frente a los egipcios una verdadera línea fortificada, la línea Bar Lev, especie de línea Maginot repleta de artimañas. A lo largo del canal corrían tuberías que, a una señal, podían volver oleadas de petróleo y esparcirlo sobre el agua estancada para convertirla en una barrera de fuego. Con grandes gastos se había construido un polígono de arena infranqueable para los tanques, y detrás de él casamatas de hormigón.

El soldado israelí había dejado de ser un «comando»; había sido transformado en vigía de fortificaciones. Los servicios de información, el «Mossad», el «Modiin», el «Shin Bath», como los llamaban, que eran considerados infalibles, se dejaron intoxicar. Obsesionados por la lucha contra el terrorismo palestino, descuidaron la información militar. Con unos simples prismáticos era posible observar, sin embargo, lo que los egipcios preparaban: el cruce del canal.

Los oficiales y los soldados que desde sus casamatas veían los preparativos del enemigo, no dejaron de advertir el peligro. No se les escuchó. Se trataba, decían en el Estado Mayor, de una maniobra. Sadat no quiere la guerra, no está en condiciones de hacerla, es puro bluff.

Cuando se desencadenaron las hostilidades en ambos frentes, el egipcio y el sirio, el Estado Mayor se vio incapaz de dominar la situación. Su conducta no difirió mayormente de la nuestra en 1940, negándose obstinadamente a reconocer sus errores.

Ben Gurión, cuando creó Tsahal, lo quiso apolítico. Como él mismo me explicó en Sde Boker, el kibutz del Negev donde se había retirado, en medio de sus rosas:

«Como judíos, estamos extremadamente dispuestos a las discusiones interminables y al bizantinismo. Es necesario, por tanto, que dispongamos en nuestro país, constantemente amenazado por sus vecinos, de una fuerza que se encuentre por encima de todos los partidos.»

Había sido olvidado este elemental principio.

Después de la guerra de los seis días, y bajo la influencia de Dayan y Golda Meir, el Estado Mayor israelí se politizó. Se comenzó a designar a los generales no sobre la base de sus cualidades, sino de su pertenencia al Partido que se hallaba en el poder. Estos comenzaron a apoltronarse en la comodidad de las jerarquías, ya no vivían bajo la lona, sino en oficinas con aire acondicionado. Así fue como Sharon fue puesto al margen y Bar-Lev, que carecía de las cualidades precisas, se convirtió en el responsable del ejército junto a Dayan, a quien los triunfos que él se atribuía, o los que le eran atribuidos, se le habían subido a la cabeza. Eso haría más cruel su caída.

El ejército israelí había dejado de ser un agolpamiento de comandos para convertirse en una máquina muy pesada, con un armamento sofisticado provisto por los norteamericanos y del cual se había vuelto estrechamente dependiente.

Tomamos, por ejemplo, el caso de los «Phantom» asignados a Israel por los Estados Unidos. Cuando los pilotos de Tsahal se encontraron luchando contra los cohetes «Sam» de los sirios y los egipcios, que les derribaban como si fueran palomas, se dieron cuenta que les faltaba el gadget electrónico que permite trastornar la trayectoria de los cohetes tierra-aire.

Los norteamericanos aceptaron concederles ese instrumento, pero a condición de controlar el desarrollo de las operaciones y el avance de las tropas de Sharon que habían cercado a un ejército egipcio y amenazaban El Cairo. EE. UU. no deseaba una tercera victoria israelí.

En un primer momento, los egipcios en el Sinaí y los sirios en el Golán, al no tener frente a ellos nada más que una cortina de tropas, y al disponer de un armamento ultramoderno, arrollaron a los israelíes. Dayan y Bar-Lev, que no creían en la probabilidad de la guerra, se mostraron incapaces de improvisar una respuesta. El Estado Mayor ya no respondía. Fue entonces cuando el soldado israelí, el sargento, el teniente, un coronel por aquí, un general de reserva por allá, decidieron por su cuenta, sin órdenes, algunas maniobras muy afortunadas. Como, por ejemplo, franquear el canal, perforando el dispositivo de los egipcios que ya se habían instalado a todo lo largo de la costa israelí. O si no, y a pesar de las órdenes escritas, redactadas varios meses antes y que no habían previsto un ataque masivo de los sirios, decidir en el Golán la retirada de algunos puntos de apoyo amenazados y replegarse casi hasta las crestas que dominan los kibutz de Galilea, a fin de obligar a los sirios a alargar sus líneas antes de contraatacar con fuerzas muy inferiores. Pero esas fuerzas fueron concentradas en determinados puntos, lo que permitió el fraccionamiento de las brigadas blindadas, para después aniquilarlas una tras otra.

En medio de ese inmenso enfrentamiento de tanques, sobrevolados a gran velocidad por los «Mig», los «Mirage» y los «Phantom» escupiendo fuego y perseguidos a su vez por los cohetes «Sam», en medio de todo ese delirio electrónico, el valor individual, quizá por última vez, logró vencer a la técnica y al número al mismo tiempo.

El soldado de Tsahal logró cambiar una situación desesperada mediante su propia iniciativa, porque su inteligencia no había sido eclipsada por la disciplina, esa «sumisión de todos los instantes», porque sus reflejos se mostraron veloces, porque no perdió tiempo en referirse incesantemente a las instancias superiores, de las que, incluso, debió prescindir.

Mientras, después de su lastimosa conferencia de prensa, Dayan se ocultaba de los periodistas, él, que tan bien había sabido valerse de la prensa, y la vieja Golda erraba desesperada en medio de sus cacerolas volcadas.

