Avignon. Un amable y pequeño burdel cerca de las fortificaciones, un ambiente familiar, una cocina de calidad.
Conservo un tierno recuerdo de los guisados de cordero y de las fritangas de pollo que allí me sirvieron. Todo eso regado con vino de Borgoña nuevo, fresco, sin pretensiones ni etiquetas.
Había llegado a la ciudad de los Papas dos días antes que el contingente que había sido llamado bajo bandera. Tenía aspecto de adolescente para mi edad; llevaba el cráneo rapado y, no sé por qué, me habían tomado por un infante de tropa.
Un cierto señor Julien, con los cuarenta años ya bien cumplidos, que hasta ese momento había logrado eludir todas las oficinas de reclutamiento, acababa de ser atrapado. Había obtenido, no obstante, que le permitieran hacer su instrucción en su querida ciudad. Yo pasé a ser su protegido. El decía que no era razonable enviar a muchachitos de mi edad a la línea de fuego. El señor Julien era patrón de un burdel legalizado que atendía junto a su mujer.
El señor Julien no carecía de relaciones, particularmente entre los oficiales y los suboficiales. Teóricamente, nosotros debíamos permanecer acuartelados durante quince días después de nuestra incorporación. Pero el mismo día de su llegada al cuartel yo salí junto con el señor Julien, que me llevó a conocer su «Gran 16», informando a su personal, exclusivamente femenino, que yo no era un cliente sino un invitado, y que por esa circunstancia tenía derecho de vivir allí y a cubierto en la mesa. Pero no para lo demás. Si yo deseaba regalarme con «ejercicios», y si disponía de los necesarios medios, no tenía más que ir a la casa vecina, pero allí no dejaría de atrapar todas las enfermedades, pues ese garito estaba muy mal cuidado y sus muchachas carecían de modales y de educación.
El señor Julien era muy diferente de la imagen que yo me había hecho de un proxeneta a través de los libros de Careo y de las películas de Carné. Nada parecido al coloso tatuado ni al rufián inquietante de zapatos demasiado lustrados. Era un hombrecillo, siempre de punta en blanco, aun en su uniforme de faena, que se había hecho reformar. Era muy mal tirador, como lo demostró en el polígono. Pero, con todo, nada corso.
Su pasión eran los naipes.
Yo me defendía bastante bien al piquet, a la belote, al écarté, y todavía mejor al poker. Ayudando un poco a la suerte (yo había tenido tan excelentes como poco recomendables maestros), había llegado a desplumar a los jóvenes «aristos» del San Francisco.
El día que el señor Julien observó la naturalidad con que yo hacía aparecer el as de copas, comenzó a dudar de mi ingenuidad. Repentinamente autorizó a esas señoras a que me recibieran en sus habitaciones. Me consideró suficientemente liberado como para las partidas de nalgas al aire, visto lo bien que me defendía en las partidas de cartas. Y como tenía cierta debilidad por mí, pues yo era el hijo que le hubiera gustado tener, me hizo tarifas especiales. Lo que me estaba vedado era el «regalo».
Acababa de obtener los favores de Clémence cuando me vi obligado a abandonar ese paraíso. Me habían designado para el pelotón preparatorio de aspirantes a oficiales de Hyeres.
El señor Julien me echó una tremenda reprimenda. Me reprochó incluso que le hubiera ocultado que tenía estudios, y que yo era de esa simiente de donde salen los graduados y los oficiales. Le resultaba inadmisible que un personaje de su condición, que, como él decía, la había corrido mucho, se viera de pronto obligado a obedecer a un mocoso como yo e incluso a saludarle por la calle. Eso a pesar de que yo era simpático y bastante pillo para mi edad. Pero al mismo tiempo reconocía que los oficiales eran necesarios. Después de todo, estábamos en guerra. Aunque de izquierdas, el señor Julien era patriota.
Clémence me colocó un pasamontañas de gruesa lana. Ella tenía siempre frío, y estaba convencida de que todo el mundo era tan friolero como ella. Yo me veía montando guardia en los bosques helados del Este.
Olvidaba decirte que Clémence era la negra del establecimiento, no negra como una sartén, sino de un amable tono café con leche. Había venido de las Antillas.
La patrona, la señora Julien, me regaló tres paquetes de cigarrillos rubios, y el señor lulien algunos buenos consejos, como el de no liarse con cualquiera, tener cuidado de no atrapar alguna de esas malas enfermedades y, en todo caso, curarlas lo más rápidamente posible. Si no, eso se arrastra y nunca acaba de curar.
Yo estaba emocionado. Era la primera vez que tenía la impresión de poseer una verdadera familia. Al final de la comida incluso se cantó La Madelon.
De la guerra, uno se ocupaba muy poco. Yo estaba por allá arriba, donde no pasaba nada.
—Esto dudará —me había asegurado el suboficial ayudante de mi compañía, quien me honraba con sus confidencias—. En tu lugar, yo presentaría mi solicitud para Saint-Cyr.
En 1939, la instrucción del soldado de infantería no era demasiado terrible. ¡Derecha, dere...! ¡Izquierda, izquier...! ¡De frente, march...! ¡Presenten armas! Desarmar y armar el fusil «Lebel» de 8 mm modelo 1886, modificado en 1893, modificado en 1915. Algunas frases del manual de infantería que era preciso recitar a gritos: «La disciplina constituye la principal fuerza de los ejércitos... ¿Qué son los pies? El objeto de todos los cuidados... La velocidad inicial de la bala del «Lebel» es de 800 metros por segundo, y su alcance eficaz de tiro es de 800 metros...» Se nos hizo ver de lejos, como un objeto precioso, el fusil ametrallador modelo 24, modificado en el 29, que, junto con el cañón de 75 mm, el apoyo de Inglaterra y el hecho de que tuviéramos la razón de nuestra parte, debían permitirnos conseguir la victoria.
A la espera, estábamos vestidos con capas color azul horizonte, como en el 14, y calzados con borceguíes claveteados cuya piel, debajo de las inevitables polainas, era más dura que la de un hipopótamo. Si bien carecíamos de equipamiento y de armas, todos teníamos entre nuestras pertenencias una pequeña placa de madera con un agujero en el centro que habría de permitirnos pulir los botones de cobre de nuestros viejos andrajos sin manchar la tela. Era obligatorio presentar esta tablilla en todas las inspecciones.
En Hyeres, la cosa cambió. Nos vistieron de caqui y nos entregaron armas que funcionaban.
El F.M. 24, modificado 29, estuvo a nuestro alcance. Pero no así todavía el cañón antitanque de 25 mm. A éste sólo teníamos derecho de admirarlo desde lejos.
Marchas de aproximación cubiertas y no cubiertas, marchas nocturnas, escuela de grupo de combate, asalto a una posición detentada por el enemigo. Unas veces éramos el partido azul, otras el rojo.
La base de la infantería francesa en esa época estaba constituida por el triplete de tiro: disparador, cargador y proveedor, agrupados en torno al fusil ametrallador, lo que valía señalarlos como blanco para el fuego adversario.
Nadie se preocupaba ni de los blindados ni de la aviación. Contra los aviones existía un arma, siempre el mismo F.M. montado sobre un trípode y equipado con un sistema especial de visor.
En las playas desiertas de la península de Giens, nos divertimos hasta la saciedad jugando a la guerra. Disponíamos de cartuchos de tiro al blanco a voluntad, y en nuestras cantimploras un vino rosado que no había sido arreglado. Los de la costa de Provenza por entonces no eran más que unos vinillos sin pretensiones, de poco grado, y no soportaban los traslados.
«Ni en Francia ni en Gran Bretaña —escribiría más tarde Churchill— se había comprendido verdaderamente las consecuencias de hechos nuevos tales como que era posible fabricar vehículos blindados capaces de resistir un fuego de artillería y avanzar al mismo tiempo a una velocidad de más de ciento cincuenta kilómetros por jornada.»
Nuestros instructores eran oficiales jóvenes, algunos de ellos agregados de Estado Mayor, la élite del ejército. Ellos, al igual que nosotros, no conseguían creer verdaderamente en este enfrentamiento. Nos enseñaban lo mismo que les habían enseñado a ellos, como si debiéramos recomenzar indefinidamente la guerra de trincheras, como si nada hubiera cambiado ni ocurrido en los últimos veinte años, como si no se hubiesen inventado nuevas armas.
¿Polonia? ¿Dónde está eso?
Además, la moral brillaba por su ausencia. Eso mismo ocurría entre nosotros, muchachos de veinte años que debíamos sentirnos entusiastas, o al menos aparentarlo.[2]
Estábamos intoxicados por slogans imbéciles, y como nos convenían, llegábamos a creerlos verdaderos: «Venceremos porque somos los más fuertes.» «El camino del hierro se halla cortado...»
Era la dróle de guerre, una expresión inventada por los periodistas norteamericanos para designar una guerra en la que no pasaba nada.
Para mí, esa guerra permanece simbolizada por una foto publicada por los periódicos de la época: Un soldado francés sentado en una silla, su fusil ametrallador, el inevitable 24, modificado 29, a su lado, mientras montaba guardia aplicadamente frente a la línea Maginot.
Parece que, sin embargo, se carburaba fuerte en los estados mayores presididos por el apático Gamelin, cuyo jefe era a su vez Daladier, el hombre de Munich. De ahí salían planes para otros planetas.
«Era una maravillosa colección de fantasías desenfrenadas, fruto de la vana imaginación de los líderes aliados, quienes vivían en un estado de ensueño en vela, hasta que la ducha helada de la ofensiva de Hitler les volvió a la realidad»[3]
Eramos nosotros quienes deberíamos recibir esa ducha.
La noción del peligro y de la muerte no había entrado aún en nuestros jóvenes cerebros. Nos sentíamos protegidos, como el avestruz detrás de su guijarro. Estábamos convencidos —bueno, nos habían convencido— de que los alemanes no harían nada y que esta divertida guerra terminaría en una divertida paz.
Terminado el curso preparatorio, aquellos que fueron llamados pasaron al servicio como sargentos. Los demás, yo entre ellos, fuimos enviados a la escuela militar. Saint-Cyr y Saint-Maixent habían sido reagrupadas en el campo de La Courtine, en la Creuse.
En Les Mercenaires he descrito el ambiente del campo. No veo que haya que cambiar nada:
«En el aire se arrastraban relentes de primavera; algunas matas de hierba verdeaban entre las placas de barro. Por la noche los muchachos bebían para olvidar lo que había de siniestro en esa guerra frustrada, en esa primavera que no se decidía, en ese campo húmedo y frío. Para convencerse de que no eran meros comparsas de un teatro arruinado, recitaban versos de Rimbaud o de Apolli-naire, discutían sobre pintura surrealista, el teatro de Giraudoux, la cinematografía de Pabst y de Carné... Corría el rumor de que se esperaba el ingreso de la promoción para lanzar la gran ofensiva...»
Enterado de que los aspirantes a oficiales que se presentaran a Saint-Cyr tendrían derecho a una licencia y que harían su examen en Burdeos, presenté mi candidatura.
Yo no conocía la ciudad de Burdeos, y un compañero que era de allí me había prometido que si le acompañaba me presentaría unas muchachas excepcionales. Las muchachas no acudieron a la cita. De todos modos pasé el examen y envié una carta al ayudante de mi compañía en Avignon.
A no ser por la derrota, hubiera terminado en Saint-Cyr. Todos los candidatos fueron aprobados en el escrito, incluido yo, aunque al final de la lista. El oral había sido suprimido. Seiscientos o setecientos aspirantes, no recuerdo bien. Después del armisticio sólo permanecieron en la escuela unos cincuenta.
Retorno a La Courtine. De nuevo marchas de aproximación cubiertas y no cubiertas. Aprendíamos de memoria el manual del jefe de sección, ordenábamos nuestras maletas, encerábamos las patas de nuestros catres, cantábamos: Franee, doux pays de mon enfanee...
Ya empezábamos a saber desfilar en orden cerrado, a desarmar y volver a armar con los ojos vendados la ametralladora «Hotchkiss» y a jugar correctamente al bridge, cuando estalló la noticia de la ofensiva alemana. Era el 10 de mayo. Cuando nadie creía ya en tal ofensiva.
Al principio fue la euforia. Gamelin declaraba: «Ellos han caído en mi trampa.» Pero he aquí que los fuertes de Lieja se rinden, que los blindados de Guderian cruzan el canal Albert. Se grita traición, para no acusarse de despreocupación, mientras millares de paracaidistas alemanes llegan para sabotear nuestros depósitos de municiones y nuestras vías de comunicaciones.
Esos paracaidistas raramente descendían del cielo, pero surgían totalmente equipados de la imaginación de los franceses que pretendían explicar su derrota mediante la traición, los espías y la quinta columna. Pero nunca por la incapacidad de sus jefes y su propia negativa a pelear.
Comunicados contradictorios, puertas que se cierran, Weygand —tiene setenta y tres años— que es extraído de la naftalina para reemplazar a Gamelin. Pronto se llega a añorar el milagro del Mame y a pedir la ayuda de Juana de Arco.
Trato de revivir ese período. Es difícil. Como si, inconscientemente, quisiera olvidarlo.
Yo no podía creer en esa derrota. Había visto al Führer en los noticieros. Con su mechón sobre un ojo, su bigotillo, sus correajes, sus botas y esa manera que tenía de levantar su manita a cada momento, no me parecía cosa seria. Una especie de Carlitos.
La multitud que le aclamaba, que levantaba la mano, ella también, repitiendo como un coro de ópera bufa: Heil Hitler! Heil!; esos inmensos desfiles de camisas pardas a paso de ganso y a la luz de las antorchas; todo eso me resultaba una gigantesca representación de feria. Un mal cine que no podía prolongarse en una guerra victoriosa.
Para mí, la guerra era un asunto serio y grave. Quienes la decidan, generales y jefes de Estado, debían sentirse responsables, medir la importancia de sus decisiones, que suponían la muerte de millones de hombres y determinaban el destino del mundo. Era imposible, era totalmente absurdo que el porvenir dependiera del epiléptico de Nuremberg.
Yo no creía en nuestra derrota hasta el momento en que me vi envuelto en su torbellino.
Eso comenzó el día en que los residuos del ejército de Corap se precipitaron en nuestro campo de La Courtine, donde todo estaba tan bien ordenado, las horas de cursos y las horas de ejercicios.
Era una nueva idea genial del alto mando, que pretendía que los cadetes de Saint-Cyr y Saint-Maixent tomaran el mando de esas hordas descalabradas de vencidos.
Olían a miedo, a vómito, a vino tinto. Hablaban a gritos con petulancia y fanfarroneaban con el mayor descaro. Se sentían bastante inseguros, en el fondo, preguntándose si no les fusilarían —uno de cada diez, como en el 17— porque se habían largado. Sus oficiales no valían mucho más. Ellos estaban muy preocupados, sobre todo, de no extraviar sus maletas.
Nosotros interrogamos a cierto número de esos estúpidos y llegamos a la conclusión de que eran iguales a nosotros, ni mejores ni peores, que hubieran podido ser buenos soldados si su moral no hubiera sido demolida por interminables partidas de beote y por largas jornadas de inactividad.
En lugar de mandarles, sus oficiales se convertían en compañeros, llegando finalmente a no darles ninguna orden. Cuando se quiso restablecer la disciplina era ya demasiado tarde.
Todos nos regalaron con el relato de sus combates, y todos aproximadamente en los mismos términos.
Cuando llegaron los tanques, en el campo francés reinaba el mayor desorden y confusión. No estaba previsto que los tanques atacaran en el río Meuse. Se los esperaba frente a la línea Maginot. El general Corap, que en otros tiempos había capturado Abd el-Krim, creía estar todavía en Marruecos. Pensaba que un río tan ancho como el Meuse era un obstáculo infranqueable, i Para los jinetes bereberes, quizá! Pero no para las unidades alemanas, que disponían de puentes montados sobre plataformas neumáticas.
Cada división francesa cubría veinte kilómetros sobre el frente del río. Como reserva se disponía de una brigada de caballería, no blindada ni mecanizada, a caballo.
Los franceses fueron aplastados por las bombas de los stukas. Treinta aparatos atacando al unísono en picado. La aviación francesa estaba ausente, y muy pronto la artillería calló. Las comunicaciones estaban cortadas. Nadie se atrevía a sacar la cabeza de su agujero, y el río Meuse era cruzado por los alemanes.
Los blindados de la Wehrmacht se precipitaron en avalancha, mientras los caballos de la brigada, espantados, galopaban enloquecidos a través de los campos. La sorpresa se transformó en pánico. La artillería, que podría haber cortado el avance alemán, fue la primera en retirarse, obstruyendo los caminos con sus tractores, sus camiones y sus equipos. Los estados mayores fueron a la zaga. Todo el mundo asumió una orden de repliegue que nadie había dado[4]. El ejército Corap se mezcló con las largas filas de carretas civiles que huían del Este, a los que venían a machacar los stukas.
Y repentinamente:
—Nos habían traicionado. Estábamos perdidos. Entonces hicimos como todo el mundo: tomamos las de Villadiego. Y como no había nada que llevarse al estómago, cogimos la costumbre de servirnos nosotros mismos, entre la población.
Los soldados de Corap intentaron hacer lo mismo en La Courtine, saquear los ranchos y las cantinas.
Por mi primer hecho de armas, yo mismo me asigné una mención:
«... por haber defendido valientemente con su sección de cadetes aspirantes la reserva de vino de la Casa y por haber aguantado sin rechistar las sartas de insultos de ciertos elementos incontrolados que trataban de apoderarse del mismo.»
Pero los acontecimientos se precipitan. Así es como nos forman en batallones de línea, nos convierten —a nosotros, la élite, la flor del ejército francés—, en simples infantes y nos envían para defender los puentes del Loire.
Tres batallones, uno era el mío, llegan a Fontenay-le-Comte, otro a Saint-Maixent. Junto con los cadetes de la escuela de caballería de Saumur, equipados únicamente con su material de instrucción, van a impedir durante dos días que los panzers crucen el Loire, cubriendo un frente de veinte kilómetros.
Nuestra aventura sería menos gloriosa.
Nos organizaron en dos secciones ubicadas entre Nantes y Angers, con la misión de impedir que el enemigo cruce el río. Este corría frente a nosotros apaciblemente, «ese gran río de arena, ese gran río de gloria», como nos lo recuerda uno de nuestros compañeros que se sabe a Péguy de memoria.
Incluso tendría el pésimo gusto de continuar con «Felices las espigas maduras y los trigos segados», mientras cavábamos febrilmente emplazamientos de combate y preparábamos las posiciones de ametralladoras y morteros.
Caía la noche. Nubes rosadas se deshilachaban en el cielo y se reflejaban en las aguas calmas del río. Habríamos de realizar nuestro bautismo de fuego en un bonito escenario. ¡Qué aire tan suave!
En torno a nosotros, Francia se desmorona. El gobierno se escapó de París y se refugió en Burdeos.
Yo soy el encargado de disparar una ametralladora. Sentado junto al trípode, trato de cubrir de flanco el puente que tenemos a la vista. Ellos sólo pueden llegar por ese lado. Ellos llegarán, pero seguramente en sus vehículos blindados.
El teniente me tranquiliza:
—Las balas de que disponéis han sido concebidas especialmente para la lucha antitanque. Estas balas poseen un doble núcleo, uno de ellos de acero especial para perforar los blindajes. Disparad pausadamente, en ráfagas cortas. El arma tiene tendencia a levantar el tiro.
Me tiende un cigarrillo y me obsequia un «apreciado camarada».
Todos sabemos que la famosa bala perforante sólo puede agujerear una lata, que para defender el puente necesitaríamos por lo menos un cañón, que la guerra está perdida y que vamos a pelear sólo «por el honor».
—No es moco de pavo el honor —agrega otro cadete que venía de Argelia.
Algunos soldados del arma de ingenieros hablan de minar el puente, después desaparecen.
