Las guerrillas de América Latina, la despreocupación y la locura de sus dirigentes, su carencia de formación militar y política, por mas que así lo pretendan, no tienen nada que ver con las enseñanzas de Marx, Mao Tse-tung o Giap.
Estas guerrillas son las hijas de Bolívar, de Sucre y de los grandes escritores hispánicos Cervantes y Miguel de Unamuno. Este escribía:
«¿Qué locura colectiva, qué delirio podríamos inculcar a esas pobres multitudes?... Vamos a hacer una enormidad, vamos a lanzarnos a una nueva y santa cruzada para ir a reconquistar la tumba de Don Quijote, que, como todos saben, no ha existido jamás.»
La conquista de una tumba vacía. Este es, ahora, el rostro desconcertante que adopta aquí la guerra.
Jóvenes guerrilleros, que son aristócratas o burgueses, cuya sangre generosa les sube a la cabeza, pletórica de nobles pensamientos y de slogans revolucionarios; durante los pocos años que dura su cruzada se esfuerzan por otorgarles alguna dignidad a los más desheredados de sus conciudadanos. Estos, mientras, sólo piensan en llenar sus estómagos, porque están hambrientos. Y además no pueden entenderles, puesto que no saben leer ni escribir.
Después, si no se han hecho matar por el tío o el primo que está al mando del Ejército o la Policía, se sitúan, se reintegran a su jerarquía y se entregan, con la exageración que caracteriza a esos pueblos, al goce de todo lo que brinda el poder y el dinero. Hasta que sus hijos, a su vez, se rebelan contra ellos y ganan la sierra.
La guerrilla toma muchas veces el aspecto de una gigantesca farsa, pero en la que se muere.
En la Universidad de Caracas, en Venezuela, conocí a los principales jefes de guerrilla, o, al menos, los que se tenían por tales. Todos usaban el grado de «comandante», para hacer como Fidel. Se envidiaban entre ellos, se denunciaban unos a otros y se acusaban recíprocamente de todos los pecados en «ismo». No era nada difícil para la Policía estar enterada de todo. Bastaba instalar un confidente en la terraza del café de la esquina. Digo mal: no hacia falta un confidente, lo mismo daba un policía en uniforme.
Un día el ejército se consideró excedido y penetró en el recinto sacrosanto de la Universidad. Se protestó en nombre de los grandes principios contra la violación de un antiguo privilegio. Pero no se hizo nada más. Ni siquiera cuando se sacaron de allí ocho camiones cargados con armamento, incluyendo una ametralladora pesada antiaérea de fabricación checoslovaca. ¿Qué tenía que hacer eso allí?
Claro está que esas armas hubieran sido más inútiles en la guerrilla. ¡Pero uno se aburre tanto en la sierra! Los campesinos y los indios tienen la cabeza tan dura que no es posible educarlos. Uno está dispuesto a morir, pero no a aburrirse. Nada que ver, si te parece, con la gélida organización del Vietminh, donde el individuo se encuentra estrictamente encuadrado, donde no es más que una pieza de una enorme máquina que nada deja librado a la improvisación. Allí el romanticismo —suponiendo que pudiera existir— sería rápidamente ahogado por una burocracia implacable.
En América Latina no existe burocracia, salvo en Cuba. El único organismo que funciona correctamente es el de «Barbarossa», del comandante Pineiro, que dirige la policía política y que se ocupa personalmente de las confesiones espontáneas.
Todo el resto es un inmenso desorden que vuelve locos a los expertos soviéticos.
Voy a hablar ahora del más notable de todos los servidores de la guerra, superior al mismo Vietminh, y que, sin embargo, es el que más la detesta: el soldado israelí. Este, para saludarte te dice: «Shalom!», que significa «paz» en hebreo, es el mismo que ha aguantado y ganado cuatro guerras en veinticinco años. Verdaderas guerras, con miles de tanques combatiendo en las arenas del Sinaí o entre los peñascos del Golán, con jets ametrallándose por encima del Mediterráneo a velocidades supersónicas. La causa de esas guerras es una ciudad a la que llaman «santa», Jerusalén, que para mí sería más bien maldita. Hace ya treinta siglos que se lucha por ella. Los que la han perdido no cesan de soñar con ella hasta que la reconquistan:
Si yo te olvidara, Jerusalén,
Que desaparezca mi mano derecha...
Que mi lengua se adhiera al paladar
Si yo no pensara tanto en ti...