Pero Israel es Esparta. Toda pérdida es dramática, cada victoria cuesta más y más cara. Mientras que los árabes, por su parte, no tienen la necesidad de contar sus muertos y, pueden renovar sus asaltos indefinidamente, aunque deban dejar millares de cadáveres momificándose en las arenas del desierto.

Ellos disponen de armas, el petróleo les da más dinero en un año que todo el que los judíos hayan recibido desde la fundación de Israel. Para 1974, los ingresos procedentes del petróleo árabe alcanzarían a los 40.000 millones de dólares, mientras que los judíos recibieron en total unos 12.000 millones.

En una situación semejante, poco importa que el nivel intelectual del soldado egipcio o sirio sea muy inferior al israelí y que su entrenamiento sea mediocre. El árabe también está motivado, quiere lavar la vergüenza de la guerra de los seis días, y esta vez no quedará deshonrado.

Después del Kipur se pasó del triunfalismo al abatimiento y al rencor. Los judíos ya se imaginaban adosándose la estrella amarilla como en el tiempo de la ocupación nazi. He aquí que se les condena en las Naciones Unidas como colonialistas, imperialistas, racistas... y que se les excluye de la UNESCO.

Su crimen: haber sido inoportunos. Ellos llegaron a Palestina en el furgón de cola de los ingleses en un momento en que eso ya no se hacía. No son lo bastante fuertes, ni lo bastante numerosos, ni están suficientemente apoyados desde el exterior por partidos satélites como para poder desafiar, como Rusia, a la opinión internacional, cuando no tiene asegurada su benevolencia.

La U. R. S. S. ocupa una parte de Polonia, de Alemania, los Patses bálticos (Letonia, Lituania y Estonia), controla directamente gobiernos sometidos a su poder a Alemania del Este, Bulgaria, Checoslovaquia, Hungría, Polonia e, indirectamente, Finlandia.

Nadie dice nada de eso. Los judíos se anexionaron Jerusalén y el mundo entero se ha levantado en contra de ellos. Víctima de la época, de la cobardía de Occidente que ha dejado que se embarcaran en esa aventura y luego no les ha sostenido, víctimas también de sus propias contradicciones. El 80 por 100 de los israelíes ya no creen en Jehová, pero permanecen sometidos a la dictadura de sus rabinos. Están obligados a casarse religiosamente y sólo entre judíos, y a consumir únicamente comida kasher, poco menos que incomible, salvo el desayuno. Deben respetar una cantidad de prohibiciones anacrónicas y, lo que es peor, forzar a todos los que no son judíos practicantes, o que son agnósticos o cristianos, a someterse a las mismas prohibiciones. Esto produce un clima particularmente penoso de intolerancia en un país que, por la otra parte, se comporta como una auténtica democracia. La única democracia del Cercano Oriente, juntamente con el Líbano, que está a punto de morir.

Los países del Islam nos son ajenos, pertenecen a otra civilización. En rigor, tú puedes tolerar que te prohíban el vino o la carne de cerdo en lugares como Kuwait o Arabia, pero estás poco dispuesto a aceptarlo en Israel. Porque Israel no es un país exótico, sino un país que sientes próximo a ti, que reclama incesantemente tu solidaridad de occidental. Tal comportamiento y tal intolerancia te resulta chocante. Te contaré un ejemplo de esa estupidez que durante una semana, el tiempo que tardó en apaciguarse mi rencor, hizo de mí un antisionista convencido.

Hace un par de años estábamos en Israel mi mujer y yo. Un día, encontrándonos en el aeropuerto de Lod, donde debíamos tomar el avión para París, y como era Pascua, no había un solo restaurante abierto. Mi mujer, que había traído bocadillos, comprados en la ciudad árabe, sacó uno y comenzó a comerlo. ¡Indignación general! Alguien se atrevía en un lugar público, en la época de Pascua, a consumir alimentos no kasher. Se nos insultó. Nosotros aclaramos que no éramos judíos, no teníamos nada que ver. Repentinamente comprendimos por qué en esa religión se lapidaba a la mujer adúltera. Si en el hall del aeropuerto hubiera habido un montón de piedras, seguramente nos hubieran arrojado unas cuantas: Yo, que no pertenezco a ninguna Iglesia, en Israel me sentía a cada paso cristiano. ¡Un país que te obliga a volver a ponerte todos esos viejos harapos que tú creías haber arrojado definitivamente!

Estábamos en el bar del Hilton, siempre durante esa Semana Santa, y pedí un whisky. Me contestaron:

—Imposible, el whisky no es kasher.

—¿Entonces no se puede beber?

—Sí, gin o whisky israelí.

Son intragables, pero kasher.

La verdadera razón de esa ligazón a un Dios muerto, me parece evidente. El único derecho que pueden sostener los judíos, muchos de los cuales no son ni siquiera semitas, para ocupar Israel proviene solamente de que ese país ha sido siempre para ellos «la tierra prometida».

¿Quién la prometió? Dios. Y si Dios deja de existir, ese derecho se derrumba.

Los palestinos, los de las zonas rurales, según una tesis reciente, serían los únicos auténticos descendientes de los hebreos. Ellos, permaneciendo en sus lugares de origen, se habrían convertido al cristianismo o al Islam para poder conservar sus tierras. Con lo cual, si esa tesis fuera demostrada, se llegaría a la siguiente paradoja: judíos que no son semitas se consideran acreedores de la promesa de un Dios en el que ya no creen, para instalarse en Palestina y expulsar de sus tierras a descendientes de hebreos que nunca las habían abandonado[27].