Y es entonces cuando entra en escena X... el desenvuelto, el irónico, a quien yo tanto admiraba. El oponía a mi visión ingenua del mundo la suya, muy matizada, sin decir jamás ni sí ni no, siempre quizá. Derecho, Ciencias Políticas, admitido por oposición en el Quai. Elegante, de piel mate, con un delicioso acento que le venía de Alejandría.
En cuanto hubo recibido su galón de aspirante, se dedicó firmemente a conseguir que le destinaran a un Estado Mayor interaliado. ¿No hablaba acaso tres o cuatro idiomas? ¡Y tenía tantas influencias! No era en absoluto conveniente tenerlo como enemigo a nuestro futuro embajador.
Sentado junto a mí en el terraplén, me decía:
—Esta resistencia es inútil y estúpida. Eso de hacer masacrar muchachos de nuestra edad y de nuestra condición, ¡no lleva a ningún sitio! Francia va a tener mucha necesidad de nosotros. Debemos ser razonables y hablarlo con el teniente.
Mi ídolo acababa de derrumbarse, lo que demostraba a las claras que era de barro. Le pregunto:
—¿No será que tienes canguelo?
—No. De ninguna manera. Yo creo que una acción inconsiderada podría tener lamentables consecuencias para nosotros y para nuestros compañeros. Los alemanes podrían incluso calificarnos como francotiradores.
—Pues yo sí tengo canguelo —salta el gordinflón, un muchacho cachetudo que siempre parecía estar tocando la flauta—. Tengo miedo de caer herido y que eso me duela mucho. Tengo miedo de que me maten. Yo no estoy muy seguro de lo que pasa en el más allá... Esto no impide que uno pelee hasta quemar el último cartucho... porque hay cosas que hay que hacer.
Yo también. Yo tengo canguelo. Recuerdo lo que me había dicho una vez mi tío el canónigo:
—Muchas veces se confunde el miedo con la ansiedad. Tú y yo somos del género de los ansiosos, porque tenemos demasiada imaginación. Pero esa ansiedad desaparece en la acción. Cosa que a veces nos impulsa a saltar hacia adelante antes de lo necesario.
¡Cuánta verdad hay en eso! Yo quisiera que todo ocurriera inmediatamente.
Estábamos divididos en dos bandos, uno agrupado detrás de X..., el otro detrás del gordinflón. Los locos contra los racionales. Los racionales eran amplia mayoría.
Nuestra inquietud era hija de nuestra falta de acción. No sabíamos por quién ni para qué seguíamos aún peleando. Nos habían robado el amor a nuestro país, nos habían enseñado a avergonzarnos de ese amor, pero desde el momento que comenzáramos el combate no tendríamos más problemas. Así redescubriríamos nuestro entusiasmo y los clarines resonarían en nuestra mente.
Por la noche, las voces se apagaban. El gordinflón se acercó a mí, el teniente se unió a vosotros. Como niños extraviados en la selva, compartimos nuestro último trozo de pan y nuestra última rodaja de salchichón.
—¡Ahí están! —exclama repentinamente un vigía.
Se oye un rugido de motores en la otra orilla del río.
—Vienen hacia nosotros —dice el teniente—. Son motociclistas, la vanguardia de los blindados. ¿Pero qué pasa? —agrega repentinamente—. ¿Por qué no ha volado el puente? ¡Los de ingeniería se largaron sin avisar! A mi orden, ¡fuego!
Disparo contra los bultos. Una ráfaga, otra... Y he aquí que los motociclistas encienden sus faros. Gritos, insultos. No entiendo nada.
—¡Alto el fuego! —grita el teniente.
No eran alemanes, sino polacos. Las últimas tropas que todavía peleaban del otro lado del Loire.
Afortunadamente, no le di a nadie. La ametralladora, un arma de instrucción, estaba mal ajustada y tiraba muy alto. (En Les Mercenaires dramatizaría el incidente y haría que mi héroe matara a los tres polacos...)
—Esto es lamentable —dice el teniente—, pero nosotros estamos aquí para algo. La orden es terminante: disparar contra cualquiera que intente cruzar el puente desde el otro lado del río.
Los polacos nos informaron que se seguía peleando en Saumur y que una columna blindada seguía el curso del río en dirección al estuario. Ellos se precipitaban como una tromba, querían conquistar el «reducto bretón». ¡Todavía un bonito carnaval!
Poco más tarde nos llegó la orden de replegarnos. Nos reunimos con el resto de nuestro batallón. ¡Mientras, el puente no había volado!
La escuela de aspirantes a oficiales hizo su retirada del Loire al Garonne en orden, en medio del general desorden, milagrosamente preservada de la confusión y conservando su disciplina.
«¿Qué has hecho, soldadito, de tu fusil?», escribía Celine en Les Beaux Draps. «Yo lo dejé en el campo del honor.»
Yo no abandoné mi «caña de pescar» en el campo del honor, ni tampoco mi bayoneta. No perdí nada, ni siquiera mi bote de grasa reglamentario. No arrojé a la cuneta mi provisión de municiones, cuatro cargadores de tres balas.
Vivíamos de sardinas y de otras «latas». Recogíamos racimos de las viñas durante los altos escrupulosamente programados; también sacábamos peras y albaricoques. Pero sin saquear nada, incluso buscando a los propietarios para ofrecerles dinero, que ellos no aceptaban. En medio del desastre, conservábamos cierta dignidad.
He aquí un monumento a los muertos. Marcar el paso. March...! Derecha la cabeza. Saludad a los que murieron «en una guerra justa por una causa justa». Pero vosotros, que no supisteis ni quisisteis morir, ¿no habréis dirigido una mala guerra?
No sé nada, y me importa un rábano. Estoy asqueado, más todavía que fatigado.
Un día estaba ya harto de dormir siempre entre Durand y Dupont, en los graneros y los establos donde nos alojaban, manteniéndonos apartados del ejército en fuga, como para preservarnos del contagio.
Marchábamos a lo largo de un canal. ¿Cuál? Mi memoria no ha retenido su nombre. Yo había visto una pequeña barca amarrada cerca de tres álamos. A bordo no se observaba ningún signo de vida.
Mi compañía se instaló en una especie de cobertizo grande. Yo necesitaba ver las estrellas, escuchar el murmullo del agua y, sobre todo, tenía necesidad de estar solo. No aguantaba más a los otros, ni esa estupidez que uno de ellos repetía cada vez que sorbía el aceite de su lata de sardinas:
—¡Una más que los boches no tendrán!
¡Los boches, pobre diablo, se están haciendo con la Francia entera! Me escurrí afuera y me instalé a bordo de la barca. Allí encontré una botella de vino y una lata de cassoulet que conseguí calentar sobre un mechero. Me dormí sobre el puente, completamente satisfecho, feliz, único amo y señor a bordo, con el fusil a mi lado y la cabeza apoyada en la mochila. Estaba convencido de que cuando despertara la pesadilla habría terminado, que todo volvería al orden, que ya no estaríamos vencidos y que dispondríamos de todo el tiempo para aprender a manejar el famoso cañón de 25.
Cuando abro los ojos estoy cubierto de rocío. Me coloco nuevamente los arreos y corro hacia el cobertizo donde duermen mis compañeros. Han partido en plena noche, me informa un campesino. Parece que los «otros», los verdegrises, están por llegar. Me señala con la mano la dirección hacia donde partieron. Es un camino recto, desierto, que se pierde entre los viñedos.
Avanzo con paso rápido, el fusil al hombro y los bultos reglamentarios a la espalda, la cantimplora en un costado, la alforja al otro, el casco bien derecho sobre la cabeza, los faldones del capote levantados, solo. Ellos estás detrás de mí. Me yergo.
Pasa junto a mí una columna de blindados alemanes; tanques y ametralladoras autotransportadas. Jóvenes tanquistas barbudos, con el pelo rubio en cepillo, se asoman por las torretas. Van en mangas de camisa, algunos con el torso desnudo, bronceados, dorados por el sol, felices de su victoria, penetrando en esta Francia que ya no se defiende, que se abre ante ellos.
Yo, en cambio, soy el cornudo, el triste y miserable pequeño cornudo. Golpeo el asfalto con los talones. Desfilo solo. Divertí de tal manera a los tanquistas que ni siquiera se les ocurrió hacerme prisionero.
Uno de ellos me arrojó una barra de chocolate:
—¡Toma, soldadito de madera, ahí tienes para tu merienda!
Estaba rabioso por hacer el ridículo hasta ese extremo. Les envidiaba y les detestaba; esos soldados tenían el aspecto de verdaderos guerreros y no de figurines. ¿Para qué sirve un capote en pleno verano? ¿Y un viejo fusil capaz de disparar exactamente tres tiros? Lo más útil todavía era la bayoneta, para abrir las latas de sardina.
Para mí, esta guerra no estará terminada hasta el día que les haga pagar ese desprecio, cuando les vea largarse de mi país.
Hitler era la mala película de Nuremberg, pero también era ese ejercito joven comandado por hombres jóvenes, que se lanzaba por los caminos y se apoderaba de dos ciudades en un mismo día.
Puesto que en Inglaterra se continuaba peleando, decidí dirigirme hacia allí.
Para empezar, me reuní con mi compañía y mi batallón. Me enteré del armisticio en el castillo de La Brede, donde estábamos acantonados. Es una gran fortaleza rodeada de fosos con agua putrefacta y de torres con barbacanas. Mi amigo, el joven diplomático, que había recuperado su aplomo desde que supo que la guerra había terminado, me hizo visitar la biblioteca de Montesquieu y su habitación. Con toda la deferencia debida por un jurista al autor de L'Esprit des lois.
Al gordinflón y a mí no sé qué nos cogió, pero esa noche decidimos dormir en el lecho del gran hombre, y más considerando que en las cuadras dormíamos sobre unos infames jergones. Sentíamos la necesidad de cometer un sacrilegio. Ya estábamos hasta la coronilla de Petain, que había ofrecido a Francia su persona —cosa con la que no nos acababan de convencer— y, sobre todo, de esos oficiales que, después de haber huido frente al enemigo, se declaraban sus partidarios y ya comenzaban a mostrar nuevamente toda su parada. Nosotros considerábamos que no habían cesado de mentirnos desde la escuela, la de los Hermanos o la comunal, y que todas esas viejas glorias como Montesquieu y Petain eran parte de una vasta conspiración que nos privaba, a nuestros veinte años, de una victoria.
Sin quitarnos la ropa, con los botines claveteados, cinturón y todo nuestro equipo, quedamos dormidos como troncos en la cama de Montesquieu. El gordinflón pretendía que yo había roncado, pero yo creo que más bien era él. Para darnos coraje nos habíamos echado al gaznate medio litro de ron.
Al día siguiente tuvimos que irnos con la música a otra parte. En virtud de las convenciones del armisticio, los alemanes venían a ocupar esa zona. Nos trasladaron a Tonneis, en Lot-et-Garonne. Recuerdo una terraza sobre el río y una fábrica de tabaco. Conseguimos ciruelas secas y cigarrillos. ¡A gogó!
Por un compañero me enteré que a unos pocos kilómetros de allí había un aeródromo en el que se hallaban varios aparatos estacionados. El gordinflón estaba de acuerdo en que nos tomáramos las de Villadiego y pasáramos al otro lado del canal. No nos impulsaba el patriotismo, sino más bien el gusto por la aventura. Sobre todo estábamos cansados de sentirnos sepultados bajo esa derrota, nos ahogábamos. A De Gaulle, en esa época, no le conocíamos. Nunca habíamos escuchado su famosa alocución del 18 de junio. A Petain, en cambio, le conocíamos demasiado. Mi padre hablaba de él sin cesar. Petain en persona había acudido a condecorarle en el campo de batalla cuando era necesario permanecer allí.
Teníamos ganas de mandarlo todo al diablo. Nos habían timado, y teníamos veinte años.
Birlamos dos bicicletas, y después de haber pedaleado bastante y de habernos equivocado diez veces de camino, llegamos finalmente al famoso campo. Había allí, juiciosamente alineadas, dos escuadrillas completas de «Potez 63», que no presentaban signos de haber sido utilizadas.
Convidamos a un trago a un piloto, un sargento apenas un poco mayor que nosotros, y logramos que nos recibiera un subteniente. Yo me lancé.
Le dije que se podía ganar la costa inglesa, que seríamos bien recibidos allí, y que patatí y que patatá. Yo me embarullaba cada vez más en mi discurso, al observar que las caras de los dos pilotos se endurecían. ¿Sabes lo qué me contestaron? Que estábamos completamente chiflados.
—¡Pasarnos a los ingleses cuando nos dejaron en la estacada en Dunkerque y cuando su aviación se negó a darnos apoyo en el Somme! ¿No se os ocurre nada mejor?
—Además —dice el otro—, no tenemos suficiente combustible, y sería contrario a las convenciones del armisticio. Los aparatos deben permanecer en el terreno hasta que...
—¿Hasta que ellos los vengan a buscar?
—¡De eso yo no sé nada ni puedo saberlo! Yo obedezco a mis jefes. ¡Si hubiera habido más disciplina, no estaríamos así!
—El combustible —protesta el gordo— se puede conseguir.
—¿Es que no entendiste nada de lo que dijo el Mariscal? Va a ser necesario defender a Francia con todas nuestras fuerzas, no como maricones. De todas maneras, estamos jodidos. La pista está obstruida con bidones de gasolina, es imposible despegar. Los gendarmes nos dispararían con sólo que nos atreviéramos a hacer girar las hélices. Un buen consejo: iros de aquí, chicos, antes de que os pesquen. Volved a vuestras casas. La guerra ha terminado. ¡Nosotros nos dedicaremos a plantar coles!
Montamos en nuestras bicicletas y volvimos a Tonneins. A los compañeros que nos preguntaron dónde habíamos ido les contamos que estábamos citados con unas chicas, pero que las muy cerdas nos habían plantado.
Ahora corre el rumor de que nosotros vamos a formar la guardia particular del mariscal Petain, quien se ocupa de salvar a Francia desde Vichy. Nos entrenan para desfilar. Paso marcado, marcha, cabeza a la izquierda, cabeza a la derecha, rectificar la alineación. Nos colocan en un tren. Llegamos a Clermont-Ferrand. Me convoca el coronel y me informa de que yo, así como todos los voluntarios enganchados por el período de duración de la guerra, y en cumplimiento de una de las cláusulas del armisticio, hemos sido desmovilizados.
Me aconsejó que entrara en los Campos de la Juventud, una organización que se estaba levantando para encuadrar a los jóvenes y hacer que recuperaran el placer por el esfuerzo, el trabajo y el amor a la patria. Yo podría ser admitido como asistente, lo que equivalía al grado de oficial aspirante. Eso a mí no me convenció. El scoutismo era muy poca cosa para mí.
Partí con mil francos de prima de desmovilización en el bolsillo, un capote del ejército reteñido de marrón sobre los hombros, y en los pies un par de botines reglamentarios.
Al presentar en el lugar de residencia mi célula de desmovilización, recibiría un bono de alimentación y otro para el tabaco. Continué más o menos mis estudios.
Los ruidos de la guerra se habían apaciguado. Francia se recogió dentro de su capullo, bien abrigada a pesar de la falta de carbón. París había dejado de existir, y las provincias, envueltas en el silencio, retomaron su propio ritmo de vida. Los fines de semana yo salía a pasear en un tándem con un pintoresco personaje que, por haber perdido a su mujer, necesitaba un compañero de equipo para hacer rodar ese aparato antediluviano. Nos lanzábamos por caminos bordeados de plátanos de los que habían desertado los automóviles, nos deteníamos en albergues donde se hacía la vista gorda al racionamiento, «trabajábamos» a algunas mujeres para que nos vendieran una libra de manteca, y practicábamos el trueque de una tajada de tocino por un paquete de cigarrillos. Volvíamos completamente molidos.
De la guerra, nadie quería ni oír hablar. Todos estaban aliviados porque Petain, Darían y algunos otros se habían hecho cargo de nuestra derrota.
Después de mi desmovilización fui a dar una vuelta por Lozére. Mi padre me recibió con estas palabras:
—Bueno, ¿estás contento? Has perdido tu guerra. No valía la pena que nos tomáramos tanto trabajo para ganar la nuestra.
De buena gana le hubiera estrangulado. Recogí mis escasos trastos, mis pocos libros, mi madre me había deslizado en el bolsillo algo de dinero, y partí.
Me las arreglaba para vivir en Toulouse con una beca de la Facultad de Estrasburgo que aún no sé muy bien cómo conseguí, Joseph Calmette, mi profesor de historia medieval, me había tomado a su cargo. Consiguió que yo recibiera unos míseros honorarios del B. U. S., la oficina universitaria de estadística, un organismo más o menos redentor que servía para ayudar a los estudiantes en dificultades.
En marzo de 1941 intenté pasar a España por el Hospice-de-France. Pero conseguí que los gendarmes me arrestaran en la frontera. Y todo debido a mi torpeza. Era como si les hubiese preguntado, a ellos, por dónde se iba. Eso me valió algunos días de chirona y un buen consejo: el de utilizar otro camino la próxima vez.
Heme pues de vuelta en Toulouse. Con coles y patatas, me zambullí en los conflictos de los herederos de Carlomagno y en la escultura románica del Languedoc. Mientras, los paracaidistas alemanes se apoderaban de Creta, los italianos recibían una paliza en Albania y las divisiones Panzer se lanzaban hacia el Cáucaso. Se destripaban frente a Moscú, los japoneses destruían la flota norteamericana en Pearl-Harbor y Rommel se adueñaba de Benghasi.
A fin de cambiar un poco de aires, me arriesgué hasta Vichy. Tenía la dirección de un nebuloso primo, que era un tanto más nebuloso aún en el gabinete del Mariscal. Me recibió con un pie en el estribo. Era un muchacho extremadamente ocupado. Por la mañana los orines del Mariscal no eran del todo claros y sus servidores estaban consternados. «Vichy, la reina del Allier y nuestra capital provisional, capital de menos de veinte mil habitantes. ¡Ni siquiera una subprefectura! Fuentes de aguas termales, quioscos, hoteles pasados de moda, un vetusto casino, salas de espectáculos del más puro estilo cursi... Durante cuatro años las manifestaciones de la vida pública francesa correspondieron a la escala y a la imagen de ese lugar. Vichy capital era poca cosa, mejor dicho nada. Petain lo había expresado adecuadamente: «Vichy no resulta serio»[5]
Lo que me llamó la atención fue la extraordinaria cantidad de militares que pululaban por ahí, sobre todo marinos. Todos dándose aires de vencedores, pavoneándose y condecorándose unos a otros. La derrota les caía muy bien, y a mí me ponía rabioso.
Está claro, la derrota no era la de ellos. La responsabilidad era de «las mentiras que tanto mal nos han hecho», los políticos, los judíos, los francomasones, el Frente Popular, las vacaciones pagadas. Finalmente, de toda una juventud podrida por el bienestar y que se negaba a pelear.
Todo eso es lo que me explicaban prolijamente, aunque yo había ido a buscar un recurso para pasar al otro lado. Volví a Toulouse con las orejas gachas.
Jankelevitch, expulsado de la Facultad porque era judío, daba sus cursos en el café Conli. A la salida, depositábamos nuestras magras limosnas en su sombrero, colocado sobre una silla. Había llegado el tiempo de ir a otro sitio para no naufragar en la apatía general. Eso es lo que hice pocos meses después.
Cuando no conoces a nadie, cuando no tienes relaciones, cuando desconoces esas misteriosas redes que permiten a los pilotos ingleses abatidos volver a su país, y a pesar de todo has decidido pasarte al otro campo, ¿qué se puede hacer? Coges un mapa para tratar de establecer cuál es el punto de la frontera más fácilmente franqueable. Luego te informas prudentemente. Por el lado de Andorra estaba demasiado vigilado. Por el lado de Hospice-de-France ya me había quemado. Quedaba Bourg-Madame-Latour-de-Carol. Sólo había un problema: para entrar en esa zona se precisaba una orden de misión.
