Contrariamente a lo que podrías creer, jamás quise ser actor en la guerra de Corea, sino un testigo, un espectador privilegiado presente al mismo tiempo en el escenario y en la sala.
El periodista que no lograba hacerse un lugar al sol se había disfrazado de soldado, y eso le trajo suerte.
Por eso incluyo la de Corea entre las guerras que he contado, y no entre las que hice.
Pero todavía no estamos en eso.
Fui desmovilizado el 10 de agosto de 1945. Además de un mes de sueldo, recibí una cantidad como ayuda. Eran trescientos mil francos, una suma enorme en aquella época, por lo menos para mí.
Ese dinero desapareció rápidamente. Me gustaban los bares, la noche y los singulares encuentros que allí ocurren. Yo los necesitaba para no sentirme extranjero en mi propio país, y en la noche, como tú sabes, después de cierto número de tragos, encuentras una patria que la magia del alcohol puebla de muchachos y de chicas que parecen comprenderte y amarte; que son tus hermanos, tus hermanas y tus amigos perdidos.
En las oficinas, en los ministerios y en los periódicos, en todos esos bailes de ladrones, había demasiados tipos con mucha cháchara, infatigables en el relato de sus grandes acciones en la Resistencia, sus hechos fulminantes; todo para explicar cómo habían llegado hasta sus mangas tal cantidad de galones. Si se hubieran producido realmente tantos actos de heroísmo, tantos hechos de armas ejemplares; si todos los prisioneros se hubieran escapado de Alemania; si todos los obreros y los estudiantes hubieran rechazado el S. T. O., los alemanes hubieran sido expulsados mucho tiempo antes. ¡No hubiera sido necesaria nuestra ayuda!
Yo, por mi parte, resultaba lamentable. Había tardado tres años para pasar de aspirante a subteniente. Ellos, en cambio, sólo habían necesitado tres meses para convertirse en comandantes o coroneles.
¿Te acuerdas de ese cuento? En Toulouse, De Gaulle pasaba revista a la F.F.I. Todos ellos cubiertos de galones hasta las orejas, y en la banda hay incluso un coronel con seis galones. Perdido entre ellos, un pobre desgraciado con sólo dos o tres sardinas.
—¡Bueno, amigo! —le dice Charles—, ¿es que no sabe coser?
Algunos camaradas de los comandos que, como yo, habían abandonado el uniforme y a quienes la vida en Francia no les satisfacía, nos agrupamos en una especie de comunidad a la espera de partir para Chile, con la intención de rehacer nuestras vidas. Uno de nuestros compañeros tenía un tío dueño de terrenos por el lado de Tierra del Fuego y que no sabía qué hacer con ellos. Le había escrito ofreciéndole nuestros servicios.
Vivíamos en una gran casa de campo en Bois-Colombes, donde organizábamos frecuentes fiestas. Eso atraía a muchas chicas y a una bandada de muchachos que soñaban y hablaban de aventuras. A ellas eso también les molestaba; no podían soportar que uno se les escapara.
En la primera versión de los Mercenaires, Sang sur les collines, he relatado cómo, cuando la caja se vació, hacíamos eses para llegar a la estación del ferrocarril, evitando los lugares donde teníamos deudas pendientes. Hasta el día que, completamente secos y sin ninguna novedad de Chile, tuvimos que separarnos.
Unos volvieron a enrolarse en el ejército, otros siguieron a sus chicas y se buscaron un trabajo.
De la guerra habíamos conservado el sentido de la amistad, del clan, y cierta locura, el gusto por las bellas aventuras y por los grandes espacios. Habíamos soñado una Francia generosa, acogedora, rejuvenecida. Los alemanes le habían causado mucho daño, y la Resistencia —es decir, los que realmente habían participado en ella— habían logrado curarla de ese morbo: la ocupación extranjera que fue secretamente tolerada.
Nos encontramos con un país desgarrado, mezquino, donde todo el mundo hacía trampas, ajustaba cuentas y se llenaba los bolsillos.
Orgullosamente, el P.C. alineaba sus fusilados como en un cuadro de caza. Al igual que aquel coronel en los Vosgos que hacía el recuento de sus bajas meditando sobre el partido que podría sacar de ello. Éramos bastante mal recibidos. Por otra parte, llegábamos demasiado tarde, todos los puestos estaban ocupados. Nunca habíamos contemplado la guerra o la Resistencia como un buen negocio.
Me había encontrado con mi padre en Lozére. Yo estaba orgulloso de mi uniforme, de mis medallas. A él no le disgustaba. Un día la cosa se vino abajo. Yo le había dicho durante una discusión:
—¡Esta vez, a pesar de todo, hemos ganado nuestra guerra!
—i No me digas! —contestó ásperamente—. Sin los ingleses y los norteamericanos, ¿qué hubierais hecho? Igual que los Fifis, robar gallinas, asaltar a los campesinos y después correr a esconderse en el bosque.
Algunos F.T.P. que nunca habían ido a combatir, porque estimaban que debían desempeñar una misión política mucho más importante, habían puesto a mi padre contra un muro con la intención de fusilarle porque era miembro de la Légion des Combattants, juntamente con mi hermano. La cosa se arregló debido a la intervención del jefe local de la Resistencia, que era uno de mis amigos.
El «Español», que dirigía esa horda, había expropiado su uniforme de oficial de cazadores, que le gustaba mucho... y su Citroen de tracción delantera, que le gustaba mucho más. Sus tropas expropiaron, al mismo tiempo, su vinacho.
¡Su reserva de viejas botellas en manos de individuos carentes de paladar! ¡Unos bárbaros! Ni nos atrevimos a consolarle. No tenían ningún derecho, esos Fifis de última hora; como máximo el vinagrillo. Era como hacer mentir a la Biblia, y todo eso por haberse ocupado seriamente del mercurey que nuestro padre conservaba religiosamente para aniversarios que no llegaban jamás. Lo habíamos ocultado en una cueva en el cementerio, donde íbamos a proveernos.
En resumen, reiniciamos nuestra pelea. En Aumont, la cosa no andaba mucho mejor. La aldea se había dividido en dos clanes. En el de los petainistas abundaba la «gente bien», la que hacía correr el rumor de que yo me había pasado a De Gaulle porque había hecho alguna fechoría y la Policía me buscaba por ello. Los «resistentes» dudaban en reconocerme como uno de los suyos. En Marvejols me preguntaron:
—¿Es cierto que usted pertenece a la guardia pretoriana del general De Gaulle y que él tenía la intención de emplearle contra la Resistencia?
En eso estábamos. «El arrepentimiento y la piedad» que continuaban.
Era preciso marcharse, una vez más.
Heme aquí, pues, a la búsqueda de un empleo. Busqué por aquí y por allá, hasta tropezar finalmente con un viejo compañero de estudios de Toulouse, H. Déramond, que se ocupaba de un periódico agrícola. Me propuso que trabajara en él y yo acepté.
El periódico se llamaba La Libération Paysanne, órgano de la Confederación General de la Agricultura recientemente fundado por Philippe Lamour. ¡No era divertido! Nunca se me había ocurrido dedicarme al periodismo. Si hubiera tropezado con algún amigo fabricante de cosméticos me hubiera dedicado al negocio de los cosméticos; o con otro que estuviera en el rastro, y me hubiera convertido en vendedor. Totalmente disponible, muy gideano, con un marcado gusto por las muchachas, la ensoñación y la pereza, y, sobre todo, carente de aptitudes para el periodismo agrario.
Mi amigo de Toulouse, que pronto se dio cuenta de eso, me presentó a Max Corre, que dirigía, juntamente con Yves Krier y Marcel Haedrich, la redacción de Samedi-Soir y de Paris-Matin. Max me preguntó si quería ser periodista, de los de verdad. Yo no deseaba ninguna otra cosa, pero me consideré obligado a agregar que no tenía capacidad para ello. El podría probarme en una sección, dijo, pero me aconseja, puesto que disponía de salud y de ambición —la salud la tengo, la ambición es él quien me la prestaba—, que tratara de dar un «buen golpe», de conseguir una historia sensacional. Eso se llama en la profesión un scoop. Me lancé, pues, a la búsqueda de un scoop.
Me enteré, no sé muy bien cómo, de que los guerrilleros se organizaban en Cataluña para derrocar a Franco. Le propuse a Max Corre ir a ver eso de cerca. Me dio un billete de tren y algunos miles de francos. Llegué a Perpignan.
Logré allí un «contacto», un muchacho muy distinguido, de largas y finas manos de intelectual, que se ocupaba de un movimiento separatista catalán. Yo juego al gran periodista, él al gran revolucionario. No somos más que unos pobres novatos, pero uno se da el gusto.
Me introdujo finalmente en un asunto. Un miembro de su organización, un individuo sensacional, Solair, debía pasar clandestinamente la frontera para preparar una importante operación en Barcelona. Este aceptó llevarme, después de haberme sometido a un verdadero interrogatorio. El representaba los personajes de Malraux. Yo podía recitarle páginas enteras de L'Espoir y de La Condition Humaine. Nos entendimos rápidamente. Partimos, para encontrarnos en La Tour-de-Carol, en la misma taberna donde en 1942 yo había iniciado mi viaje hacia la aventura. Pero esta vez me sentía seguro, existía toda una organización detrás de mí, y Franco estaba listo. No le quedaban más que unas pocas semanas, todo el mundo lo sabía en Francia.
Cuando le pregunté a mi compañero qué transportaba en la pesada maleta que llevaba, me respondió, por supuesto: «Dinamita.» Era para hacer saltar la estatua de Cristóbal Colón que se levanta en el puerto, frente al mar, símbolo de la opresión castellana. Yo, totalmente de acuerdo.
Nunca me había gustado Cristóbal Colón. Muy exagerado. No fue él quien descubrió América, sino los vascos y los vikingos, mucho antes.
Al preguntarle por qué renqueaba, me lanzó esta respuesta, lacónica, grandilocuente:
—La guerra civil.
Sin molestias, con la complicidad de los gendarmes del lado francés y, lo que entonces ignoraba, de la Guardia Civil del lado español, cruzamos las vías de la estación internacional de Puigcerdá, yo tambaleando bajo el peso de esa maldita maleta con dinamita, que me parecía demasiado pesada para tratarse de explosivos. El automóvil que debía esperarnos para llevarnos a Barcelona no se encontraba en el lugar convenido.
Repentinamente, una patrulla de la Guardia Civil desemboca en la calle, frente a nosotros.
—¡Hemos sido traicionados! —me dice el compañero—. Yo ya estoy condenado a muerte. Si me prenden, me fusilarán. Tú puedes arreglártelas y al mismo tiempo ayudarme atrayendo a la Guardia Civil detrás de ti. No, deja la maleta. ¡Salud!
—¡Salud!
Antes era Malraux; ahora una matinal de Hemingway.
Durante toda la noche traté de huir, con los guardias civiles y sus perros pegados a mis talones. Para confundir a los perros, me habían enseñado que no se debe atravesar tontamente un arroyo, sino remontarlo, avanzando dentro del agua cerca de la orilla durante algunos centenares de metros, franquearlo entonces y reiniciar la operación cerca de la orilla opuesta. De esa manera los perros quedan desorientados. Eso es lo que hice. Estaba bien entrenado, me mantuve hasta el alba. Entonces otra patrulla me pescó.
Heme aquí, pues, con las patas en el aire y una ametralladora contra los riñones. Hice la comedia del tonto, y les conté que era un turista que estaba haciendo una paseíto por la montaña y que me había extraviado. Llevé la broma hasta el extremo de declarar que no sabía una palabra de español. ¡ Justamente después de residir durante nueve meses en las cárceles de Franco! Poseía incluso una colección de tacos que iba desgranando por lo bajo: Coño, hijo de una gran puta...
Con las manos esposadas, me llevaron al lugar donde tenían su cuartelillo. Discusiones entre el suboficial que mandaba la patrulla que me mordió los talones durante la noche y el capitán cuyos subordinados me habían prendido:
—¿Por qué llevarle a Barcelona? —decía el suboficial— Matémosle ahora mismo. Diremos que le hemos disparado en el cruce de la frontera al no obedecer nuestras órdenes.
—Quizá tengas razón —contestó el capitán—. Pero ¿y si pertenece a una organización terrorista? En la Segunda bis sabrán soltarle la lengua y enseñarle el castellano a este pequeño coño.
Durante dos horas siguieron la discusión, sin llegar a decidirse en un sentido o en el otro. Finalmente, lo que es normal, ganó el capitán.
—Lo llevamos a Barcelona —decidió.
Yo respiré. La jerarquía, sólo ella es la verdad. Por primera vez la bendije. En el pequeño ferrocarril que serpentea ente las montañas, viajaba con las esposas en las muñecas entre dos guardias civiles que me apuntaban con sus ametralladoras. Ellos se encargaron de informar a todo el pasaje del vagón. Yo era un terrorista particularmente peligroso y, además, extranjero. ¡Un comunista! Y seguían agregando detalles.
Una monjita me lanzaba miradas aterrorizadas por encima del respaldo de su asiento, al tiempo que desgranaba su rosario a toda velocidad. Una anciana cubierta con una toca negra me ofreció un trozo de tortilla fría. Yo no podía cogerla, con mis manos atadas a la espalda. Ella me alimentó como a un inválido. Mis guardianes dejaban hacer. Uno de ellos me ofreció un cigarrillo de ese tabaco negro que me recordaba el tercer cuadro de la prisión de Gerona.
Allá en la montaña, mientras discutían mi suerte, mi vientre se contraía. Era insoportable, peor todavía que durante un asalto a la bayoneta. Sólo podía esperar. Me acordé de los prisioneros de «San Juan Bautista», cuando se discutía sobre su destino delante de ellos. ¿Y si fuera «San Juan Bautista» el que tenía razón?
En el tren me sentía sobre todo furioso. ¡Volver a la cárcel en España, en ese final de 1945, era pasar allí la Navidad! ¡Bonito parto!
Me llevaron a un antiguo convento, San Elias, convertido en prisión. Una prisión bastante suave, comparada con la «provincial» de Gerona. Allí se encontraban prisioneros... antiguos SS franceses y milicianos que esperaban un visado para largarse a América del Sur, en general a la Argentina.
Me recibieron con grandes demostraciones de amistad:
—¿Dónde estabas tú? ¿En la división «Carlomagno»? ¿Los Waffen-SS? ¿La legión «Valonia»? ¿La L. V. F.? La Sturmbrigade Frankreich? ¿Cómo te las arreglaste? No te preocupes, esto es sólo una estación de distribución. Sólo estás de paso. Recibimos paquetes. Los veteranos de la División Azul no nos olvidan.
Me rodearon cuando hice el primer paseo por el patio de la prisión. (Eran nombres con los que me reencontraba, como el Economato, los paquetes de higos, el café con leche y las sardinas crudas que se asaban a la llama de un periódico encendido.) Y cuando dije: «Yo estaba con De Gaulle», obtuve el más franco de los éxitos.
Ellos no lo querían creer, pero un guardián confirmó que yo era efectivamente un rojo.
Sorprendidos, sólo atinaron a soltar una carcajada. Uno de ellos, un ex jefe del P.P.F., incluso se encargó de hacer llegar un mensaje al cónsul de Francia. Este lo recibió, pero no hizo nada, desde luego. Coleccionaba viejas tallas de madera catalanas. Eso le mantenía enormemente ocupado. Los vencidos por la Liberación, esos que me hubieran destripado, o a los que yo hubiera destripado, por lo menos compartieron conmigo sus raciones e hicieron llegar a Francia una carta mía.