Hace veinte siglos que los judíos de la Diáspora canturrean ese salmo en sus sinagogas. Y los jóvenes sabras de los Kibutz de Galilea cantan:
Sí yo te olvidara, Jerusalén, Jerusalén de oro puro,
Que tu nombre queme mis labios como el beso del ángel de fuego,
Jerusalén de oro, de cobre y de luz.
Escucha su historia: sus orígenes son egipcios y cananeos. Esa habría sido su época más apacible. Sus habitantes se dedican principalmente al comercio, debido a que la ciudad está situada en el cruce de dos grandes rutas de caravanas. Adoran a los dioses del Nilo y a los de Fenicia. Tienen como sacerdotisas a prostitutas sagradas que enriquecen los tesoros de los santuarios, vendiéndose a los extranjeros de paso en la ciudad. La ciudad es a su imagen, santa y puta al mismo tiempo.
Diez siglos antes de nuestra era, David se apoderó de ella y la convirtió en su capital, llevó allí el Arca de la Alianza. Jehovah, su dios, único y celoso, dios de los ejércitos, muy afecto a ese título, se instaló en el templo que le construyó Salomón, en base a los planos de un santuario de Baal. El castigaba con su cólera la competencia, y quienes lo negaban eran pasados por el filo de la espada, Jerusalén fue reconquistada por los egipcios, arrasada por los asirlos de Nabucodonosor, reconstruida con la autorización de Ciro, tomada por Alejandro el Grande. Ahora en Jerusalén se habla en griego y se escriben con caracteres griegos hasta los libros santos. En el emplazamiento del atrio del templo, transformado en gimnasio, se levanta una estatua de Zeus. Jehovah agoniza. Retorno forzado de la ortodoxia con los hermanos Macabeos. Se expulsa a los atletas, se reúne a los sacerdotes. Después los romanos se apoderan de Palestina y entregan Jerusalén a uno de sus clientes, Herodes Antipas, quien desconfía de los dioses y los honra por ello a todos. Reconstruye el templo y vuelve a levantar las murallas de la ciudad.
Entonces nació el Cristo que murió en la cruz, condenado a muerte por los suyos, mientras el representante de Roma se lavaba las manos, inaugurando así una tradición que sería seguida en adelante por todas las administraciones. Había nacido una nueva religión que se extendería por el mundo entero. Jerusalén, que ya era ciudad santa de los judíos, era además la ciudad santa de los cristianos.
En el año 70 de nuestra era, los judíos se rebelaron y masacraron a la guarnición romana. Los legionarios de Tito, después de un interminable sitio, arrasaron completamente la ciudad y masacraron o vendieron como esclavos a sus habitantes. A Jerusalén le cambiaron incluso el nombre, dedicándola a Júpiter.
Cuando Constantino se convirtió al cristianismo, reconstruyo una Jerusalén cristiana, de la que luego se apoderó un rey sasánita. Después los bizantinos, más tarde los árabes. El califa Ornar construyó una mezquita en el emplazamiento del templo. Hizo de Jerusalén una de las tres ciudades santas del Islam, bautizándola coro «santuario venerable».
En el siglo XI los cruzados se apoderaron de ella. Por las estrechas calles de la ciudad tres veces santa corría la sangre de los judíos y de los musulmanes. Los cruzados permanecieron allí un siglo. Saladino se hizo entonces dueño de Jerusalén, después nuevamente los cruzados, luego los árabes, más tarde las hordas mongoles y, finalmente, los turcos.
Solimán el Magnífico, que se enamoró de ella, le dio su collar de fortificaciones construidas con esa piedra color oro. Revueltas ahogadas en sangre, masacres, odios implacables entre los sacerdotes y los fieles de las tres religiones, que, sin embargo, se proclamaban creyentes del mismo Dios.
En 1917, los ingleses reemplazaron a los turcos. Acudieron los judíos de la diáspora, era el retorno a la Tierra Prometida. El hogar judío en Palestina se concretó en 1948 en el Estado de Israel. Judíos y jordanos se disputaron Jerusalén en violentos combates, nuevamente corría la sangre. Los jordanos conservaban la ciudad vieja y los judíos la nueva, que ellos en parte habían construido. Pero al mismo tiempo, centenares de millares de palestinos habían sido expulsados, conociendo a su vez el exilio y la dispersión...
1967. Los paracaidistas de Moshé Dayan reconquistaron la vieja ciudad. Jerusalén fue totalmente anexionada, lo que complació a los judíos, no a todos, pero disgustó a los cristianos y a los musulmanes.
1972. La guerra recomienza, es la de Kipur. En el curso de los siglos, millares de hombres murieron por esa ciudad, por un sepulcro vacío, por lo que resta de un templo, un muro, por un trozo de roca desde la cual Mahoma y su caballo habrían subido al cielo, recubierta por una mezquita azul.