Un papel cruzado con una banda tricolor y algunos sellos más o menos borrosos arreglaron el asunto. Esta vez no estaba solo, había encontrado un compañero, Alain S..., un bretón. Se proponía hacer carrera en el ejército, tanto por gusto como para respetar las tradiciones familiares, que ordenaban que uno fuera marino o soldado. El no podía dejar pasar una guerra sin estar mezclado en ella,
Ninguna posibilidad de permitirnos los servicios de un guía o pasador. Eso costaba muy caro, y entre los dos teníamos mil quinientos francos y cincuenta pesetas.
Primero por ferrocarril, después un coche a gasógeno. En el coche, tres individuos equipados como para escalar el Himalaya, botas de esquí, camperas forradas, grandes mochilas. Era inútil preguntarles a dónde iban. Cuando descendieron del coche seguimos sus pasos. Debían conocer algún recurso.
Se meten en un tugurio, donde les espera su pasador. Nosotros vamos tras ellos. Muy cortésmente, pregunto:
—Creo que vamos en la misma dirección. ¿Podríamos hacer la travesía juntos?
Uno de los tres individuos, con verdadero aspecto de contrabandista con la policía pegada a sus talones, nos observa malignamente:
—¡Desapareced de mi vista, hatajo de estúpidos, u os mato!
Y sacó a relucir una pistola de respetable tamaño. El estaba muerto de canguelo, pero un cagado puede resultar peligroso. Vista su falta de comprensión, nos retiramos.
Permanecimos con las manos en los bolsillos hasta que se hizo de noche. Allá abajo se encendían las luces de Puigcerdá. Teníamos nuestro mapa y una brújula de dos centavos. Adelante. Siempre hacia el Sur.
Corriendo, arrastrándonos, cruzamos primero algunos campos y vías de tren más tarde, escondiéndonos tras vagones, y luego nos adentramos en la montaña. Caminamos toda la noche en la nieve, con nuestros zapatos de calle y nuestra ropa de tela barata. Para evitar que despertáramos sospechas no habíamos traído camperas de abrigo ni botines gruesos. Dos sujetos tan mal equipados no podían llegar lejos. Recuerdo que había arroyos que corrían formando cascadas en cada vuelta del camino, la nieve que empezaba a derretirse, y por encima de todo un frío de perros. Acabamos por no poder avanzar un paso más.
Intentamos coger el tren en una pequeña estación, y fue entonces cuando la guardia civil nos apresó. Con las manos esposadas, llegamos a la prisión provincial de Gerona después de hacernos atravesar toda la ciudad.
Nos habían dado un consejo: «Puesto que ustedes no tienen dinero, ni pasaportes, ni visados, háganse pasar por ingleses o por canadienses. A los franceses, la policía de Franco los expulsa.» Pero eso era falso.
Por tanto, Alain y yo hablábamos continuamente en inglés. En realidad, una abominable jerigonza. Afortunadamente, los guardias civiles eran más ignorantes que nosotros de la lengua de Shakespeare.
La prisión provincial de Gerona rebosaba de ingleses y de canadienses. Todos falsos.
Los verdaderos, cuando se les echaba mano, no permanecían mucho tiempo en esa cárcel. Se trataba generalmente de tripulantes de bombarderos que habían sido derribados, y el cónsul de Gran Bretaña acudía presuroso a sacarles de ese avispero. Para reexpedirles al matadero, claro. Los pilotos escaseaban.
En ese tercer cuadro había una notable mezcolanza, jóvenes como nosotros que habían partido con sed de aventuras, sin un duro, sin recomendaciones; algunos oficiales y suboficiales de carrera que deseaban continuar la guerra; judíos franceses y judíos alemanes, para quienes la huida era cuestión de vida o muerte y que no confiaban en el porvenir de la zona ocupada. Todo el mundo haciendo gala de nombres falsos, sin que nadie se llamara a engaño, y menos aún nuestros guardianes.
Mezclados con nosotros había presos políticos españoles, algunos de ellos condenados a muerte, que constituían allí una aristocracia y a los que se trataba con cierta deferencia, pero a los que se ejecutaba de cuando en cuando.
Misa obligatoria todos los domingos, sea cual fuere la religión de los detenidos. Llegada la elevación, a guisa de campanilla, sonaba un clarín. Al terminar, debíamos gritar: ¡Arriba España! ¡Una, grande, Libre! ¡Franco, Franco! (Que nosotros cambiábamos por el ¡coño, coño!)
Acorralados como bestias, diez por cada celda, y amontonados en los pasillos, no teníamos ni un jergón donde dormir.
Por la mañana, como desayuno, una especie de agua turbia que pretendía ser café. A mediodía, un cucharón de sopa, y por la noche, otro cucharón de sopa con un mendrugo de pan de cien gramos. Reventábamos de hambre, a pesar de algunos paquetes de higos secos que podíamos comprar en el Economato.
En esa cárcel tuve algunos encuentros asombrosos. Un día vimos llegar a un teniente francés evadido de Alemania, con un viejo impermeable sobre su uniforme y unas perneras recortadas de un pantalón para ocultar sus leggins, sostenidas con imperdibles. Nos pregunta:
—¿Cómo se sale de aquí?
Estallamos en carcajadas. Se le hace saber que nadie se ha evadido jamás de la prisión de Gerona desde que acabó la guerra civil. Tres semanas más tarde él se había marchado. Nunca se supo cómo se las había arreglado. ¡Insensato! Una especie de Latude.
Había descubierto su vocación en los campos de concentración alemanes, y a partir de entonces batió todos los récords conocidos de evasiones. Ninguna fortaleza pudo resistírsele. En cuanto le volvían a pescar, se largaba nuevamente, siempre vistiendo su uniforme. Estaba preso en Portugal cuando nuevamente preparó sus maletas, sabiendo que sería puesto en libertad al día siguiente. Sólo por deporte.
Murió al frente de su compañía de fusileros argelinos, por el lado de Monte Casino. Olvidé su nombre.
En un rincón del pasillo había tres chicos que sólo hablaban de aviones. Sabían todo lo referente a los Spifire, los Junker, los Messerschitt, los Bristol. Conocían sus cualidades, sus radios de acción, el número de ametralladoras o de cañones con que estaban armados, el peso de las bombas que podían transportar. Entre los tres no sumaban cincuenta y cinco años. Les llamaban «los aviadores». Ellos sabían lo que querían: convertirse en pilotos de caza en la R.A.F.
Los que nos habíamos declarado ingleses o canadienses recibíamos una ayuda del consulado británico: una manta, unas pocas pesetas, un paquete de leche en polvo.
Los «aviadores», que orgullosamente se habían declarado franceses, no tenían nada, reventaban de hambre. Apenas se podía contar con la solidaridad. Cuando el estómago suena a hueco, cada uno va para sí. Después nos organizamos mejor. Tuvimos que confraternizar a la fuerza, pero no fue fácil convencer a algunos de que estábamos todos en el mismo barco, que ante todo estaba la guerra y que debíamos compartir nuestros recursos.
El más joven de los «aviadores» cayó gravemente enfermo. Para salir del aprieto había sólo un recurso: dirigirse al cónsul francés del gobierno de Vichy. Este le hizo saber que lo repatriaría, con una inevitable consecuencia para él: la internación. El «aviador» se negó. Pero, finalmente, una mañana no le quedó más remedio que hacer su equipaje y marchar.
En 1961 estaba volando de vuelta de un viaje a Tahití. Entre las islas Fidji y Australia, todo el mundo dormía en nuestro DC-8. Yo divagaba. El comandante de a bordo vino a sentarse a mi lado. Había leído algunos de mis libros y le habían gustado. Me habló de ellos. Luego me confesó que él también escribía... versos. Resignado, y maldiciendo una vez más a Saint-Exupéry por haber suscitado tantos borroneos de papel entre los hombres del aire, le dije que estaría encantado de escucharle. Quedé sorprendido.
Sus versos eran excelentes y muy hermosos. Uno de esos poemas se refería a un chico encerrado en una prisión que quería hacerse aviador. Por la noche, cuando los otros dormían, él iba a las letrinas, porque a través de un tragaluz alcanzaba a ver un trozo de cielo y una estrella.
El único lugar desde donde se podía contemplar una estrella en esa puta cárcel de Gerona era el cagadero. Yo también iba allí, y me olvidaba de los olores.
El comandante era uno de los tres «aviadores» del pasillo. El primero había muerto en un hospital español. El y su otro compañero habían logrado alistarse en la R. A. F. Al compañero le habían abatido sobre Alemania. El era el único sobreviviente del trío.
Los reactores ronroneaban suavemente sobre el Pacífico. La tenue luz nos alumbraba débilmente. Estábamos muy cerca el uno del otro, no era preciso hablar más.
Estábamos llegando a Sidney y el comandante volvió a su puesto de piloto. No volvimos a vernos. No consigo recordar su nombre. Me gustaría encontrarme con él. Un apellido de resonancias alsacianas, creo.
Después del desembarco de los norteamericanos en África del Norte, la Cruz Roja dio al fin señales de vida. Pudimos conseguir unos jergones de paja, ¡el súmmum de la comodidad! Se alquilaban por meses a los condenados a muerte, quienes a su vez traficaban con ellos. Después tuvimos cigarrillos, muy negros y muy fuertes. Fumar con el estómago vacío nos sumía en un estado de semidelirio, como si fuera hachís.
El hachís habría de fumarlo por primera vez en Beirut, con el jefe de la Policía. Fue durante la revolución de 1958, cuando los nacionalistas cristianos y los musulmanes nasseristas se enfrentaban en las calles de la ciudad. Como ahora. Los sirios que soñaban ya con anexionarse el Líbano se dedicaban a derramar aceite sobre las llamas. Pero aquella vez habían desembarcado los marines norteamericanos.
Uno se aburría a muerte durante el toque de queda. Fue entonces cuando el policía organizó para los periodistas algunas salidas turísticas por los lugares de mala fama. Todo a cambio de un precio razonable.
Reencontré en el hachís, fumado en un narguile, el acre sabor del tabaco español, pero sin ningún efecto, salvo ganas de reír y necesidad de escupir. Entonces yo estaba gordo y bien alimentado. Dieciséis años antes flotaba dentro de unos pantalones de pana con las costuras repletas de piojos.
En Gerona fumábamos religiosamente nuestros cigarrillos, como drogados, tirados sobre nuestros jergones, y soñábamos. A medida que aumentaba nuestra debilidad, nuestras visiones eróticas se iban haciendo progresivamente etéreas. Las muchachas perdían sus culos y sus pechos para transformarse en románticas apariciones. Sobre todo, estábamos obsesionados por la comida, recomponíamos indefinidamente el menú del festín que nos daríamos al salir de chirona.
Yo tenía siempre un poco de fiebre. Era casi agradable, y mis compañeros encontraban que tenía buen aspecto.
Un día, la Cruz Roja consiguió que los españoles nos pusieran en residencia vigilada en una pequeña localidad balnearia próxima a Gerona, Caldas de Malavella, el Vichy catalán. Nada que ver con aquel del Allier.
Nos amontonaron en grupos de a doce, en los que cada uno era responsable del resto de sus camaradas. Si alguno de los miembros del grupo hacía alguna tontería o intentaba evadirse, los demás pagaban por él.
Tal fue el éxito, que poco después nos encontrábamos todos en un campo de concentración de Miranda de Ebro. Uno de los nuestros había encontrado la manera de acostarse con la mujer del jefe local de Falange (lo que no deja de ser satisfactorio) y hacer que le pescaran (lo cual es imperdonable).
No voy a hacer aquí una descripción detallada del campo de Miranda. Se ha escrito no poco sobre ese asunto. Había allí una mezcolanza de gente más bien explosiva, como podrás juzgar.
En primer lugar, los prisioneros políticos españoles, los rojos; a continuación los polacos, que después de la batalla de Francia habían forzado el cruce de la frontera; después los desertores de la Wehnnacht (había muchos más de lo que se ha dicho). Luego venían los franceses. Los vascos franceses se organizaron aparte en un barracón. Ellos tenían sus propias redes, sus combinaciones y sus curas. Los polacos hicieron lo mismo. Eran los más duros, los más encarnizados.
Los oficiales de carrera, o los que pretendían serlo, reclamaban un trato especial. Petición que no fue extendida a los simples aspirantes. Después de ruidosas intervenciones de un tal capitán Benoist (sic), quien en África del Norte demostró ser un chapucero de segunda categoría, fueron alojados en el «calaboso», en la prisión. Recibieron doble ración de rancho.
Todos aquellos que estaban condenados a vivir durante largos años en ese campo, prisioneros españoles y desertores alemanes, habían organizado garitos, idearon ruletas donde se jugaban pesetas y cigarrillos y montaron fondas donde podía conseguirse vino y alcohol. E incluso un burdel de hombres, La Belle Hollandaise, donde rubios efebos concedían sus favores.
Cada barracón tenía su jefe, una especie de kapo que abusaba de su poder para obtener ventajas personales.
La infecta comida era servida en unas grandes fuentes, los peroles, colocados directamente en el suelo. Trozos de carne flotaban en el aceite rancio junto con algunos garbanzos.
Repentinamente, los polacos decidieron por su parte una huelga de hambre, a pesar de todas las protestas de esos señores del «calaboso». Por tres motivos: protestar contra el asesino de uno de los suyos, herido por un centinela al intentar la fuga y luego rematado; manifestar su existencia a los organismos aliados, y recordar a los españoles que no eran animales adecuados para mantenerlos encerrados para el resto de sus días.
La diversidad de los intereses y las nacionalidades y la falta de solidaridad entre los prisioneros tenía que abocar esta huelga al fracaso. Pero los polacos hallaron la solución: instalaron guardias armados con garrotes junto a cada perol. Quien osara acercarse, recibía una buena ración de palos. La huelga resultó un éxito al cien por cien. He visto más tarde y en muchos lugares aplicar los mismos métodos.
Los reveses nazis y los triunfos aliados impulsaron a los españoles a liberar un primer contingente de prisioneros. Yo me encontré en ese convoy.
Recibimos un pantalón de lona, una camisa y un par de alpargatas. Nos embarcaron en vagones para el transporte de ganado, después de habernos contado y recontado una docena de veces. Unas horas más tarde franqueábamos la frontera de Portugal.
Lo primero que vimos fue una inmensa inscripción pintada con cal en el talud de la vía férrea: ¡Viva Francia! Todos experimentamos ganas de llorar. En Setúbal nos embarcaron en un buque de carga, y de allí a Casablanca.
A nuestra llegada nos esperaban los reclutadores de los dos ejércitos franceses, los gaullistas y los giraudistas. Unos y otros pregonaban su mercancía: «Vengan con nosotros —decían—, la sopa es buena y la guerra divertida.»
Los gaullistas nos ofrecían los campos de batalla de Libia, la epopeya de Leclerc en el Chad, Bir Hakeim y el Battle-dress inglés; los giraudistas, la campaña de Túnez, los combates de Bizerta y el uniforme norteamericano: botines acordonados y camisas sueltas.
Uno de nuestros cantaradas, B..., había sido particularmente afectado por la prisión. Cuando llegó a Gerona era un gordito apacible, afable, discreto. Se había derrumbado en las mazmorras de Franco, y sus carrillos colgaban como los de un viejo cocker. Apenas podía mantenerse en pie. Un tío suyo había venido a esperarle en el muelle. Al verle, le interpeló con los brazos en jarras:
—¡Oye! ¡Te has tomado tu tiempo para llegar!
B..., que esperaba por lo menos ser felicitado, no lograba recuperarse. El tío era el general Leclerc. B... caería muerto bajo sus órdenes en la 1 D.B.
Lo cierto es que habíamos pasado mucho tiempo en el camino. ¡Nueve meses! Por mi parte, yo me hubiera privado de buena gana de ese penoso noviciado antes de enrolarme bajo la bandera de la guerra.
No bien habíamos desembarcado, nos sometieron a un largo interrogatorio de identificación. Se temía que algunos espías nazis se hubieran mezclado con nosotros. Uno de ellos podría haber sido, incluso, mi compañero Alain, lo que me complicó en el asunto. Como a Alain le molestaba ese tipo de cuestiones, había contestado a otro prisionero que le preguntaba por qué se había unido al campo aliado:
—En mi familia participamos por tradición en todas las guerras. Yo podía elegir entre Rusia y África. Como soy friolero, me decidí por África.
El otro, para hacer méritos, al llegar se había apresurado a denunciarlo como elemento sospechoso.
Afortunadamente, el oficial de la seguridad militar conocía muy bien a la tribu bretona y guerrera de S..., parte de la cual ya se había unido a la cruz de Lorena. Se divirtió con el incidente, pero dio un consejo a Alain:
—Ten cuidado con lo que dices. En tiempos de guerra, sobre todo en una guerra como ésta, que se complica con una cantidad de pequeñas guerras personales, rivalidades de hombres, de clanes y de servicios secretos, no es recomendable ser gracioso ni provocativo.
Decidí incorporarme a la infantería colonial, pues nadie había venido a pregonar su «buena sopa».
Los liberados del campo español nos desparramamos en todas direcciones, jurando que nos volveríamos a ver y sabiendo que nada haríamos para conseguirlo. Dejamos que el azar se encargara de volver a reunimos.
Visita médica de incorporación. Radioscopia. A diferencia de mis compañeros, mi caso se arrastra y se complica. Tengo derecho a toda clase de radiografías. Finalmente, el director del hospital me hace comparecer.
—El ejército ha terminado para ti. Tienes que recuperarte. Tienes una caverna en el pulmón derecho. Te vamos a curar.
Yo protesto. ¡Hacer todo ese trayecto, perder nueve meses en las prisiones de Franco para quedar fuera del juego y terminar miserablemente en un hospital civil! ¡Demasiado injusto! ¡No es posible! ¡Me niego!
El médico se deja conmover. Mi estado no es tan grave. No soy contagioso. Pero está ese poco de fiebre que me impide recuperarme como debiera. Transige: soy bueno para el servicio de armas, pero inútil para la infantería. Me envían a Cherchell, para seguir cursos de oficial de ingenieros.
¡Va a ser muy divertido! ¡Yo que ni siquiera sé extraer una raíz cuadrada!
En la escuela me fastidiaron la paciencia. No entendía nada del pandeo de los materiales utilizados para la construcción de los pilares de un puente. Estaba interesado, en cambio, en los explosivos. Las diferentes técnicas de sabotaje me apasionaban. Sobre todo los ensayos que hacíamos con T.N.T. en una vía férrea abandonada.
Me había alojado en casa de una anciana señora, la condesa de R... junto a la playa tenía una encantadora casa cubierta de enredaderas que disimulaban las grietas de las paredes. La escuela le pasaba una mensualidad por tenerme de pensionista.
A sus ochenta años, ella era aún coqueta como una muchachita y cuidaba con esmero su cabellera blanca. Nos dábamos grandes festines con una lata de sardinas y tres patatas asadas
La biblioteca de la casa estaba repleta de obras antiguas bellamente encuadernadas, algunas devoradas por las ratas. Un día descubrí en perfecto estado la edición original de la traducción de Amyot de las Vidas paralelas, de Plutarco. En la portada, el gran sello de la ciudad de Auxerre, de la que Amyot era obispo. Ambos tomos contenían numerosas correcciones manuscritas del propio traductor.
Apenas sabía nada del negocio de libros antiguos, pero no hasta el punto de ignorar el valor que podían tener esos ejemplares únicos. Se los mostré a la condesa, quien, sin exigir ninguna explicación, me dijo:
—¿Le interesan? Cójalos.
Se encontraba en la miseria y poseía un tesoro cuya venta le permitiría vivir hasta el fin de sus días sin necesidad de tomar inquilinos. Me vi en la obligación de echar un discurso moralista, aconsejarle que le escribiera al encargado de la biblioteca de Argel para informarle del caso.
No conozco el desenlace de esa historia, pero más tarde imaginé una continuación que podría servir de trama para una novela que nunca escribí, como tantas otras, que sólo las he soñado.