Nos contamos nuestras guerras, ellos en Rusia, yo en Francia y Alemania, teniendo como árbitros a algunos prisioneros republicanos de la guerra civil y al jefe de los guardias, que había perdido un brazo en los Requetés. La guerra nos reunía en torno de ella, como el fuego en un campamento.
Uno me contó sus combates en el Dnieper, otro la agonía de la Wehrmacht junto al Báltico, su cerco en Tcherkassy; un tercero los últimos combates cuerpo a cuerpo en Berlín, que sólo estaba defendida por voluntarios extranjeros. Un español que había sido miembro de las brigadas anarquistas explicó su batalla del Ebro, y el requeté la conquista de Brunete, donde había perdido su brazo, y donde doce mil de los suyos habían quedado sobre el terreno.
¡Extraña reunión! Ninguno de los que estaban ahí había sido un gran jefe, todos eran carne de cañón. Los «políticos» se mantenían apartados, sintiendo que su lugar no se hallaba entre nosotros.
Si yo hubiera sido un buen periodista, hubiera tomado notas, revelado nombres y, dosificando sagazmente los relatos de unos y otros, agregando la necesaria reprobación de los vencidos, hubiera escrito un buen trabajo.
Todavía no había tomado mis distancias. Estaba demasiado sumergido en la guerra, ésa que se hace sin comprender nada. Pero ya había elegido mi campo, el de los testigos, no el de los jueces. Los jueces son necesarios, pero yo jamás seré uno de ellos. Los testigos, lamentablemente, escasean cada vez más en nuestra profesión, y cualquier tontillo que no ha visto nada, que nada ha sufrido, se erige en juez soberano. Pero no tengo ninguna intención de meterme en conflictos. Ya no estoy en edad...
Paris-Matin había sido informado de mis dificultades, el aficionado a las tallas catalanas recibió un buen tirón de orejas y se decidió a suministrar a la Segunda bis la prueba de que yo no era un turista extraviado ni un terrorista, ni menos aún un oficial del servicio de informaciones. (Como un cretino, yo había conservado entre mis papeles mi credencial de oficial.) Finalmente decidieron soltarme.
Me encontré entonces en Barcelona, rechazado por los unos y los otros, metido en ensaladas de espionaje de las que no entendía nada. Cándido haciendo de extra en el filme de Clouzot Les Espions. Hasta el día que me expulsaron, después de haberme tenido un mes en chirona y otro en residencia vigilada.
Concienzudamente, hice un relato detallado de mi aventura. Sin hacer trampas. Max Corre leyó mi papel, frunció la nariz y declaró que era una mierda. Lo que él me había pedido era acción violenta en la guerrilla española. ¿No había encontrado guerrilleros? Pues los inventas. Y encargó al gran rewriter de la casa, Jacques Robert, que hiciera algo con «eso». Salvo que por «eso» yo había estado a punto de ser fusilado.
Por lo menos, era lo que creía, hasta el día que mi «corresponsal» de Perpignan vino a verme a París.
Me informó de que mi dinamitero de la maleta era un oficial de los servicios de inteligencia españoles, la famosa Segunda bis. Jamás había tenido la menor intención de volar la estatua de Cristóbal Colón. La maleta sólo contenía piezas sacadas de automóviles, pues, además de sus actividades de agente doble, este estimado Solair hacía un poco de mercado negro.
Para librarse de mí y al mismo tiempo no ser descubierto, me había lanzado a mi fuga en la montaña. Los guardias civiles que salieron para darme caza estaban en el negocio, y en ningún momento mi vida había estado en peligro. Desde el comienzo sabían quién era yo.
De paso por París, el jefe de la Segunda bis que se había ocupado de mi caso (puedo dar su nombre, López Moreno) dejó su tarjeta en mi hotel —yo me alojaba por entonces frente a la plaza del Panthéon— con estas palabras: «Perdóname por haberte hecho correr tanto. Solair (el falso dinamitero) añade sus disculpas a las mías. Los papeles que tú has escrito no valen nada. Era lo que esperábamos.»
El separatista catalán de Perpignan, en cambio, los había encontrado excelentes. «Al fin se habla de nosotros, es lo esencial. Los pequeños errores no son nada.» Se casó con una muy bonita muchacha y se nacionalizó francés.
De todas maneras, esos papeles no eran míos, sino de Jacques Robert. En cuanto a Max, me despidió.
—Tú sabes jugar a los cow-boys —me dice—, sabes hacerte meter en chirona, causar, o casi, un incidente diplomático, hacer la guerra, pero en el periodismo no tienes ningún porvenir. ¡Créeme, conozco el oficio!
Más tarde, cuando cambió de opinión, declaró que era él quien me había descubierto.
Paralelamente a esa actividad en una profesión que parecía tan poco adecuada para mí, me había mezclado en política. En la morralla, como siempre. Porque yo estimaba que sólo la morralla es la que gana las guerras, y que lo mismo ocurre en los partidos, donde el tirador de punta se denomina militante de base. Todo depende de él.
¿Qué constituye la fuerza del PC? Ciertamente no sus ideas, ni la Roma a la que se subordina, Moscú, ni el papa Stalin. Son sus tiradores de punta. Yo, por mi parte, me había adherido al S.F.I.O., cuyas ideas, tan generosas como vagas, me convenían. Las ideas, no lo demás.
En aquella época, yo hubiera estado más cómodo en el PC. Pero, debido a su carácter inquisitorial, que tan desagradablemente me recordaba al de los jesuitas, por su carencia de sentido del humor, por su didactismo, por su sumisión a las consignas de Moscú; los «cocos» me disgustaban. Como decía entonces Guy Mollet, ellos no estaban ni a la izquierda ni a la derecha; estaban al Este.
En las secciones del partido socialista, la cosa era más bien blanducha. Particularmente en el quinto distrito, donde, sin embargo, militaban algunos jóvenes. Pero ellos sólo tenían el derecho de callarse y escuchar las hermosas palabras de los oradores facultados, humanistas que conocían mucho mejor a Platón que a Carlos Marx.
Cuando pedí que se saliera a la calle, que junto a cada vendedor de L'Humanité hubiera un vendedor del Populaire, me miraron como un animal peligroso. Me encontraron algunas excusas: mi entusiasmo... mi juventud.
No obstante, me obstiné, y juntamente con un compañero salido de la misma escuela que yo, la de la guerra, me encontré en el boulevard Saint-Michel ofreciendo la hoja de lechuga que era entonces Le Populaire.
Esto provocó gran regocijo en los cocos, que alinearon frente a nosotros docenas de vendedores. En medio del asombro del público, que no estaba habituado a eso.
Pasando a otras diversiones, partí para el Irán, contratado por una agencia de prensa, la A. E. P., que dirigía Yves Morandat. Esta agencia ya comenzaba a caer en picado, pero yo lo ignoraba. Cogí también la representación de algunas marcas de perfumes, de ferretería y de otras tonterías. No de armamento. Eso no se hacía aún.
Al cabo de pocos meses, la A. E. P. se estrelló, y yo me encontré en la calle. No tenía ningún deseo de volver a Francia, me sentía bien en Teherán. El embajador francés de la época, que traficaba con alfombras, me había calificado como individuo sospechoso. Esto a pesar de que yo no vendía alfombras, no le hacía la competencia. Afortunadamente, Jekiell, de la A. F. P., y mis amigos los Godard, me ayudaron a sobrevivir. Pero ésta es otra historia...
El verdadero jefe del país, el dictador en potencia, era por entonces el jefe del Estado Mayor, general Razmara, antiguo alumno de Saint-Cyr. Razmara se interesó por mí y me preguntó si podría encontrar para él unos cuantos buenos muchachos como yo para entrenarlos y encuadrarlos en unidades especiales que constituirían su guardia personal, y en los que pudiera confiar en cualquier circunstancia.
Yo le pedí tiempo para pensarlo. Necesitaba establecer contactos, averiguar qué se había hecho de mis antiguos amigos. No tuve ocasión de meditar mucho tiempo. Razmara se preparaba para derrocar al Sha y ocupar él su lugar. El Sha le ganó la mano y le hizo asesinar.
Volví a Francia con una lata de caviar que mi hermano se tragó con el desayuno, y una alfombra que me apresuré a vender.
Traía también una serie de artículos sobre el Irán, donde contaba algunos acontecimientos bastante extraordinarios que había presenciado: la revuelta de los kurdos de Mollah Mustafá Barzani (¡ya entonces!); la vuelta del Sha y el ejército iraní a Azerbaidjan, que había sido ocupado por los soviéticos (hasta el último momento no se sabía si se marcharían, el miedo a la bomba atómica norteamericana les hizo soltar la presa); la revuelta de tribus del Sur, los khasgais, manipulados por los servicios de inteligencia ingleses; los problemas del partido comunista iraní, el Tudeh, que Stalin acababa de abandonar a su suerte y cuyos dirigentes serían colgados; el mundo maravilloso de los bazares; las sectas secretas y las zurkhanés, esas guaridas de la fuerza donde se reclutaban asesinos a sueldo y otros «charukeches» del barrio sur.
El Parisién Libéré aceptó mis reportajes, los publicó y me pagó muy mal. Pero me prometieron el premio Vérité. Pero lo obtuvo un estafador, por aventuras puramente imaginarias.
Hacía pequeños negocios por aquí y por allá (fui, particularmente, a encontrarme con el tercer hombre en Viena por cuenta del France-Soir), trabajaba en C'est la vie, el periódico de Jean Nohain, nacido de una emisión publicitaria, «Reina por un día», patrocinada por el jabón Le Chat, cuando, repentinamente, estalló la guerra de Corea.
Yo esperaba a una chica que me había dado cita en la avenida de La Tour Maubourg, y tardaba en llegar. Había comprado Le Fígaro, por el que me enteré que se solicitaban oficiales voluntarios. Dirigirse a 51 bis, avenida de La Tour-Maubourg. No tuve más que hacer algunos pasos para engancharme. ¿Acudiría la chica a la cita? No lo sé...
No me impulsaba el deseo de luchar contra el imperialismo soviético, ni el de ayudar al imperialismo norteamericano. Yo no tenía nada que ver con eso. Comprobé, simplemente, que los agresores eran los comunistas. Después de una declaración ambigua de un secretario de Estado, y creyendo que los Estados Unidos no intervendrían, Corea del Norte invadió a la del Sur [10].
El sueldo que ofrecían era interesante, la mitad pagado en dólares. Corea estaba en la otra punta del mundo, y a mí me gustaban los viajes. Esperaba encontrar en el batallón de Corea el mismo ambiente loco y generoso que en los comandos. Todo eso influyó, pero menos que mi deseo de lograr un reportaje sensacional, de convertirme en un verdadero periodista, a la manera de Kessel, y tirárselo por la cara a Max Corre y a otros como él.
Max Corre era entonces director de Paris-Presse. Le propuse un arreglo y él aceptó. Total, ¿qué arriesgaba? Yo le enviaría regularmente artículos desde Corea bajo un nombre falso, sería el corresponsal secreto de Paris-Presse en el seno del batallón francés. Prepararía además una serie de artículos para ser publicados a mi retorno. Si mis artículos resultaban aceptables, me contratarían como reportero; si resultaba herido o muerto era ya cosa mía.
Habida cuenta de mis antecedentes militares, fui aceptado y entré en el campo de entrenamiento de Auvours como teniente con dos galones.
No voy a volver sobre lo que ya relaté en forma de novela en Le Sang sur les Collines, transformada más tarde en Les Mercenaires; no repetiré tampoco lo dicho en la serie de artículos publicados por Paris-Presse.
El batallón de Corea no fue lo que yo esperaba, sino una monstruosidad, una gran cabeza con un cuerpo muy pequeño. Estaba al mando de un general de cuatro estrellas, Montclar, asistido por un completo Estado Mayor en el que había desde alumnos de escuela de guerra de irreprochable pasado hasta una serie de truhanes, algunos de los cuales terminarían en la cárcel.
Todo el mundo recelaba, y trataba de formarse una clientela. Los oficiales de carrera despreciaban a los reservistas que vinieron para «arrebatarles su gloria» o para alzarse con un buen botín. Los reservistas, por su parte, atribuían a aquéllos las mismas intenciones.
Lo pintoresco, que no faltaba, venía exclusivamente del lado de los reservistas. Entre ellos, algunos ex-paracaidistas, incluidos algunos compañeros de la Liberación que no se habían adaptado a la guerra civil; algunos cornudos que pensaban que la mejor manera de vengarse de su mujer era ir a hacerse matar a quince mil kilómetros de distancia, dejándole una pensión de viuda de guerra; había no pocos legionarios y algunos veteranos SS; también un policía que había tenido algo que ver con el asesinato de Lemaigre-Dubreuil en Marruecos, y un médico comprometido en un lamentable asunto de aborto. Unos eran buscados por la Policía, otros por el fisco, y otros, por fin, tenían a su zaga acreedores de muy distinto género.
Nuestra dotación se embarcó en el Marseillaise, tardó un mes en llegar al Japón, festejó allí el 14 de julio y, dos meses más tarde, se hizo diezmar en el Crevecoeur, que los norteamericanos llamaban Heart breack ridge.
Cuando atravesábamos Japón en tren, fui despertado a medianoche por el camarero, que me sacudía. Me había tomado por un oficial norteamericano:
—Aquí, sir, es Hiroshima.
Le digo:
—¿Y qué?
Me contesta:
—A los norteamericanos les gusta que les despierten cuando el tren pasa por Hiroshima.
¡No me digas! Eran los japoneses que se habían pasado esa consigna. Cinco años después de la bomba, lo recordaban y querían hacerlo recordar.
La guerra de Corea era del tipo clásico. En toda la retaguardia, hasta cincuenta kilómetros del frente, había sido evacuada la población civil. Por tanto, no había guerrilla.
Ambos campos enemigos mantenían líneas de frentes como en 1914-1918 y se enterraban cada vez a mayor profundidad en trincheras sometidas al incesante bombardeo de la artillería y la aviación. Balance: 800.000 soldados norcoreanos muertos o heridos, 400.000 surcoreanos. Y no hablemos de los chinos; nadie se ocupó de contarlos. Aparte de los civiles que murieron de frío, de hambre o desaparecidos a causa de los bombardeos. Por lo menos dos millones de muertos.
Todo eso para un resultado nulo y dos años de palabras en Pam Nun Jon. Fue necesaria la muerte del ogro, de Stalin, para que la paz se hiciera por fin.
El haber aceptado esta guerra «clásica» constituyó para los norcoreanos y sus aliados chinos un error que pagaron muy caro. Esto a causa de la influencia de los militares soviéticos, que creían sobre todo en los batallones pesados y las unidades blindadas del estilo Guderian.
Cada uno trata de reeditar indefinidamente la guerra que ha ganado: los franceses, la de 1914-1918; los rusos, los grandes combates de tanques en las estepas.
Antes de mi llegada, los chinos habían lanzado un ataque a fondo, con cientos de miles de hombres precipitándose colinas abajo. Los norteamericanos y sus aliados, todos los que habían enviado brigadas, como los británicos y los turcos, o batallones, como los belgas, los franceses y los filipinos, se habían retirado veinte o treinta kilómetros, con visos de catástrofe. Era la «operación camioneta», como la llamaban. La aviación norteamericana, con bombas y napalm, aplastó ese hormiguero.
