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«La mejor oportunidad de obtener un final rápido —confirma Liddel Hart—, fue probablemente comprometida desde el momento que se interrumpió el abastecimiento de combustible para los tanques de Patton en la última semana de agosto, mientras estaban ciento cincuenta kilómetros más cerca del Rhin y de sus puentes... El precio pagado por los ejércitos aliados por haber perdido esa ocasión de comienzos de septiembre fue sumamente elevado. Sobre el total de 750.000 hombres perdidos en el curso de la liberación de Europa Occidental, 500.000 lo fueron después del fracaso de septiembre. La Humanidad debió pagar un precio aún más alto, con los millones de hombres y mujeres que murieron por hechos de guerra y en los campos de concentración alemanes, a causa de la prolongación de las hostilidades. Por otra parte, si se contemplan las cosas con más amplia perspectiva, en septiembre la marea de los ejércitos soviéticos todavía no había llegado a Europa Central...»

Lo intolerable es que generales pertenecientes a un mismo ejército masacren inútilmente a millares de jóvenes soldados para hacerse, como diría mi amigo Bigeard, «una parcela de gloria».

De ahí la necesidad de colocar siempre por encima de ellos un patrón, un civil que les controle con mano de hierro, que les condecore, pero que les castigue ante la menor falta, y de forma fulminante. A eso se refiere la célebre reflexión de Clemenceau, que fue ese hombre en 1914. Churchill pensaba igual que Clemenceau, que la guerra es una cosa demasiado seria para confiarla a los militares, pero no logró desembarazarse de Montgomery.

En cuanto a Stalin, ponía a sus generales y mariscales contra el paredón, aun cuando fuera él mismo quien se había equivocado. Pero se trataba de un punto de vista muy particular, bastante cercano, por otra parte, al de su antiguo aliado y cómplice Hitler, que hizo colgar a los suyos de ganchos de carnicero cuando trataron de abandonarle en plena derrota.

Volvamos a De Lattre.

Un día se realizó en Estrasburgo una gran parada militar, gran desfile de tropas, no sé muy bien con qué motivo. Yo estaba allí.

Las tropas estaban en sus lugares correspondientes desde las cuatro de la mañana; eran las mismas tropas que acababan de luchar duramente para que Leclerc no tomara Colmar. Los soldados estaban limpios y pulidos, los metropolitanos precedidos por sus bravatas, los norteafricanos de sus noubas, con raïtas y tamboriles. Los cuerpos motorizados habían debido pintar de blanco las bandas de sus neumáticos. No faltaba un botón. Los invitados y las demás autoridades comenzaron a llegar a las ocho; el desfile estaba previsto para las nueve.

Las nueve, las nueve y media, las diez. El general en jefe seguía sin aparecer. Nosotros tiritábamos sin movernos de nuestros lugares, ni pensar en romper filas. Nuestras posiciones estaban marcadas con tiza.

Finalmente apareció el gran divo. Sonriente, encantador, cuidando de que los fotógrafos le enfoquen únicamente por el lado de su mejor perfil.

Ya era el «rey Jean», rodeado de sus cortesanos, ignoraba a todo aquel que no fuera bien visto en la corte, que hubiese caído en desgracia, haciéndose seguir por todas partes por su favorito del día, de la semana.

Estaba radiante, reinaba. Repentinamente, una inquietud. ¿Dónde está el cardenal? Se trata de monseñor Tisserant, que fue muy especialmente invitado, porque De Lattre entendía que un cardenal queda bien en una revista, pone una bonita nota de color, y además necesitaba de él para sus manejos.

Tisserant tenía peso, era muy escuchado por Charles de Gaulle.

Los ayuda de campo explotaron hacia los cuatro vientos, a la búsqueda del cardenal. Imposible localizarle.

Pasó media hora larga, y he aquí que finalmente apareció. Pero vistiendo un hábito realmente despampanante. ¡Y qué porte! El rostro enérgico, tallado a hachazos, apenas algo enrojecido por el frío, la blanca barba ampliamente extendida, la gran cruz de oro al pecho, medias y faja granate, escarpines de charol. Y por encima de todo eso, la capa magna, el inmenso manto rojo como el de un César, que barría el suelo muy lejos detrás de él.

No hay nadie más que Tisserant. El ocupa toda la plaza. El es el centro de todas las miradas. Desdibujado, el generalísimo queda relegado a un segundo plano, y a él eso no le gusta. Mientras, el cardenal sonríe dulcemente bajo su barba. Le hizo una buena jugada y llevaría la broma hasta darle al «rey Jean» a besar su anillo. Y el otro no tuvo manera de evitarlo. Se dice buen cristiano y, sobre todo, busca apoyos por el lado de la Resistencia, donde el cardenal está bien situado.

Yo estaba en las primeras filas y pude apreciar debidamente ese número de grandes putas.

Por entonces estaba bajo bandera, y no me gustaba De Lattre. Más tarde, convertido en periodista, sabría apreciar al monstruo sagrado. Con él nunca iba a faltar información. ¿No es así, Bobard?

Pero mi diversión llegó a la enésima potencia cuando, para retirarse del desfile, De Lattre se hizo recoger por Leclerc, recientemente confiado a sus órdenes. Un ejército es una reunión de porteras; todo se sabe.