Yo soy el aspirante Pierre o Paul que aceptó el regalo de la condesa. Me llevo las Vidas paralelas. Me envían a combatir a Italia, en Monte Casino. Caigo muerto en el curso de un ataque. Mi cadáver queda en el campo con mi mochila a la espalda, y en ella Plutarco.
Un oficial alemán recoge los libros. Es un universitario, mejor aún, un intelectual. Se queda con los libros y se deleita con ellos. Le envían al frente ruso. El oficial alemán es a su vez muerto por guerrilleros, quienes, al carecer de papel, utilizan las hojas de la rarísima edición para liar cigarrillos...
Cuando abandoné Cherchell, tenía una doble licencia: de jefe de sección de infantería y de ingenieros. Me enviaron a Sahara para recuperarme. En pocas semanas, el aire seco del desierto acabó de curarme por completo. Logré pasar sin problemas el examen médico de aptitud para las unidades de asalto.
Fui reclamado por mi cuerpo de origen, la infantería colonial, y me encontré en el C.L.I., el Cuerpo ligero de intervención, un grupo de comandos especialmente preparado y entrenado para la reconquista de Indochina y la guerra en la jungla en el Extremo Oriente.
Los japoneses ocupaban por entonces Birmania, Malasia, Indochina e Insulandia, territorios todos muy ricos. Los ingleses, franceses y holandeses esperaban reimplantar sus administraciones después de la victoria, aunque, por supuesto, hubiera que sacrificar algunos beneficios.
Los norteamericanos contemplaban las cosas desde una óptica diferente. Ellos creían que toda esa parte del mundo se había convertido en su coto privado. Los antiguos colonizadores chocarían, por tanto, no sólo con los japoneses y los gobiernos colaboracionistas que, bajo el pretexto de la coprosperidad asiática, actuaban de acuerdo con ellos, sino además con los movimientos de liberación ya controlados por los comunistas y que contaban con el apoyo de los servicios secretos de Washington, el O.S.S.
Los norteamericanos, que detentaban el monopolio de los transportes y del abastecimiento de material de guerra, poseían la llave del tesoro. De ahí la necesidad que experimentaban los ingleses, franceses y holandeses de preparar un tipo de unidades de combate pequeñas, que compensaran con su eficacia su carencia de medios y que pudieran actuar sin despertar los recelos de Roosevelt y su equipo.
En el origen de esta iniciativa se encuentra un personaje fuera de serie, Orde Wingate. Hijo de un pastor, él mismo gran lector de la Biblia (sabía hebreo), se esforzaría para reintroducir en el ejército dos nociones revolucionarias que hacía ya casi un siglo que todos los estados mayores habían olvidado cuando no menospreciado: la imaginación y el sentido común.
Después de haber prestado servicios en el Sudán, el capitán Wingate fue enviado en 1936 a Palestina como oficial del servicio de información. Mientras la política del gobierno británico era proárabe, Wingate era proisraelí, por sentimientos religiosos y por tradición familiar. Se convirtió en el Lawrence de los judíos.
Cuando se marchó a Palestina, al cabo de año y medio, había troquelado para siempre con su marca la Haganah y el notable ejército que de ella surgiría. El fue el creador de los célebres «batallones de la medianoche», enseñó a los israelíes a combatir a cuchillo en la oscuridad, a valerse de las granadas, a especializarse en emboscadas y golpes de mano, y a obtener el escaso armamento valiéndose del adversario. Entre sus discípulos figuraban Moshe Dayan y algunos otros del mismo temple.
Los israelíes dirían de ese goy[6]: «Si no lo hubieran matado, hubiera sido el jefe de nuestro ejército.» Dieron su nombre a un instituto.
Desautorizado por sus jefes, Wingate fue llamado a Inglaterra, donde fue «puesto a enfriar». Pero en 1941 le encontramos de nuevo a la cabeza de los irregulares etíopes que reinstalarían al Negus en su trono.
Te das cuenta, entonces, de qué clase de tipo era. No conformista, haciendo la guerra a su manera, siempre escaso de medios y sin preocuparse jamás por las sacrosantas tradiciones, pero eficaz. Sólo se arriesgan a utilizarle para operaciones de diversión, en las que puede desarrollar plenamente su sentido de la improvisación y su bastante demente «carisma» de conductor de hombres y de inspirado de Dios.
Así es como Wingate desembarca en Birmania. Es un poco su patria, pues nació en la frontera entre Nepal y el Tibet, en el Estado de Uttar Pradesh.
Consideraba que la guerra en esa parte del mundo se hacía al margen del más elemental sentido común. No porque los japoneses tuvieran los ojos oblicuos estaban por ello mejor adaptados para el combate en la jungla de los europeos. Así sugirió la creación de los «grupos de penetración a gran distancia», destinados a desbaratar las comunicaciones del enemigo. Siempre su obsesión: la guerrilla, el combate nocturno.
Después de algunas vacilaciones, el Estado Mayor del ejército de la India dio su asentimiento. Porque no había otra alternativa —siempre la carencia de medios— y porque era muy necesario tratar de recuperar gracias a algunos combates exitosos el tan comprometido prestigio de los ingleses, que acababan de recibir una dura paliza de los soldados de Mikado.
Wingate creó el famoso grupo franco «Chindit», nombre tomado del de un animal de fábula, mitad águila y mitad león, cuya estatua se encuentra en todas las pagodas birmanas. Bastante curiosamente, este animal simboliza la guerra que se proponía hacer Wingate, basada en una estrecha cooperación tierra-aire. Se trataba de mantener detrás de las líneas japonesas un verdadero ejército, reabastecido desde el aire mediante paracaídas.
Militar profesional, Wingate conocía perfectamente el ejército tradicional, en el que la instrucción del joven soldado tiene por objeto la destrucción de su espíritu de iniciativa y la anulación de su imaginación, reemplazándolos con meros reflejos. El individuo es condicionado para convertirse en un instrumento en manos de sus jefes. El soldado obedecerá mecánicamente las órdenes, sin interpretarlas ni discutirlas.
De ahí proviene la importancia de los desfiles, donde los soldados se han transformado en autómatas que levantan la pata todos al mismo tiempo. La calidad de un ejército se evidencia, dicen, por la manera como desfila.
Wingate pensaba lo contrario. Consideraba que en lugar de castrar al individuo, de amputarle todo aquello que constituye su personalidad, es posible, mediante el cultivo de sus cualidades y defectos de civil, de hombre completo, obtener un mejor rendimiento y, por ello, exigirle más que a cualquier otro soldado profesional.
Esto contradecía todas las enseñanzas que se habían sacado de la guerra de 1914-18, rechazando la noción de «material humano». No porque Wingate fuera humanista, sino porque detestaba toda forma de desperdicio. Pretendía obtener de sus hombres lo imposible en una guerra nueva, y como disponía de muy pocos soldados para las operaciones planeadas, trataba de economizarlos y de enseñarles a no dejarse matar estúpidamente.
El se decía: «Voy a reclutar mis voluntarios entre los peores soldados, aquellos que son considerados así porque se sienten incómodos en el bueno y decadente ejército de la reina Victoria, el de los lanceros de Bengala y la carga de la brigada ligera (el que seguía existiendo aún en 1942). Quiero tener conmigo a los que piensan que merecíamos nuestra derrota porque nos hemos dejado ganar por los japoneses, y también a los que no tienen ganas de comenzar de nuevo a las órdenes de los mismos jefes, a recibir la misma paliza. Les enseñaré a reflexionar. Quiero que conduzcan por sí mismos su guerra, que la improvisen, que decidan su acción en función de las circunstancias. He de proponerles un juego peligroso y apasionante. Serán Kim en la selva. Llevarán a cabo un combate difícil, en el que todos los recursos estarán permitidos. Se comportarán como asesinos, falsearán, trampearán, utilizando para ello las propias armas del enemigo. Lo mismo en el plano político, valiéndose de las minorías, siempre oprimidas en Asia, y con cuentas que arreglar con los gobiernos de turno. Mis soldados dejarán de ser robots y pelearán porque les gustará, porque ellos habrán elegido esta forma de guerra.»
Otra gran idea de Wingate: cualquier soldado, convenientemente entrenado, está en condiciones de combatir en la selva tan bien, si no mejor, como aquellos que están habituados a vivir allí. La jungle est neutre es el título de un excelente libro de otro inglés, Spencer Chapman, que practicó este tipo de deporte en Malasia y en Birmania, después de escapar del desastre de Singapur.
En Djidjelli, los instructores del cuerpo ligero de intervención, el C. L. I., se esforzaban para organizar comandos que trabajaran de acuerdo con los principios elaborados por Wingate y Chapman. Se tenía en cuenta el doble objetivo perseguido: expulsar de Indochina a los japoneses y sus aliados y, al mismo tiempo, reemplazar la vieja administración colonial del almirante Decoux, que se hallaba comprometida con el enemigo. Eso era, al menos, lo que se decía.
Debíamos tratar de apoyarnos en determinadas resistencias locales (cuya importancia real se había exagerado) y en algunas minorías (que nos eran mucho más favorables de lo que se creía). Con esas minorías debíamos formar verdaderos miniejércitos en el interior del país, utilizando a los unos para golpear a los otros, siendo aquellos representados por nosotros. Una sola cosa se olvidaba: el Vietminh, la resistencia comunista, que no era adecuadamente conocida.
En los campos en torno de Djidjelli se encontraban reunidos cierto número de administradores coloniales, como Messmer y otros, que iban a desempeñar un importante papel en la «reconquista» de Indochina, así como en la pérdida final de la misma. Se concentraban además algunos especialistas en «destrucción», yo entre ellos, y algunos individuos de color bastante subido, como ese capitán Dewavrin, hermano del coronel Passy. Todos voluntarios, desde luego.
En la práctica, se trataba de organizar «sticks» de intervención, pequeños grupos de cuatro o cinco hombres que serían arrojados en paracaídas con una misión precisa: volar un camino, un puente, una defensa, incendiar una base enemiga.
Este tipo de operaciones presenta siempre cierto número de «incógnitas». Ignorábamos cómo seríamos acogidos al tocar tierra y por quién. En el peor de los casos, podíamos ser eliminados antes de que tuviéramos tiempo de desembarazarnos de los paracaídas.
Muchos de mis camaradas que, por carencia de información, fueron «tirados» a ciegas en Tonkín, en Laos, en Camboya, en la Alta Región o en la frontera de China, dejaron allí sus huesos. Y algunos de ellos tardaron mucho tiempo en morir.
Los «sticks», una vez cumplida su misión, no debían ser recuperados, sino que, por el contrario, debían permanecer en el lugar y organizarse en la selva en bases camufladas, a partir de las cuales realizarían raids. Esto obligaría a esas unidades a vivir durante semanas y meses en el corazón de la selva, valiéndose de los recursos locales. No podrían disponer de envíos regulares de provisiones, ya que el abastecimiento de víveres mediante paracaídas sólo podría ser eventual. Se carecía de aviones, o había muy pocos, y las armas y las municiones tenían absoluta prioridad.
Arréglate como puedas, muchacho, para hacer potable el agua, desenterrar raíces comestibles y pescar y cazar sin que te descubran. Te enseñaban a reconocer las hierbas, las lianas y las bayas que, a falta de algo mejor, te permitirían sobrevivir. Te enseñaban a filtrar el agua con tu sombrero, lo que de todos modos no evitaba la disenteria; a curar tus llagas y tus heridas... Seguíamos toda clase de cursos que finalizaban, al modo de los scouts, con una prueba final y la concesión de un certificado. ¿Sabías que en un principio el scoutismo era una escuela donde te enseñaban a hacer la guerra?
Provisto de una brújula, un mapa y una cantimplora con agua ligeramente salada, debías recorrer en cuarenta y ocho horas doscientos kilómetros de distancia, solo, arreglándote como quisieras, decidiendo tus propios períodos de marcha y de descanso. O te enviaban en una balsa en alta mar, bajo los rayos del sol, y debías arreglártelas para sobrevivir y mantenerte en forma, contando únicamente a modo de equipo con un toldo que hacía las veces de vela y que al mismo tiempo debía servirte de abrigo y permitirte recoger agua de lluvia. ¡Por otra parte, era necesario que lloviera! Pero, como buenos franceses, no podíamos dejar de hacer algunas trampas. Llevábamos algunos cartuchos con dinamita, y la prueba de la balsa se convertía en una partida de pesca con explosivos.
Un médico había convencido a Wingate de que los seres humanos necesitaban dormir menos de lo que se creía. Lo único importante es la primera hora de sueño, cuando éste es más profundo y reparador. Lo demás era tiempo perdido.
Por tanto, Wingate había establecido un sistema de entrenamiento que permitía al mismo tiempo romper el ritmo del sueño y limitar su duración. Debíamos llegar a dormir en cualquier parte y en cualquier momento, en cualquier posición y de cualquier manera. Esto sin dormir nunca más de una hora seguida y en ningún caso durante más de cuatro horas al día.
Nos enseñaban, además, el disparo instintivo: tirar sin apuntar y sin apoyo, y sin conocer de antemano el arma que habríamos de utilizar.
Te encontrabas solo en medio de la noche. Repentinamente te arrojaban un arma cualquiera, francesa, inglesa, norteamericana o japonesa; fusil, ametralladora o F.M. En pocos segundos debías ser capaz de hallar el seguro y saber si el cargador del arma estaba lleno. Se iluminaban blancos, delante o detrás de ti, cerca o lejos, durante el tiempo que brilla un relámpago. Era preciso dar en el blanco.
Al comienzo los resultados fueron catastróficos. Nunca alcanzabas a reaccionar con la velocidad necesaria, a entrar en situación. Pero al cabo de algunas semanas y de centenares de cartuchos desperdiciados se producía el milagro y tú dabas en el blanco. Habías adquirido los reflejos que hacían de ti un tirador «instintivo».
También nos enseñaban a lanzar el puñal. Eso no tiene ninguna semejanza con lo que se ve en el cine, con la hoja sostenida por la punta entre dos dedos a la altura de la cabeza. Por el contrario, la hoja debe estar completamente plana en la palma de la mano, con la punta dirigida hacia uno mismo. Cuando el arma está bien equilibrada, da por sí misma media vuelta en el aire antes de clavarse en el enemigo. Un consejo: apunta siempre al vientre o a la espalda. Desconfía del cinturón y de los partes del equipo que pueden actuar como coraza.
Nada más fácil que degollar un centinela sin hacer ruido. Te colocas junto a su recorrido, esperas que pase y saltas, lo coges por el borde del casco y tiras hacia atrás. La cinta que lo sujeta le estrangula y le impide gritar. Al mismo tiempo, la hoja del puñal que le has apoyado en los riñones penetra con toda naturalidad.
No teníamos derecho a tomar nuestro desayuno si antes no habíamos dedicado diez minutos a endurecer el borde de nuestras manos sobre la mesa de madera maciza.
Otro juego: un compañero te plantaba su pistola en la espalda, con la bala en la recámara, y debías desarmarle mediante un rápido giro de todo el cuerpo acompañado de un golpe seco sobre el brazo. Era necesario no fallar el golpe, pues el compañero tiraba de verdad. Tú hacías lo mismo cuando llegaba tu turno. Al principio tuvimos algunos accidentes. Estos formaban parte del porcentaje normal de pérdidas previsto para el entrenamiento. No sé si era del 3 o del 7 por 100.
Uno se acostumbra a jugar con el peligro.
Una vez atravesé la tela de la tienda de campaña donde dormía, junto con la tabla sobre la que extendía mi jergón, propulsado a toda velocidad por la carga de T.N.T. que un compañero había prendido debajo. Algunas moraduras.
Se aprendía a avanzar sin hacer ruido, apoyando primero el talón y luego el resto del pie. Eso es muy fatigoso, pues hay que emplear músculos que habitualmente no se utilizan. Para hacerte reconocer, imitas el grito de determinados animales. En La jungle est neutre, Chapman cuenta que utilizaba para señal de reconocimiento el chasquido de lengua que se usa para azuzar a los caballos.
En una noche tranquila, una señal como ésa puede escucharse a mucha distancia, no llama la atención; puede ser producida por cualquier pájaro o insecto, ser un fruto que cae, una rama que se rompe.
El mismo Chapman utilizaba el ulular del búho de Inglaterra, perceptible incluso en la más espesa selva y que en ningún caso puede ser confundido con ningún otro ruido.
Se aprende, para la eventualidad de que las pilas de tu linterna eléctrica estén gastadas, a producir por los propios medios una claridad suficiente como para consultar un mapa o alumbrar un camino. Se colocan gusanos fosforescentes o luciérnagas en el reflector de la linterna. Los Viets emplearían muy a menudo estos procedimientos, muy conocidos por todos los viejos viajeros de la espesura.
Te enseñaban a fabricar, con un trozo de bambú, una sonda o pinzas para extraer una bala; a aplicar polvo de tabaco sobre las mordeduras de las sanguijuelas, como hacen los chinos; a desconfiar del buey salvaje de Malaca y del gaur de Indochina, los más peligrosos de todos los animales, porque te atacan en cuanto te ven y, si están heridos, no te dan cuartel; a no olvidar jamás que en la selva las distancias son difíciles de calcular correctamente. Si no se utilizan las pistas, se necesitan varias horas para recorrer un solo kilómetro. Hay que abrirse camino machete en mano. Como uno es blanco, y eso se nota, hay que camuflarse o teñirse la piel.
Atención al exceso de confianza: es el peor peligro. Para hacer que te acribillen, es suficiente con olvidar una sola de las precauciones elementales que te han enseñado, con el pretexto de que no hay nadie, que la jungla está vacía. La jungla nunca está vacía. En ella todo el mundo acecha a todo el mundo.
Durante el entrenamiento rige la prohibición absoluta de fumar, beber y divertirse con las muchachas. Otro invento del viejo puritano Wingate.
De cualquier manera, la guerra que él nos ofrecía era mejor que Verdún, las trincheras, los ataques a bayoneta calada. Aun cuando nos aguardaran el vino tinto y la Madelón.
El entrenamiento de unidades de ese tipo resulta costoso, pero, como en la ruleta, cuando el número sale, devuelve treinta y dos veces lo invertido. Tres o cuatro buenos muchachos que dispongan de suerte y de aplomo pueden hacer el mismo trabajo que una brigada de infantería: tres mil soldados a los que es necesario transportar y aprovisionar, con sus equipos, sus víveres, sus armas pesadas y sus vehículos.
Si un «stick» deja de dar noticias suyas, es que ha fracasado. Sólo resta expedir otro hasta que la cosa funcione.
El «stick» se compone generalmente de un teniente o un capitán que lo dirige, un adjunto, subteniente o aspirante, un especialista en destrucción, un operador de radio con un ayudante y dos artistas del puñal y el fusil de mira telescópica, todos ellos por lo menos con el grado de suboficial.
Los emisores de radio eran casi siempre alimentados por pequeños generadores a pedal, molestos y pesados. Se recomendaba capturar prisioneros rápidamente para que colaboraran en su transporte y para pedalear.
Una unidad de comando cuya radio dejara de funcionar, era considerada perdida.
Podía darse el caso de que uno de esos soldados de lujo, al cabo de varios meses de llevar esa vida, comenzara a buscar razones distintas de las técnicas o las deportivas para pelear como él lo hacía, y criterios diferentes del mero logro del éxito. Ese soldado continúa siendo muy frágil, a pesar de su entrenamiento. Ya no tiene la custodia que constituyen la disciplina, las tradiciones militares y la presencia a su lado de otra gente de su raza y de su propio medio.
Le han exigido que comprenda las razones del adversario, que se impregne de sus teorías a fin de poder combatirle mejor y en su propio terreno. Y he aquí que se encuentra librado a su propia iniciativa, muy lejos de su casa, obligado a adoptar otro modo de existencia, costumbres diferentes a las suyas. La suya es una guerra total, donde siempre se mezcla la política. ¿Por qué pelea? En general, para restablecer un poder colonial caduco que todos rechazan, incluso esos partidarios suyos que no hubiera logrado reclutar sin mentirles prometiéndoles la independencia. Debes mentir, siempre mentir, sobre todo a hombres que viven o mueren a tu lado, porque ellos han creído en ti. Eso se hace a la larga insoportable.