Llegué al frente atravesando esos valles de la muerte, y lo que vi fue atroz. Los chinos no habían tenido tiempo de cavar refugios, apenas habían logrado arañar la tierra. Habían sido sorprendidos, y sus cuerpos quemados jalonaban el suelo por millares. Montones de vestimentas ennegrecidas, cadáveres retorcidos que comenzaban a descomponerse con un dulzón hedor de carroña.
Supongo que en esos valles, más tarde, se habrían logrado muy buenas cosechas. No les faltó el abono.
Otro rostro de la guerra: Seúl, donde esta vez el dólar causaba estragos. El «mal» verde que arrasaría Indochina y que causaría la pérdida de Vietnam del Sur.
En la ciudad, destruida en sus tres cuartas partes, todo estaba en venta. Los G. I. que regresaban del frente se arrojaban sobre todo lo que se pareciera a alcohol y a muchachas. La mayor cotización del mercado la alcanzaban las school girls, las escolares verdaderas o falsas, con sus trenzas, sus uniformes azules y sus zapatos chatos[11].
Yo no soy puritano, ni mucho menos, pero pienso que de nada vale defender con las armas un país si al mismo tiempo se destruye su sustancia con el dólar.
Los soldados norteamericanos eran demasiado ricos, llevaban en su país una vida demasiado fácil. No les gustaban las guerras que les obligaban a hacer. (Fue necesario Pearl Harbor para que Roosevelt pudiera declarar las hostilidades.) El Gobierno norteamericano se consideraba en el deber de ser el gendarme del mundo, pero los habitantes del país, y por tanto sus soldados, permanecían profundamente aislacionistas. Su universo era América; el resto, muchos de ellos lo ignoraban. El comunismo sólo representaba un peligro bastante vago.
Para Corea, el Gobierno de EE. UU. había enviado a su ejército profesional. Pero éste resultó insuficiente y debieron movilizar los drafties, los reclutas.
El sistema de selección puesto en práctica en las universidades era lógico, funcional y de una rara crueldad. Se enviaba a la guerra solamente a los inútiles; los individuos brillantes eran cuidadosamente preservados. Los estudiantes en edad militar debían pasar varios tests mediante un sistema mecanizado. Se debía trazar una cruz o un círculo. El cuestionario se iba desarrollando. Quien no contestara suficientemente bien, estaba a punto para el matadero.
Un tal Montfort, probablemente de origen francés, el alumno más brillante de su universidad, el «joven león», se negó a someterse a los tests por cuanto encontraba ese procedimiento «desagradable». Fue enviado a Corea de oficio.
Una mañana, el teniente Montfort atacó en las laderas de lo que más tarde se convertiría en el Crevecoeur, a la cabeza de su compañía. Era un ataque loco, un ataque a lo banzai, como los que hacían los japoneses en las batallas de las islas del Pacífico. Fue muerto. Al día siguiente, todos los oficiales reservistas de la división, todos aquellos que habían resultado insuficientes en sus tests, llevaron luto por su compañero. A pesar del furor del general, que veía en ese gesto un comienzo de subversión.
Quiero volver a esos tests. No sirven para nada. Einstein, que moriría cuatro años más tarde, se había sometido a ellos en secreto. Si hubiera sido un simple estudiante, lo hubieran enviado a las sangrientas colinas de Corea.
En realidad, esas pruebas eran válidas sólo para el «hombre medio». Una inteligencia demasiado desarrollada, una imaginación demasiado viva, no se adecuaban a esa forma de selección. ¡La guerra no se conforma con lo insignificante! Quiere la mejor selección, lo más joven, lo más bello y a menudo lo más inteligente. Para saciar su apetito.
Tests y muestreos, ¡qué estupideces! Trampas atrapabobos.
En Corea hacíamos una guerra de ricos en un país miserable.
En toda la zona de la retaguardia, de la que estaban excluidos los civiles, a lo largo de los caminos se encontraban montones de cajas de provisiones y de municiones. Muros de la altura de dos pisos. Uno se servía al pasar, cogía lo que le gustaba. Nos habíamos hecho muy difíciles. Abríamos una caja de provisiones para coger una pequeña lata de ensalada de frutas, y el resto se tiraba. Un fantástico derroche. Mientras, en Seúl o en Fusán, la gente reventaba de hambre, en las calles se amontonaban los cadáveres de niños y de ancianos.
¡He tenido que pasar sudores en los picos de Corea! Siempre era necesario trepar, pasar de una cresta a un pico, desde el cual se divisaban otras crestas, otros picos, que a su vez deberían ser conquistados un día, y que se elevaban paulatinamente al infinito, hasta Siberia.
Los norteamericanos no estaban preparados para esta guerra, muy dura, de infantería de montaña. Ellos preferían pasearse en jeep. Pero se hicieron a ello, y pelearon bien, por civismo. (Haría falta Indochina para que no anduvieran más.) Dejaron 54.000 hombres en las montañas de Corea. Para volver al statu quo ante.
Ese otoño fue magnífico en el país de la mañana tranquila. Resguardados detrás de sacos de arena, a veces tomando baños de sol, contemplábamos el ballet de los aviones que atacaban una posición con bombas y cohetes.
Se empezaba a hablar de paz. El frente se había estabilizado. Actividad reducida de patrullas, como se dice.
Teníamos en nuestro poder una serie de crestas que formaban una especie de caleta, que llamábamos el bol, excepto su lado norte, donde había una especie de pequeño espolón dominante. Este tomaría el nombre de Heart break ridge, la «cresta del corazón quebrado», el Crevecoeur.
Eso molestaba al general encargado del sector, un perfeccionista. Quería apoderarse de ese lugar. Seguramente le incomodaba esa pequeña mancha roja en su mapa de operaciones, totalmente rayado de azul. Y un día se decidió el ataque, a pesar de que era inútil, puesto que ese espolón, el Crevecoeur, carecía de interés estratégico.
Más tarde, ya restablecida la paz, subí al Crevecoeur junto con dos camaradas, ex capitanes del batallón y que habían sido heridos poco antes de mi llegada. Nos acompañaba el embajador de Francia.
El Crevecoeur se encontraba entonces dentro de la zona desmilitarizada, y para poder llegar allí nos hizo falta toda suerte de autorizaciones de las Coreas del Norte y del Sur.
Cito un artículo que escribí en aquella ocasión:
«Era una colina igual que todas las demás, invadida por la maleza. Habíamos hallado el emplazamiento de algunos blockhaus desmoronados, casquillos de balas y un casco enmohecido.
»Detrás de esa colina había otras, millares de crestas azuladas que se extendían hasta el infinito, cada vez más altas... hasta Manchuria. De manera que de nada hubiera servido tomar el Crevecoeur...».
En ese mes de octubre de 1951, dos divisiones norteamericanas se lanzaron al asalto del Heart break ridge, donde fueron masacradas. Mil quinientos cadáveres quedaron en sus laderas. Los chinos y norcoreanos estaban sólidamente atrincherados allí. Su artillería se mostró muy eficaz, fue imposible dominarla. Sacaban un cañón de un refugio, de una caverna, disparaban dos o tres descargas y volvían a su escondite antes de ser detectados. Nunca estaban agrupados en batería, siempre operaban en forma aislada.
Los Viets, entrenados por los chinos, emplearon más tarde la misma táctica en Dien Bien Fu. Nuestros 105 y 155, instalados en la llanura, bien alineados, resultaron inútiles. Tanto fue así, que el coronel que estaba al mando de la artillería francesa se suicidó de un balazo en la cabeza. ¡Lástima que otros grandes jefes no hayan seguido su ejemplo!
Sin embargo, se habían remitido informes de Corea, en los que se daba cuenta de la nueva táctica china. Pero en los estados mayores no se siente inclinación a leer las cosas que vienen del exterior.
Por aquel entonces, vi bajar del Crevecoeur, por estrechos senderos serpenteantes, a las unidades norteamericanas que veníamos a relevar. Los G. I. cargaban sobre sus hombros largas cañas de bambú en las que llevaban atado el cadáver de un compañero, como si fuera un trofeo de caza. Numerosos soldados se habían vuelto locos. Despavoridos, comenzaban a veces a lanzar alaridos y a danzar. Era necesario dispararles.
Luego llegó nuestro turno de atacar.
La 1 compañía se lanzó y recibió una paliza, luego la 2 y finalmente la 3. Antes del amanecer partí al ataque con ella. Avanzamos por una cañada. No sé por qué milagro logramos franquear una barrera de granadas y nos encontramos sobre el Crevecoeur. No me quedaban más de diez hombres; los demás estaban muertos, heridos o se habían largado. Una compañía americana que había acudido como refuerzo había sido liquidada.
A las nueve de la mañana fui bajado del Crevecoeur en helicóptero. Había recibido el estallido de una granada en las piernas. Mi guerra concluyó allí.
Fui operado en un hospital de campaña instalado en el fondo de un valle. Había tenido suerte.
Me trasladaron a Osaka, luego a Tokio, al Saint Luks Hospital.
En el hospital tuve oportunidad de participar en una curiosa experiencia. Un equipo de médicos norteamericanos desarrollaba un estudio sobre la cicatrización de las heridas. Habían realizado una notable selección: hombres jóvenes, heridos en combate, pertenecientes a nacionalidades tan variadas como turcos, filipinos, portugueses, belgas, franceses, griegos y norteamericanos de todos los orígenes.
Descubrieron que las heridas no cicatrizaban de la misma manera en los individuos de las distintas nacionalidades. Los norteamericanos, por ejemplo, salvo que fueran portorriqueños o de adopción reciente, eran los que más tardaban en cicatrizar. ¿Por qué ¿Porque sus hábitos alimentarios habían sido trastornados en Corea? No. Disponían de sus dosis de coca-cola, de zumos de fruta, de pavo congelado.
La cosa ocurría en sus mentes. El norteamericano considera a su país como una madre. El individuo ha cumplido con su deber, ha sido herido, y se confía entonces totalmente a su madre-patria. Se abandona, si lo prefieres. Su herida no le concierne a él, sino a su madre, la Gran América.
Aquellos que, por el contrario, pertenecían a viejas naciones, los griegos, los portugueses, los franceses, curaban más rápidamente.
Ello porque —según me aseguraron los médicos a los que entrevisté— no desarrollaban el mismo comportamiento psicológico en relación a su país. No experimentaban ese abandono, esa confianza. Para el latino, el hombre del Mediterráneo, el Estado no es la madre, sino el enemigo. En ningún caso se le puede tener confianza. ¡Les ha engañado tantas veces!
Tu herida es un asunto que te concierne sólo a ti. No debes contar con nadie, salvo con tu clan, con tu familia. El Estado, cuanto más lejos, mejor para ti, pues en la práctica se ha mostrado como un estafador contra el que nada puedes, un sádico que se refugia tras incomprensibles reglamentos, para no cumplir jamás sus promesas. Si no ha logrado arrebatarte la vida, el Estado se las arreglará para robarte tus andrajos.
De ese sentimiento del hombre latino, anclado en el fondo de su ser desde hace muchos siglos, es de donde han nacido organizaciones como la Mafia. Especie de reaseguros.
Salí del Saint Luks Hospital arrastrándome sobre muletas, y me enviaron para un período de convalecencia a Kyoto, la antigua ciudad imperial, en un lujoso hotel reservado para oficiales, el Myako. Yo era el primer francés que llegaba allí. Festejaron mi llegada.
Frente a una inmensa barra permanecían apoyados cerca de treinta norteamericanos. Tuve que echar un trago con cada uno de ellos. ¡Hay que ver cuánto podíamos amarnos! La Fayette, dry martini, Tom Collins, Patton, las damiselas de París, gin jizz y whisky sour. Aparte de los heridos convalecientes, había allí cierto número de aviadores que peleaban en Corea del Norte contra los soviéticos, por encima del Mig's Valley. Unos y otros se enfrentaban allí como en un campo de pruebas, y la danza comenzaba. Los Sabré tripulados por los norteamericanos, me explicó un coronel, eran más veloces que los «Mig», pero menos maniobrables. Cruzándose en el aire a 2.000 kilómetros por hora, los pilotos, cuyas ametralladoras se disparaban automáticamente, sabían que estaban peleando cuando sus armas disparaban. Los combates eran filmados mediante cámaras acopladas a las ametralladoras y los cañones. Tanto los rusos como los norteamericanos utilizaban esas películas para poner a punto sus aparatos, perfeccionarlos, buscar el armamento adecuado y hallar nuevas tácticas para el combate aéreo. El Mig's Valley era un banco de pruebas. En cada uno de los encuentros era abatido cierto número de aparatos, pero los aviadores rusos jamás se arriesgaban sobre territorio controlado por las tropas americanas o surcoreanas. De esta manera resultaba imposible demostrar su intervención directa en esta guerra.
Este tipo de enfrentamientos, me explicaba el coronel, requiere una excelente forma física. Por eso tenemos derecho cada dos o tres semanas a ocho días de reposo completo en el Japón. Somos como los campeones de boxeo: nos cuidan, nos alimentan bien, para que estemos a punto para subir al ring. A la U. S. Air Forcé se le plantea un grave problema que nosotros debemos resolver: ¿Es mejor dotar a los aparatos de caza con cohetes o con cañones de 30 milímetros? Nosotros probamos sobre los «Ivan» unas veces con cohetes, otras con cañón. Ellos hacen otro tanto. Nosotros no somos pilotos de guerra, sino más bien pilotos de ensayos de futuras guerras.
Puesto que la guerra era necesaria, era mejor extraer de ella el máximo de enseñanzas. Los mayores progresos de la ciencia, esos saltos que hace repentinamente hacia adelante, los debemos a la guerra. Sin la guerra, la Humanidad hubiera permanecido estancada durante siglos. No, yo no soy un bruto con galones, un tecnócrata loco. No hago más que comprobar. No soy uno de esos groseros yankis que tan ridiculizados son en la vieja Europa, aunque sean quienes acudieron para liberarla de sus cadenas y los que continúan protegiéndola. Yo soy un sudista, amo los libros. Soy sobrino de William Faulkner.
En el bar del Myako, así como en el hospital, reunía excelentes informaciones, mucho más que durante mi paso por el batallón.
Tenía a mano un surtido de oficiales de todas las armas, reservistas o de carrera que, con esa gran franqueza de los americanos, trataban de explicar lo que sentían y la manera como veían las cosas. Ellos se sentían halagados por haberse convertido en la mayor potencia del mundo, aunque al mismo tiempo hubieran preferido no tener que pagarlo con el deber de mezclarse en guerras lejanas. Eso repugnaba a su aislacionismo. Un instinto profundo les hacía considerar a la América del Norte como una isla, a la que las conmociones del resto de la Humanidad no podían ni debían afectar.
Envié una primera serie de artículos sobre la guerra de Corea, y sobre el empleo de nuevas armas y tácticas. Me encargaron que escribiera sobre el Japón.
Kyoto era entonces una ciudad muy hermosa, como lo son algunas ciudades muertas. Ya no es así. Hoy en día en Kyoto la gente se empuja, hace cola para visitar sus palacios y sus templos. En aquella época, yo me encontraba solo y me paseaba a pequeños pasos, apoyado en mis muletas.
Un día me extravié, no lograba encontrar el lugar donde debía pasar a recogerme un jeep. Me dirigí a un pequeño japonés regordete y le pregunté en inglés:
—¿Podría usted indicarme dónde puedo tomar un taxi? El japonés sacudía la cabeza; no entendía una palabra de lo que le contaba, y sin acento, o casi, me dijo:
—¡Ah! ¡Si usted hablara francés, todo iría mucho mejor!