Si tuviera que designar una capital de la guerra, ésta sería Jerusalén.
No hace mucho paseaba por esa ciudad fascinante y espantosa, la que en pocas semanas puede transformar a un judío liberal en un nacionalista fanático, a un cristiano de Belén en terrorista, y otorgar a un agnóstico una especie de reflejo de cruzado. Yo leía en todos los rostros esa angustia, ese miedo, ese odio: los árabes estaban prestos para lanzarse contra los judíos. Los judíos estaban alerta mientras, en medio de ese hormiguero de lugares santos y de tumbas, hacían saltar casas y barrios enteros, que eran despedazados para encontrar las osamentas blanqueadas del pasado.
Cuando estalló la guerra de los seis días, yo me encontraba entre los tarahumaras, grandes comedores de peyote e infatigables corredores. Viven en las montañas de México, al norte de Chihuahua, completamente aislados, sin radio, sin electricidad, sin ninguna vinculación con el resto del universo.
La guerra de los seis días había comenzado y concluido sin que yo supiese nada de ella. Me perdí el aplastamiento de tres ejércitos árabes, la toma de Jerusalén, del Sinaí, del Golán y de Cisjordania. En seis días. Por un ejército ignorado, compuesto de hombres que, por tradición, eran considerados ineptos para el combate, dotados sólo para la especulación intelectual y los negocios.
¿La guerra me rechazaba? ¿Sería quizá que yo me hacía escép-tico con respecto a ella y comenzaba a creer que no arreglaba nada, que no resolvía ningún problema?
¡No creas! Ella sólo me hacía esperar. Me propusieron que escribiera un libro sobre el ejército israelí, Tsahal. Pues en Israel el ejército tiene nombre y parece dotado de una existencia autónoma: Tsahal ha dicho, Tsahal ha hecho tal o cual cosa, Tsahal piensa, decide...
Acepté.
Llegué a Jerusalén el 2 de mayo de 1968, para la conmemoración del vigésimo aniversario del Estado de Israel y para las solemnes bodas de Tsahal con Jerusalén.
Asistí a un inmenso desfile que me permitió descubrir un ejército que no lleva muy bien el paso, integrado por muchas mujeres y equipado con un material más bien heterogéneo. Los soldados usaban el pelo largo o corto, de acuerdo con su gusto, arrastraban los pies o andaban demasiado rápido. Ninguno llevaba condecoraciones y todos parecían querer afirmar su carácter de civiles incurables.
Ben Gurión, el creador, el padre de este ejército, se había negado a ocupar la tribuna oficial. De manera que su cráneo brillaba dos peldaños más abajo de donde estaba yo. Un diplomático israelí me decía:
—Temo que estas bodas de Jerusalén con nuestro ejército resulten bodas de sangre. En mi ministerio somos varios los que hubiéramos deseado que se diera un estatuto internacional a la ciudad santa, haciendo de ella la capital mundial de la paz. Pero es muy difícil rechazar una novia tan bella, so pena de perderla. Mucho hemos amado y deseado a Jerusalén. Pero no somos los únicos que la han amado, y que la siguen amando aún..
Tras las murallas de Solimán vivían sesenta mil árabes totalmente decididos, pasara lo que pasara, a no abandonar su«ciudad».
Pocos días después me encontraba en el Golán, compartiendo la vida y los peligros de una unidad de paracaidistas.
De mayo del 68 apenas supe nada, aparte algunas noticias que llegaban a través del pésimo aparato a transistores de un soldado que prefería el rock e interrumpía las noticias rápidamente. Afortunadamente, eso no fue más que una farsa en la que una cantidad de chavales y algunos señores se dieron el gusto. Como no estaba interesada en eso, la guerra dejó hacer. No hubo muertos, pero de esos pocos enfrentamientos con los gendarmes y los C.R.S. saldría toda una generación de ex combatientes, los primeros de esa especie: los de una guerra o una revolución que no había sido realizada. Hacía falta toda la imaginación de la juventud para haberlo creído.
No es nada fácil penetrar los secretos de Tsahal. Yo era extranjero, no era judío, pero gozaba de una opinión favorable gracias a los Centurions, algunas de cuyas páginas eran recitadas en los centros de entrenamiento de paracaidistas.