Entonces algunos flaquean, se adhieren a la doctrina del enemigo. Otros se vuelven locos por haber estado peleando solos durante mucho tiempo. Ellos habían soñado convertirse en reyes, y a menudo conocieron en cambio extrañas y sórdidas aventuras que siempre concluyeron trágicamente. Otros han buscado la muerte, porque para ellos no existía ninguna otra solución. La victoria les condenaba tanto como la derrota.
Los viejos militares, los detentadores del F.M. 24, modificado 29, perdieron guerras, pero eso estaba conforme con las reglas. Los otros, los hijos de Wingate, los boinas rojas, negras o verdes, quisieron ganar las guerras, sin preocuparse por tales reglas, Lo que no les impidió perderlas y perderse.
Ese es todo el drama de los centuriones.
Era en 1971, después del Tet. Yo seguía la operación de Lam-Son, esa tentativa del ejército survietnamita para cortar la ruta Ho Chi Minh con el solo apoyo de la aviación y los helicópteros norteamericanos.
El helicóptero que me transportaba se extravió entre la bruma que ascendía del suelo. El piloto me dejó en un camino de tierra, una especie de rastro rojizo apenas divisado en medio de la espesa jungla. Era imposible saber de qué lado del campo de operaciones me encontraba. ¿En el campo de los Viets o en el de los otros? Entonces me pregunté si, a los cincuenta años, sería aún capaz de desenvolverme con lo que había aprendido en la escuela de comandos. Yo estaba acabado, liquidado. Había criado grasa, me sofocaba rápidamente y todas las plantas me parecían iguales.
Pero todavía soy capaz de hacer saltar un puente de manera tal que no pueda ser reparado antes de mucho tiempo, de sabotear una vía férrea o un arsenal, de abrir una caja fuerte sin estropear todo el edificio del banco, sólo con una carga explosiva adecuadamente dispuesta. ¡Nunca sabemos lo que el porvenir nos depara!
Especialista de la «destrucción», yo sólo puedo operar en raras circunstancias y en las condiciones menos espectaculares: colocación de minas y limpieza de minas en posiciones batidas por el fuego enemigo.
Brrr...
Una vez concluida la primera parte de mi curso, pocos días antes de embarcar para la India, donde debía perfeccionar mi entrenamiento, abandoné el C. L. I.
Acababa de publicarse una disposición que concedía a todos los evadidos de Francia el derecho a unirse a una unidad de las que participarían en el desembarco.
El Extremo Oriente estaba bien. Volver a Francia como vencedor era, de todos modos, otra cosa. Poder decirle a mi padre: «¿Has visto? ¡Esta vez yo también he ganado mi guerra!»
Así, me vi incorporado al batallón de choque, donde actuaba de instructor en materia de minas y explosivos. Luego fui designado para el grupo de comandos de África, por entonces acantonado en Italia, en Agrópolis.
Me perdí por poco el desembarco en las costas de Provenza. Y no fue por mi culpa. Todo nuestro contingente había perdido el convoy. Yo mismo llegué a Nápoles después del grueso de mis compañeros.
No me permitían abordar algunos barcos por temor a que se produjera algún accidente y que hiciera volar todo con mi T.N.T., mi plástico, mis petardos, mis detonadores con retardo, mis minas, mis lanzallamas, mis recipientes de napalm. Además de algunas trampas muy sutiles desarrolladas por los ingeniosos de los servicios secretos.
El puerto de Nápoles había quedado totalmente destruido. Se desembarcaba por medio de camiones anfibios que avanzaban de lado, como los patos en un mar cubierto de desechos.
Un camarada había venido a esperarme, un pied-noir, el mejor muchacho del mundo, pero que tenía la maldita costumbre de exagerarlo todo. Le pregunto:
—¿Qué tal Nápoles?
—Nada sensacional —me contesta—. Una ciudad ruinosa, da asco. No hay donde comer ni beber, a excepción de las cantinas inglesas o norteamericanas. Si uno quiere pasearse por las zonas límites, hay que tener cuidado de no olvidar la pistola. Si no... te roban hasta el cinturón, junto con los pantalones y las botas. En cuanto a las chicas, ¡es fabuloso! Puedes tener todas las que quieras. Todas, se entiende, siempre que pagues el precio.
—¿No te estás pasando un poco?
—Elige cualquier chica, ofrécele tres mil liras y aceptará. Apuesto mi sueldo contra el tuyo.
Acepto la apuesta. Aun en un país en guerra, sumido en la miseria, en una ciudad que disfruta de una pésima reputación, debe haber todavía chicas honestas.
Al día siguiente por la mañana estaba con mi amigo en el atrio de una de las innumerables iglesias de estilo recargado, a la hora de salida de la primera misa. Veo entonces salir una joven viuda cubierta de negros crespones. Trágica, pálida, con los ojos enrojecidos. La elijo. Me digo: «Vas a recibir un par de bofetadas, pero habrás duplicado tu paga y demostrado que, incluso en Nápoles, no todas las mujeres son putas.»
Me acerco a la viuda y brutalmente le propongo:
—¿Quieres acostarte conmigo? Tres mil liras.
Ella me mira, se muerde los labios y en un francés cantarino me contesta:
—¿Cuánto? Tienes que darme además un cartón de cigarrillos y un bote de leche para mis hijos.
Salí disparado, rojo de vergüenza, furioso conmigo mismo y con los demás. Acababa de descubrir repentinamente el revés de la trama, lo que hay detrás de todas las guerras.
—Tenías razón al dejar que se fuera —me dijo B...—. No era gran cosa. Por mil liras puedes conseguir otra mejor y más joven. Saca la pasta.
En Nápoles he visto en qué cosa se puede convertir una ciudad podrida por la guerra y la ocupación. Recuerdo todavía a una buena monjita que pedía limosna en las terrazas de los cafés. Iba acompañada por dos de sus pupilas con vestiditos azules, zapatos achatados y el pelo cuidadosamente trenzado. Debían de tener entre doce y trece años. Mientras la religiosa tendía la mano, las niñas guiñaban los ojos a los soldados y, a cambio de una moneda o de un billete, se levantaban las faldas, mostrando sus calzones.
En La Peau, Malaparte cuenta que había por entonces un cuchitril donde una vieja alcahueta presentaba una «verdadera virgen». Los soldados tenían el derecho a tocar para verificar. Yo creo en la verdad de esa historia y en otras del mismo tipo. He visto el mercado de niños —menos contaminados que los de muchachas, decían— donde iban a proveerse los marroquíes, a quienes eso les gustaba mucho. Hurgaban dentro de los pantalones para tantear al chaval antes de aceptarle o rechazarle.
Ese olor a orín, a fritura, a perfume barato en las callejuelas napolitanas, esos niños y esos gatos que desaparecían detrás de montones de basura, son cosas de las que podemos enorgullecemos. Nosotros, los defensores de Occidente contra la barbarie nazi, que hemos llegado con nuestros mercenarios negros y beréberes y con la carne de horca salida para la ocasión de las prisiones norteamericanas y convertida en rangers.
Llegamos a Agrópolis, que era nuestra base de retaguardia. No teníamos nada que hacer, salvo aguardar el convoy que nos llevaría finalmente a las costas de Francia, donde nuestros camaradas ya habían tomado pie.
Ellos habían sido los primeros en desembarcar en cabo Negro, en las costas de Provenza. Habían tomado el fuerte de Condon y la batería de Mauvannes, mientras nosotros nos rompíamos la jeta en los bodegones y los burdeles de Agrópolis con los rangers escapados de Sing Sing.
Nos reunimos luego con los comandos en Marsella, recientemente liberada. Eso es una manera de hablar. Era una confusión y un desorden jamás vistos. ¡Todo el mundo se paseaba con brazales, y armados! Los verdaderos y los falsos resistentes, aquellos que lo eran desde la víspera y que todavía la antevíspera formaban parte de los franc colabo, los colaboracionistas de la banda de Spirito y Carbona. Hasta había un «comando chino».
Todos ésos circulaban en vehículos de tracción delantera, tendidos sobre los guardabarros, blandiendo las armas, en posturas grotescas. Puro biógrafo, y no de buena calidad. Pésimos figurantes que trataban de remedar la guerra de España.
Pero en España se peleaba. Aquí razzias y mercado negro.
Nosotros éramos los únicos que andábamos sin armas a la vista. Nos metimos en un cine. Dos arsenales ambulantes vinieron a sentarse al lado de nosotros. Llevaban galones de capitán o de comandante. Uno de ellos, un chico de dieciocho años, dejó caer su ametralladora «Sten» —una bonita porquería, ese aparato—, que soltó una ráfaga al techo de la sala. Alguien gritó:
—¡Los milicianos atacan!
El western ya no se desarrollaba en la pantalla, sino en la sala. ¡Qué corrida! Pero la escoria no tardó en recuperar su arrogancia, luciendo sus uniformes militares y brazales F.T.P. o F.F.I. [7]
Los comandos, los de las unidades de choque y los paracaidistas, tampoco eran chavales inocentes. Se daba el caso de que, visto el precio que les pedían por una comida de mercado negro, se marchaban sin pagar. Olvidaban también el «regalo» prometido a la chica que habían conseguido, y se ofendían cuando ella les recordaba que los alemanes habían sido unos clientes más correctos.
Desbordados, los hampones locales trataron de reaccionar. Algunos soldados tuvieron dificultades, y uno de ellos recibió una bala en la espalda cuando salía de un local nocturno donde, junto con otros compañeros, se había emborrachado por cuenta de la casa. Sus camaradas volvieron en son de guerra con el apoyo de un half-trac armado con una ametralladora pesada. Batieron los alrededores y obligaron a entrar en el local en cuestión a todos esos señores, reconocibles por sus aires, incluso adornados con retazos de uniformes, y los encerraron en el establecimiento, al que convirtieron en un colador.
Haciendo el papel de sargentos reclutadores, algunos de los nuestros se dedicaban a aumentar los efectivos del grupo. Para ello pagaban generosamente tragos, contaban grandes hazañas y, a veces, forzaban un poco la mano de sus reclutados. No eran muy exigentes en cuanto a la calidad de la mercancía. De este modo, algunos rufianes de nota aterrizaron en los comandos. En cuanto pudieron se evadieron, pero fueron inmediatamente recapturados. Los pasearon entonces por su feudo, las callejuelas dudosas de la parte trasera del Théáire, exhibiendo en la espalda el cartel: «Soy un cobarde.» Muy mala publicidad para esos delincuentes que vivían de su fama de «duros».
Gracias a esos reclutadores, un tal... llamémosle Cohén, nativo de Argel o de Medea, se convirtió en héroe. Pertenecía a una unidad de transportes. Tres comandos, muy gentilmente, le ofrecieron una copa. Ellos tenían la mano rota para la bebida, la lengua bien afilada, conocían los buenos bodegones y parecían muy bien informados acerca de todo lo que se tramaba en el alto mando.
Los tres compadres comenzaron por preguntarle a Cohén a qué unidad pertenecía. ¿El transporte? Le felicitaron por su coraje... o por su inconsciencia. ¿No es el transporte esa fila de camiones cargados de municiones y de gasolina y sobre los cuales se encarniza la artillería y la aviación enemigas? Ellos habían visto saltar por los aires a muchos de estos convoyes en Túnez, en Italia. Remontar el valle del Ródano será mucho peor. Se dice en las altas esferas que sólo uno de cada tres convoyes llegará intacto. Y eso con suerte.
¿Que quién informó a los tres hombres? Pues el Estado Mayor, desde luego. Los comandos, en cambio, han recibido la misión de desembarcar en las islas del Mediterráneo: Pianosa, Elba, Córcega... y luego en las costas de Provenza. Los comandos no sufrieron pérdidas de consideración. Pero como no había más desembarcos previstos y se consideraba que ellos ya habían hecho bastante, los habían pasado a la «reserva general del ejército». Los comandos habrían de formar la guardia personal de los grandes jefes: De Lattre, Juin, De Gaulle.
Nuestro soldado de transportes, que no poseía espíritu de guerrero, razón por la cual había tratado de que le asignaran a los ferrocarriles, comenzó a inquietarse. Mientras, los tres truhanes, que representaban su comedia a la perfección, se tomaban su tiempo, observando sus efectos.
Cohén no aguantó más y les preguntó qué podría hacer para salir del atolladero.
—Podemos pasarte un dato confidencial. Engánchate en los comandos.
Y el otro firmó su solicitud en el acto. Cuando se encontró en el acantonamiento, en seguida se dio cuenta de que se habían burlado de él.
Se le destinó a la sección de asalto: lanzallamas y otros aparatos. Hecho al ambiente, se convirtió en un soldado apreciable, fue herido, citado en la orden del día del ejército, y volvió a su casa triunfante, cubierto de gloria y de medallas. Oí comentar que más tarde fue uno de los «duros» de la O. A. S.
Eso prueba suficientemente que el ambiente propio de una unidad, sus hechos de armas pasados y aquellos que se le atribuyen, el mito que se ha creado, muchas veces a partir de mentiras y de exageraciones, crean coraje. Hombres bien encuadrados, «inflados», a quienes se les repite que son leones, al iniciarse el combate no se pondrán a rebuznar como asnos ni saldrán disparados. Se comportarán como leones.
Recuerdo bien aquellos «pequeños lupanares muy tranquilos» de Marsella, a donde nos llevaba el «Almirante». En cuanto comenzaba el baile, empezaba también la pelea a sillazos y botellazos, al estilo de Ne tirez pas sur le pianiste. Las niñas van preferentemente con los yankis como adversarios, pero, en rigor, podíamos conformarnos con compatriotas comprometidos bajo otras banderas.
El almirante Louis Laguilharre, ingeniero de la marina, había hecho campañas en Birmania, entre los Chins y los Naga Hills. Una aventura extraordinaria al estilo Kipling.
Siendo responsable en esa parte del mundo de la sociedad geofísica Schlumberger, había recuperado todo su material de prospección, a través de la jungla más espesa, la más inhospitalaria, pasando entre los cazadores de cabezas. Cuando llegó a la India le comunicaron que él había realizado una hazaña única, pero que ese material había quedado anticuado. Material que, por otra parte, fue arrojado al mar.
Laguilharre fue el protagonista de un célebre comunicado del Estado Mayor del general Wavel: «Las últimas unidades de la retaguardia del ejército británico de Birmania acaban finalmente de unirse a nuestras líneas. Estas se componían de un francés loco (Laguilharre), un irlandés pelirrojo y un perro a manchas...»
Mi seudónimo se lo debo a Laguilharre. Después de la guerra tratamos de escribir en colaboración una serie de artículos para relatar su prodigiosa aventura. Como ambos éramos militares, no podíamos firmar con nuestros nombres sin la previa autorización de una docena de coroneles o generales. Osty combinado con Laguilharre dio lugar, no sé muy bien cómo, a Lartéguy. (El Almirante se limitó a ese intento. Yo no hice lo mismo...)
Nadie se interesó en ese relato. Demasiado exótico para unos, demasiado largo, mal escrito, para los otros. Por entonces los periódicos tenían sólo cuatro páginas, y la mayoría de ellos estaban dirigidos por aficionados que apenas sabían leer.
Entre mis camaradas de entonces estaba además Delvigne, que venía a la caballería y que lustraba con un cuidado maniático sus botas hasta convertirlas en verdaderos espejos. Incluso usaba guantes, cosa que nos molestaba. Era uno de los más engreídos de nuestro equipo.
También Boulanger, originario de Argelia, que habría de perder una nalga en los Vosgos. Y Massé, que tenía una noble voz de bajo ruso, que hablaba el árabe como una mezquita y lo escribía como un ulema.
Y los viejos: el coronel Bouvet, que tenía un mentón muy prominente y se apoyaba en un bastón, y que trataba de igualar a fuerza de balances de hechos de armas, de muertos y heridos, a su rival del batallón de choque, el muy pequeño comandante Gambiez; el comandante Rigault, que tenía una voz de borracho y que echaba más juramentos que un carretero; Faré, que había perdido un brazo en la isla de Elba; y Ruyssen, el organizador, el verdadero soldado de oficio, que se esforzaba por poner un poco de orden en «ese circo».
Y el capitán Ducorneau, el mejor soldado del grupo, uno de los más grandes paracaidistas franceses. Junto con Bigeard —ya te lo había dicho— él me serviría luego como modelo para Raspéguy, el «coronel de Indochina» de los Centurions. ¡Un verdadero vasco saltarín! Siendo general de cuerpo de ejército, recibió un golpe de hélice de helicóptero en la cabeza. Se hundió en la noche cuando estaba a punto de convertirse en jefe del Estado Mayor.
Y Frangís de Leusse, procedente de la primera semibrigada de la Legión, que tanto gustaba de las muchachas, la diversión y la guerra. Y Métivier, del primer regimiento de caballería de la Legión. Y Mérindol, que hablaba con acento ruso, tenía la voz de Chaliapin y la capacidad de garganta para el trago de un mujik.
Y Suti, Suzanne Tillier, que había hecho Verdún como enfermera. Aviadora, copiloto de Maryse Bastié en su raid por Rusia y Siberia, una de las primeras que entró en Bizerta en una ambulancia, la primera en desembarcar, vestida de hombre, en suelo francés. Ella hizo prisionero a un joven alemán, quien lloró de rabia cuando se dio cuenta de que se había rendido a una mujer.
Y todos los aspirantes y todos los subtenientes de nuestra banda, que tenían unas ganas locas de divertirse, de pelear, de tomar ciudades y muchachas, de causar asombro a los demás y de asombrarse a sí mismos y a quienes sólo les quedaban, como a Massé, unos pocos días de vida. Todos esos húsares azules a quienes!a muerte acechaba en los grandes bosques de los Vosgos, en las nieves de Alsacia y, más tarde, en Indochina.
Ese desembarco que yo fallé, me parece a veces que Massé lo hizo en mi lugar. Mucho me hubiera gustado escribir esa carta que envió a una amiga, en el tono elegante y desenvuelto que era de rigor en nuestra banda:
«30 de agosto de 1944.
»Este año paso mis vacaciones en la Costa Azul, en una deliciosa y pequeña playa. Sin un rasguño...
»... La travesía de mi sección se hizo en una lancha torpedera que se deslizaba a toda velocidad. Travesía muy agradable en compañía de marinos norteamericanos. El primer comando de choque tenía la misión de desembarcar en rubber-boats y tomar con el sigilo de un sioux las baterías que dominaban la playa. Todo sucedió de acuerdo con lo previsto...
«Nuestro entrenamiento había sido intenso, de tal manera que hemos podido escalar el acantilado de cap Négre (110 metros de altura), casi en vertical, con setenta hombres y todo el material.
»... Recibí por radio la orden de tomar el fuerte de Condon, que domina toda la llanura de Toulon. Los alemanes, bien camuflados, nos ametrallaban a placer. No había ningún medio para penetrar en el fuerte, pues el puente levadizo estaba alzado... Entonces, sin vacilar, el capitán Ducourneau empezó a trepar por los bastiones, aferrándose a las piedras...
»... Presas del miedo, los alemanes se refugiaron en las galerías. El camino de ronda estaba libre y nosotros divisábamos el centro... Arrojé todas mis granadas por los conductos de chimeneas. El ruido fue ensordecedor... Los alemanes cambiaron rápidamente de posición y nos disparaban por la retaguardia. Finalmente, después de media hora de persecución, se encerraron en los sótanos, lanzando previamente un cohete verde para reclamar el tiro de su artillería. Si nos quedábamos afuera estábamos fritos. Entonces nos precipitamos en masa al interior de los corredores y las oscuras galerías. El capitán estaba herido. Fue un milagro que a mí no me ocurriera nada... Yo mismo cerraba los ojos de mis muertos... Desde ayer estamos al borde del mar...
»... Decirle que el desembarco fue cosa fácil para los comandos sería falso... Muchos no respondieron al pasar lista.»