De Lattre había convocado a Leclerc a su Estado Mayor, decidido a hacer la gran exhibición y hacerle sentir qué significaba estar baje sus órdenes. Leclerc llegó a la hora fijada. Tuvo esa cortesía. De Lattre dejó pasar media hora antes de dar la orden de hacerlo pasar a su despacho. El oficial de turno le contesta entonces, muy molesto:

—El general Leclerc esperó cinco minutos, miró su reloj y se fue.

Crisis de furor. ¿Qué podía, empero, De Lattre contra el enigmático y distante vencedor de Koufra, de Estrasburgo y de París, el hombre de enlace y compañero del presidente provisional de la República? Ni siquiera podía arrestarle.

Más tarde, en Indochina, De Lattre se mostró capaz de arreglar una situación desesperada. Eso a pesar de sus monstruosos defectos, de su megalomanía, porque tenía el sentido de la grandeza. Era un director de escena genial, sabía valerse de la prensa, era demagogo hasta el límite de lo posible y conocía su oficio, cuando la ambición, la manía de gloria y la envidia no le cegaban. De Lattre prolongaría la guerra tres años más.

¿Comprendes por qué yo ya no tenía ganas de continuar en el ejército? No podía soportar el estilo de De Lattre. Más aún, cuando acababan de asignarme para la escuela de mandos de Rouffach. Otra idea del «rey Jean»: refundir en un mismo crisol a los oficiales jóvenes salidos del ejército regular y los de la Resistencia.

¿Y qué era lo que nos ofrecía? El nuevo montaje de una escuela de mandos estilo Revolución Nacional. El canto a coro en pantaloncitos de sport y la carrera del combatiente con una flor en el fusil. Yo quería recuperar el tiempo perdido. Había frustrado mi adolescencia. No tenía intención de eternizarme en ese universo cristiano-jovio-muscular.

¡Quá bella era Alsacia en esa primavera de libertad! Se abrían los toneles de vino en medio de las calles, las muchachas agitaban sus pañuelos y tenían el beso fácil. Tanto como las lágrimas cuando llegaba el momento de la partida.

Me encontraba al otro lado del Rhin, en la Selva Negra. Los comandos libraban allí algunos últimos combates contra elementos en fuga, de la Waffen-SS y la de división «Charlemagne», formada sobre todo por franceses y belgas.

Cuando uno de los SS era capturado con las armas en la mano se le mataba. Esa era la orden. Pero quemábamos sus papeles, para que sus familias no tuvieran problemas.

Uno de ellos, casi un niño, fue capturado. Sería ejecutado. Al aspirante al mando de la operación le llamó la atención su parecido con uno de nuestros camaradas, un subteniente que, justamente, se había distinguido al cruzar en primera posición el Rhin bajo el fuego enemigo. El aspirante hizo llamar por radio al subteniente y le explicó lo que ocurría. El otro acudió al lugar.

Era, en efecto, su hermano menor, de quien carecía de noticias desde hacía tres años, cuando había huido de Francia para unirse a las fuerzas aliadas. El pequeño cretino, para no ser menos, para hacer como su hermano y pelear, se había enrolado a los diecisiete años en la SS, ya que no había encontrado la manera de engancharse en la Resistencia. Logró así participar en el final de la campaña de Rusia. Le dieron un uniforme francés y le metieron en la cocina.

Estaba también esa sección de alsacianos repatriados de Rusia, que vino a unirse con nosotros vistiendo el uniforme de la Wehmacht, junto con su oficial y sus suboficiales. En cuanto cambiaron de uniforme y se cosieron otros galones, marcharon a la línea de fuego a nuestro lado. Al principio maniobraban a la alemana y ladraban las órdenes en su patois. Había que acostumbrarse.

¿Qué te puedo decir de la ocupación en Alemania? Éramos todavía unos chicos, y nos hicieron responsables de Landers, de burgomaestres y qué se yo. Teníamos grandes automóviles, «Mercedes», que habíamos robado y que nuestros jefes nos quitaban a su vez. Las bonitas muchachas que servían nuestras mesas nos alegraban también en la cama. Un poco por placer, mucho más por nuestras tabletas de chocolate. No lográbamos creer que esos buenos campesinos, tan parecidos a los nuestros, fueran todos monstruos, criminales de guerra.

Los comandos fueron disueltos. Sólo se trataba de un cuerpo de voluntarios. Útiles en tiempos de guerra, resultaban molestos en tiempos de paz. Desfilaban como cerdos, se conducían como los propietarios de su zona, no respetaban debidamente a esos bellos oficiales emplumados que acudían presurosos para prenderse al queso, y a esos otros más viejos cuyos uniformes apestaban a naftalina.

Los que quisieron permanecer en el ejército fueron expedidos a Pau, para hacer algunas prácticas de entrenamiento antes de partir hacia Indochina, donde la guerra se había reiniciado. Fueron arrojados en paracaídas sobre Nam Dinh, y fueron pocos los que volvieron vivos.

Yo no quería saber nada de Rouffach, no quería más ejército. Sabía que jamás sería un buen oficial de carrera. Francia había sido liberada. Tenía un enorme deseo de vivir. Pedí la baja.