Daba la casualidad que él había seguido unos estudios de pintura en París. Era discípulo de Aman lean. Nos hicimos muy amigos. Me llevó a casa de un amigo suyo, un pintor samurai muy conocido y de rancio abolengo, emparentado, así me han dicho, con la familia imperial. Cosa que, por otra parte, no le impedía dedicarse al alcohol y a las muchachas. Este samurai vivía en una antigua mansión, muy hermosa, con su jardín zen de arena rastrillada de la que surgían algunas rocas. Pero uno se helaba allí en cuanto se alejaba del brasero, un gran vaso azul de una estética perfecta, lleno de cenizas calientes y que no calentaba nada.
Gracias a mis dos compadres pude conocer a la verdadera Kyoto. No la de los turistas —no había casi ninguno por entonces— ni la de los soldados de ocupación que creían acostarse con geishas, mientras que sólo les mandaban sirvientas disfrazadas.
Ellos me llevaron a la casa de un anticuario como no he vuelto a ver otro igual, que tenía su negocio cerca del hotel y me obsequió con dos estampas eróticas para no vendérselas a una norteamericana cuyas maneras le disgustaban. Había sido capitán de navio de guerra, ex agregado militar en Europa y había estado al mando de un grupo de submarinos. Tenía una hermosa facha brutal de guerrero kamakura. La derrota y la bomba de Hiroshima habían convertido en un pacifista a este campeón del Gran Japón.
Fue él quien me hizo conocer la existencia de una compilación de cartas de estudiantes muertos en la guerra, publicada por la Universidad Waseda. Entre estas cartas se encontraban los últimos mensajes de los kamikazes, los pilotos suicidas. Habían sido remitidas a sus familias junto con algunos recortes de uñas y mechones de pelo: una especie de urna destinada al altar de los antepasados. El anticuario, quemando sus antiguos dioses, me reveló que esos pilotos, pertenecientes casi todos a la marina, hacia el final de la guerra ya no eran voluntarios. Se les designaba de oficio entre los peores pilotos, o aquellos que habían recibido sólo una formación rudimentaria. Para mayor seguridad del cumplimiento de su misión, se les confiaban viejos aviones de los que se habían retirado los instrumentos de vuelo. Disponían del combustible necesario para un solo viaje, y los escoltaban aviones de caza hasta sus objetivos.
Pude conseguir esa compilación de cartas. (Algunas de ellas las he publicado en Paris-Presse.) Constituirían el material básico de mi primer libro, Ces voix qui nous viennent de la mer.
Una mañana que mis amigos japoneses habían ido a buscarme en el hotel, el sargento de guardia les expulsó, tratándoles de «perros amarillos». Abandoné el Myako y me fui con ellos. Me alojaron en el barrio prohibido, en la escuela de las maikos, las aprendices de geishas. Durante la última semana de mi convalecencia participé lo mejor que pude en la educación de las maikos. Ellas me ayudaron a perfeccionar la mía.
Volví al hospital. Nueva licencia hasta mi partida para Francia. Un coronel que había conocido en el Saint Luks me invitó a la isla norte de Hokkaido, donde estaba consignado. Allí estaba especialmente a cargo del entrenamiento del nuevo ejército japonés, apartado de miradas indiscretas, entre la nieve.
En ese mes de febrero de 1952, los norteamericanos proyectaban hacer intervenir en Corea a tropas japonesas, y las entrenaban con esa finalidad. Asistí a sus maniobras; era imposible engañarse respecto de ello.
Luego esa idea fue abandonada. Los coreanos hubieran visto con malos ojos el regreso de sus antiguos conquistadores, aunque fuera para pelear de su lado. Además, Japón, disgustado por haber perdido la guerra, se había tornado resueltamente pacifista y no quería saber nada con las guerras ajenas. Toda la opinión pública se hubiera levantado contra el envío de una fuerza expedicionaria.
Fue en Hokkaido o en Kyoto, o quizá en el barco que me llevaba a Francia, donde me vino la idea de una novela que situaría dentro del cuadro del batallón de Corea, más exactamente durante el ataque al Crevecoeur.
De vuelta a mi palomar de la rué de la Montagne Ste. Genevieve, había de incubarla durante un mes, poseído de una especie de frenesí, en una máquina de escribir comprada en el P. X., el supermercado del ejército norteamericano en Tokio. Eso fue Le Sang sur les collines, que se publicó en la colección «L'Air du temps», lo que fue un error. Yo había esperado mucho de ese libro, pero no obtuvo ningún éxito; menos de dos mil ejemplares vendidos en seis años.
Después de una corta estancia en el Val de Grace, fui desmovilizado. Volví entonces a visitar a Max Corre:.
—¿Y ahora?
Me miró de un modo diferente.
—En el fondo, tú podrías ser un buen periodista. Esta vez no hemos necesitado reescribir tus artículos.
Me contrataron en el Paris-Presse como gran reportero. El título era rimbombante; el sueldo, miserable. Tres meses más tarde, Max me llamó a su oficina y me preguntó:
—Dime, ¿te gustaría volver a Corea?
En Corea se continuaba combatiendo. Se acercaba Navidad. Eisenhower, siendo «presidente electo», y puesto que había prometido poner fin a la guerra, había llegado para hacer su visita a los muchachos. Yo había sido designado para cubrir la información durante ese viaje. La temperatura era de 20 a 25 grados bajo cero, con vientos glaciales que provenían de Siberia. Eisenhower, con gorra militar y la cara congestionada por el frío, todavía no se sentía muy cómodo en su papel de presidente.
Cada vez que me divisaba entre la nube de periodistas, se precipitaba sobre mí y me estrechaba la mano con emoción. Nunca comprendí por qué.
Voy a visitar al batallón francés que se congela sobre las colinas. Las posiciones no se han movido. Envío papeles a Paris-Presse. Vivo en el Press-billeí. Comienzo a ser admitido en la cofradía.
Se encuentran allí Robert Guillain, Max Olivier-Lacamp, Giuglaris y muchos otros. Me explican cómo debe arreglárselas un periodista para utilizar el máximo de facilidades que acuerda el comando norteamericano.
Primera regla: Es en la retaguardia, en los campamentos de prensa y los estados mayores donde se cosechan las noticias más importantes, las que dan lugar a los grandes titulares.
Segunda regla: Un buen corresponsal de guerra no debe dejarse embaucar por tal o cual jefecillo deseoso de que se hable de él y de que se haga publicidad con su último golpe de mano. En las unidades combatientes se va a buscar colorido, no informaciones.
Tercera regla: Los P. O., los Press officiers norteamericanos, exigen que se respete el off the records. El anuncio de una nueva ofensiva, por ejemplo, no debe ser difundido antes de determinado plazo. Todos los demás recursos están permitidos, incluyendo el practicado por una bonita muchacha colega nuestra y que se lió con el general en jefe para obtener noticias confidenciales. Aparte de eso, ella debe haberle encontrado alguna otra cosa, puesto que más tarde se casó con él.
Cuarta regla: No confiar en los colegas. Si pueden robarte una noticia, lo harán.
Para el corresponsal, la guerra adquiere un aspecto muy diferente del que presenta para el combatiente. La guerra sigue siendo peligrosa, es a veces fascinante, muestra en toda su amplitud sus contradicciones y sus complejidades, pero aporta también grandes momentos placenteros: tomar un baño caliente y un whisky con hielo dos horas después de haber asistido a un combate en el que se enfrentaron tropas agotadas por el cansancio, incapaces de utilizar sus armas cubiertas de hielo. Incluso era necesario buscar algún abrigo para poder abrirse la bragueta. La guerra le permite al corresponsal, cuando tiene ganas de ventilar sus ideas, abordar cualquier avión militar para Hong Kong o el Japón.
Había en Hong Kong un campamento de prensa fabuloso, en el Peak, donde el alojamiento y los demás servicios eran prácticamente gratis. Un médico eurasiano hubo de encontrarse allí con el corresponsal N... antes de que éste muriera en las colinas. De ese breve encuentro habría de nacer Múltiple Splendeur.
Era evidente que los norteamericanos no podrían ganar en Corea, porque no querían «tirar el paquete», como lo había reclamado Mac Arthur. Es decir, utilizar la bomba atómica y continuar haciendo masacrar a sus boys.
Los chinos y los norcoreanos, por su parte, se hallaban bloqueados en sus posiciones, y todas sus ofensivas habían concluido en sangrientos fracasos.
Antes de aceptar la paz, que se hacía inevitable, los comunistas trataron de explicar sus reveses, acusando a los norteamericanos de utilizar el arma bacteriológica. La propaganda estuvo tan bien orquestada que me ordenaron «ver qué había de verdadero en eso». Y Paris-Presse no pasaba por un periódico progresista.
Cito a André Fontaine, a quien no se puede acusar de ser anticomunista, como lo hicieron conmigo:
«El objetivo profundo de esta campaña no ha sido nunca aclarado. Se detuvo bruscamente después de la muerte de Stalin, y a partir de entonces los dirigentes comunistas no han vuelto a hacer la menor alusión a ella. En su origen puede haberse tratado de explicar una epidemia de tifus que se había producido en Corea del Norte y en Manchuria. Muy rápidamente, de todas maneras, el asunto tomó las dimensiones de una alucinación colectiva, cuidadosamente organizada y explotada por espíritus cínicos que movilizaron al servicio de su inverosímil tesis las confesiones arrancadas por la violencia a aviadores norteamericanos que habían sido derribados, y el testimonio de observadores extranjeros ingenuos o complacientes...»
Jamás hubo ni la sombra de prueba de que los norteamericanos hubiesen utilizado en Corea el arma bacteriológica, y ni siquiera que se lo hubiesen propuesto.
En Corea, la guerra fría produjo más de dos millones de muertos. ¿Cuánto hubiera costado en caso de ser caliente, como lo deseaba Stalin?
Se estuvo al borde de la guerra generalizada, cuando Mac Arthur reclamó la utilización de la bomba atómica contra los chinos. Los mismos que algunos años más tarde se convertirían en los aliados de los norteamericanos contra el «imperialismo ruso». Y que combatieron junto a los mercenarios norteamericanos y sudafricanos contra los «voluntarios» cubanos y soviéticos en Angola.
Porque en uno de los campos se es «mercenario» y en el otro «voluntario». Aunque se haga la misma cosa, siempre la misma cosa: la guerra.
A mi regreso de Corea fui tratado a menudo de mercenario. ¿Qué es, por tanto, un mercenario?
Según el Larousse: «Soldado que a cambio de dinero está al servicio de un gobierno extranjero.» Y según el Littré: «Tropas mercenarias, tropas extranjeras cuyos servicios han sido comprados. En sentido figurado: quien acepta hacer cualquier cosa por dinero.» Nunca fue ése mi caso. Yo nunca había tomado en serio las proposiciones del general Razmara.
A mi vez, yo he dado esta definición:
«Los mercenarios que he conocido, y con los que a veces he compartido su vida, combaten veinte o treinta años para cambiar el mundo. Hasta los cuarenta años pelean por sus sueños y por la imagen de sí mismos que se han forjado. Después, si no se han hecho matar, se resignan a vivir como todo el mundo —pero mal, pues no reciben pensiones— y mueren en sus camas de una congestión o una cirrosis. Nunca les ha interesado el dinero, y se preocupan muy poco de la opinión de sus contemporáneos. En eso es lo que les diferencia de los demás hombres.»
A lo anterior debo agregar que muchas veces son sus propios contratantes quienes les matan de una o de otra manera. Eso les ocurrió a los mercenarios de Cartago y a las bandas de forajidos que Du Guesclin llevó a España para hacerles masacrar. Pero, al menos, nunca se les pidió que confesaran, en simulacros de procesos, delitos imaginarios.
En mi opinión, más vale ser mercenario entre los norteamericanos que voluntario con los soviéticos. Cuestión de amor propio, de dignidad y de estética, para quienes carecen de fe. Los «creyentes», en las guerras, me producen pánico. Son inexorables, son puros, son despiadados. En esto nada hay peor que la virtud.
Yo declaraba, no hace mucho tiempo, a una periodista a propósito de la guerra de Vietnam:
«Siempre he preferido el Vicio a la Virtud; el Vicio en cuanto da lugar al Renacimiento, a la Virtud que da lugar a la Inquisición.»
Ella cortó la segunda parte, para hacer un titular con más gancho:
«Larteguy: Estoy por el Vicio en contra de la Virtud» (Le Quotidien du médecin).
En Seúl recibí un día un telegrama del periódico «Tu camino de vuelta pasa por Indochina. Detente en Saigón.» Me detuve allí... veinticinco años. Claro que con idas y venidas, con ausencias que a veces se prolongaron uno o dos años, porque había sido declarado indeseable. Pero siempre volvía.
Ese país se me ha metido en las tripas y en el corazón. No me he perdido ni un solo golpe de Estado ni un solo asesinato. Conocí la guerra de los franceses, luego la de los norteamericanos, después la de los vietnamitas. Para terminar con la toma de Saigón, donde tuve la impresión de que era a mí a quien estrangulaban.
Cuando llegué procedente de Corea, De Lattre, roído por el cáncer, acababa de entregar el mando a Salan, para volver a Francia y morir.
A mí nunca me gustó De Lattre, ya te lo había dicho. Instintivamente rechazo a todos los que hacen de la humillación un sistema de mando o de gobierno. Pero el «rey Jean» había logrado reencauzar una situación que, después de la pérdida de Cao Bang y Lang-son, era más que comprometida. Mediante la injusticia, una injusticia fulgurante, ejemplar, galvanizaba a sus hombres y les enviaba nuevamente al combate. Furiosos, rechinando los dientes, juraban: «Enseñaré a ese maldito estúpido lo que se puede hacer.» Habían caído en la trampa. Cuando volvían, con su ira apaciguada, recibían condecoraciones. Nuevamente caídos en la trampa.
En el primer artículo que envié al periódico comparaba las guerras de Indochina y Corea. En Indochina el hombre todavía peleaba contra otro hombre, los combatientes se conservaban recíprocamente cierta estima, como si se conocieran. Lo que a veces, en efecto, ocurría.
En Corea, masas de hombres eran arrojadas contra máquinas. Esas masas compensaban su inferioridad en armas y en técnica mediante su número, su disciplina y su fe, estimulada por un sólido encuadramiento político-militar. Esto cuando no debían redimir antiguas faltas.
Las tropas «voluntarias» expedidas por Mao Tse-tung a Corea, más de 500.000 hombres, estaban compuestas sobre todo de antiguos soldados de Chiang Kai-chek incorporados a las filas comunistas a última hora y, por tanto, poco seguros. ¿Por qué tratarles bien entonces? Cuantos menos de ellos volvieran, mejor. Trabajo ahorrado a los guardias de las prisiones y de los campos de trabajos forzados, y a los verdugos.
Los chinos me fascinan y me desconciertan por su seguridad y por su lógica brutal. Todos los hijos del Cielo que se han sucedido a la cabeza del imperio chino, desde los emperadores de Jade hasta Mao Tse-tung, se asemejan. Son detentadores no tanto del poder como de la lógica.
En Vietnam, en toda la Indochina, allí donde la influencia china ha sido contrarrestada por la de la India y por el Occidente, en los pueblos «mestizos», me siento más cómodo.