El grupo de comandos de Africa era más un cuerpo franco que una verdadera unidad especializada, como era el caso del C.L.I. Tenía su origen en el cuerpo franco de Africa, que se hizo ilustre en la campaña de Túnez bajo las órdenes de Monsabert.
Se encontraban allí hombres llegados de todas las costas, de todos los ejércitos, de todos los ambientes, de todas las edades,-algunos de ellos arrastrando tras de sí un tumultuoso pasado.
Entre los más asombrosos figuraban el teniente Bietti y el suboficial jefe Rocca. Rocca, veintisiete menciones, diecisiete palmas. Los alemanes creyeron haberle matado durante el desembarco, y le rindieron honores. Comendador de la Legión de Honor, nunca aceptó el ascenso a oficial. Bietti no usaba sus galones. Cruz de la Victoria por haber defendido, solo, una trinchera abandonada contra un batallón del Africa Korps. Se lanzaba al asalto aullando La Internacional junto con su equipo de españoles republicanos. Terminaría en la O.A.S.
Cuando De Gaulle venía al Midi de Francia, le encerraban en el monasterio de los monjes de las islas de Lérins. Después, el prefecto acudía para presentarle sus excusas. Replegado en Sainte-Maxime, había jurado arrancarle la piel a «la grande Zorah». Sus antecedentes demostraban que era muy capaz de ello.
¿Qué fue de la vida de mis amigos? Muertos, muertos, muertos. Como Laguilharre, Leusse y Ducorneau, como Massé y tantos otros cuyos nombres he olvidado. Todos los viejos payasos, todos los viejos héroes de lo que llamábamos «el circo».
Circo éste realmente extraordinario por la fantasía, por la amistad que allí reinaba. Hasta el punto de hacer olvidar la otra cara de la guerra.
Yo habría de recibir mi verdadero bautismo de fuego en el curso de los inciertos combates de los Vosgos.
Nuestro grupo, el batallón de choque, los comandos de Francia y el primer regimiento de paracaidistas, tenían que infiltrarse profundamente detrás de las líneas alemanas y allí esperar al ejército capitaneado por el general Monsabert. Nuestra misión: hacer creer a la Wehrmacht, por el ruido que haríamos y por nuestros repetidos golpes de mano, que se hallaba desbordada y cercada. El ataque de las divisiones regulares rompería un frente ya frágil, lo que terminaría en un desastre para los alemanes.
La primera parte del programa se desarrolló de acuerdo con lo previsto. En medio de la noche, marchando por senderos forestales que nuestros guías habían señalado, atravesamos sin mayores problemas las líneas enemigas.
Había comenzado a llover, una lluvia torrencial, apretada, fría. No se veía más allá de la punta de la propia nariz. Pasando por Cornimont y Saulxures, habíamos alcanzado el Haut de Tonteux y de la Grosse Pierre, los objetivos que teníamos designados. Los alemanes comenzaron a reaccionar al hacerse de día.
Los morteros explotaban con un ruido de platos rotos, las filas de soldados con la espalda curvada bajo el capote avanzaban tropezando y maldiciendo. El cielo estaba tan bajo que las nubes se enredaban en las puntas de los grandes pinos.
Las botas cortas norteamericanas pronto se convirtieron en papila. y sus suelas de goma no se afirmaban en el terreno resbaladizo. Tropiezos y resbalones a consecuencia de los cuales se perdían armas y mochilas, se lesionaban piernas y brazos. El gran silencio. La lluvia caía incesante. Repentinamente, el contacto brutal, rápido, las armas que escupen, las granadas que saltan girando y explotan. Estalla una mina, un largo alarido de dolor; nada más. Corridas entre los árboles. ¡Y todo recomienza!
—Creo que me dieron —dice Massé mientras se derrumba—. No es nada grave. Yo no siento nada. Volved a recogerme.
Cuando volvimos, pocos minutos más tarde, estaba muerto. Una bala le había perforado la artería femoral. Adiós, Massé.
Junto con mi sección, me aplasto detrás de un pequeño muro de piedra. Impresión tranquilizadora de hallarse al fin a cubierto. Alivio. Tengo hambre. Aprovecho para abrir una lata.
Pero nuevamente nos disparan. Junto a mí, un soldado tiene un sobresalto, al igual que un conejo al que han roto el cuello. Los alemanes tienen una altura que nos domina y nos cogen de flanco.
Saltar hacia el otro lado del muro no serviría de nada. No sé qué hacer ni qué orden dar. Soy responsable de la vida de esos treinta hombres, para eso seguí cursos en las escuelas militares. Mi cabeza está vacía, estoy paralizado, no me acuerdo de nada, permanezco pegado, temblando, contra esas piedras mohosas que ni siquiera me protegen.
A mí, el agnóstico, el ateo, me vuelve del fondo de la infancia un soplo de Dios. Recé. Pedí al Señor que me iluminara, que me ayudara a salir de esa situación, a mí y a mis soldados.
Salimos bastante bien. Atacados por la retaguardia por otra sección, los Chleuhs [8] se retiraron.
Tuve miedo, conocí el verdadero canguelo, ése que te transforma en un trapo blando incapaz de reacción. Eso puede ocurrirle a cualquiera. Le ha ocurrido a todo el mundo. Yo me perdono mi miedo, no mi claudicación: ¡haber pedido por el pánico la ayuda de un Dios en el que ya no creía!
El ejército de Monsabert nunca se nos unió. Completamente deshecho, sangrado hasta el final, ese ejército había estado metido en todas las salsas. Las compañías de tiradores marroquíes contaban apenas con treinta hombres, y las secciones de tabors, marroquíes, una docena de hombres.
Los tanques, bloqueados por los aludes y las minas, se atascaban en el terreno pantanoso. Todos los arroyos estaban crecidos, incluso el Moselotte.
Cuando, finalmente, los paracaidistas tomaron Le Thillot, ya no se podía más. Al no disponer de reservas, era imposible seguir hasta Alsacia, que los alemanes se preparaban a evacuar.
El general De Lattre llamaría a esta batalla «la de la mala suerte».
Teníamos frente a nosotros un cuerpo de excelentes tropas: los cazadores de la edelweiss, la 269 división de montaña, que acababa de desembarcar de Noruega. Era tropa descansada, superentrenada, habituada al frío y a la nieve. Disponía de armamentos y equipos especialmente estudiados para el combate en el bosque y la montaña: fusiles con mira telescópica y morteros ligeros. Pero, sobre todo, estaba provista de un notable sistema de comunicaciones. Los cazadores disponían de ropas de abrigo, botas con grapas y tiendas de doble techo. Todo lo que nos hacía cruelmente falta.
Después de un primer momento de sorpresa, cuando comprendieron que sólo éramos un puñado de hombres, los edelweiss pasaron al contraataque.
Nosotros, de todos modos, resistimos durante una semana sin apoyo de la artillería ni de la aviación, tiritando bajo nuestra indumentaria ligera y empapada, careciendo de todo, tanto de municiones como de víveres.
La lluvia no se detenía, mezclada con nieve semifundida. La gran selva de los Vosgos se hacía más siniestra aún.
Los edelweiss registraban todos nuestros desplazamientos mediante radiogoniometría. (En una guerra se habla una barbaridad. Se charla incesantemente ante un micrófono, utilizando como identificación bonitos nombres de colores o de flores. Yo fui sucesivamente junquillo, petunia y primavera.)
Antes incluso de que concluyeran nuestras emisiones, los chleuhs. que ya las habían captado, nos enviaban una ráfaga de morteros que estallaban entre las ramas de los árboles y caían sobre nosotros como una verdadera lluvia de fuego y de acero. Inútil intentar protegerse junto a un tronco.
Necesitamos dos días para llegar a comprender la situación y dejar de enviar inútilmente patrulla tras patrulla para atrapar a los vigías enemigos que, creíamos, observaban nuestros movimientos con prismáticos. Se silenció la radio. Pero entonces, ¿cómo nos localizaríamos? Nos encontrábamos todos mezclados, franceses y alemanes, hasta el punto de chocar unos con otros, vacilando como borrachos que se han extraviado.
Ebrios sí lo estábamos: de fatiga y de frío. Ya no podíamos más. Una noche dormí en un agujero lleno de agua durante una o dos horas, no sé cuánto, apretado contra un compañero para que me diera un poco de calor. Yo creí verdaderamente que me había dado calor. Era un cadáver.
Un chleuh había salido de su agujero, apartándose unos metros para orinar. He aquí que riega a un comando que a su vez estaba metido en otro agujero dormido como un tronco. Bruscamente despertado, éste exclamó: «Caramba, llueve caliente!»
Esa historia me la contaron más tarde. ¿Verdadera, falsa, exagerada? En la guerra ocurre lo que uno mismo ha visto, no gran cosa, casi siempre una pelea de negros en un túnel oscuro. Lo que uno ha hecho, la acción misma, el combate, casi siempre muy rápido, unos minutos contra días y noches de marchas y de fatiga. Luego está, finalmente, lo que se cuenta de ella. Entonces se ha visto todo, hecho todo, pero se olvida la mochila que destroza los hombros, el casco que pesa en la cabeza, el trozo de pan convertido en esponja, el arma que se oxida. Y las largas noches cuando el menor ruido te sobresalta, y al alba, la hora maldita, la mala hora, cuando todo se confunde, cuando los vigías se duermen reventados y cuando el enemigo ataca.
Le habíamos apodado «San Juan Bautista». Era un cristiano místico de atormentado y verdoso rostro de Cristo español. Había cargado con tres prisioneros. ¿Qué hacer con un prisionero en tal situación? Nuestra única probabilidad de salir del paso dependía de que siguiéramos nuestro bluff, haciendo creer que en lugar de ochocientos piojosos, de los cuales doscientos ya estaban en el suelo, éramos por lo menos una división.
Bastaba con que un prisionero lograra escapar, que informara a los suyos, para que éstos, sabiendo de qué se trataba, nos barrieran rápidamente.
No era cuestión de enviar a los tres alemanes a la retaguardia, como indica el reglamento. Estábamos cercados. (Lo habíamos buscado, era parte de nuestro plan.) «San Juan Bautista» recibe la orden de liquidar a sus tres cebras. El se niega, invocando desordenadamente su religión, la convención de Ginebra, los derechos del hombre y los del combatiente. Se le repite pacientemente: «La cuestión es: ellos o nosotros», pero él tiene una santidad obstinada, y se niega a atender razones. Se dejará matar ahí mismo para defender a sus prisioneros. Tiene perfecta razón, está en la línea de la tradición cristiana, pero en estos casos los grandes principios te los metes donde ya sabes.
El intelectual bien calentito en su biblioteca o en la terraza del Flore puede decidir de otra manera, pero nosotros, que se nos perdone, sentimos un gran afecto por nuestra sucia piel. Y no había tiempo que perder.
Esos alemanes eran tan inocentes o tan culpables como nosotros. No les conocíamos. Tenían más bien buena facha, austriacos del Tirol, probablemente.
El comandante B... creyó haber encontrado la solución. Ordenó a «San Juan Bautista» que fuera con su sección a hacer un reconocimiento en una cresta a unos centenares de metros de distancia, que podría estar en manos del enemigo.
«San Juan Bautista» no sólo tenía la santidad obstinada, sino desconfiada. Partió hacia la patrulla con los tres prisioneros mal atados al extremo de una cuerda. En cuanto se les presentó la ocasión escaparon, uniéndose con sus camaradas. El resultado no se hizo esperar: contraataque a fondo de los otros.
«San Juan Bautista» recibió una descarga en el vientre que casi le cortó en dos. Recogí lo que restaba de él y lo coloqué sobre una mula que andaba por allí. Sin hacerme mayores ilusiones. Estaba frito y no tardaría en reunirse en el paraíso con uno de sus antepasados, a quien la Santa Iglesia acababa de conferir la aureola. Ojalá que él también merezca la aureola, así como hubiera tenido que enfrentarse a muy serios problemas si hubiera vuelto sano y salvo de su patrulla.
No sé cómo se las habrá arreglado la mula, pero el hecho es que halló la manera de volver con su carga a las líneas francesas. «San Juan Bautista» fue cosido y recosido un considerable número de veces, y después de varios meses de hospital se puso de nuevo en pie.
Finalizada la guerra volví a verle, igual a sí mismo. Yo me encontraba por entonces más seco que un bacalao. Le pedí que me prestara mil francos. Se vio en la obligación de negármelos, en nombre de no sé qué nuevo principio al que entonces se aferró. Le recordé que me debía la vida (se la debía sobre todo a la mula). Durante cinco días viví a sus expensas, avaramente, pues él practicaba el ascetismo y algunas otras disciplinas esotéricas en las cuales estaban excluidos la carne y el vino.
Afortunadamente teníamos esas mulas, esas «breles», conducidas por marroquíes barbudos, impasibles, inquebrantables como sus animales. Nos prestaron inmensos servicios, recorriendo senderos imposibles, trepando laderas de montañas, eludiendo las emboscadas de los cazadores tiroleses y haciéndonos llegar víveres y municiones.
Uno de esos contingentes de municiones, alcanzado por los disparos de mortero, había explotado. Un marroquí volvió a ponerse en pie, sin haber soltado el cabestro de su «brele», pero en la otra punta sólo había una cabeza, el resto había sido pulverizado. Todavía veo sus ojos exageradamente abiertos.
Una mañana me envían en misión de enlace. Me encuentro perdido en medio del inmenso bosque, la niebla y la lluvia, solo, como Pulgarcito, y caminando en círculo. Me encuentro cara a cara con un edelweiss que parece tan perdido y que camina tan en círculo como yo. Nos encontramos a diez metros el uno del otro. El tiene una ametralladora; yo, una pistola. Permanecemos inmóviles, cada uno detrás de su tronco de árbol, acechándonos, durante varios minutos —fueron interminables—. Yo preparé mi pistola; él, su ametralladora. Nadie estaba presente para vernos y obligarnos a pelear. No sentíamos ningún odio el uno por el otro. Nos encontrábamos extraviados y cansados. Dos pobres sujetos que no se conocían y que no tenían ninguna razón especial para liquidarse.
Nos hicimos mutuamente un pequeño gesto con la mano y partimos, él por su lado y yo por el mío.
Esta clase de aventuras ocurren más a menudo de lo que se cree. Pero, por el momento... es mejor cerrar el asunto. Siempre habrá algún exaltado que te dirá: «Tenías el deber de batirte, hacer prisionero a ese individuo. ¡Es posible que llevara valiosas informaciones!»
Salvo que él tenía una ametralladora y yo una pistola. El disponía de la ventaja del armamento. Ya no estamos en los tiempos de la caballería. Nuestro singular combate en medio de ese bosque de mierda no hubiera servido para nada. No había público para que nos aplaudiera.
La cosa andaba de mal en peor para los comandos de Africa. Estábamos agotados. Los pies se nos pudrían dentro de las botas. A eso se le llama «pies de trinchera», y tarda mucho en curar. No podíamos evacuar a los heridos, y los muertos se amontonaban delante de la tienda que hacía de enfermería. El bosque se había convertido en un verdadero infierno.
Acorralados como zorros en una cacería, rastreados por los disparos de mortero.
Tiritando bajo un árbol, con una manta sobre la cabeza, mientras masticaba el contenido de una lata de judías, el coronel parecía una vieja. Recitaba sin cesar la larga lista de los que las balas, los morteros, la lluvia, el cansancio y lo demás habían dejado fuera de combate.
Repentinamente, se vuelve hacia su comandante adjunto:
—Al menos no se podrá decir que hemos peleado mal. Setenta por ciento de bajas. Incluso De Lattre, que no nos aprecia demasiado, no podrá dejar de felicitarnos.
El setenta por ciento de bajas es algo más que honorable. Es glorioso. ¿No te parece?
Todavía me faltaba pasar por un mal rato: minar las posiciones que abandonábamos.
Con la ayuda de mis muchachos, sembré de minas «antipersonales» el Haut du Tonteux et de la Grosse Pierre y coloqué trampas en algunas casamatas.
Esas minas indetectables, que funcionan por presión o por tracción, unidas unas con otras por invisibles hilos de nylon tendidos en tela de araña, son una verdadera tontería.
Las esparcí por todas partes, dejando un paso entre fila y fila. Tenía marcados los emplazamientos de las minas en un plano. Se enterraban y luego se las cubría de musgo, a veces disimuladas bajo algunas piedras. No había tiempo para preciosismos, debía hacerse rápido. Uno tras el otro, los comandos se iban retirando. Los soldados, con la espalda curvada, arrastrando las patas, en silencio, desfilaban frente a mí. Luego le llegó a mi sección el turno de hundirse en la niebla y la noche. Sólo me faltaba soltar las espoletas de seguridad, y era mejor que me quedara solo, que saltara solo. Una vez a punto, esos aparatos de mierda adquirían una extremada sensibilidad. Un soplo de aire los hacía explotar.
Caía la noche. El capitán Ducorneau, cuyo comando había sido el último en retirarse, como medida de protección, me cogió por el hombro:
—Deme el plano del campo minado. Es preferible que no caiga en manos de esos señores, que no van a tardar en replicar. Usted puede sufrir un accidente. Deme sus papeles y su placa de identificación. Mientras ellos no sepan con quién tratan... Simple precaución. ¡La rutina! Buena suerte. Un jeep le esperará hasta la medianoche en el puente de Saulxures.
Ducorneau partió con su paso saltarín. Me desembaracé del capote, el casco y todo mi equipo, de todo lo que pudiera enganchar un hilo o una rama. Mi armamento consistía en una pinza y una linterna eléctrica cuya luz estaba disimulada con un trozo de tela. Ya no era cuestión de tener miedo, de temblar, de ser torpe. Mi vida dependía del control que ejerciera sobre mis nervios y mis músculos. Podía haberme marchado sin haber levantado ninguna espoleta. Nadie me lo hubiera preguntado. ¿Para qué servía ese campo minado? ¿Quién vendría? Los edelweiss no son locos. No dudarían de que les habíamos dejado alguna sorpresa.
Les quedaba todo el bosque a su disposición. Podían pasar por la derecha o por la izquierda. ¡Un pequeño cuadrado de bosque minado en medio de los Vosgos! Las minas harían saltar las gacelas y los jabalíes, cuando volvieran, o los leñadores, cuando haya terminado esta podrida guerra y se haya restablecido la paz.
Arrastrándome apoyado en los codos, tratando de no dar de bruces contra una «tela de araña», comencé a levantar las espoletas. Algunas se soltaban fácilmente, en otras debía emplear la pinza. Debí haberlas preparado antes. Estaba tan ocupado que ya no tenía miedo.
Pienso que, para vencer el miedo, uno debe obligarse a realizar esos pequeños gestos que requieren atención y habilidad: liar un cigarrillo, barajar un juego de cartas, reparar un motor... Sobre todo, nada de carreras, de movimientos bruscos. El miedo es como una fiera, dispuesta a saltar sobre lo que se mueva o se haga visible.
Estaba bañado en sudor a pesar del frío, tenía la boca seca y un fuerte deseo de orinar. ¡Sí, claro, tenía miedo! Sólo que yo había encerrado mi miedo en una jaula, en alguna parte en el fondo de mí. El miedo arañaba los barrotes, gruñía, pero no tan fuerte como para producirme inquietud. Después de un rato, cuando hubiera terminado mi tarea, lo liberaría.
Eso duró mucho tiempo. A veces me detenía, con los músculos doloridos y las manos heladas. Daba media vuelta sobre la espalda y descansaba, controlando la jaula donde estaba encerrada la fiera; resistía. Yo recomenzaba.
No sé cómo pude alcanzar Saulxures. El jeep estaba allí, detrás de un granero. Caían obuses al azar, tiroteo de hostigamiento. ¡Qué me importaba! Aspiraba profundamente el aire húmedo que olía a musgo y a pinos. Lo había logrado, no había cedido. Y no había suplicado ayuda a ningún Dios. Me había comportado correctamente.
Dormí tan profundamente en una granja cercana a Gornimont, que ni me di cuenta del bombardeo que duró toda la noche. Un sueño profundo, sin soñar. El edificio vecino había sido totalmente arrasado.