En el hecho de la creación del Estado de Israel y en la anexión de Jerusalén están en germen todas las guerras posibles. Se presenta aquí un surtido de elecciones único en el mundo: guerra santa, guerra colonial, conflicto racial, político, económico, social; guerra civil, internacional... mañana quizá atómica. A causa de Israel surgirían nuevamente, de los fondos misteriosos, oscuros y sangrientos de la historia del Medio Oriente, algunas sectas como la de los «Hachischins» reacomodadas al gusto del día por los servicios secretos sirios y moscovitas.

Como ya había dicho, los fedayin no habían logrado crear un movimiento de guerrillas en los territorios ocupados por Israel, ni en Cisjordania ni en Gaza. Tan grandes eran sus divisiones internas que no habían logrado constituir un gobierno en el exilio que pudiera ser reconocido por todos los movimientos de resistencia, y no solamente por la U.N., que está dispuesta a reconocer a cualquiera. De manera que las organizaciones palestinas se volcaron hacia otra forma de acción: el terrorismo. Ellos se encargarían de extender ese mal contagioso por el mundo entero. Los hachischins, de donde proviene nuestra palabra asesino, los comedores de hachís, pertenecían a una secta iniciática en varios grados. Siendo oficialmente musulmana, la secta dejaba de serlo en los grados máximos de iniciación. Su fundador, Hassan Sabah, un persa, amigo de infancia del gran poeta Ornar Khayyan, se había instalado en un impenetrable castillo en Kavin. Sabah proyectaba imperar sobre el mundo mediante el crimen y el asesinato políticos. Sus fieles, sus fedayin, a los que se llevaba dormidos, drogados con hachís o con opio, a los maravillosos jardines de la fortaleza, creían haber entrevisto el paraíso, y para volver a él daban muerte a quien les fuera designado por el Maestro.

Durante varios siglos, los hachischins hicieron reinar el terror en Persia, Siria, el Líbano e incluso entre los cruzados. Los nuevos «asesinos» ya no se drogan con hachís, sino que están condicionados por una incesante propaganda política, un martilleo intensivo cuyo lema es «revolución». Esto con mucho cuidado de no precisar su sentido ni sus objetivos, para que la palabra conserve toda su magia.

Otra droga: la desesperación, el odio, la inacción y el hastío reinantes en los campos de refugiados palestinos. Yo he visitado algunos de estos campos en el Líbano y en Jordania. Uno estaría dispuesto a hacer cualquier cosa para salir de allí, sobre todo si se es joven.

Al formar una inmensa internacional con la banda Baader en Alemania, el Ejército Rojo en Japón, los anarquistas italianos, los izquierdistas franceses, los provos holandeses y los miembros del I. R. A. provisional en Ulster, instauran en todas partes la violencia, la muerte, la toma de rehenes, el secuestro de aviones. En Lod son japoneses y masacran a inocentes peregrinos portorriqueños; son palestinos en los Juegos Olímpicos y matan a atletas israelíes. Son venezolanos o «diplomáticos» cubanos en París.

Disponen de importantes fondos. Han tenido a menudo un eficaz entrenamiento en los campos libaneses o sirios, o en Cuba, o detrás de la cortina de hierro. Actúan en nombre de todos los partidos de la resistencia Palestina.

En verdad, ya no tienen nada que hacer en Palestina. Como los «sacrificados» del Viejo de la Montaña, intoxicados de propaganda, quieren la revolución mundial y el fin de una civilización.

Mientras que por encima de todo eso los grandes iniciados no sueñan tampoco con la anarquía, sino con el orden, la potencia y el poder, y se entienden con aquellos que pueden convertirse en los amos del nuevo Imperio de Occidente: los hijos de Pedro el Grande y de José Stalin. Como antaño los «asesinos» de Siria se entendieron con los Templarios, los que por su parte soñaban en convertirse en los amos del mundo mediante el dinero.

Mediante los terroristas palestinos y sus aliados, gracias a la impunidad que disfrutan y a las innumerables complicidades de que disponen, se propaga por todas partes una nueva forma de guerra. Esta es un cáncer en plena metástasis. Los síntomas ya los conoces: tomas de rehenes, muchas veces niños, secuestros, asesinatos, bombas en aviones que explotan en pleno vuelo. El inocente se ha convertido en una pieza de caza, a causa del color de su piel, de su religión o del sistema político al que pertenece.

Tú recuerdas a esos palestinos que incendiaron en el desierto jordano, sobre la pista improvisada donde los habían hecho aterrizar, a los tres grandes «Boeing» y «Jumbo-jets» de tres diferentes compañías norteamericanas y europeas. Esos aviones eran el símbolo de la alta tecnología de Occidente, de su ciencia, de su riqueza, y al mismo tiempo de su fragilidad. Se hizo con ellos un auto de fe. Éramos todos nosotros los quemados a través de esas costosas representaciones de nuestra civilización.

Georges Habache, uno de los grandes maestros de la secta de los «asesinos», médico como el «Che» Guevara, enfermo como él, y buen cristiano antes de que se hiciera marxista, se preparaba para hacer volar el hotel Jordán junto con todos los periodistas allí encerrados. A todos los que trataban de disuadirle de su proyecto, como el embajador de Francia, a todos los que le decían que eso era peor que un crimen, que era un error matar a periodistas entre los cuales había quienes apoyaban su causa, él les repetía incesantemente: «Dios reconocerá a los suyos.» Como Simón de Montfort hizo morir en la hoguera a toda la población de una ciudad, sin preocuparse de si se trataba de cristianos o de albigenses.