Siempre recuerdo esa mañana con colores y gusto de bombóm inglés en que desembarqué en Hanoi. Ese extraño sentimiento de haberlo ya visto, de haberlo ya conocido, como si anteriormente hubiese estado allí. ¿Cuándo? ¿En sueños? ¿En una encarnación anterior? Yo no creo en otras vidas. Misterios del amor a primera vista. La mujer que nos gusta, que habremos de amar, que amamos ya, creemos a veces haberla conocido anteriormente. Ninguno de sus gestos, ninguna de sus palabras nos sorprenden. Entre las ciudades que amo, Hanoi ocupa el primer lugar.
Ahora te hablaré de la guerra de Indochina, sin escatimar detalles. Porque ésa fue una guerra arquetípica y porque fue el laboratorio donde se pusieron a punto nuevas armas y nuevas técnicas destinadas a los enfrentamientos del porvenir.
Vale la pena revisar sus orígenes. Se trata de una guerra que no debió tener lugar, ni tampoco continuar. Donde Francia, primero, y Estados Unidos, después, perdieron algo más que batallas: perdieron sus almas.
La guerra de Indochina se inició el 9 de marzo de 1945, con el ataque por sorpresa japonés que eliminó definitivamente a la administración francesa. El almirante Decoux y su equipo habían mantenido hasta entonces el control del país. Esta guerra no concluiría hasta treinta años más tarde, el 29 de abril de 1975, cuando Saigón cayó en manos de los comunistas de Hanoi.
¡Cuántos errores, ocasiones perdidas y vuelcos espectaculares! ¡Cuántas marionetas ridículas o sangrientas se agitaron en la escena algunos días o varios meses durante esos treinta años! ¡Cuántos complots, asesinatos y ajustes de cuentas! ¡Cuántas mentiras subrayadas por los estallidos de las bombas y los fuegos de napalm!
Tres millones de muertos, quizá más. Resultado: un extraordinario incremento de la población.
Eso demuestra la vitalidad de aquel pueblo. Francia, en cambio, no ha logrado aún reponerse de la sangría de 1914-1918.
El 9 de marzo de 1945, pues, aunque no tenían ninguna posibilidad de ganar la guerra, o por lo menos de obtener una paz que no fuera una capitulación, los japoneses decidieron terminar con la presencia francesa en el Sudeste asiático. No es que odiaran más a los franceses que a los ingleses o a los holandeses; eran blancos, nada más. Sorprendieron traicioneramente y masacraron a los soldados franceses en Langson, les aplastaron en Hué y Hanoi, y tomaron prisioneros a Decoux y su Estado Mayor.
Declarada independiente, Indochina se incorporó a la esfera de coprosperidad asiática —lo que de ella quedaba—. Bao-Dai continuó siendo el emperador de Annam. Pero, hombre prudente, escribió una carta al general De Gaulle, algunos de cuyos párrafos paso a citar; el hombre del discurso de Brazzaville la hubiera debido leer muy lentamente:
«... Ustedes han sufrido demasiado durante cuatro mortales años para no comprender que el pueblo vietnamita, que posee veinte siglos de historia y un pasado por momentos glorioso, no puede seguir soportando ninguna dominación ni administración extranjeras.
»... Aun si ustedes lograran restablecer aquí una administración francesa, ésta no obtendría ya obediencia.
»... Le ruego que comprenda que el único medio para salvaguardar los intereses franceses y la influencia espiritual de Francia es reconocer con franqueza la independencia de Vietnam y renunciar a restablecer aquí la soberanía francesa bajo la forma que fuere.
«Nosotros podríamos entendernos muy fácilmente y hacernos amigos, si ustedes quisieran abandonar la pretensión de volver como amos.»
Bao-Dai era perezoso, podrido, débil, pero era inteligente. Sabía que Francia, si quería volver, debía en primer lugar reconocer esa independencia, aun cuando la misma había sido concedida por un enemigo. No hay manera de volver atrás. El Vietminh, que acababa de apoderarse de todo el Vietnam y ya había hecho flanquear la bandera roja en la frontera con China, en la punta de Camau, había enviado a Sainteny una memoria, una especie de programa, cuyos principales puntos, sobre los que proponía un entendimiento con Francia, eran los siguientes:
• Se elegirá un Parlamento mediante sufragio universal. Un gobernador francés ejercerá las funciones de presidente hasta que no esté asegurada la independencia. Ese presidente designará un gabinete que deberá ser confirmado por el Parlamento.
• Le será concedida la independencia al Vietnam en un mínimo de cinco y un máximo de diez años.
• Los recursos naturales de este país revertirán a sus habitantes después de una compensación equitativa a sus actuales detentadores. Francia se beneficiará con ventajas económicas.
• Serán garantizadas en Indochina todas las libertades proclamadas por las Naciones Unidas.
• Será prohibida la venta de opio.
Los Viet disponían de muy buenas cartas. Podían contar con el apoyo de los servicios secretos norteamericanos (el O.S.S.), que les había armado y equipado. Estos servicios estaban decididos a impedir de cualquier manera que los franceses volvieran a aposentarse en Vietnam. Si, mientras, no hubiera muerto Roosevelt, nunca hubieran logrado volver.
Referente a los norteamericanos, escribe Philippe Devillers (Histoire du Vietnam):
«Los funcionarios, los periodistas, todos o casi todos (...) manifestaban sus simpatías a favor del Vietminh, liberador del pueblo vietnamita. Ellos aseguraban el apoyo norteamericano. Hacían brillar las ventajas que obtendrían de una colaboración con los Estados Unidos. Así lo manifestaban públicamente en sus actos.»
Los japoneses continuaron ayudando al Vietminh, aun después de su capitulación del 15 de agosto de 1945, así como a todos los demás movimientos antifranceses. Sobre todo a las sectas cuyo surgimiento habían estimulado, incluyendo piratas como los Binh-Xuyens o el V. N.Q. D. D., nacionalistas prochinos. Los japoneses hubieran ayudado al diablo, en la medida de sus posibilidades, a condición de que éste tuviera los ojos oblicuos.
El Vietminh, empero, desconfiaba de los norteamericanos, quienes sólo pensaban en hacer pasar al Vietnam de la influencia francesa a la de la China de Chiang Kai-shek, que en Cantón había arrojado a los comunistas a las calderas de las locomotoras. Igualmente desconfiaban de comunistas tan poco ortodoxos como los seguidores de Mao.
En cuanto a los japoneses, hubieran sido vencidos. Ellos ya no contaban. Por otra parte, habían mostrado a su vez procedimientos usuales entre los peligrosos imperialistas.
Para esa fecha, algunos dirigentes del Vietminh, tales como Ho Chi-minh, por razones de táctica y por sentimientos, pensaban que lo mejor sería recorrer una parte del camino junto con Francia.
¿Qué ofrecía De Gaulle, tan mal informado de lo que ocurría en el Extremo Oriente?
Un vago estatuto retrógrado, aun en relación al que había establecido el almirante Decoux. En resumen: Creación de una federación indochina constituida por cinco países: Cochinchina, Annam, Tonkín, Laos y Camboya, encabezada por un gobernador general francés, asistido por un Consejo, especie de falso gobierno cuyos ministros, franceses y autóctonos, serían nombrados por el gobernador, siendo responsables ante él.
A ello se agregaba una asamblea mixta, mitad francesa y mitad indochina, cuyo poder se limitaría a la aprobación del presupuesto. Todo eso razonado con algunas de las grandes fórmulas tan redundantes como pasadas de moda, tales como «la indefectible adhesión de las poblaciones indígenas a la misión civilizadora de Francia».
Ni una sola vez fue pronunciada la palabra mágica que podría haberlo arreglado todo: «independencia» Doc lap. Aun cuando esa independencia fuera postergada para mucho más tarde.
Tanto Bao-Dai como el Vietminh no pedían sino eso, que fuera pronunciada la palabra. El general De Gaulle envió a Indochina a dos de sus mejores lugartenientes: el general Leclerc y el almirante Thierry d'Argenlieu. Leclerc era el comandante en jefe de las fuerzas de tierra, pero el almirante ostentaba el título de Alto Comisionado y comandante en jefe de las tres armas. De esa elección, de d'Argenlieu controlando a Leclerc y de no haber pronunciado la palabra Doc lap, nació la guerra de Indochina.
Leclerc, el militar, comprendería muy rápidamente de qué se trataba, y que era necesario negociar con el Vietminh para lograr la paz. D'Argenlieu, el monje, el hombre de la Iglesia, era partidario de la guerra.
Y Charles de Gaulle iba a escucharle a él. Y sin embargo...
«Me han informado —escribe Philippe Devillers— que en Nha-trang, en noviembre de 1945, un sondeo japonés realizado en la región había mostrado que el 74 por 100 de la población continuaba siendo profrancesa, mientras el porcentaje de los antifranceses no superaba el 15 por 100.
»... Pero el odio, fruto emponzoñado de la Kempetai y de los activistas japoneses, fue sembrado por quienes querían levantar entre los blancos y los amarillos, en general, y entre franceses y vietnamitas, en particular, un impenetrable muro de sospechas y de hostilidad con el fin de establecer mejor su dominio sobre el Asia.»
El O.S.S. y los norteamericanos hicieron por su lado lo imposible para levantar al Vietminh contra Francia.
Leclerc, con sus treinta y cinco mil hombres, aplastó todo aquello contra lo que pudo arremeter. Fue una verdadera cabalgata. Tomó Mytho y Tayninh, ocupó Vinh Long y las grandes plantaciones de caucho, quebró el encierro de Saigón, limpió de piratas a Cholón y alcanzó la punta de Camau. Diez mil viets dejaron sus armas. El resto quedó reducido a la guerrilla, a los comités de asesinatos, a los atentados.
Pero Leclerc sabía que había perdido. Había logrado apoderarse de los ejes principales y conquistar las ciudades, pero no había podido morder en las zonas rurales. Sabía que se encontraba sin defensas frente al terrorismo y la guerrilla, a pesar de sus tanques y sus soldados. Tropas de choque llegadas de Francia con el sabor de la victoria.
Para ganar, hubiera debido hacer una guerra total, que Francia no quería y a la que él personalmente temía, pues la veía llena de trampas y de tentaciones.
Se ha dado de Leclerc la imagen de un bruto insensible. Posee un carácter desapacible, suele ser brutal, pero no hace trampas. Es inteligente a su manera, la de un condottiere que no se detiene ante menudencias[12].
Su razonamiento era: puesto que no es posible realizar la guerra total que Francia no desea, tratemos con el más fuerte, el Vietminh, con la esperanza de que se acomode al hecho de nuestra presencia.
Aconsejaba al Gobierno francés que procurara un entendimiento con Ho Chi-minh. Sostenía que una guerra de guerrillas agotaría al ejército francés. Este podría lograr éxitos parciales, pero jamás obtendría la victoria definitiva. En ese caso, tampoco se podría formar el ejército que Francia necesitaba para desempeñar un papel de importancia en Europa.
Mientras Leclerc luchaba y pacificaba la Cochinchina, el monje d'Argenlieu se convertía en el gran inquisidor. Sólo se ocupaba de depuraciones. Debía limpiar Indochina, culpable de haber colaborado con Vichy. El Vietnam le importaba un rábano. Expedía, en cambio, para ser juzgados por los tribunales especiales en la metrópoli, a administradores y funcionarios que conocían bien el país, que le hubieran aportado una valiosa ayuda y que habían hecho lo que estaba a su alcance con los medios de que disponían. Ese fue el caso de aquel capitán de la marina, Ducoroy, a quien la delegación vietminh visitó solemnemente en ocasión de los acuerdos de Fontainebleau.
D'Argenlieu se rodeó de una corte de administradores de los servicios civiles que se aferraron a sus faldones con dientes y uñas y que sólo soñaban con ser restablecidos en sus privilegios, y para los cuales estaba fuera de cuestión que se pronunciara la palabra «independencia». Estos hombres buscarían su apoyo en colonos franceses y en hombres de paja vietnamitas. Todos ellos estaban más o menos dentro de la francmasonería, cosa que no carecía de gracia.
Quedaba por conquistar el Norte, Tonkín, y aquí todo dependía de los chinos, que se habían incrustado en la plaza para saquear y llenarse los bolsillos.
Leclerc consideraba que era necesario tratar con Ho Chi-minh porque era el más fuerte. Thierry d'Argenlieu, bajo la influencia de su corte, sostenía que era preciso llamar a Bao-Dai que, después del episodio japonés, había huido a Hong Kong, y agrupar en torno al mismo la mítica «tercera fuerza». Ahí residía el conflicto entre ambos hombres. Al principio se trató con Ho Chi-minh. El Gobierno francés reconocía la República del Vietnam como Estado independiente que integraba la Federación Indochina y la Unión Francesa. El Gobierno vietnamita se declaraba dispuesto a recibir amistosamente al ejército francés cuando acudiera a reemplazar a las tropas chinas.
La guerra retrocedía.
Si Leclerc creía en la paz, Giap, en cambio, sólo pensaba en la guerra. Un pueblo, pensaba él, sólo merece su independencia cuando la conquista combatiendo. El imperialismo capitalista puede ser suprimido únicamente por la fuerza, es decir, mediante el enfrentamiento armado. Mientras los representantes gubernamentales se dedicaban a negociaciones, Giap formaba su nuevo ejército, con la ayuda de oficiales japoneses y mandos formados en las escuelas rusas y chinas. No faltaban hombres, pero en cambio escaseaban las armas. Estas fueron compradas en Hong Kong y a los generales nacionalistas chinos, los que exigían que se les pagara con oro, divisas fuertes y opio.
La conferencia de Fontainebleau establecería un modus vivendi que era deseado por Leclerc y Ho Chi-minh, pero que ni Giap ni d'Argenlieu tenían la voluntad de respetar.
Cuando Ho Chi-minh regresó a Vietnam, encontró a su partido preparado para la lucha. Giap era el todopoderoso ministro de la Guerra. Después se produjo el incidente de Haiphong, que puso en conflicto a la Seguridad Militar francesa, por una parte, y a policías y aduaneros vietnamitas, por otra, a causa de una lancha que intentaba pasar fraudulentamente tanques de fuel-oil. Rápidamente se llegó al combate en las calles con intervención de artillería. En Francia, mientras, no había Gobierno. Una vez más.
Giap estaba convencido de que los franceses nunca habían renunciado a sus planes de reconquista. El incidente de Haiphong así lo demostraba. D'Argenlieu, por su parte, consideraba que Ho Chi-minh se limitaba a entretener a la galería, que los viets nunca pensaron seriamente en llegar a un acuerdo. El incidente de Haiphong le confirmó sus sospechas. Declaraba en una entrevista: «Mis conclusiones son formales. En adelante es imposible que tratemos con Ho Chi-minh.»
La guerra pudo comenzar.
D'Argenlieu pensaba que era necesario aplastar al Vietminh, lo que permitiría crear «un protectorado renovado», mientas que el Vietminh decretaba «la movilización total de todas las fuerzas materiales y morales del país para intensificar la lucha por la independencia».
Se pelea en todas partes. El almirante triunfa. Más modestamente, Giap hace otro tanto. ¡Viva la guerra!
D'Argenlieu es llamado a Francia y reenviado a su claustro; Bollaert le reemplaza. Este guarda en su manga una carta trucada: Bao-Dai, la carta de los servicios civiles y del almirante.