Por la madrugada, apenas tuve tiempo para saltar a un jeep. Los alemanes llegaban con tanques.
Después de esos primeros combates, comencé a hacerme alguna idea de la guerra, la que puede tener de ella el que la hace.
Lo que más me había impresionado era el desorden, la confusión y la falta de coordinación que imperaba a todos los niveles. Cosa que nos obligaba a nosotros, tenientes y capitanes, a una perpetua improvisación.
En la cúspide de la jerarquía, un plan magnífico ha previsto todo lo que no ocurrirá. Ha cifrado hasta el número de obuses que serán remitidos a la posición que se debe conquistar, suficientes para arrasarla. La guarnición enemiga está compuesta por tal número de soldados. Para matar a X soldados enterrados a una profundidad Y, se requiere un número Z de obuses de tal y tal calibre. Dado que la ecuación ha sido resuelta por un «cerebro», después de eso nada debe quedar en pie. Entonces se dará la orden de asalto, que será un paseo con el arma colgada del hombro.
¡No me digas! Las bombas y los obuses caen generalmente al lado. Los apoyos de artillería y de aviación no acaban de llegar nunca cuando se les necesita, el enemigo te espera con sus ametralladoras y morteros intactos. Será preciso lanzarse al ataque a pie, en terreno batido, enredándose en todos los cables telefónicos —se arrastran por todas partes—, estimular a uno, insultar al otro... Luego el verdadero combate, el contacto rápido, brutal y asesino.
El resto del tiempo se sufre, en constante conflicto con esa inmensa máquina atascada y de ruedas chirriantes y de la cual tú ignoras incluso su funcionamiento.
¿Quién es el vencedor? ¿Quién el vencido? Muy astuto debe ser quien, sobre el terreno, sea capaz de saberlo. Es como esas carreras de caballos en las que hay que recurrir a la fotografía para decidir quién es el ganador.
En varias ocasiones creí hallarme en el campo de los vencedores, cuando la verdad era lo contrario, y viceversa.
Cuando todo ha concluido, se reconstruyen sobre mapas o en pizarrones las batallas que acaban de desarrollarse. Aquí brillan, finalmente, los adscritos al Estado Mayor. Borradas todas las faltas, todos los errores acumulados, se inventan sutiles maniobras donde sólo hubo improvisación, azar feliz o desgraciado. De ahí sale cubierto de gloria, genial, sacando pecho y el paso marcial, el patrón, el gran jefe, que se había extraviado por completo, que nada había entendido.
Para el simple perro, el encargado de sección, la guerra es ante todo fastidiosa. Algunos pocos momentos de exaltación cuando te lanzas hacia adelante en medio del estallido. Después te encuentras en una casamata o en una granja en ruinas que los 77 o los 105 han convertido en un queso gruyere. Tratas de entrar en calor quemando petróleo en recipientes transformados en estufas. Y coges el paquete de naipes.
¿Tienes un as? ¡Cochino! ¡Cornudo! B... había ganado cinco veces seguidas la víspera del día que una mina explotó bajo sus pies. Cuidado con tus pelotas, te gano y te regano... Ojo, un cohete luminoso, tres reyes. Levanto la apuesta. La patrulla todavía no ha vuelto. Si hubiera tenido un encuentro, lo hubiéramos oído. Las diez de la mañana. Vacaciones de radio con el puesto de mando. Petunia llama a Autoridad. Les escucho en un 4 sobre 5. Ninguna novedad.
Gran schlem, 421, yo gano. ¿Dónde habrán comprado este asqueroso vino? Es tan ácido que perfora las tripas. Hace demasiado calor, hace demasiado frío. ¡Cuánto tarda en llegar el día! ¿Qué son esas sombras? Doy la alerta. Era una ilusión. ¡Qué bien estaría en una cama! Sólo me despertaría para tener el placer de volver a dormirme, (unto a mí una chica de piel sedosa que no sea una puta, con un ligero perfume a lavanda, no un espeso olor de pachulí.
«Atención, aquí llega la morcilla, aquí está la morcilla... Somos nosotros, los africanos, que volvemos de lejos.»
Escapada a París. Tengo tres días de permiso. Sólo me hablan de las dificultades de abastecimiento y de todo lo que habían sufrido durante la ocupación. No hay café, sólo achicoria. ¡Y las materias grasas que faltan! Yo era el extraño que llegaba de otro planeta, vestido de norteamericano. Mi jeep estaba repleto de cajas de víveres que yo distribuía. Hacía caridad con lo que no me pertenecía.
Tenía ganas de hacer tonterías. Siempre esa necesidad de provocación, que nunca dejó de jugarme malas pasadas, que me hacía adoptar posiciones absolutamente contrarias a mis ideas. En política, por ejemplo. Nada más que para contrariar a esos santones, esos tontos, esos pedantes, esas urracas de simposio, todos esos que llaman «coloquio» a cuatro compadres que se juntan para echar un trago y contarse hazañas, y «colectivo» a los mismos cuando se van a jugar a la petanca, a todos esos que en su jerga de filósofos de mostrador predican lo que yo quisiera gritar en buen francés: que la sociedad está mal hecha y que es necesario cambiarla.
En ese mes de octubre de 1944, la única fantasía que me permití fue remontar lentamente con mi jeep la avenida de los Champs-Elysées, pero yendo por la acera de la derecha, para bajar después por la acera de la izquierda, después de haber pasado bajo el Arco de Triunfo. La gran avenida estaba vacía. Debieron tomarme por un yanki borracho que había hecho una apuesta o una promesa. Los tres o cuatro agentes de policía junto a los que pasé se hicieron los desentendidos.
Actualmente, cuando me encuentro inmerso en la ola de vehículos en alguna parte entre el Rond-Point y el George V, suelo recordar esa madrugada cuando exorcicé París a mi manera. Entonces desaparecen mi fastidio y mi impaciencia. Me despreocupo.
Yo iba tras una joven húngara. Era maravillosa, tenía unos grandes ojos oscuros y parecía comprenderme. Le recitaba versos de Apollinaire y, en la plaza de Furstemberg, bajo la nieve que caía, nos besamos. Estaba enamorado de ella, de todas las muchachas, de esa plaza y de su gran farol donde venían a aplastarse los copos, de París entero. Yo era el tenientillo insolente —en el siglo XVIII se decía el corneta; la palabra era bonita— que vuelve de la guerra y que, antes de reincorporarse, se permite algunas travesuras.
Juré que, si alguna vez me fuera posible, viviría frente a esa plaza de Furstemberg. Hecho. Pero tuve que esperar treinta años. Ya no soy el mismo. Lo que uno deseaba lo obtuvo el otro.
Mi maravillosa húngara no era más que una vulgar farsante. Me llevó a un mal garito donde su familia, engalanada de etiqueta, con infinita distinción y dominando los naipes, desplumaba a los pichones que ella se encargaba de levantar. Había preferencia por los oficiales norteamericanos, pues los dólares tenían mejor aceptación que los francos. Las apuestas subían peligrosamente. Con el pretexto de ir a mi hotel para proveerme de fardos, me eclipsé.
Después de los Vosgos nos enviaron a restaurar nuestra salud a Salins-les-Bains, en el Jura, que había sido nuestra base de partida.
Había corrido el rumor de que yo estaba muerto, y mi patrona, una excelente mujer por lo demás, había echado el guante a mis efectos personales. Por si acaso yo no tenía familia... Ella no me odió demasiado cuando volví.
De ese tiempo sólo conservo algunos recuerdos que han virado al sepia, como las viejas fotografías.
Una gran casa, un fuego en la chimenea, algunas bellas señoras que despliegan sus gracias frente a oficiales que hacen reverencias, mientras se preguntan cuánto tiempo les harán esperar. Francois de Leusse que aparece vociferando:
—¿Y ahora, qué coño hacemos? ¿Las acorralamos?
Y que se disculpa distribuyendo besamanos a diestra y siniestra. El capitán Mérindol, completamente ebrio en las calles de la pequeña ciudad, que canta en ruso La ronde de nuit con su voz de bajo. Y nosotros que le seguimos con antorchas y botellas.
¡Esa borrachera que pesqué en Arbois! Me habían enviado a comprar vino para la banda. Descubrí una bodega. Sobre la entrada esta inscripción: «Cuanto más bebas, más derecho te mantendrás». Quise comprobarlo. Me dediqué a catar los vinos viejos y los vinos nuevos, con conciencia y aplicación.
Al volver, yo me mantenía perfectamente derecho, pero mi jeep, con su cargamento de botellas, tangueaba, valseaba, se dedicaba a dar bandazos y trompos en la carretera helada como una pista de patinaje.
Después liberamos una ciudad. No cualquier ciudad, sino una de esas ciudades de las marchas francesas, de glorioso nombre y por la cual se habían afanado durante siglos: Belfort, la que no nos había sido prometida, pero que igualmente tuvimos el descaro de tomar. Esta involuntaria hazaña nos hizo olvidar la paliza que habíamos recibido en los Vosgos.
Todas las divisiones francesas marchaban hacia el Este: la 1 D.F.L. con sus marinos de boina con borla roja que montaban en carros destructores, los tabors marroquíes con sus mulas, que seguían a distancia al B.M.C., con sus muchachas con joyas de oro y vestidos coloreados, la 9 D.I.C. capitaneada por Salan, los tanques de los grupos blindados llegados de Italia o de Africa...
¡Cuántos embotellamientos en todos los caminos que convergían hacia lo que denominaban el campo atrincherado y la punta de lanza de Belfort! Todo eso gritaba, se atascaba, sobre todo hacia el lado de Delle.
De Lattre tuvo una crisis cuyos ecos llegaron hasta nosotros. Le da un lavado de cerebro a un coronel que no tiene nada que ver, se encoleriza, hace escenas, y cuando ha llegado demasiado lejas estrecha en sus brazos al que acaba de tratar como un perro. Todo eso para ganarle la mano a Leclerc y tomar Colmar antes que él.
Encontré un cobertizo donde dormir al abrigo, encajado entre un capellán de no sé qué unidad y un tabor que apestaba como carroña.
Lluvia arremolinada, nieve y escarcha. Seguimos una cuesta donde siete tanques están alineados en fila india, distancia reglamentaria entre ellos. Son «Sherman» de 32 toneladas. Todos destruidos. Allá abajo el asesino, un «Jagd Panther» chato sobre orugas y de aspecto siniestro, que a su vez fue liquidado.
Los comandos, que habían sido considerablemente vapuleados y sin tiempo para recuperarse, tenían asignado un papel limitado, pero de su especialidad: tomar el fuerte de Salbert, el que formaba parte de la línea de fortificaciones que defendía el campo atrincherado.
Habíamos preparado ese asalto como el de una fortaleza de la Edad Media. Nos proveímos de largas escaleras de madera, de cuerdas y de grapas, de clavos y de todo un utillaje heterogéneo y pintoresco. En lugar de pez hirviente, de ollas de aceite, de culebrinas y de bolas calentadas al rojo, teníamos explosivos, lanzallamas y, sobre todo, granadas Gamón.
Coges el plástic, lo amasas bien hasta formar una bola que metes dentro de una bolsa de tela rematada por una especie de tapón que sobresale como el de una bolsa de agua caliente. Este tapón contiene un detonador a inercia: una pequeña cinta con un peso en un extremo y que se desenrolla cuando se lanza la granada, preferentemente dentro de un tubo de ventilación. La explosión es tal que todos los que se encuentren dentro de un caserón quedan aplastados como pastelitos.
¿Los lanzallamas? Muy sobre valorados, en mi opinión. Dos o tres chorros de napalm —Los lanzallamas están alimentados con esa gelatina rosada— y pronto te detectan y te ves convertido en un perfecto blanco.
No nos faltaba nada de lo que compone la panoplia de las ropas de asalto. No teníamos nada que desear. No importa: teníamos la boca seca.
El fuerte del Salbert tenía fama de invulnerable, y los alemanes habían dispuesto de todo el tiempo necesario para preparar sus defensas. Pero esta vez la suerte nos acompañaría.
Nos pusimos en movimiento a las tres y media de la madrugada. Pasamos a través de ciudades desiertas, Essert, Le Coudray, que el enemigo, pensábamos nosotros, había evacuado para concentrar sus tropas en el fuerte. Aquí está el Salbert. Lo abordamos por el muro más abrupto para contar con el efecto sorpresa. La sorpresa fue completa... para nosotros.
El fuerte había sido evacuado poco antes, los alemanes se habían atrincherado hacia los flancos de esa posición. ¿Por qué? Posiblemente, alguno de sus estrategas debió pensar que al enemigo había que esperarlo allí donde debía atacar: sobre los flancos, no en el fuerte.
Al alba éramos dueños de la fortaleza que domina toda la región. Una sección primero, luego otra, descendieron hacia Cravanches. Siempre nada. Avanzaron más lejos, sobre Valdoie, y alcanzaron la fábrica Alsthom. Ya es Belfort. Las secciones de comandos se instalan en la fábrica. Van a pasar un grupo de territoriales alemanes cargados de provisiones: carne y pan. Ni siquiera van armados, y todos ellos podrían ser nuestros padres. Helos aquí prisioneros, y muy contentos de serlo. Los comandos, sin guardar orden alguna, se precipitan sobre Belfort. Y cuando los SS cierran sus pinzas desde ambos flancos del fuerte, se encuentran con el vacío.
Algunos breves contactos. Nos encontrábamos en conflicto con dos regimientos, pero por entonces lo ignorábamos. De todos modos, veintisiete muertos. Ocupamos la antigua prefectura, convertida en la Kommandantur, defendida por dos cadáveres en el patio. Al otro lado se yergue una fortaleza hostil, el Cháteau, con sus sombrías galerías y sus puertas blindadas. Buscamos por todas partes a los F.F.I. para informarnos. Se supone que la ciudad está repleta de ellos. Terminamos por echar mano a dos de ellos. Uno parecía salido de un cuadro de salón: casco azul, uniforme bien entallado, brazal de seda, bonitas polainas color natural. El otro, desarrapado, sucio, cargado de espaldas, reclamaba insistentemente que le facilitaran una ametralladora a fin de arreglar algunas cuentas. Se trataba de tres chicas, afortunadamente más en el estilo Jeanne Hachette que en el Jeanne d'Arc, que nos recibieron y nos informaron muy gentilmente.
Los dos chicos, celosos, pretendían que ellas tenían mucho que hacerse perdonar, que se acostaban siempre que podían con los verde-grises, los Doryphores, los nazis, y por esa razón ellas se mostraban tan bien dispuestas. Era necesario desconfiar: podían ser espías.
Fue una extraña noche. Estábamos cercados en Belfort, pero la ciudad era nuestra. Nos hubiéramos dejado acribillar para conservar esas casas destruidas por los bombardeos aliados, esas calles descalabradas, esos pocos centenares de habitantes aterrorizados que vivían en los sótanos, sacando y entrando sus banderas tricolores según las idas y venidas de unos y otros. Y por esas chicas que tan bien nos habían acogido, pero sobre las cuales no cabía hacerse mayores ilusiones.
Diálogo entre el Almirante, muy gentleman, que hacía transportar en sus maletas sus palos de golf y sus cañas de pescar truchas, de bambú recortado, y una de esas jóvenes que él había abordado.
—¿Así que usted es de Belfort, señorita?
—Tú quieres decir de «Besafuerte», mi oficial.
Uno de mis muchachos ha vuelto a la prefectura completamente borracho. Al caminar hacía un extraño ruido, pues había metido varias botellas en su pantalón.
Dos de esas señoritas de «Besafuerte» habían querido hacernos compañía. Los de la F.F.I. las buscaban. Las balas que rebotaban contra las paredes hacía caer sobre nosotros una lluvia de yeso. Pero ellas preferían eso a que las rapasen.
Era imposible salir de esa ratonera. El coronel, muy contento de haberle birlado su ciudad a otro colega, comenzó a sentirse incómodo. Envió a un oficial —uno de mis compañeros— en misión de enlace con los tanques de la unidad blindada que debía perforar las defensas alemanas y unirse a nosotros. Comenzábamos a tener urgente necesidad de su apoyo.
El compañero pasó al otro lado sin demasiadas molestias y encontró el puesto de mando de dicho coronel. Se trataba de húsares o de dragones, de algo de eso, que en otros tiempos andaban a caballo y que ahora, decadencia, se propulsaban sobre cremalleras. Pero habían conservado los bellos modales de la antigua caballería: la fusta bajo el brazo, guantes color manteca fresca, aquí y allá monóculos.
El coronel, frente a un gran fuego, con un vaso de oporto en la mano, conversa con su Estado Mayor acerca de la situación:
—Esto es intolerable. De Lettre me había prometido Belfort; me robaron la ciudad ante mis propias narices. Los comandos la han tomado. ¿Con qué derecho?
Un comandante le tranquiliza:
—Tomado, eso es mucho decir. Efectivamente, algunas bandas de comandos ebrios se arrastran por las calles. Antes del alba habrán sido limpiados y nosotros realizaremos nuestra entrada.
El compañero se presenta:
—Subteniente X... de los comandos. Si usted no interviene inmediatamente, seremos en efecto limpiados y sus tanques desfilarán frente a nuestros cadáveres. Pero habrá bazookas esperándoles en todas las esquinas, detrás de cada casa.
Los tanques entraron en Belfort. Sólo dos o tres reventaron, atacados con Panzerfaust por granaderos emboscados entre las ruinas, que nosotros no habíamos podido limpiar.
Mientras, el coqueto de la F. F.I. me jugó una mala pasada a su estilo. Ese cretino viene a decirme:
—Los verdegrises se han marchado. Abandonaron el Chateau.
—¿Estás bien seguro?
—Vimos cómo se largaban.
Con mis muchachos entramos en esa maldita fortaleza, desde donde no habían cesado de tirotearnos, hasta el punto de que no habíamos podido retirar los cadáveres del patio, lo cual causaba muy mal efecto. Tranquilos, con el arma al hombro, cuestión de ver si no había alguna cosita para llevarse, un P 38, un Sturmgewehr, un puñal, alguna de esas armas que todos coleccionábamos.
Pero la verdad era que los Frisés sólo estaban preparando sus maletas. Furiosos por ser molestados, nos recibieron muy mal. Empezaron a aparecer balazos por todos los costados. En una fortaleza, con sus ecos y sus resonancias, eso producía un ruido infernal. Era imposible localizarse.
Las balas rebotaban por todas partes. No había luz. No había más remedio que ponerse a cubierto y esperar que la fiesta terminase. Y eso fue lo que hicimos.
Finalmente, ellos desplegaron velas y pudimos tomar posesión del terreno, más exactamente, del hormigón armado. Así, pues, entré con mi unidad en el Chateau de Belfort que, según nuestros grandes estrategas, era, «juntamente con las obras de los flancos del sistema Serre de Riviere, la pieza clave y el puntal de todo el flanco derecho de la contraofensiva enemiga...» (general de Vernejuols, Autopsie d'une victoire morte).
Nuestro coronel saltaba de gozo. Hizo un comunicado y me paso mi segunda citación.
Era el coqueto de la F.F.I. quien debía haberla recibido. Mis muchachos y yo estuvimos buscándole toda la noche para llenarle el culo de patadas.
Me salvé por los pelos de que me reventaran. Había recibido la orden de inspeccionar la Kommandantur, para ver si los Kameraden no habían dejado minas o trampas. Sondee los suelos y los techos, pasé por todas partes «la sartén», ese aparato que sirve para detectar las minas. Nada.
Al día siguiente de nuestra partida, cuando el coronel de caballería, que nos había hecho dejar esos lugares, los ocupó por fin, el edificio estalló. Sólo quedaron escombros.
Los cochinos Chleuhs habían colocado en la chimenea un torpedo provisto de un detonador de tiempo. Por suerte explotó en plena noche, cuando aún no se había instalado nadie allí. Solamente un centinela recibió un cascotazo en la cabeza. Pero como era un caballero, no un comando desarrapado, y tenía puesto su casco y todo su equipo, sólo le causó un chichón. Y obtuvo una citación.