Resultado: esé fue el septiembre negro de Jordania y los tanques de Hussein dispararon a mansalva sobre los miserables «gourbis» de los refugiados palestinos.

Beirut, la cautivadora y despreocupada capital de las escalas de Levante, tan orgullosa de sus palacios, sus bancos, sus rascacielos, sus locales nocturnos, pero que permitió que se instalaran a sus Puertas los miserables campamentos de refugiados, se derrumba en medio de los incendios. La secta ha decidido su destrucción.

Ayer me encontraba todavía en Beirut, divertido y desconcertado por todas esas banalidades de otros tiempos, esas recepciones en las que todas las noches uno se encontraba con la misma gente en las residencias de unos o de otros, siempre con el mismo asombro y el mismo placer. Los petrodólares de los jeques y los emires del Golfo resplandecían en las boites y en los casinos. Las muchachas llegadas de los cuatro rincones del mundo gozaban de sus excedentes... Hoy en día, cuando consigues franquear una barrera debes mostrar tus documentos de identidad, en los cuales consta tu religión. Tú eres cristiano y yo soy musulmán, pues entonces yo te mato. Tú eres musulmán y yo soy falangista cristiano, pues con una ráfaga de ametralladora te envío a ver qué pasa en el paraíso de Alá. Se cuenta una historia:

Un automovilista es detenido frente a una de esas barricadas volantes en poder de los musulmanes. Se le pide su carnet de identidad. Lo muestra, no muy tranquilo. Religión: protestante.

—¿Qué hacemos con éste? —le pregunta un miliciano a su jefe—. ¿Qué cosa es un protestante?

El jefe medita, y luego:

—Déjalo. Es uno de nuestros aliados; los protestantes son esos que matan a los católicos en Irlanda.

Adiós Beirut. Mucho me gustaba el bar del Saint-Georges, los pequeños restaurantes donde se comía pescado al borde del mar. Y el encanto decadente de esas reuniones en que las mujeres se espiaban unas a otras y venían a confiarnos al oído: «Ese vestido no viene de la casa Dior; se lo ha hecho copiar por su costurera armenia.» Interminables partidas de naipes y de back-gammon. Georges Chehadé, en cuanto cobraba sus derechos de autor, los jugaba al black-jack en ese rutilante templo del juego que era el casino. Cuando había perdido todo su dinero, contemplaba el mar y escribía un nuevo poema, muy bello, que me recitaba frente al mar.

Los sirios de Assad, los palestinos de Arafat, echaron mano sobre la ciudad, llevando con ellos su fanatismo y su tristeza. Bajo los escombros de los grandes hoteles se pudren los cadáveres.

Hemos dado algunos pasos de danza con la guerra, al son de diferentes músicas, en diferentes países. He tratado de hacer ver hasta qué punto la guerra es peligrosa, pues ella sabe renovarse y está llena de imaginación. Clausewitz ya lo había escrito: «La guerra es un camaleón.»

Desearía sobre todo que no te dejaras atrapar por la trampa de las guerras justas, las que se tiene derecho de hacer, las que es preciso glorificar, y las guerras injustas que deben ser condenadas. Sólo existe la guerra.

Yo he adoptado frente a la guerra una actitud que quizá tú encuentres simplista. En mis libros y mis artículos me he limitado a hablar de los que la padecen, de los que la hacen, sin preocuparme de si su causa era buena o mala. ¡Eso, por otra parte, cambia con tanta frecuencia!

Cuando convives con un ejército, como yo lo he hecho, cuando acompañas al combate, a la muerte, a seres que se muestran ante ti sin afeites; que son más o menos valientes; que dudan y que esperan; que sueñan como otros cualesquiera con un coche o con una casucha en Normandía, pero que deberán pagarlos con su sangre y su fatiga; que se sienten aislados y perdidos; y que necesitan tu simpatía, tú no puedes menos que otorgársela y hacerte su amigo. Esto incluso cuando no compartas su causa, y lo más frecuente es que no la tengan. Ellos obedecen.

He sentido gran afecto por los soldados que peleaban en Italia, en Francia, en Indochina, en Argelia. De golpe se dijo que yo era fascista. De manera que hablar de la guerra, desvelar sus secretos y sus métodos es ser un fascista. ¿Qué soy yo? Al igual que muchos otros, «ondulante y diverso», un hombre de orden que solicita el desorden, un misógino que no puede prescindir de las mujeres, un anarquista que sabe que la anarquía es posible. Pero mis viajes, mis guerras y mis prisiones me han enseñado que lo único que cuenta todavía en el mundo es la libertad. Antes aún que la justicia. Si en Francia, en determinados ambientes, soy tenido por un hombre de derecha, me veo marxista en Portugal, por haber escrito Les Centurions, y «liberal» en los Estados Unidos a causa de Tambours de bronze. ¿Y si yo fuera simplemente un ser libre?

¿Soy racista? Prefiero algunos pueblos a otros. Tengo cierta debilidad por los asiáticos, debido a su manera de comportarse y de razonar. Son pueblos ateos. Aunque practican religiones, son religiones sin dios, como el budismo. Ellos nunca se dedicaron a las guerras religiosas de exterminio, como ocurrió en la cristiandad y en el Islam.

¿Podrá un día la Humanidad vivir en un universo en el que la guerra haya sido excluida? La guerra me ha proporcionado medios de vida a través de mis libros, pero no la amo. La guerra me aburre, me molesta y me repugna. Es una estupidez. Los que han hecho la guerra, cuyo oficio es hacerla y prepararla, los que la conocen bien, lo saben mejor que los otros.