La guerra cambia de nombre. Terminada la reconquista, el Cuerpo Expedicionario ya no se encontraba allí para restablecer los derechos franceses, sino para luchar contra el comunismo, hidra de la cual el Vietminh constituía una de sus múltiples cabezas.
Regresa Bao-Dai y la Indochina integra la Unión Francesa. Francia había pagado el precio: abandonar a la República de Cochinchina, cuyo presidente, Thinh, se suicidó. Pero no por ello concedió a Bao-Dai los derechos de un verdadero jefe de Estado. La administración le negó el palacio de Norodom, y el emperador permaneció en Dalat, donde se ocupaba sobre todo de automóviles, que desmontaba; de muchachas, que montaba, y de tigres, que cazaba. El Vietnam era oficialmente independiente. ¿Por qué no se retiraba, pues, el Cuerpo Expedicionario? Para defender al régimen de Bao-Dai contra los comunistas.
1949: las tropas comunistas de Mao Tse-tung están en la frontera de Tonkín. Otoño de 1950: el Vietminh, que ha obtenido una importante ayuda de China, pasa a la ofensiva con treinta batallones, encierra y destruye la guarnición de Cao Bang y obliga al ejército francés a evacuar toda la Alta Región, incluidas Langson y Lao Kay.
La radio viet anuncia que el 19 de diciembre Ho Chi-minh estará en Hanoi...
El pobre general Carpentier y su compadre Pignon, que ha reemplazado a Bollaert, son reexpedidos a Francia. De Lattre llega con plenos poderes civiles y militares. Quiebra el asalto vietminh contra Vinh Yen y luego frente a Haiphong, y después junto al Day. Es el desastre para Giap, obligado a volver a la guerrilla.
Pasan todavía algunos meses, durante los cuales De Lattre instala su corte y su ceremonial, reorganiza su ejército; es entonces cuando la enfermedad que le vencería le obliga a volver a su vez a la metrópoli.
En la guerra francesa de Indochina hubo una constante: siempre se quiso negociar, pero a partir de posiciones de fuerza. Así fue como se llegó a Dien Bien Fu, porque para los comunistas y para Giap tampoco era cuestión de iniciar conversaciones antes de haber recibido una paliza[13].
Cuando desembarqué existían ya dos Vietnam, dos guerras con dos centros: Hanoi en el Norte, donde se hacía la verdadera guerra, y Saigón en el Sur, donde se hacían todo tipo de cosas, donde se realizaban toda clase de tráficos y donde a veces se hacía también la guerra.
Me instalé en el campo de prensa de Hanoi, una serie de residencias próximas al aut-Commissariat. Antes de servir de alojamiento a periodistas habían sido dancings y casas de tolerancia. Allí mantenían sólidamente sus posiciones de veteranos: Lucien Bodart, Max Clos, Bernard Ulman y todo el gang de la A. F. P., los Peloux. Había una señora Peloux y un surtido de pequeños Peloux que hacían la cadena para transmitir los papeles de papá, que siempre eran los primeros en llegar al escritorio del censor.
A la inversa de lo que ocurría en Corea, había una censura. Una censura idiota. Todos los cables debían ser visados después de haber sido cuidadosamente expurgados (¡pero no los artículos enviados por carta!). Los periodistas eran bien o mal vistos, según lo que escribieran. A veces, incluso, se les reexpedía a sus países de origen. Pero siempre había maneras de llegar a un arreglo con el Cielo; la censura sólo es un tigre de papel.
La conferencia de prensa que nos ofrecía, bastante irregularmente, un responsable de Información, eran en sus dos tercios camelo y el tercio restante viejas noticias. Teóricamente, los periodistas podrían abordar un avión militar para dirigirse a las zonas de combate. ¡Pero qué papeleo! Hacía falta una orden de misión refrendada por tres o cuatro servicios diferentes, cuyos responsables poseían el arte de hacerse ilocalizables, y luego era necesario que hubiera plazas disponibles. Jamás había lugar para el que estuviera mal visto... o cuya prisa resultara sospechosa. De manera que, cuando finalmente se lograba despegar, por lo general todo había terminado y el asunto estaba enterrado con un parte de victoria.
A pesar de todo, lográbamos arreglárnoslas y estar bastante bien informados. Porque todo el mundo tenía alguna cuenta pendiente contra todo el mundo: los generales entre ellos, el ejército contra la administración y los servicios secretos, los vietnamitas contra los metropolitanos, Bao-Dai contra el alto comisionado. Las diferentes armas se envidiaban: la aviación, la marina, los coloniales, los paracaidistas. Los aviadores civiles que trabajaban para el ejército siempre estaban dispuestos a irse de la lengua, a condición de que se les pagara un trago o se les presentara una chica. Solían ser ellos los que sobrevolaban los puntos más calientes y las posiciones atacadas.
Después, evidentemente, era necesario seleccionar entre ese montón de chismes.
El coronel Gardes, al frente del campo de prensa y que hacía espionaje en sus ratos libres, me confesó un día que al leer los despachos de los periodistas (sobre todo aquellos que él no dejaba pasar) se enteraba de más cosas que por todos los agentes mantenidos por sus servicios.
—¡Y además gratis! —precisaba este hombre que extendía su gusto por los ahorros a toda la guerra de Indochina.
Nuestras relaciones con los militares eran complejas. Una mezcolanza de malignidad, desconfianza, atracción y amistad. El Cuerpo Expedicionario se sentía perdido, olvidado allí en el fin del mundo, donde hacía una «guerra sucia», como decían ciertos periódicos. Aunque eran militares de carrera, no sentían el menor entusiasmo por su tarea. No hacían más que obedecer a un gobierno, generalmente socialista, que les había metido en ese atolladero.
Las noticias de Francia tardaban en llegar. El único lazo de esos exiliados con una metrópoli real hasta cierto punto y no la oficial, éramos nosotros. ¡Tú piensas que nuestros artículos eran expurgados! Pero las mayores peleas terminaban en esos bares de Hanoi, donde nacían las amistades. Solía ocurrir que, furiosos por una victoria frustrada o por estar obligados a cumplir órdenes estúpidas, los militares acudían a llorar en el regazo de los periodistas. Ellos preferían los principiantes como yo, no a las «vedettes», particularmente, como en mi caso, si habían sido sus colegas.
Ciertos generales no vacilaban en servirse de la prensa para su publicidad personal. Eso resultaba bien algunas veces (De Lattre), otras fracasaba lamentablemente (Salem Navarre). Un ejemplo:
Un general acababa de hacerse cargo de un comando y quería que esa fecha quedara marcada en la Historia. Invitó a varios periodistas para que asistieran al final de una operación. Les transportaron hasta una altura desde la que se dominaba un valle. Allí se levantó una tienda. Abundancia de mapas y de planes de campaña. Mientras el general explicaba sus planes, se servía whisky y bocadillos. Allá abajo, una aldea.
—Conforme con nuestras informaciones —dice el general—, ese punto está sólidamente mantenido por los viets. Vamos a proceder a «tratarlos».
Mientras los cubitos de hielo tintineaban en los vasos, a una señal, los tanques, los cañones de 105 y los morteros comenzaron a vomitar sobre la aldea en cuestión. Bello espectáculo. La aldea explotaba y arrojaba llamas por los cuatro costados. Las tropas de tierra podrán atacar.
Repentinamente surge de las ruinas humeantes un suboficial francés que aulla:
—¡Deténganse, hatajo de idiotas! ¿Qué les dio por tirar contra mis partidarios?
Hacía dos meses que la región se nos había «unido». El general se había equivocado de aldea. No «trató» a la que correspondía.
Era lo que se llamaba un «borrón». Hubo muchos. Las guerras se componen de borrones.
Cuando se encuentran en el lugar periodistas que no están frenados por ninguna censura, la cosa puede dar lugar a My Lai. Y hacer que un país entero quede asqueado de una guerra. My Lai y Watergate, causas de la pérdida de Saigón y del abandono de Vietnam del Sur por los norteamericanos.
Ya he dicho que la guerra de Indochina, la que hicieron los franceses, a pesar de sus horrores, a pesar de sus «borrones», debido quizá a su carácter «artesanal», no se había convertido aún en ese monstruo frío, ese robot insensible dirigido por ordenadores, como ocurriría en el período de la guerra norteamericana.
No fue tampoco el enfrentamiento de dos ejércitos que se ignoraban recíprocamente, como en el caso de Corea.
En Indochina los adversarios se conocían, la guerra se hacía a la escala del hombre, que la controlaba, le impedía virar hacia el genocidio o la locura total.
Los «borrones» no escasearon. Tampoco los civiles masacrados: 150 europeos y asiáticos, hombres, mujeres y niños horriblemente mutilados en la ciudadela de Heyraud, y tantos otros desaparecidos en las proximidades del puerto de Saigón. El 19 de diciembre, en Hanoi, masacre de vietnamitas, y no sólo de vietminhs armados, batidos por el fuego de la marina y la artillería de Haiphong. Seis mil muertos según los marinos; mil quinientos según el ejército de tierra (nunca hay acuerdo sobre esto). Según la propaganda comunista, los muertos eran treinta y cinco mil, pero ésta es claramente una cifra exagerada. Los comunistas se burlan de los números, de la verdad aritmética, es una concepción burguesa. Para ellos las cifras sólo tienen valor en función de su impacto propagandístico. La propaganda, otro rostro más de la guerra. Todo eso por una cuestión de imagen, de privilegios aduaneros, por unas toneladas de sal pasadas de contrabando.
Los viets se habían preparado para ese combate, pues todas las calles estaban minadas y los techos ocupados por francotiradores. Aprovecharon la ocasión para apoderarse del aeródromo de Cat-Bi, que sería reconquistado.
Todo eso no impedía que los representantes de ambos bandos se reunieran entre dos choques para discutir seriamente la manera de poner fin al conflicto armado. Era uno de esos instantes en que la guerra vacila. Pero ella se las arregla rápidamente para hacer que la balanza se incline a su favor.
Voy a relatarte dos episodios que te demostrarán que si la guerra en Indochina era dura, a veces despiadada, no tenía, sin embargo, el carácter inhumano que tomaría más tarde. Eso porque los adversarios se conocían, hablaban a menudo la misma lengua, permanecían durante mucho tiempo cara a cara, establecían contactos directos e indirectos. Y porque entre el vietnamita y el francés existía un lazo afectivo, pasional, porque ese odio se parecía a veces al amor, un amor desengañado. Hubiera sido posible entenderse, llegar a un arreglo. Todo a causa de una palabra, Doc lap, que no fue pronunciada a tiempo y a la que no se le asignó su verdadero sentido hasta después de Dien Bien Fu y el derrumbe del mito de los «Estados Asociados».
La primera de estas dos historias me la han contado; la otra la he vivido. La primera pone en escena a una pequeña niña; la segunda, a un sargento de veinte años.
En 1947 o 1948, un batallón vietminh atacó una plantación de las Terres rouges. La oportunidad había sido admirablemente elegida. Los viets estaban muy bien informados. Siempre. Los plantadores, con sus mujeres y sus hijos, estaban reunidos en el club, un gran edificio profusamente iluminado. Bar y piscina, camareros discretos y atentos. El whisky-soda y el gin-tonic están siempre perfectamente servidos y helados. Conozco ese club por haber sido invitado en varias ocasiones. En Terres rouges se es más bien snob, besamanos y ña-ña-ña con voces distinguidas y guturales. ¿Qué obra se estrena en París? Ya no es posible vivir en Neuilly; demasiado ruido.
Las grandes plantaciones de caucho de Cochinchina, sobre todo aquellas que bordean la frontera de Camboya, están en plena zona vietminh. Así permanecerán hasta el fin de la guerra. Los plantadores no lograrían llegar a un arreglo con los ocupantes. Todavía no se está en eso. Los vietminh, para hacer entrar en razón a los bancos parisienses que controlan las sociedades del caucho, han decidido realizar un gran golpe.
Esa noche se daba una gran fiesta. ¿Por qué motivo? Por un aniversario, por una promoción o porque se tenía ganas de reaccionar contra el miedo y el peligro que merodeaba bajo la sombra verde de los árboles del caucho. Smokings y vestidos de fiesta. Nadie estaba armado, y los guardias dormían, o eran cómplices.
El ataque fue brutal: ráfagas de ametralladoras, granadas, bombas «Molotov». El edificio del club y algunas otras instalaciones ardieron. Manchas rojas sobre las camisas blancas, vestidos de fiesta que sirven de mortaja.
Cuando los vietminhs se retiraron, se hizo el recuento. Muy desagradable. Una niña de nueve años había desaparecido. Se la incluyó en la lista de bajas. No se tendría noticias de ella hasta la conclusión del armisticio de Ginebra, en julio de 1954, cuando las tropas comunistas de Vietnam del Sur, en virtud de ese acuerdo, volvieron al Norte con armas y equipajes. Bueno, no todas; solamente las unidades regulares, aquellas que eran conocidas. Las demás se enterraron, a la espera de una ocasión para salir de la clandestinidad, convertidas en el Vietcong.
El comandante vietminh que había dirigido la operación era un duro a ultranza. Nada sabía de sentimientos, ametrallar a civiles desarrollados no le planteaba ningún problema de conciencia. Eso formaba parte de la guerra, una guerra total, global, que, en nombre del derecho a la independencia, no se incomoda con restricciones. El descubrió a la pequeña francesa que, enloquecida de terror, había escapado del club y erraba perdida entre las plantaciones. La llevó con él, probablemente con la idea de tenerla como rehén para cambiarla por arroz, dinero o armas, que le eran muy necesarios. En aquella época el rapto era muy practicado en Vietnam. Pero él había perdido poco antes a su propia hija, de la misma edad; por eso tomó cariño a la niña extranjera. Pronto ya ni pensaría en intercambiarla.
De esta manera, la niña vivió seis años con él, en medio de la selva, compartiendo su existencia. La crió como si hubiera sido su propia hija, y se convirtió —pues ella no se separaba de él— en una verdadera viet que caminaba descalza, que podía vivir con un tazón de arroz, algunos tragos de agua y un poco de té, que podía pasar noches enteras en la espesura. Ella sabía usar una ametralladora, un cuchillo o una granada, deslizarse sin hacer ruido y enterrarse en un escondite. Acompañaba a su nuevo padre en todas las reuniones, y hablaba el idioma del país.
Sentía un gran afecto por ese padre vietminh. Hacía ya mucho tiempo que no era una prisionera, la pequeña viet de piel blanca y pelo rubio... cuyos antepasados habían participado en las cruzadas y cuyos padres tanto se enorgullecían de su título.
Cuando el comandante vietminh tuvo que volver a Hanoi, cuando supo que no la podía llevar con él, porque se lo habían prohibido, decidió devolver «su» hija a sus padres verdaderos, con el corazón destrozado. Para ella fue el mismo drama.
Tenía quince años y era una verdadera pantera. La internaron en un convento en Francia, uno de esos establecimientos «bien», Nótre Dame de Sion o los Oiseax..., para que le enseñaran un francés correcto, no ése de los nha-ques: yo no conocer, tú mucho grande..., y para que aprendiera a comportarse. Ella comía sólo con palillos, con el tazón a la altura de la nariz para empujar el arroz a la boca; se sonaba la nariz con los dedos, se negaba a usar calzado, trotaba al estilo pato, como bajo el peso de una pértiga con un canasto en cada punta. Disimulada, cerrada sobre sí misma, era un animal salvaje enjaulado preparado para morder. Sobre su blusa la imagen de Ho Chi-minh. No tardó en arremeter contra una religiosa que la martirizaba tratando de convertirla en una «señorita». Al grito de Ho Chi-minh Moun-Nam, «diez mil años de vida al presidente Ho», la arrojó al suelo con una llave de judo.