De ahí a afirmar que habíamos dejado adrede la bomba en cuestión no había más que un paso, y este paso fue dado. Se buscó al responsable de tan criminal negligencia... o incluso de ese sabotaje. No podía ser nadie más que yo. Me preguntaba si no se mezclaría en eso la Seguridad Militar, transformando ese accidente en un ajuste de cuentas entre dos unidades rivales, entre dos coroneles, entre dos concepciones de la guerra.
Luego todo se calmó.
Otro caso pesado del que nos libramos mediante esa forma de desobediencia que felizmente existe en todos los ejércitos y que corresponde bastante bien a esta definición: hacer como si la orden no hubiera sido recibida.
Después de la toma de Belfort, nuestro coronel, sin ninguna vacilación, quiso seguir adelante. Uno de los cuatro comandos, un centenar de hombres con armas ligeras, se lanzó a la persecución de los alemanes y, en el bosque de Arsot, fue acorralado por un movimiento en tijera de dos regimientos SS apoyados por tanques. No quedó gran cosa de los comandos. Los alemanes no hicieron prisioneros. Todos los heridos fueron obsequiados con un balazo en la cabeza.
Como represalia, el coronel dio orden de reunir todos los prisioneros alemanes, ponerlos contra un muro y fusilarlos. Estos eran nuestros simpáticos viejecitos que habíamos capturado mientras transportaban carne y pan, y que tan contentos se habían mostrado de que para ellos esta guerra hubiera terminado. Ellos no tenían ninguna relación con la masacre.
Esa orden nunca la hemos ejecutado. Llenamos un camión con los prisioneros y los enviamos a un campo. El coronel no volvió a hablar del asunto.
Si los comandos no hubieran sido ese grupo heterogéneo de voluntarios en que cada uno hacía su propia guerra y conservaba el máximo de iniciativa y de sentido crítico, si hubiésemos sido máquinas programadas para la obediencia, o los partidarios fanáticos de una religión política, la orden hubiera sido ejecutada.
¿Será porque nosotros éramos más libres que los demás, que muy pronto nos tratarían de «mercenarios»?
En Belfort habíamos intentado vanamente reclutar voluntarios para suplir nuestras bajas. Una mañana descubrimos pegado a los muros de esa ciudad que acabábamos de liberar un cartel que invitaba a los jóvenes en edad militar a enrolarse en la unidad local de la F.F.I., al fin emergida de las sombras. El mismo sueldo y las mismas ventajas que en los comandos, pero la unidad en cuestión sería la encargada de hacer reinar el orden en la región..., de rapar muchachas, particularmente.
Nos instalaron en Giromangny, un encantador cantón cercano a Belfort, donde pasamos nuestros cuarteles de invierno. Estábamos agotados, teníamos mucha necesidad de reponernos. Nos habían prometido refuerzos y éstos no llegaban.
La guerra, creo habértelo dicho ya, es como Proteo: puede presentar todos los rostros. Sucesivamente nos ofrece la derrota o la victoria: los Vosgos y Belfort. La guerra termina con nuestros camaradas heridos en el bosque de Arsot, trata de arrastrarnos al ciclo sin fin de las represalias. A ella le debemos amistades sólidas y el haber conocido a los veinte años el ebrio placer de liberar una ciudad.
«La guerra —escribe Roger Caillois— posee en un grado eminente el carácter esencial de lo sagrado. Parece impedir que se la considere con objetividad. Paraliza el espíritu de examen. Es temible, impresionante. Se la maldice, se la exalta...»
Yo agregaría que la guerra incluso puede disfrazarse de payaso y presentar algunos números divertidos. Veamos a la guerra haciendo el bufón.
Carecíamos de jeeps y de camiones. Considerábamos que nuestra dotación de vehículos era insuficiente. Cuando nuestra unidad fue disuelta, resultó que teníamos tres veces más vehículos que la cantidad prevista. Ese excedente había sido adquirido mediante procedimientos discutibles.
Cuando un soldado de los comandos salía con licencia, sabía —esto no estaba escrito en el reglamento— que podía volver tres días más tarde sin ser declarado desertor, a condición de arreglárselas para llegar con un jeep. Cuatro días valían un cuatro-cuatro, cinco un G. M. C.
Dos soldados volvieron con cinco días de retraso sin pretexto válido ni certificado médico. Habían remontado todo el valle del Rhone y no habían encontrado nada para pescar. ¡Desesperante! Listos para el torniquete, el consejo de guerra. Al menos así lo creían ellos. Que yo sepa, nunca ningún comando fue llevado ante un tribunal, independientemente de las tonterías que hubiese cometido. Finalmente, la ocasión soñada se presentó, y ésta era de marca mayor. Dos soldados del G. I. vaciaban una botella de vino frente a una cantina, al parecer con prisa, con sus ametralladoras «Thompson» al hombro. Al otro lado del camino permanecía aparcado su vehículo, un gran camión gris completamente cerrado.
—¡Un camión-taller! —salta uno de nuestros dos compadres—. Si conseguimos birlarlo, ¡basta de problemas! Incluso tendremos derecho a una felicitación.
Los dos bribones se deslizan detrás del camión, entran en la cabina, se sirven de un trozo de cable eléctrico para conectar el motor y lo ponen en marcha. Parten como una tromba mientras los G. I., cosa inhabitual, se ponen a disparar repetidas ráfagas con sus ametralladoras. Nuestros comandos piensan que se encontraron con unos lunáticos malnacidos. Por precaución, van por caminos secundarios y de tierra.
Un par de horas más tarde entregan el camión-taller al servicio automotor de su unidad, cuyo mando acababa de tomar el Almirante, como ingeniero de la marina, aunque de motores sólo conocía el funcionamiento de las turbinas a fuel-oil.
Muy satisfecho de esa adquisición, nuestro marino absolvió a ambos retrasados y ni se le ocurrió abrir el camión.
Mientras, llegó una orden del cuartel general aliado de cerrar inmediatamente todos los caminos. Paracaidistas alemanes que operaban en la región se habían apoderado de un camión cargado con mapas estratégicos del cuerpo de combate norteamericano.
Levantamos barreras en la entrada y la salida de Ciromagny y también del lado de Rosemont. Esta última iniciativa provenía de un aspirante enamorado de la sirvienta del albergue y que aprovechó la ocasión para instalarse allí y llevar adelante sus tentativas con ella.
Nosotros pensábamos que todo eso era una de aquellas bromas aburridas del Estado Mayor. En las unidades de combate se tiene siempre tendencia a considerar los estados mayores como un amontonamiento de mitómanos y toda clase de chiflados, mientras que para los estados mayores las unidades de línea están formadas por retrasados mentales, analfabetos e incapaces. De ahí la manera como están redactadas las órdenes, en las que no se olvida ningún detalle, ni el más insignificante. Con la obligación, además, para el ejecutante de informar paso a paso.
Se presenta entonces frente a las barreras un gran coche norteamericano, nuevo y flamante. En la placa de identificación brillan tres estrellas. El centinela le hace señas al coche para que se detenga. El chófer entiende mal el gesto del centinela, o aparenta ignorarlo, y se salta la barrera. Una ráfaga de ametralladora revienta los neumáticos del coche, que, perdido el control, va a estrellarse contra un muro.
Surge de él, furibundo, un general de sanidad que grita rabiosamente a todo el mundo. El coronel acude a toda carrera: él defiende a sus hombres, y no sólo por compromiso. ¡Por una vez que sí ha respetado escrupulosamente una consigna!
El tono sube muy rápidamente. Nuestro coronel se acalora. ¡Han robado el camión de mapas! Contenía los planos de la nueva ofensiva, esa es la verdad, ni más ni menos... ¡Un golpe de audacia así! Skorzeny mismo debe de estar en el asunto. ¿Por qué no se disfrazaría de general francés? El tirador que reventó los cuatro neumáticos de una sola ráfaga, sólo merece felicitaciones. Se le va a citar, se le nombrará cabo, y ¿por qué no sargento?
La «bella americana» que el pobre general acababa de recibir fue remolcada al servicio de automotores. Se le cambiaron los cuatro neumáticos y se trató de remendar de alguna manera la carrocería. En un rincón estaba el gran camión gris.
Al día siguiente, un suboficial que necesitaba una pieza de repuesto o una herramienta hizo saltar la cerradura de la puerta trasera del camión gris. Era el camión de los mapas, evidentemente.
Nos ocuparíamos de extraviarlo, durante la noche, a pocos kilómetros de Giromagny, para reencontrarlo a la madrugada. Cosa que haría merecedor al grupo de las felicitaciones del Estado Mayor.
Nuestro grupo había sido reforzado por un batallón de F. F. L y otro de F.T.P. De esta manera, nuestro coronel podía creer que estaba al frente de una brigada. Sólo que cada batallón pretendía conservar su independencia y aceptar únicamente aquellas ordenes que le convinieran. La mayoría de los oficiales de ambos batallones, recién llegados al ejército regular, se habían designado ellos mismos. No tenían ningún conocimiento de la guerra, apenas si conocían la guerrilla. Sus hombres no confiaban en ellos.
Esta fuerza heterogénea fue lanzada sobre un glaciar cubierto de nieve, en Cernay, contra posiciones alemanas sólidamente mantenidas por tanques y tropas SS vestidas de blanco. Fue una masacre. Los batallones F.F.I. y F.T.P. se desbandaron, y lo que quedaba de los viejos comandos quedó aplastado.
Yo no me encontraba allí. Pocos días antes había volcado con un jeep en un camino cubierto de hielo, me fracturé un hombro y me enviaron a un hospital en Dijon. Ni siquiera era yo el que conducía.
Licencia por convalecencia. Cuando volvía a unirme con los comandos, se hallaban en Alsacia. Colmar había sido tomada, pero no quedaba gran cosa de mi antigua unidad. Todo el primer ejército estaba en idénticas condiciones: ya no daba para más.
Extraños rumores comenzaron a circular por entonces en las cantinas y entre los grupos de rancho. Alsacia podía haber sido liberada dos meses antes, lo que hubiera economizado algunos miles de vidas y una enorme cantidad de material. Se hubiera evitado que algunas ciudades fuesen arrasadas y un sinnúmero de civiles despedazados por las bombas... Si el general De Lattre de Tassigny no hubiese envidiado la gloria de su rival, el general Leclerc, hasta el extremo de detener una ofensiva exitosa.
En los comandos De Lattre no era bien visto. Sus intemperancias, su culto de la personalidad, su narcisismo, nos chocaban. Sin embargo, parecía difícilmente admisible que, en una crisis de malhumor y despecho, un comandante en jefe hubiera sacrificado parte de su ejército.
Más tarde, todos los testimonios han concurrido en el mismo sentido, los del general Vernejouls, comandante de la 5 D. B. (Autopie d'une victoire morte), los de los generales De Langlade, Béthouart, Monsabert, Gribius, Valluy y Leclerc, y los generales norteamericanos Devers y Eisenhower.
Hacia fines de noviembre de 1944, la Wehrmacht estaba en Plena desbandada. En Mulhouse, el Estado Mayor de la división solo esperaba la llegada de algún oficial francés para rendirse. (Información transmitida por el jefe de la Resistencia del Haut Rhin al «Deuxiéme Bureau» francés.)
En Colmar, el archivero hacía saber que los alemanes, desamparados, estaban dispuestos a hacer lo mismo.
El comandante alemán, el general Oberst Wiese, escribe en su diario de campaña:
«26 de noviembre: Tiempo cubierto, algunos relámpagos. Reservas: nada.
»27 de noviembre: Reservas: nada.
»28 de noviembre: Es necesario esperar la continuación de las penetraciones enemigas en dirección de Selestat con la 2 D. B. francesa y la 36 división norteamericana.
»En todas partes el enemigo provoca la caída, tomándolas por la retaguardia, de nuestras débiles guarniciones organizadas como puntos de apoyo.»
Las divisiones blindadas de la 1 Armée francesa no podían sino continuar adelante. Disponían de medios para ello. Pero Leclerc, que maniobraba al otro lado de los Vosgos, a partir de Estrasburgo, que él había tomado, se aproximaba a Selestat. Se hallaba a veintidós kilómetros de Colmar. La orden, que fue impartida el 29 de noviembre, resultó sorprendente hasta el punto tal que el general De Linares, jefe del Estado Mayor de De Lattre, debió presentarse personalmente a cada uno de los comandantes de las principales unidades para hacer que la misma fuera ejecutada. De Lattre no oculta las razones: «Leclerc ha liberado París y Estrasburgo. ¡Es la 1 Armée francesa la que liberará Colmar! Lo hará bajando por los Vosgos directamente sobre Colmar.» Esto a pesar de las órdenes de su superior, el general norteamericano Devers, que soberbiamente fueron ignoradas.
Los alemanes dispondrían así de tiempo para reorganizarse. No esperaron hasta recibir la última estocada. Ya estaban evacuando Alsacia, pasando su artillería al otro lado del Rhin, cuando se les concedió este inesperado respiro.
El general alemán Heinrich Hürckg, que sostenía el frente contra la 1 Armée, en su informe de la operación redactado a petición del Servicio de historia de los Estados Unidos (11 de junio de 1946), escribiría:
«Nuestra infantería no puede librar más combates en montañas y bosques, sino en las peores condiciones... El efectivo de las compañías ha descendido en algunos casos a veinticinco o treinta hombres. Si los regimientos aún pueden considerarse armados, es debido a la reducción de sus efectivos... Muy pocas baterías, poco personal de radio-operadores, pocos aparatos de transmisión... Sería problemático que nuestro frágil frente lograra resistir un nuevo asalto concentrado del adversario. Un comando enemigo eficaz y sagaz lanzaría una operación masiva de penetración en la llanura, con un centro de gravedad que incluyera la totalidad de sus fuerzas en dirección a Cernay-Thann... En mi opinión, una arremetida del enemigo que hubiese golpeado con todos sus medios al mismo tiempo nuestra línea Mulhouse-Cernay en dirección a Colmar el 29-30 de noviembre de 1944, hubiera tenido éxito, pues hubiera hallado a mi 159 división en una situación de la mayor debilidad. Pero dos días más tarde nuestro frente había sido relativamente reforzado...»
Y agrega (el enemigo estaba en aquella época al tanto de las disensiones entre los generales franceses; hasta tal punto eran ruidosas):
«En cuanto a explicar la contraorden del general De Lattre de Tassigny, se podría quizá pensar en ciertos celos de otro general, o es una rivalidad por razones de prestigio... Una falta capital, imposible de compensar... Jamás se debe dejar de perseguir a un enemigo en retirada, so pena de que éste se reorganice y se fortifique, mientras uno mismo pierde la ocasión favorable.
»... Confirmo los términos de mi informe sobre la situación hacia el 30 de noviembre y 1 de diciembre de 1944: yo esperaba un ataque concentrado con todas sus fuerzas sobre Cernay. Afortunadamente para nosotros, el ataque no se realizó. La contraorden de De Lattre permanecerá, sin duda, en un misterio comparable a nuestra detención junto al Mame en 1914...»
Ese respiro, concedido por De Lattre porque quería Colmar para él solo, fue utilizado inmediatamente por los alemanes. Himmler en persona se hizo presente con refuerzos: cinco mil hombres, cuatro regimientos de SS. La Luftwaffe reapareció en el cielo.
Quince grados bajo cero en los Vosgos, y dos metros de nieve, cuando De Lattre emprendió su ataque, seguro esta vez de que Leclerc nada podría intentar, pues se encontraba a la defensiva entre Selestat y Plobesheim.
De Lattre lanzó a sus blindados en pequeños paquetes por senderos bloqueados por la nieve. El 1 de coraceros, sobre un efectivo de 300 combatientes perdió 206 oficiales, suboficiales y soldados; quedaron destruidos 25 tanques de una dotación de 65. Otra unidad perdió más de la mitad de sus tanques: 51 sobre 89.
Los reclutas rodaron por millares por encima de la nieve. Para que Leclerc no tomara Colmar.
«Así fue —escribe el general Vernejouls, comandante de la 5 D. B.— como murió la victoria de Alsacia en diciembre de 1944, para renacer en medio del dolor y la sangre sólo en febrero del año 1945.»
Fracaso de la ofensiva a través de los Vosgos.
«La inclemencia de los elementos, la nieve, el frío y la encarnizada resistencia de un enemigo situado en posición dominante en la defensa de un macizo montañoso cubierto de bosques, con los pasos cerrados por la artillería, los desmoronamientos, las destrucciones y las minas, detuvieron una a una todas las veleidades de ofensiva...»
Pero Leclerc no había entrado en Colmar.
En Alsacia, «los enfermos, los inválidos, las mujeres parturientas, estaban sin medicamentos, sin cuidados, sin médicos; los niños y los ancianos, sin leche, ni pan, ni fuego; los edificios públicos saqueados por los soldados; los muertos enterrados apresuradamente, sin oficios religiosos y sin sacerdotes... El agotamiento, la fatiga, el hambre, la suciedad y el terror, bajo la amenaza constante de los SS de Himmler, por un lado, y los obuses que caían, por el otro...» (Crónica de Wittenheim.)
¡Pero Leclerc no entró el primero a Colmar!
El propio Eisenhower declaraba:
«La liberación de Alsacia podía y debía ser realizada en tres días. Eso no fue así porque:
»1. El general De Lattre no quiso dividir sus divisiones blindadas para ayudar al general Leclerc.
»2. El no quiso que otro cuerpo del ejército, distinto del que había designado, franqueara el puente de Anspach y realizara luego la hazaña.
»3. No lo quiso porque, créase o no, nunca supo adaptarse al empleo de divisiones blindadas, que subdividió en pequeños grupos en beneficio de la infantería, error lamentable que era la repetición de otro, sin embargo reciente, de 1940.»
Así, Eisenhower pide que el comandante de la 1 Armée sea inmediatamente destituido, mientras De Gaulle y Juin se oponen a ello, por «razones de orden psicológico» que Eisenhower se ve obligado a admitir.
El general De Lattre de Tassigny entró en Colmar como vencedor, acompañado del fasto que él tan bien sabía desplegar.
¿Por qué te cuento esta historia? Para que comprendas cómo, bajo la influencia de De Lattre —y tuvo mucha—, el ejército francés perdió su unidad, ya comprometida por los conflictos entre giraudistas y gaullistas. En Indochina, este ejército se convertiría en un conjunto de bandas, cuando el mismo De Lattre, el «rey Jean», creó sus «mariscales» en Tonkín, adulándoles, excitándoles, levantando a los unos contra los otros. Estos utilizarían para demolerse recíprocamente los mismos procedimientos que su patrón en Alsacia para «obstruir» a Leclerc. Este mismo estado de ánimo se perpetuaría luego en Argelia, hasta el 13 de mayo, y culminaría con el putsch de los generales y de la O. A. S. Y todo eso no podía ser otra cosa que fracasos. He aquí hasta qué punto habían devenido implacables las rivalidades entre las distintas unidades.
Si hubiese sabido cuánto costaría apoderarse de las crestas de los Vosgos en pleno invierno, probablemente De Lattre no se hubiera permitido semejante decisión. Pero durante tres días, cegado por el despecho, dejó escapar la ocasión.
La querella de De Lattre-Leclerc no fue la única de ese tipo. En un nivel más alto, Montgomery y Patton se odiaban y envidiaban, contrariaban recíprocamente sus planes, con idénticos resultados. Los aliados perdieron la oportunidad de terminar con los alemanes en septiembre, cuando Montgomery logró que Eiienhower limitara la provisión de combustible para Patton, que avanzaba demasiado rápidamente y cosechaba demasiados laureles para su gusto.
Patton explotó:
«¡Mis hombres pueden en cualquier caso comerse sus cinturones, pero mis tanques no pueden avanzar sin combustible!» Debió detenerse junto al Mosela, porque Eisenhower «había puesto la armonía delante de la estrategia, y sacrificó la mejor oportunidad de obtener una victoria rápida a su intención de apaciguar el insaciable apetito de Monty»