Yo no creo en la guerra conjurada por alguna fórmula mágica. «Abracadabra por Cristo, y por Carlos Marx, y por Buda, nunca más guerras habrá.»

Para defenderse de la guerra, para evitar su proliferación, se le debería aplicar el mismo tratamiento que al cáncer, puesto que la guerra es un cáncer, utilizando para ello alternativamente la cirugía y la medicina, los rayos X, la bomba de cobalto, la quimioterapia y el psicoanálisis, sin cesar, sin detenerse. Aun cuando la paz parezca asegurada. Detrás de todas las paces se prepara una guerra. Siempre hay un absceso que madura en la superficie del globo.

Es necesario ser modesto, convencerse de que no se suprimirá la guerra por el hecho de que ella sea demasiado horrible y demasiado absurda. Sólo es posible prolongar la paz, como se prolonga la vida.

Recuerda. ¿Cuándo fueron las guerras menos sangrientas? En los tiempos de los castillos-fortaleza de murallas almenadas y de los caballeros cubiertos de hierro. Comparados con nuestra bella época de progreso social, aquellos tiempos oscuros fueron siglos de paz. Comparada con las grandes empresas de exterminación científica, como los Gulags de Stalin y los campos de la muerte de Hitler, la Inquisición fue meramente artesanal.

Y eso fue posible gracias a la Santa Iglesia. Prohibición de guerrear entre el sábado y el lunes (la tregua de Dios), igualmente en ocasión de las festividades importantes: Navidad, Pascua, la Asunción, en los días precedentes a las mismas y en los posteriores. Prohibición de pelear durante la Cuaresma.

Prohibición de atacar a las mujeres y a los niños, a los clérigos, a los artesanos, a los campesinos y a todos aquellos que se colocaban fuera del juego, que se negaban a practicar el oficio de las armas. El caballero, antes de ser armado tal, juraba sobre su espada proteger a la viuda y al huérfano y ser leal en el combate, no hacer trampas. Si el enemigo vencido pedía gracia, era un crimen matarle. Si era tomado prisionero, debía ser bien tratado. Se le recibía en la propia mesa, por poco que supiera jugar al ajedrez o puntear agradablemente en la viola de amor. El Papa no había conseguido prohibir todas las guerras privadas que libraban entre ellos los pequeños señores, y en las cuales los campesinos eran los que sufrían las consecuencias, pues se comenzaba por incendiar las cosechas del adversario. En esto cometió un grave tropiezo; quiso ir demasiado rápido y demasiado lejos.

Para permitir que esos rudos mocetones calmaran los ardores de su sangre demasiado impetuosa, para mantenerles ocupados, pues el hastío ha sido siempre fuente de la guerra, se inventaron los torneos, se codificó la caza. Se convirtió en un arte muy complicado el acosar al ciervo a caballo o cazar liebres con halcones. Era necesario conocer a la perfección todo el ritual de la montería, aprender su idioma. Exactamente como si se tuviera el placer de hacer la guerra.

Nada de enfrentamientos de masas ni de carnicerías, Verdún sería para más tarde, cuando la guerra estuviera al alcance de todos los bolsillos, cuando ya no fuera necesario pagarse la armadura ni el corcel y cuando el Estado providencia se encargara de proveer el material. Si retrocedes un poco en la historia de la Humanidad, advertido que los chinos fueron los primeros que simularon la guerra con el objeto de evitarla. Confucio dijo: «Un buen general es un general al que no le gusta la guerra.»

Para Sun Tzu, que vivió dos mil años antes de Clausewitz, y que fue su maestro, «la guerra debe ser hecha con el menor perjuicio y al menor costo en vidas humanas, y ocasionando al enemigo las menores pérdidas posibles... La acción militar no debe tener como objetivo la aniquilación del ejército enemigo, ni la destrucción de las ciudades y sus sembrados... Las armas son instrumentos de la mala suerte que deben ser utilizados únicamente cuando no existe otra solución posible». Los generales chinos de la Alta Epoca disponían a sus tropas en el campo de batalla como las piezas de un vasto tablero de ajedrez. Luego se reunían, cada uno informaba a los demás sobre la posición de sus batallones, su número, su valor y su armamento.

Cada uno explicaba a su turno la maniobra que tenía la intención de realizar, cómo utilizaría a sus arqueros y a su caballería, cuál sería su táctica, cómo reaccionarían ante determinada iniciativa del adversario. Luego, los árbitros designados decidían cuál era el bando vencedor. Los vencidos se retiraban, los vencedores ocupaban el campo, sin que se hubiese derramado una sola gota de sangre. De esa concepción altamente civilizada nacieron muy importantes juegos: el ajedrez, el go y también las damas. Konrad Lorenz nos explica cómo los gansos salvajes, para no pelear, habían llegado a ritualizar el combate mediante determinadas actitudes y gestos, adoptando determinadas actitudes agresivas, sin ir más lejos. Nos hemos convertido en algo peor que animales. Incluso los lobos son más civilizados. ¿Sabes qué ocurre cuando dos lobos pelean? Cuando uno de ellos se da cuenta que es el más débil y que va a perder, le ofrece al otro su garganta en señal de sumisión. El otro comprende, y nunca degüella al vencido, que vuelve con el rabo entre las patas, pero vivo. Entre los hombres se va inmediatamente a las manos, se extermina a los vencidos, civiles, mujeres y niños incluidos. Aun en los casos en que su único crimen consiste en encontrarse por azar en el campo de los vencidos.