En cuanto al final de ésta historia no puedo dar garantías, pues el amigo que me la relató no carecía de imaginación.
Otro año, yo seguía una operación en esa zona junto con un compañero de la guerra con quien me había encontrado. Habíamos descubierto el puesto de comando de un jefe vietminh. En una estantería hecha con restos de cajones había una docena de libros en francés: Victor Hugo, Zola, Balzac y Saint-Exupéry. Mi amigo destrozó todo lo que había en el lugar, pero no tocó los libros. Me dijo:
—¡Se aburre tanto el Nhoc! No puedo quitarle sus libracos.
La aventura del pequeño sargento se produjo en diciembre de 1952, cuando yo acababa de llegar de Corea. A treinta kilómetros de Hanoi se encuentra Khe-Sat, un gran caserío rodeado de arrozales. Hay allí muchos católicos y, para acogerlos, una inmensa catedral de armazón metálica, construida con los restos de la gran rueda que hizo las delicias de los parisienses en 1900.
Un sacerdote español había comprado ese montón de chatarra, halló la manera de hacerlo transportar, probablemente gratis, y de transformarlo en una iglesia. Todo eso lo había afeado aún más, adhiriendo a la chatarra estatuas de colores horribles, estilo latinoamericano. Resultaba más divertido que Saint-Sulpice antes de que los fabricantes de imágenes fueran tocados por la gracia del new-look. Subí al campanario junto con un oficial de informaciones, quien me hizo observar a lo lejos, con unos prismáticos, un viejo puesto de guarnición, una especie de protuberancia grisácea, del mismo color del arrozal cuando el paddy no le ha dado aún su bello tinte verde tierno.
—Do Mi —me aclara—. Ese puesto es mantenido por un sargento de veinte años, al mando de dos secciones de tropas auxiliares. Se halla cercado desde hace nueve meses. El comando ha decidido realizar una operación con el objeto de liberarle; si quiere, usted podrá participar.
Khe Sat, lo repito, se encuentra a treinta kilómetros de Hanoi; Do Mi, a cuatro o cinco kilómetros de Khe Sat. En esa época, un puesto podía estar cercado durante meses junto a la capital del Norte. De Lattre, que nada había entendido de esa guerra, sino que sólo había sacado partido de los errores de Giap, creyó que podría defender el delta del río Rojo erizándolo con construcciones de hormigón. La «línea De Lattre» era un colador a través del cual se infiltraban los vietminhs para reorganizarse detrás de la misma. Lo demostraba ese puesto cercado. Pronto, por otra parte, las bazookas harían inútiles tales construcciones. Para mí, que llegaba de Corea, todo eso era nuevo. En Corea por lo menos se veía con claridad, cada cual estaba en su lugar, tanto el amigo como el enemigo, y permanecía en su lugar. En Indochina todo se mezclaba, lo que requería que se hiciera otra guerra, política tanto como militar, y en la cual la información y la necesidad de pronunciar la maldita palabra independencia importaban más que cualquier otra cosa.
Pero volvamos a Do Mi. Llegar allí no fue tarea fácil, y en la operación tuvo que participar una batería de artillería, un escuadrón de tanques y un batallón de infantería. Esto juntamente con una compañía de ingenieros.
La artillería comenzó por atacar la aldea de la derecha. Se la «trató», como se dice, y bastante bien. Las llamaradas se elevaban, lamiendo los troncos verdosos de las chozas, mientras los techos de paja se derrumbaban en una lluvia de chispas. Había allí vietminhs, por cierto, pero no pocos civiles; no era fácil elegir. Es en esto, particularmente, en lo que la guerra es especialista: siempre ensucia las manos de quienes se mezclan en ella.
Aprovecho la oportunidad para explicarte cómo se montaba una operación de ese tipo, con la intervención de un G. M., grupo móvil. Casamatas de hormigón y grupos móviles, las dos grandes ideas de De Lattre[14].
En Do Mi se sucedían las descargas, explotaban las granadas muy cerca de nuestro jeep. No eran los viets (las dos compañías se habían desvanecido entre los arrozales), sino la unidad de choque, que estaba terminando de limpiar la aldea antes de pasarle el rastrillo. Se «trata», se «limpia», se «rastrilla». Aquí tenemos a la guerra disfrazada de jardinero.
Alcanzamos finalmente el puesto, una vieja construcción de ladrillos mohosos, levantada probablemente hacía ya un siglo, durante la conquista del delta por Francis Garnier. Un gran patio cuadrado donde se amontonaban fardos con armamento, cajas de municiones, jaulas con pollos e incluso un cerdo negro atado al tallo de un bambú. Era el bagaje de la nueva guarnición que ahora estaba capitaneada por un aspirante vietnamita.
El sargento, al verlos, sacude la cabeza y me dice señalando al aspirante:
—A ese pobre muchacho se lo van a cargar, aunque no parece preocupado. Pero, con los vietnamitas, vaya uno a saber. Ellos ríen cuando están tristes, y ponen caras largas cuando deberían estar divertidos.
El sargento tenía una sonrisa infantil en su cara delgada, una apariencia sumamente frágil. Pero había aguantado durante nueve meses solo, con auxiliares cuya lengua desconocía. Veinte años, pero aparentaba dieciséis o diecisiete. Escucho su relato, el primero, el oficial:
—Estuvimos tranquilos durante tres meses. Patrullas en las aldeas, donde raramente nos tiroteaban y los jefes nos hacían grandes discursos de amistad, inclinándose con las palmas juntas. Eran interminables discursos de los que yo no entendía una palabra. Para corresponder la cortesía, como soy incapaz de inventar, les recitaba las cosas que había aprendido en la escuela, «El cuervo y la zorra», cualquier cosa. Ellos tampoco entendían nada, pero quedaban contentos... Entonces los viets se instalaron en las dos aldeas, al Este y al Suroeste, dos compañías, lo que significa por lo menos doscientos fusiles. En cuanto las patrullas salían del puesto, comenzaba el fuego. El aprovisionamiento que me llegaba por el camino de Khe Sat cayó entre sus manos. El capitán vietminh que les dirigía me remitió esta carta; tenga, la guardé, puede leerla, está escrita en francés.
Me entregó una hoja de cuaderno de escuela plegada en cuatro:
«Señor jefe del puesto:
»El capitán de la Tu Doi 30 (Tu Doi =compañía) le saluda y le hace saber que ha tomado todo su aprovisionamiento (sigue la enumeración del mismo)... con un valor estimado de 10.000 piastras. Por lo cual le entrego el presente recibo.
(Sello de la Tu Doi 30.)
»N.B. Si usted no está de acuerdo, no tiene más que salir con una sección de treinta tiradores; yo acudiré a su encuentro con el mismo número de hombres.
»Con mis saludos.»
Devolví el papel al sargento que, después de doblarlo cuidadosamente, lo guardó en su bolsillo. Parecía considerarlo valioso. ¿Un recuerdo?
—¿Y entonces?
El sargento vacila.
—No acepté el envite. Si me mataban, el puesto Do Mi estaba acabado... No volvimos a tener contacto con la aldea. Vivíamos replegados sobre nosotros mismos, entre nuestras cuatro murallas. Para comer sólo teníamos un poco de arroz, té y latas de conservas. El único reabastecimiento nos llegaba por paracaídas, pero el cielo estaba casi siempre cubierto y los fardos caían muchas veces fuera del puesto, del lado de los viets. No teníamos un instante de reposo. No se trataba de verdaderos ataques, sino de hostigamientos, de pequeños golpes de mano, con el fin de hacernos la vida imposible. Hace cuatro semanas instalaron altavoces. Disparaban algunas descargas, nos precipitábamos a las almenas, y entonces comenzaba el discurso. Primero en francés: «Tú, sargento Untel, que eres miembro de una familia de mineros del Norte, tú, hijo de proletario: ¿qué es lo que defiendes aquí? Ríndete, serás bien tratado y repatriado a Francia.» Y en vietnamita para mis partidarios. Uno de mis cabos traducía: «Córtenle la cabeza al sargento y vuelvan a sus casas para reunirse con sus mujeres y sus hijos. Nosotros sólo queremos sus armas y al francés.» Mis tropas auxiliares fueron las primeras en aflojar. Tenían sus mujeres y sus hijos en aldeas ocupadas por los viets. Por los altavoces escuchaban sus súplicas y sus lamentos. Me devolvieron sus fusiles y partieron. Yo les comprendí. No me quedaba más que un puñado de regulares vietnamitas. Estos no cedieron, quizá porque me tenían estima o porque no esperaban piedad por parte de los viets, a la vez que no tenían ningún familiar en la región. ¡Esos altavoces no cesaban de atronar sus slogans, sus amenazas y sus promesas mezcladas con canciones vietnamitas y francesas! Creo que si ustedes no hubieran llegado, me hubiera derrumbado.
El sargento fue condecorado con la medalla militar y la cruz de guerra T.O.E. con palma. Volvió a Khe Sat con nosotros.
Había en esta historia algo que no funcionaba. Ese muchacho que había aguantado durante nueve meses en ese infierno, un rincón podrido rodeado de arrozales y de barro, único blanco en medio de amarillos y completamente cercado por los vietminhs. Del clima ya no hablo: una porquería, con ese calor húmedo, pesado, de invernadero tropical. Imposible. Decidí no soltar a mi sargento, me propuse hacer que se confesara. Después de invitarle a algunos tragos, lo logré sin demasiadas dificultades, pues era grande la necesidad que tenía de hablar con un compatriota. Me enteré por fin de la verdad, por lo menos de fragmentos de ella.
El capitán vietminh, ese que hablaba y escribía tan bien en francés, y el sargento, aislado en medio de sus propios soldados, padecían, tanto uno como el otro, de soledad. Ambos se encontraban allí porque así se lo habían ordenado, y no deseaban verdaderamente tener un choque entre ellos.
El vietminh había aprendido la historia de Francia en Mallet e Isaac, al igual que el sargento. El sargento había contestado la carta del capitán que le proponía el combate en campo cerrado, ambos con igual número de hombres. Como en la Edad Media en Ploermel, donde treinta bretones se enfrentaron con treinta ingleses; «Beaumanoir, bebe tu sangre», decía en su respuesta el sargento, que no tenía confianza en la palabra de un vietminh; de otra manera hubiera acudido al desafío.
Eso indignó al capitán. Continuaron escribiéndose, en principio, para intercambiar insultos, más tarde para hablar de otras cosas.
La guarnición debía proveerse de agua potable en un lugar situado fuera del puesto, una fuente que era utilizada por los vietminhs, así como por los habitantes de la aldea.
Los vietminhs y los franceses se las arreglaron para no concurrir a la fuente a la misma hora. Un acuerdo tácito entre el sargento y el capitán. Eso duró dos meses. En el nivel de soldados rasos se llegó más lejos: intercambio de pollos por patos, de latas de conserva por arroz. Se dejaban las latas junto al pozo de agua y se encontraba allí arroz.
Un día ambos hombres, el sargento y el capitán, se encontraron cara a cara. Vacilaron, no dispararon, hicieron un gesto con la mano, como yo con el alemán en los Vosgos, y se fueron cada uno por su lado. Entonces comenzaron a intercambiar libros, mediante los procedimientos habituales. El vietminh había hecho sus estudios en el liceo de Hanoi, el pequeño sargento se había enrolado en el ejército debido a que había fracasado en su bachillerato.
Pienso que en realidad llegaron aún más lejos, que debieron encontrarse en la taberna del chino frente a un vaso de cerveza tibia o en la noche, secretamente, para hablar de sus familias y de los libros que les gustaban. Eso el sargento nunca lo confesó, pero era lógico que fuera así. Como era lógico que el capitán fuera denunciado, relevado de su mando y reemplazado por uno de esos viets con maneras de inquisidor, el que había llegado con sus altavoces. El capitán hizo su autocrítica, contó todo lo que sabía del sargento, y los altavoces comenzaron a hablarle al francesito de sus viejos, del lugar donde había vivido, de los problemas que se planteaba.
Muy extraña guerra, ¿verdad?
Escribí un artículo en el que relataba la versión oficial de esta historia. La otra, en aquella época, no hubiera sido quizá comprendida. El artículo se publicó en Paris-Presse. El hermano de Kessel lo leyó, fabricó a toda prisa un guión y lo ofreció a un productor. Algunos años más tarde se me pidió que hiciera una adaptación de dicho guión, que no hacía más que reproducir el artículo.
Me puse manos a la obra, y de ello resultó algo que no andaba del todo mal, bastante cercano a la verdad. Pero al leer el texto, el ministerio de Defensa Nacional negó los recursos con los que contaba el productor para hacer la película: soldados, armas y pertrechos gratis. Los motivos: yo presentaba a un suboficial de carrera como un borracho; el teniente al mando de los voluntarios, un reservista mestizo, era más inteligente que su colega de carrera, y el asunto de los contactos con el jefe vietminh también presentaba problemas.
Mi adaptación fue a parar al cesto de los papeles. La película fue realizada más tarde en la Camargue por Leo Joannon, convertida en el Fout du Fou, una idiotez satisfactoriamente convencional.
No conozco más que una sola película que refleje perfectamente el ambiente de la guerra de Indochina, La 317 section, de Pierre Schoendorffer.
Ninguna muestra mejor la atmósfera de la retaguardia, en una ciudad como Saigón, que Hoa Binh, de Raoul Coutard. Yo no tengo la culpa si ambos son mis amigos y si, como yo, están bajo los efectos del «mal amarillo», y si para ellos Indochina ha continuado siendo su paraíso perdido.
Esos entendimientos provisionales, como el ilustrado por la historia del pequeño sargento, nada tienen que ver con la traición. No son incompatibles con los más duros enfrentamientos que a continuación se han podido producir. Tampoco tienen que ver con las torturas físicas o morales, los chantajes y las violaciones que hayan existido en ambos bandos. Más del lado vietminh que del nuestro. Pues ese género de guerra subversiva, revolucionaria, engendra obligatoriamente la tortura. Todo se convierte en cuestión de información, y no existen muchas maneras de obtenerla.
Aquí es donde la guerra se hace repugnante. Por su lógica, por su encadenamiento ineluctable, la guerra conduce a hombres que no son unos cerdos, a veces muy al contrario, a cometer actos que los marcan para toda su vida.
El inquisidor, el que tiene fe, el que está persuadido de que su causa es la justa, que todos los medios son buenos para hacerla triunfar, éstos, pienso yo, son los que menos problemas tienen con su conciencia. El vencedor puede creer en una posible absolución, no así el vencido. Mucho menos puede creerlo quien pelea sin saber muy bien por qué.
No hubo tanta tortura en Indochina por responsabilidad directa de los franceses. Existían aún en el ejército tradiciones que formalmente prohibían determinadas prácticas.
Se dejaba a los servicios de seguridad vietnamitas la tarea de entenderse con los comités de asesinato vietminhs. La tortura había sido practicada habitualmente en tiempos de los emperadores Le y Nguyen. Algunos mandarines de justicia se habían especializado en su aplicación, eran verdaderos expertos. Como eran demasiado distinguidos para ensuciarse las manos, ellos dirigían a los verdugos, les instruían, mientras jugaban con sus abanicos.