«Yo he comandado —dice Raspéguy— a tais, vietnamitas, chinos, refugiados españoles, obreros de Courbevoie y campesinos de Landes; podría comandar de la misma manera a judíos si se presentara la ocasión. Les prendería como insignia una estrella amarilla. Los nazis han hecho de ella una marca de infamia; yo la transformaría en una bandera. La cubriríamos de gloria de forma tal que hasta los árabes y los negros se sentirían orgullosos de luchar bajo sus pliegues. Pero previamente obligaría a mis judíos a dos horas diarias de cultura física, les daría así el orgullo de su propio cuerpo y por ello mismo su coraje...»
Tardé varias semanas para darme cuenta de que si bien en Israel no había un ejército regular dotado de mandos permanentes, todo Israel era un vasto ejército y un campo atrincherado.
Ben Gurión, el «viejo león», al que se había bautizado «el profeta armado», aunque en 1916 había sido el peor cabo del ejército británico, había creado a Tsahal con una doble finalidad: defender a Israel y hacer del ejército una especie de crisol donde se refundieran los inmigrantes llegados de una veintena de países, muchos de los cuales ignoraban el idioma hebreo. El ejército era al mismo tiempo una escuela y un centro de entrenamiento donde se fabricaba un tipo particular de hombre: el israelí, muy distinto del judío del «ghetto».
Interrogué a todos los generales de unidades de tanques, de paracaidistas y de aviación que habían ganado esa guerra de los seís días: Moshé Dayan, a quien decían cínico; Rabín, a quien suponían frágil; Ezer Weitzman, que era un exaltado; Morchedai Hod, que me reclamó aviones "Mirage"; Yariv, que era gris y tranquilo, pero que dirigía los servicios secretos, y Eric Sharon, que quería que todo el ejército estuviera compuesto de paracaidistas. Y también a un coronel de una unidad blindada que, en Kuneitra, en el Golán, me aseguraba que podía tomar Damasco en siete horas. Y el general Chaike Gavish que, en Gaza, fue el único que me dijo que le gustaba la guerra. Y Tal, que dejó caer de sus finos labios: «El destino de un pueblo modela su conducta, y así es como ese destino ha hecho de nosotros un pueblo de guerreros.» Todos esos generales son muy jóvenes. El límite de edad para el comandante en jefe es de cuarenta y cinco años.
A medida que adelantaba mi investigación, me fui dando cuenta de que Israel, país democrático donde cada uno puede pensar y decir lo que le plazca, coexiste con otro país, Tsahal, donde todo es secreto y está sometido a una censura puntillosa e incluso absurda. Tenemos el Estado de Israel, con su presidente, un adorno, su presidente del Consejo, sus ministros y el Parlamento, la Kneseth, los que aparentemente detentan todos los poderes. Junto a él, Tsahal, el ejército, que tiene su gobierno, sus ministros. Uno con sede en Jerusalén, el otro en Tel-Aviv.
Golda Meir reunía a su gabinete completo en la presidencia del consejo, y a su gabinete restringido en su cocina, que era donde todo se decidía. Mientras manejaba sus ollas, ella ponía a punto sus pequeñas intrigas y sus grandes proyectos. Luego el ministro de Defensa, Dayan, saltaba a un «jeep» y corría a Tel-Aviv, al cuartel general, donde mantenía otra reunión. Dayan rendía cuentas frente al «comité» compuesto por los generales y los ex jefes de Estado Mayor. Se estudiaban las repercusiones que las medidas tomadas en Jerusalén podrían tener sobre el ejército. Y, en virtud del principio según el cual lo que es bueno para Tsahal es bueno para Israel, se solicitaban o se exigían a veces modificaciones. Cuando no la anulación lisa y llana de determinadas resoluciones.
Actualmente, parece ser que ambos gobiernos están confundidos en uno. El presidente del Consejo es el ex jefe del Estado Mayor, general Rabin, que tiene como asistente al general Sharon y como vicepresidente a otro ex jefe del Estado Mayor, el general Igal Allon.
El ejército de Israel había sido organizado sobre la base de las revolucionarias ideas de Orde Wingate, el padre de los «chindits» del Extremo Oriente, cuyo entrenamiento yo había recibido; vino a facilitar mi tarea y me permitió la comprensión de algunos aspectos claves de ese ejército tan devoto del secreto.
«Wingate fue el primero que dijo a los judíos que podían convertirse en excelentes soldados sin necesidad de dejarse encerrar en los rígidos códigos de los ejércitos tradicionales. Les enseñó a pelear de noche, porque el árabe tiene miedo a la noche. Les obligó a conocer su país de noche, porque un país no es igual a la luz del día que en la oscuridad. Creó, bajo el pretexto de un entrenamiento de la policía auxiliar judía, los batallones de medianoche, las primeras y verdaderas unidades regulares de la Haganah»