¿Quieres un ejemplo? ¿Que te cuente lo que ocurre actualmente en Camboya?[28]. Abro Le Monde, un periódico generalmente bien dispuesto hacia todos aquellos que en el tercer mundo se declaran partidarios de la revolución. Escucha con atención el programa de los khmers rojos:

«Construir el Kampuchea (Camboya) democrático, renovando todo sobre nuevas bases... Para reconstruir Kampuchea nuevo bastará un millón de hombres. Ya no necesitamos a los prisioneros de guerra (población deportada en 1975), que quedan librados a la absoluta discreción de los jefes locales.» Camboya contaba antes de ser tocada por la guerra con 7.540.000 habitantes; de ellos, 1.600.000 han muerto a consecuencia de los combates y 800.000 en el éxodo de las poblaciones. Para edificar la nueva Camboya faltan liquidar, por tanto, cinco millones. «Afirmación terrible —prosigue el periodista—, que se quisiera creer exagerada. Pero para cualquiera que siga minuciosamente el desenvolvimiento de la revolución khmer, esto no es, lamentablemente, inverosímil.»

Una importante proporción del producto nacional bruto del mundo corresponde actualmente a la fabricación o el estudio de nuevas armas. En otros tiempos, las guerras requerían un presupuesto relativamente modesto. Un regimiento entero vestido con bellos uniformes color carmesí con guarniciones doradas y complementados con sombreros emplumados costaba menos que un «Mirage», un «Mig» o un «Phantom», con toda la infraestructura que requieren en tierra. Y una partida de caballeros equipados de armaduras, con cotas de mallas incorporadas, era más barata que un tanque dotado de instrumental de tiro de rayos infrarrojos.

Ese material tan costoso queda anticuado muy rápidamente. El cañón con freno de boca ya no se usa. Sólo se desean vehículos blindados provistos de cohetes teledirigidos. ¿La mira electrónica? ¡Vamos! Ahora se está en el láser.

El pobre rey negro o jeque árabe que no esté a la última moda de la guerra es un infeliz. Sangrará a su país para poseer el más reciente modelo de A.M.X., equipado con el S.S. 11 o el «Mirage» que acaba de salir de la fábrica. Se economizará en productos alimenticios de primera necesidad para seguir la moda que impone la guerra.

La guerra monopoliza todos los presupuestos para ciencias; la medicina, las ciencias naturales y la técnica no militar sólo tienen derecho a los sobrantes.

Los más grandes descubrimientos de nuestro siglo están relacionados con la guerra. ¿Se hubiesen asignado, sin la guerra, los fondos suficientes para lograr la desintegración del átomo? ¿Se hubiesen desarrollado los cohetes que llevaron al hombre hasta la Luna? Seguro que no. La guerra no sólo tiene su corte de poetas. Desde Homero, fascina a los más altos espíritus, que la consideran no solamente una fatalidad, sino también una fuente de progreso. Muy a su pesar. La Humanidad, te lo repetirán, progresa de guerra en guerra. La guerra sedujo no sólo a Joseph de Maistre, a quien le trastornó el entendimiento:

«El hombre tiene la misión de degollar al hombre. La tierra entera, continuamente empapada de sangre, es un inmenso altar en el que todo lo que vive debe ser inmolado sin fin, sin medida, sin tregua, hasta la consumación de las cosas, hasta la extinción del mal, hasta la muerte de la muerte.»

Y Victor Cousin:

«La guerra no es otra cosa que un intercambio sangriento de ideas, por la espada o por el cañón. Y una batalla no es otra cosa que la victoria de la verdad de hoy sobre la verdad de mañana. Cuando la idea de un pueblo ha llegado a su fin, ese pueblo desaparece, y está bien que desaparezca. Pero no cede su lugar sin resistencia. De ahí la guerra.»

La guerra también sedujo a Kant:

«Una paz prolongada hace que predomine el espíritu de lucro, la cobardía y el afeminamiento. La guerra, en cambio, es una cosa elevada en sí misma. La guerra eleva el espíritu del pueblo tanto más cuanto mayores hayan sido los peligros y más necesario el coraje.»

Y Hegel:

«Es en la guerra cuando el Estado alcanza su más alta realización.»

Y Proudhon, el padre del socialismo humanista:

«Los lobos y los leones, así como los corderos y los castores, no hacen la guerra entre ellos. Hace mucho tiempo que esta observación ha dado lugar a una sátira sobre nuestra propia especie. ¿Cómo no se comprende que, por el contrario, hay en ello un signo de nuestra grandeza; que si por ventura la Naturaleza hubiera hecho del hombre exclusivamente un animal industrioso y no guerrero, hubiera caído desde el primer día en el nivel de los animales, para quienes la asociación constituye todo su destino...? ¡Salud a la guerra! Por ella el hombre, apenas salido del barro que es su matriz, se impone en su majestad y en su temple. La sangre derramada en oleadas, esa carnicería fraticida horroriza a nuestros filántropos. Yo temo que esa blandura anuncia el enfriamiento de nuestra virtud.»

La lucha contra la guerra requiere un trabajo lento, difícil, y mucha humildad. Yo no creo que los intelectuales, con su fragilidad y su petulancia, puedan encargarse de eso. Ellos tratan solamente de conjurarla a la manera de los sacerdotes, mediante algunas fórmulas verbales, o se dejan atrapar por ella, porque la conocen mal, porque ignoran que la guerra es como Proteo y puede tomar incluso la apariencia de la paz.

Los utopistas te dirán: es necesario comenzar por prohibir la guerra y ponerla fuera de la ley. ¿Y por qué no prohibir la vejez, la enfermedad y la muerte? Tendría el mismo efecto. Se ha pensado en crear una fuerza internacional dispuesta a intervenir en todos los conflictos, y que mediante la guerra prohibiría la guerra. De eso resultó la guerra de Corea, que algunos de nosotros hemos hecho bajo el pabellón azul de la O.N.U., supuesta representante de la paz en el mundo. No sé quién ha propuesto que todos los gobiernos antes de declarar una guerra deban consultar mediante referéndums al conjunto de la población. Parecería, en efecto, normal y justo que aquellos que van a sufrir las consecuencias de una guerra decidan con respecto a ello. Desgraciadamente, esta sugerencia no tenía en cuenta una de las grandes mutaciones de nuestro tiempo: la importancia adquirida por los medios de comunicación de masas en nuestra vida cotidiana y su impacto sobre nuestro comportamiento. La televisión y la radio permiten a cualquier gobierno que las controle, y por poco que disponga de buenos técnicos en la materia, realizar, digamos, la violación de las multitudes, el condicionamiento de toda una nación, y hacerle aceptar e incluso exigir la guerra.

Presta atención en estos días a la radio marroquí o a la argelina.

¿No se podría intentar, como en la Edad Media, limitar los costos de la guerra, codificándola, recortándole las alas? ¿Pero quién podría hacerlo? La Iglesia ya no tiene fuerza, y todos los congresos a favor de la paz se desarrollan exclusivamente al otro lado del telón de acero, donde se está preparando activamente la guerra buena. La guerra buena, desde luego, aquella que nos traerá la paz. ¿Prohibir las películas de guerra, los libros con temas guerreros y eliminar de los manuales de historia toda referencia a la guerra? Eso la haría aún más fascinante. Y de nuestros libros de historia no quedaría gran cosa.

El único resultado obtenido hasta ahora ha sido conseguido mediante el terror. Sólo el temor a la bomba atómica ha impedido la guerra nuclear. La guerra no se ha atrevido a hacer saltar nuestro planeta. ¿A dónde iría, entonces, a instalarse?

Yo no veo más que un remedio: no hacer trampas jamás con la guerra, contarla tal como la hemos conocido, como espectadores, sin embellecerla.

Habrás notado lo fácil que es hacer trampas con el pasado, como se oculta bajo la alfombra, igual que una mala sirvienta hace con el polvo, el recuerdo de sus residuos penosos, sus fracasos y sus culpas, para no presentar más que sus éxitos. Actúas a menudo de la misma manera con tus recuerdos de guerra, sólo recuerdas los momentos de amistad, de los grandes virajes, de las grandes borracheras, de las ciudades tomadas y de las muchachas que se ofrecían. Pero ocultas bajo la alfombra los heridos que claman con el vientre desgarrado, la fatiga, las marchas agotadoras, las órdenes idiotas, las contraórdenes, más estúpidas aún; la confusión, el desorden, el tiempo perdido, las energías desperdiciadas. Y esa desesperación que se apodera de ti a veces, al contemplar esa inmensa estupidez que nada resuelve.

Recuerda. ¿Tu miedo, tu pánico, lo puedes olvidar? Tú has apoyado tu cabeza en una piedra, mal abrigado por tu capote. Sabes que dentro de tres horas deberás entrar en combate y que no tienes muchas probabilidades de salir ileso. Tienes un nudo en el estómago, sudas, tienes ganas de orinar incesantemente. Tu cuerpo se niega a ser maltratado y torturado. El sólo desea una cosa, dejarte en la estacada y enroscarse en un agujero. El te detesta. Tú tratas de sobreponerte a esa debilidad que te avergüenza. Y, desde luego, lo logras, porque estás atrapado dentro de un sistema, de un engranaje bien regulado, en el que el sentido del honor se complementa con el miedo al gendarme. Pero no podrás evitar ese amargor de tu boca, y tu estómago continuará rebelándose, hasta el punto que aunque revientes de hambre no lograrás tragar bocado.

Y el otro miedo, el peor, el del espíritu, ¿lo recuerdas? Cuando te dices: dentro de pocas horas voy a ser, quizá, arrojado hacia la nada. No tienes nada a que aferrarte. La fe, hace mucho tiempo que la has perdido, la fe en Dios o en los hombres. Vas a desaparecer, junto con el pequeño universo que te has fabricado a tu medida y de acuerdo a tus gustos, tanteando, torpemente, penosamente. Tienes veinte, o treinta años; tienes unas ganas locas de playas, de montañas, de muchachas, de amistades; tienes tus pequeñas ideas acerca de la manera de rehacer el mundo y de organizar tu futuro. No queda tiempo, los últimos granos de arena se han deslizado en el reloj. Vas a poner tu bien más preciado, tu vida, en manos... del azar, para ir a reventar con otros seres semejantes a ti, que en general tienen tu misma edad, sienten los mismos terrores y soportan las mismas penas. Hasta que concluyes diciéndote, porque no tienes otra cosa: «Mierda, después de todo. Adelante.»

Olvida esas muchedumbres que te aclamaban en Alsacia porque eras el vencedor. Olvida ese viejo campesino que te abrazaba porque le habías liberado sus pocas hectáreas de tierra. Recuerda, en cambio, esos instantes que preceden al alba y al inicio del ataque. Son las cuatro de la mañana, la hora en que te metes en tu refugio a la espera que pase la tormenta, o cuando vuelves de una gran ronda por los bares de donde, gracias a la magia del alcohol, lograste los asombrosos encuentros que atesoras como los frutos de una pesca milagrosa. O es la hora en que acabas de dejar a una muchacha que has amado por primera vez y en la que has creído reconocer el verdadero, el eterno, el cambiante rostro del amor.

Tú no puedes saber cuántos recuerdos te asaltan en ese momento. Siempre son imágenes de paz. Pero, repentinamente, brutalmente, la guerra te empuja por la espalda. Adelante, pobre andrajo. La noche está a punto de terminar, pero el día aún no ha llegado. Todo es borroso, todo está turbio; las sombras se mueven, los arbustos son enemigos que se arrastran, el peligro está en todas partes. Es la hora cuando se despierta a los condenados a muerte, y tú eres uno de ellos. Tú no saltas hacia adelante a paso de carga y al son del clarín, como en las estampas de los libros.

Arrancas lentamente, pesadamente, después de haber arrojado tu último cigarrillo. Avanzas al principio por una zona defendida por tropas amigas. Todo va bien. Pero repentinamente la artillería enemiga comienza a bombardearte. Estás alerta, listo para buscar refugio, para saltar dentro de un foso. Llegas al área de los morteros, primero los de 80, luego los de 60, que producen un ruido muy particular, un suave silbido cuando pasan por encima de tu cabeza, un horrible estrépito de vajilla rota cuando caen sobre ti. Tú te hallas ahora al alcance de las armas de infantería, te aplastas donde puedes, te deslizas de parapeto en parapeto, llegas al «contacto». Te amontonas en tu hoyo, ese hoyo de donde será necesario arrancarte para ofrecerte a las balas y las granadas de los otros. Y esos otros, que tú repentinamente comienzas a odiar, no son más que siluetas que apenas logras entrever, o la breve luminosidad de un arma automática que te deja clavado contra el suelo, o esa granada de fusil que te busca. Cuando la cosa ha terminado, cuando has ganado o perdido, cuando no estás ni muerto ni herido, cuando sientes la exaltación de haber salido ileso; cuando tú crees, como un guerrero azteca, que con toda esa sangre derramada has ayudado a que renazca el sol, cuando recuperas tu razón y vuelves a ser un hombre, comprender súbitamente cuánto te has hecho embaucar. La guerra, la que debo recordarte, es ésa.

¿Quieres otra historia? Yo no la he vivido, pero me la contó Pierre Schoendorfer, quien incluso la ha filmado. Esa película no la podrás ver jamás, lástima. Está enterrada en el fondo de un búnker del fuerte de Ivry, donde se halla cuidadosamente oculto todo lo que podría dar la imagen verdadera, la imagen cruel y repugnante de la guerra. Pierre era entonces cámara en Indochina, por cuenta del Servicio Cinematográfico de las fuerzas armadas. Acompañaba a una unidad de infantería en operaciones en la jungla del país tai, entre la hierba de elefante. Estaba avanzado con relación al grueso de la columna. Repentinamente los viets comenzaron a disparar obuses incendiarios sobre la retaguardia, prendiendo fuego al pastizal. Los soldados empezaron a arder como antorchas. Schoendorfer, que unos instantes antes filmaba el avance de la columna, se dio vuelta y tuvo frente al visor de su cámara a los soldados envueltos en llamas. Sin tomar plena conciencia del horror de la situación, filmó, hasta que uno de los muchachos que tuvo fuerzas para ello levantó su mano en un signo de adiós.

La guerra es también los ojos vidriosos de esa niña de quince años que dos bestias acababan de violar. Eso ocurría en Alemania, en la Selva Negra. Yo llegué demasiado tarde. Ella ni siquiera lloraba, era como un animal que ha sido forzado y que espera que terminen con él.

¿Sabes dónde se complace la guerra, dónde va a soñar? En los osarios, en esos alineamientos uniformes de cruces de madera, en esos montones de cadáveres, en esos monumentos a los muertos que afean hasta la más pequeña de nuestras aldeas.

La guerra es ese sargento de veinte años, tan bello, herido de bala en la columna vertebral, que en Val-de-Grace estaba amarrado sobre una tela extendida sobre un armazón de hierro que oscilaba sobre un eje. Cada dos horas se le cambiaba de posición, cabeza arriba y cabeza abajo, alternativamente, para evitar la necrosis de sus tejidos mientras pudiera conservársele la vida. Hasta que él ya tuvo bastante de eso y pidió que le dejaran morir. Fue a mí a quien lo dijo.

Si lo prefieres, hablemos de otra cosa, no de la guerra. ¿Quieres que te diga cuán bello es el otoño en el Aigonal, cuando los hongos surgen de entre el musgo y el bosque adquiere todos los tintes desde el púrpura al oro viejo, cuando escuchas los primeros trinos de los tordos? ¿O la primavera en Provenza, cuando todavía es frágil, todavía vacila, y florecen los almendros y los perales? Y entonces se expande un potente aroma de savia que hace cambiar la risa de las muchachas. Se entretienen paseando junto a las terrazas de los cafés donde los muchachos, súbitamente distraídos, las siguen con la mirada, mientras juegan a los naipes torpemente y les importa un rábano que Béziers haya ganado a Montferrand al rugby. ¿Quieres que te diga, además, cuál es el placer y la calma que se siente al esperar el comienzo del día en alta mar, solo, en el timón de un velero, fija entre el mástil y la barra de flecha la estrella del pastor hacia la que te diriges, la que ha aparecido antes y desaparecerá después que las demás, y escuchar el silbido del viento y ver detrás de ti largas olas grises que parecen perseguirte?

Si todos comenzáramos a olvidarnos de la guerra... ¿No podría, quizá, ocurrirle lo mismo que a los antiguos dioses, que dejaron de existir cuando los hombres no quisieron creer más en ellos ni adorarlos?

París - Place Furstenberg 30 de marzo de 1976