Para el interrogatorio del sospechoso: tenazas frías, tenazas al rojo, suplicio de los cien cuchillos o de las cien heridas, rotura de las falanges de la mano entre dos planchas. Si éstos se obstinaban: extirpación de la nariz, amputación de un pie, castración y muerte lenta.
Los testigos también recibían tratamiento: golpes con varillas o con pequeños látigos, argolla simple, argolla de camino, argolla pesada atada a los pies con cadenas.
El problema de la tortura se planteó sobre todo en Argelia, cuando el ejército francés se encontró solo, sin auxiliares, frente a la rebelión argelina.
Por voluntad de eficacia; para vencer después de tantas derrotas; para combatir al enemigo con sus propias armas; para seguir las enseñanzas aprendidas en los campos vietminhs, algunos elementos del ejército francés practicaron la tortura llamada «operativa». Existieron incluso unidades especializadas, las D. O. P.
Yo nunca admití la tortura. Debo reconocer que esa cuestión de conciencia se me planteó a mí como a otros camaradas en Argelia. Dramáticamente. Creo que, aun obligado, yo hubiera sido incapaz de torturar a nadie.
Quisiera que la tortura fuera condenada en todas partes, que dejen de hablarnos de buena y de mala tortura, así como de buena y de mala guerra. O, por lo menos, que no se haga trampa. Se grita: «¡Viva la guerra, viva la tortura, siempre que sean de izquierda!»
Se comienza, afortunadamente, a expresar indignación por la tortura tal como es practicada en la Unión Soviética, devenida científica en los asilos psiquiátricos de la K. G. B., erigida en sistema de persuasión en los Gulags, para todos aquellos que no comprenden las bellezas del paraíso socialista. Esto llevó su tiempo, hubo que esperar hasta el año pasado.
La única solución posible es poner fuera de la ley a la tortura en los dos campos. ¿Pero por qué no hacer lo mismo con la guerra? Esto es difícil, no cabe duda, cuando se comprueba que los rusos y los norteamericanos no logran entenderse ni siquiera para limitar determinadas armas atómicas.
Pero volvamos a Indochina y a ese conflicto interminable que marcaría sucesivamente a los ejércitos francés y norteamericano. ¿Tienes conciencia de cuánto se ha exigido a los soldados del Cuerpo Expedicionario, y hasta qué punto se han burlado de ellos? Al final ya no sabían para qué estaban allí, abandonados e insultados. Y la cosa cambiaba incesantemente.
1946-1947: Llegan para reconquistar una antigua colonia a quince mil kilómetros de la metrópoli, para defender las plantaciones de Terres rouges, los cementerios de Nam Dinh, las minas de carbón de Tonkín y los privilegios de emisión del Banco de Indochina.
1947-1950: Esta vez combaten por los Estados Asociados, por Bao-Dai, a quien debieron sacar de un garito de Hong Kong para el imperio de nueva fórmula. ¡Y por las piastras! Pero sobre todo combaten por los anacrónicos privilegios de una administración colonial, que nada quiere perder, y de una rica burguesía vietnamita, la que forma toda la casta política.
De 1951 a 1954 se trata de contener el avance comunista en el Sudeste asiático, con el dinero norteamericano, el armamento norteamericano y la sangre de ellos.
Deberemos, de todos modos, profundizar en esto.
En aquella época fue cuando me encontré con Bigeard. Yo había acompañado en una operación a Cogny, joven general de brigada a quien se había confiado recientemente uno de los tres sectores de Tonkín. Era un gigante con coraje, inteligente y ambicioso que consideraba que todos los recursos le estaban permitidos. Era uno de los mejores ejemplares de la caballeriza de De Lattre, y éste era el único de quien aceptaba el freno. Ya le tiraba coces a Salan, que acababa de reemplazar al «rey Jean». Sería peor con Navarre, luego de Dien Bien Fu. Sus querellas envenenaron la atmósfera, pero eso fueron «pasteles» para los periodistas, pues Cogny, que conservaba esa cualidad de su antiguo patrón, sabía tratar con los periodistas; Navarre, en cambio, menos hábil, sólo se ganó su antipatía.
El delta, por el lado de Nam Dinh, es particularmente inhóspito: barro, agua e islotes que son aldeas protegidas por zarzales impenetrables.
Un batallón de paracaidistas coloniales había recibido la orden de apoderarse de una de esas aldeas, la que los vietminhs habían transformado en una fortaleza.
Sobre una loma se recorta una delgada silueta, micrófono en mano. Es el comandante de la unidad, que dirige de viva voz a las compañías que operan frente a él y a las que desplaza como piezas sobre un tablero de ajedrez. La maniobra es impecable, todo parece perfectamente cronometrado, como si los paracaidistas hubieran ensayado repetidas veces las maniobras sobre un terreno largamente conocido. Esa es la guerra bien hecha, que se convierte en un arte, un ballet, con la única diferencia de que los bailarines que caen no vuelven a levantarse.
Alumno del politécnico, graduado en la escuela de guerra, Cogny no apreciaba a los oficiales surgidos de las filas; según él, sólo eran buenos para ejecutar órdenes.
Me decía:
—Ese jefe de batallón que era sargento en 1940, es un tal Marcel Bigeard. Sólo tiene su certificado de estudios secundarios, pero posee el don innato de la maniobra. Observe esta demostración, ningún error en ella, o casi. Le darán un regimiento, o una división, estoy convencido de que sabrá arreglárselas bastante bien. En el combate, digo, no en la retaguardia.
—¿Qué grado alcanzará, mi general?
—Coronel, como máximo. Napoleón hubiera hecho de él un mariscal, porque es un hombre de suerte. ¿Sabe usted qué era para Napoleón tener suerte? Esa misteriosa intuición que en la guerra toma el lugar de la inteligencia. La guerra dispone de criterios muy diferentes de los que tienen curso en la vida civil, e incluso en el ejército profesional. Quisiera observar a este fenómeno en acción. Obtendrá una citación más, pero no irá más allá de los cinco galones.
Pasé la Navidad de ese año en el campo atrincherado de Na San.
Na San había sido un ensayo triunfal de Dien Bien Fu, una victoria debida a la suerte y a los errores del adversario. Pero catorce meses más tarde, por tratar de repetirla, nos costó muy cara.
Llegué a esa cubeta en un viejo «Dakota», una verdadera palangana. Fue necesario esperar que se disipara la niebla para poder aterrizar. Antes de la gran ofensiva vietminh en la Alta Región, éste era un campo de aterrizaje precario, una pésima pista cubierta de hierbas donde pastaban los búfalos, a los que había que espantar antes de tomar tierra. Este campo estaba custodiado por una compañía de tropas auxiliares. Un mes más tarde se habían instalado allí quince mil hombres con su material rodante, sus armas, sus cañones, sus depósitos de combustible y sus grupos electrógenos. Un radiofaro dirigía el aterrizaje de los setenta aparatos que llegaban allí diariamente.
El general Gilles, un paracaidista que dirigía la posición, surgió de un refugio subterráneo y me observó con su único ojo con la bondad feroz que le era característica.
Morrudo, con los hombros redondeados por excesivamente musculosos, tenía la facha de un condottiere y el andar pesado de un campesino. Vestido de cualquier manera y cubierto de polvo, lo único nuevo sobre él eran sus dos brillantes estrellas, las que acababa de recibir. A Gilíes no le gustaban los periodistas, y me gruñó en la cara:
—¿Ahora vienen a oler la guerra, cuando ha terminado y ya no hay peligro? ¡Largo de aquí!
Afortunadamente apareció su adjunto, un gascón saltarín a quien su sombrero de monte con el ala levantada de costado le daba el aire de un mosquetero; no le faltaba más que la pluma. Era el coronel Ducourneau, al que había conocido como capitán en los comandos. Dijo, señalándome:
—Este es uno de mis antiguos lugartenientes. Como Larteguy no le conozco, pero a Osty le recuerdo muy bien.
Ducourneau, por razones muy diferentes de las de su jefe, tampoco soportaba a los periodistas. Decía que escribían como cerdos en una lengua con sólo vagas relaciones con el francés y que, por pereza, nunca se informaban donde debían hacerlo. Los periodistas no se ocupaban de nada y se emborrachaban en las tabernas de Hanoi, donde conseguían sus primicias. Su bestia negra era Lucien Bodard.
Ni Gilíes, que era un animal guerrero, ni Ducourneau, uno de los más brillantes oficiales del ejército, se sentían seguros en Na San. El hallarse encerrados dentro de ese circo rodeado de montañas, en ese «erizo mal compuesto», no les significaba nada bueno.
Pasé la noche con Ducourneau, en una casamata de primera línea, donde, junto con sus paracaidistas, festejamos su quinto galón. Con champaña tibio.
—Tendremos suerte, mucha suerte —me confió Ducourneau—, si salimos de aquí con los testículos sanos.
El general Gilíes y el coronel Ducourneau habrían de rechazar, uno después del otro, el comando de Dien Bien Fu. Porque en Na San habían comprendido cuál era el peligro.
A medianoche, mientras Ducourneau, dueño de una memoria prodigiosa y de una cultura aún más asombrosa, me recitaba algo de Montaigne, los viets atacaron.
Cohetes luminosos. El paisaje en torno nuestro toma el color del yeso. Golpes sordos de los morteros, las ametralladoras y los cohetes. Después, sólo los gritos de un herido que se queja entre las alambradas de púas.
Los viets habían querido, simplemente para tantear la posición, recordarnos que estaban allí.
Los franceses habían «quebrado» recientemente el cuerpo de batalla comunista, pero no lo habían destruido.
Habría de decir más tarde el general Salan: «Una infantería como ésa, que sabe restañar sus heridas y renacer seis meses más tarde con el mismo ardor, es un instrumento de combate incomparable.»
Dueños para el otoño de todo el valle superior del río Rojo, la división 308 atacó por sorpresa Ngai Lo, llegando hasta el valle medio del río Negro. La división 316 se unió con la 308, y en poco tiempo toda la Región Media estuvo en manos de los comunistas, que pudieran lanzarse sobre Hanoi.
Fue entonces cuando se improvisó Na San. Se construyó apresuradamente un campo atrincherado en lo que debía ser una simple base de partida para el lanzamiento de algunas expediciones de comandos.
Cada una de las colinas se transformó en un centro de apoyo. En el medio se colocó la artillería. De vez en vez las divisiones 308, 312 y 316 lanzaban ataques. Los asaltos eran violentos, brutales, particularmente los efectuados el 1 y el 2 de diciembre. Tres olas sucesivas de tropas auxiliares se lanzaron sobre las alambradas para abrir una brecha, armados solamente de granadas y luces de bengala. Entrenados para ese tipo de combate durante tres meses, su misión consistía en abrir un paso para las unidades regulares sin que éstas sufrieran demasiadas pérdidas. Emborrachados con choum, me dijeron, o quizá drogados. Más bien, pienso, puestos en condiciones mediante una incesante propaganda, y sabiendo, por otra parte, que no podrían retroceder, pues detrás de ellos se hallaban los comisarios políticos, que les habían repetido que estaba muy mal que intentaran largarse y que les volarían los sesos si se presentaba el caso. Se lanzaban en pequeños grupos, llevando cada uno delante, en la punta de una caña de bambú, sus cargas de explosivos, con total desprecio por la vida.
Cuando no se tiene alternativa, lo mismo da morir atacando que retrocediendo.
Después de mi encuentro con Docourneau, festejé la Navidad con la Legión, en uno de los puntos de apoyo, el P. A. 26, que guarnecía un batallón del 3 Regimiento de la Legión. Este había sido atacado por un regimiento de la división 316 y otro de la 308. Los combates habían sido particularmente duros. Subí por la ladera de la colina, atravesando las alambradas de púas por pasajes en zig-zag. Olor dudoso y repugnante de los cadáveres mal enterrados de los caídos durante la noche. Fragmentos de carne y jirones de uniformes estaban aún enganchados en las púas; pertenecían a los «voluntarios de la muerte», que se habían lanzado con sus cargas explosivas y quedaron pulverizados. Tres oleadas de voluntarios habían llegado hasta el sistema de alambradas sin lograr franquearlo. Las ametralladoras y los fusiles de tiro rápido les habían barrido implacablemente, y las alambradas de púas sostenían racimos de cadáveres. Después de eso, los soldados de Giap se habían lanzado a su vez al ataque.
«Una de las mejores infanterías del mundo», me comentaba con admiración el comandante de la Legión que me había invitado. Mejores que los rusos, me aseguraron los legionarios alemanes que habían luchado contra ellos; mejores que los S. S., frente a los cuales yo mismo me había encontrado.
Los vietminhs habían atacado durante toda la noche, disparando con todas sus armas al mismo tiempo y sostenidos por el tiro de sus morteros y bazookas. Sólo en este punto de apoyo, el 174 Regimiento vietminh dejó trescientos muertos, además de cien voluntarios.
Extraña Navidad ésta, en un campamento de gitanos rubios, con sus torsos desnudos, que hablaban en todas las lenguas, pero sobre todo en alemán. Bajo el tórrido sol, arrastraban los árboles que habían cortado, los erguían y los adornaban con serpentinas para convertirlos en árboles de Navidad. Montaban también mesas para la cena, a las que cubrían con las telas de los paracaídas y ramas verdes.
Al burrito mascota se le sirvió un buen cubo de vino. Al parecer se había conducido muy bien durante la batalla y merecía esa recompensa. Completamente ebrio, el asno fue a derrumbarse sobre una tienda de campaña, dentro de la cual cuatro suboficiales jugaban una partida de naipes. El puesto quedó pronto transformado en un inmenso pesebre donde se cantaba Stille Nacht.
Para volverme a la realidad, las negras fauces de las ametralladoras y los F.M. que asomaban por las troneras en posición de tiro, y sobre todo el hedor de los cadáveres semienterrados.
El comandante propone un brindis:
—Por Forget.
Todos se levantan.
Ese mismo batallón, el 3 del 3 regimiento, fue totalmente destruido en Cao Bang por el 174 regimiento vietminh, y su jefe, el comandante Forget, resultó muerto. Este batallón fue reorganizado en Sidi-bel-Abbes, y el mejor amigo de Forget, este jefe de batallón que ahora levantaba su copa, se había hecho cargo del mando.
El 174, a su vez, fue masacrado en Na San, en ese punto de apoyo defendido por el 3 batallón.
Yo hubiera considerado normal que el comandante levantara su copa por el 174 regimiento vietminh. Y que al otro lado se hiciera lo mismo. Pero las nuevas leyes de la guerra impedían semejante cosa. Habíamos vuelto a las guerras de religión.
El humo de las malezas incendiadas se desvanecía en el aire, que se hacía muy transparente a medida que llegaba el fresco de la noche. El azul de las montañas lejanas viraba al violeta. Un cañón comenzó a disparar descargas espaciadas, como para una toma de conciencia.
Docourneau, que me había estado buscando, me tocó en un hombro:
—Esta es la última noche del campo atrincherado de Na San —me dijo—. Mañana se convertirá en una base de operaciones de la cual deberemos salir. Otra batalla está a punto de comenzar; pasaremos a la ofensiva. Dos regimientos vietminhs nos esperan en Co Noi, a pocos kilómetros de aquí.
En Co Noi los combates fueron sumamente duros, cosa que demostraba que los viets no habían perdido nada de su mordiente. De la paliza recibida, Giap había extraído las adecuadas conclusiones; nunca más cometió los mismos errores. Hizo su autocrítica en esa jerga tomada del P.C. soviético y del francés: