Yo pertenezco, como sabes, a una de esas familias de campesinos pobres de la montaña cuyos nombres se encuentran en las placas de los monumentos a los muertos, pero no en los libros de historia.
Tenía diez años, tal vez once, cuando descubrí la guerra.
Fui criado por mi abuela, Marie Osty, a la que yo llamaba mamé. Vivíamos en una vieja casa del barrio de la Baraquette, en Aumont-Aubrac, alto Lozére. Mi abuela no sabía leer ni escribir, y para firmar trazaba una cruz. Cantaba de la mañana a la noche romanzas y cancioncillas, pero sobre todo himnos piadosos.
Al envejecer, su voz se había hecho aguda, quebrada, conmovedora. Era una voz con sonoridades de viejo disco de cera, rayado por haber girado demasiadas veces. Recuerdo mejor su voz que su rostro. Y sus manos, que eran nudosas, deformadas por el reumatismo y por el duro trabajo de la tierra. No había tenido una vida fácil.
Siendo aún muy niña, la habían puesto a jornal como pastora, y así un día se vio obligada a luchar, con un palo como única arma, contra un lobo que había atacado a su rebaño.
Casi siempre me hablaba en paíois, y eso me gustaba mucho. En la escuela comunal el patois estaba prohibido, al igual que en la de los Hermanos.
Muy beata, la mamé obligaba a su hermana Julie, dormilona como un lirón, a que la acompañara a la primera misa. Todas las madrugadas, incluso en invierno, yo me despertaba siempre a eso de las cinco por este diálogo:
—Levántate, Julie.
—¿No te parece, Marie, que hace un poco de frío?
¡Un poco! El agua estaba helada en la palangana de mi cuarto y los cristales decorados de escarcha. Entre quince y veinte grados bajo cero, con un viento que soplaba en torbellinos y que levantaba remolinos de nieve.
Mi tía volvía a dormirse, pero algunos minutos más tarde:
—¡En pie, Julie! No creas que vas a faltar al oficio. No nos harías pasar semejante vergüenza. ¿Qué diría el señor cura?
La pobre Julie la seguía y continuaba muy devotamente su sueño en la iglesia glacial y desierta.
lntroibo ad altare Dei...
Cuando las dos hermanas volvían de misa, ya era la hora de levantarme. Después de un muy pequeño golpe de agua en la punta de mi nariz y de meterme dentro de mis zuecos, tomaba un tazón de café de achicoria con leche y salía para que mis orejas se enrojecieran por el frío.
Durante las vacaciones, cuando la casa estaba repleta de sotanas, yo debía ayudar a misa. La misa la sabía de memoria y en latín. Me daban veinte sous por cada «servicio».
Yo asistía a clase en los Hermanos de las Escuelas Cristianas. Ocupaban un gran edificio gris junto a la herrería, del fabrou, como decíamos nosotros. El herrero se llamaba Grollier y llevaba un gran mandil de cuero. Su hijo, Urbain, tenía mi edad. Le fusilaron cuando la Liberación, no sé muy bien por qué.
El hermano Mijoule y el hermano Savajols nos enseñaban, a golpes de regla en los dedos, las tablas de multiplicar y los departamentos de Francia con sus prefecturas y subprefecturas. El resto del tiempo nos dedicábamos a batir la campiña de los alrededores. Trepábamos a los árboles para descubrir nidos, metíamos pequeños peces en botellas, construíamos cabañas en el bosque... o íbamos a pelearnos con «esos de la laica». Nos esperábamos a la salida de la escuela y librábamos verdaderas batallas campales.
Todo comenzaba con insultos. Nos tratábamos unos a otros de «huevitos», acusándonos de poseer testículos insignificantes. Nuestros padres, desde luego, no lo habían sido en absoluto, jamás, ni habían querido ayuda de terceros para fabricarnos. De estas generalidades pasábamos rápidamente a los casos particulares, inventando letrillas para insultar al adversario elegido para el caso. La poesía siempre hizo buena pareja con la guerra. Me acuerdo todavía de una de esas cancioncillas. No tiene ningún significado, se cantaba sobre tres notas, como un ritornelo, y tenía la virtud de enfurecer a ese pobre Etienne:
Estienno boudeïno
La pipo traoucado
Lou bure es fondut
Estienno es foutut
A continuación venía la artillería. Los proyectiles eran piedras disimuladas dentro de bolas de nieve, guijarros redondos que lanzábamos con hondas fabricadas con dos trozos de goma y la horquilla de una rama.
Finalmente pasábamos a las manos. Nos valíamos de los puños, los pies, los zuecos y, a veces, de palos que cortábamos en los bosques de avellanos y a los que proveíamos de una punta. Nunca eran enfrentamientos prolongados. Ataques rápidos por pequeños grupos de tres o cuatro que, una vez dado el golpe, se replegaban hacia las posiciones mantenidas por el grueso de las fuerzas. Haciendo el papel de la ONU —por entonces era la época de la Sociedad de las Naciones— y poco más o menos con la misma eficacia, algunas mujeres, atraídas por el alboroto, nos gritaban desde sus ventanas: «¿No tenéis vergüenza, pequeños diablos?» A título de sanción nos amenazaban con contárselo todo a nuestros padres.
Perdía la banda que primero «abandonara» el terreno. Pero el bando vencido jamás dejaba de declarar que el vencedor había hecho trampa, al utilizar, por ejemplo, armas prohibidas por las leyes de la guerra, como bosta de vaca.
Las niñas, las «raras», asistían a estos combates desde lejos. En ambos campos adversarios estábamos de acuerdo en impedir su intervención. Ellas decían agriamente que éramos unas sucias bestias y que merecíamos cien veces la paliza que nos esperaba en casa. Vencedores o vencidos, era preciso pasar por ese trance debido a que habíamos destrozado nuestra ropa y por habernos revolcado en el fango, por volver con un ojo morado... Habíamos redescubierto los ritos de la guerra: incitación mediante insultos, combates a distancia con proyectiles diversos, incursiones de comando rápidas y eficaces, abandono del territorio en manos del vencedor.
Se iba a la escuela de los Hermanos como se iba a la laica, por tradición o por obligación. En esto no se establecía ningún criterio económico, la mayoría de pobres se encontraban en las filas de la sotana. Para los hijos de los gendarmes y otros funcionarios era obligatorio asistir a la escuela comunal, y esto era una tradición para algunas familias que eran de izquierda y que ni se acordaban ya de por qué. En el origen estaban probablemente las guerras de religión. El flujo protestante que había devastado Mende y el reflujo católico que había dejado algunos islotes. La fe se había perdido, pero no el sentimiento de pertenecer a una comunidad diferente.
En varias oportunidades me correspondió el honor de tener bajo mis órdenes a la cohorte de los Hermanos. El hijo de un cartero, robusto, de ancha espalda y mala traza, comandaba las tropas de la laica. Este se sintió muy ofendido, algunos años más tarde, en Argelia, por estar bajo mis órdenes, él suboficial y yo oficial aspirante. Después volví a encontrarme con él; era coronel, pero no pudo tomarse la revancha, pues yo por entonces había abandonado el uniforme.
Cuando hubimos llegado a la edad de quince o dieciséis años, esos enfrentamientos entre los de la sotana y los de la laica, entre «rojos» y «blancos», se transformaron en conflictos territoriales. Los muchachos de un mismo pueblo, cualquiera que fuese su etiqueta, se unían en contra del extranjero. Nosotros hemos librado verdaderas batallas campales contra los muchachos de Malbouzon, de Nasbinals o de Saint-Chély-d'Apcher. El pretexto, como para la guerra de Troya, era suministrado siempre por una chica a la que un muchacho de otra localidad había invitado a bailar. Esa Helena lozeriana de rojas mejillas y maneras torpes, recientemente destetada, nos importaba un rábano. Ella, simplemente, formaba parte de nuestro territorio, y era a ese título como el otro se la apropiaba y como nosotros debíamos defenderla.
Supongo que Konrad Lorenz debe de haber tenido una infancia batalladora semejante a la mía. No así Freud.
Pero volvamos a ese descubrimiento que iba a hacer de la guerra, no ya aquella de los botones, sino la otra, la verdadera, cuando una tarde de verano abrí la caja de Pandora.
La mamé estaba de tal manera habituada a la pobreza, que el temor a la miseria la atenazaba. Sin tener necesidad realmente de ello, iba a los campos de los vecinos a espigar trigo o a recoger pinas en el bosque comunal. Se resignaba a comprar carne al carnicero sólo tres veces por año: para el rinage, la fiesta de la región, para el 15 de agosto y para Navidad. Vivíamos durante todo el año del cerdo que se había sacrificado antes del invierno. La ejecución del cerdo era una fiesta, una alegre y sangrienta francachela a la que se invitaba a todos los vecinos.
Ese día, Marie Osty se mostraba generosa, llenaba de vino los vasos e incluso servía aperitivos. Al día siguiente le invadía la tristeza por todo ese dinero gastado, y aplicaba un severo plan de restricciones del cual yo era la primera víctima. Ella comenzaba por suprimir mi dinerillo de bolsillo.
En Navidad lo más frecuente era que yo tuviera derecho sólo a una naranja, que se convertía a mis ojos en la manzana de oro del jardín de las Hespérides. Atribuía a esa única naranja virtudes mágicas, sin atreverme siquiera a tocarla. Yo sufría por esa falta de dinero, quedaba completamente desacreditado frente a mis amigos al no poder comprar como ellos, en el almacén de la Bernarde, cajitas de coco o esas porquerías aromáticas y coloreadas que la Bernarde vendía en unos largos tubos de cristal protegidos con aserrín. Y como sufría a causa de mi pobreza, me dediqué a robar.
La mamé, desde luego, no sabía qué es un banco o una caja fuerte. Ella escondía su dinero detrás de las pilas de sábanas en los armarios, en cajas vacías de pastillas Valda o en el fondo del cajón de una mesa. Y como era distraída, lo olvidaba. Yo cogí la costumbre de birlarle cada semana una moneda de cinco francos, lo que me permitía hacer el papel de gran señor.
En mi búsqueda de monedas, un día descubrí en un escondrijo una llave, la del cuarto del tío Fernand. Esa habitación se encontraba permanentemente cerrada. Mi abuela sólo entraba allí para las grandes ocasiones: para sacar sábanas o un mantel cuando había invitados importantes, o para la comida del 15 de agosto, fecha en que se reunía toda nuestra tribu. Yo había aprovechado una de esas ocasiones para echar una ojeada. Logré entonces entrever una cama de nogal oscuro, de altas patas y cubierta con un edredón rojo; una palangana, una estantería acristalada y, en una pared, una colección de armas: fusiles, espadas, bayonetas, cascos alemanes, cascos franceses. A ambos lados, dos retratos en sus marcos de roble claro: un teniente de cazadores alpinos con boina, y un sargento de infantería cubierto con un quepis azul. Eran mi padre y mi tío Emile.
Me invadía la curiosidad de saber algo más, por lo que entonces me quedé la llave y, una tarde que mi abuela había ido a «ayudar» en alguna casa vecina, me dirigí al cuarto del tío Fernand, cerrando la puerta con llave.
Mi primer encuentro con la guerra tomaba ya el aire de una cita clandestina, como con una muchacha. Y con el mismo miedo que me apretaba la garganta.
Contrariamente a lo que le ocurriera al tío Lucien, el hermano de mi madre, que dejó el pellejo entre el barro de Argonne, el tío Fernand, hermano de mi padre, había muerto en su cama de una meningitis a los quince años. Parece que fue demasiado inteligente para su edad. Todo el mundo estaba de acuerdo en decir que éste precisamente no era mi caso y que yo no corría ningún riesgo por ese lado.
La decoración tan militar de esa habitación me hacía creer que era él quien había muerto en el frente y no Lucien. Al descifrar los nombres de las víctimas de la guerra en las placas de los monumentos á los caídos de Aumont o de Saint-Sauveur-de-Peyres, de donde somos originarios, siempre quedaba sorprendido al no descubrir el suyo en la larga lista de los Osty.
Pero, antes de proseguir, quizá sea conveniente que te hable de mi familia. Así podrás situarme mejor, comprender mis primeras reacciones cuando penetré por primera vez en el santuario de la guerra.
En aquellos tiempos se fabricaban muchos niños en nuestras montañas. La tierra no valía gran cosa. Contaban que para atravesar el país, los cuervos cargaban con una mochila y las liebres con un fardo de hierba. El hijo mayor de la familia era el que se quedaba con la propiedad, donde vivía orgullosa y miserablemente. Los menores se las arreglaban como podían, algunos bajaban hasta el Midi, otros «subían» hasta París. En el Midi se convertían en montagnols, campesinos pobres que realizaban trabajos de temporada, como cosechas y vendimias. Duros para la fatiga, se conformaban con poco y ahorraban moneda a moneda. En París eran carboneros, cargadores, basureros, enceradores de pisos. Antes de la llegada de los árabes, los españoles y los portugueses, ellos eran el «tercer mundo». Estaban poseídos, empero, de un feroz deseo de volver a sus aldeas natales con algunos ahorros que les permitieran comprar un trozo de tierra y tres o cuatro vacas. Eso es lo que hizo mi abuelo.
A veces, nuestros segundones se enrolaban en el ejército o se hacían curas y frailes; las muchachas se convertían en monjas. Mi abuelo tenían once hermanos y hermanas. A excepción de los dos mayores, todos se hicieron curas o monjas. Las muchachas ingresaron en la orden de las Carmelitas, en Valence, donde se las destinó a tareas subalternas, puesto que no habían aportado dote alguna. A pesar de todo, una de ellas terminó siendo madre abadesa. Otras fueron hermanas de caridad. Uno de mis tíos fue cura en Saint-jacques-du-Haut-Pas, en París; otro fue superior general de los Padres del Santísimo Sacramento, en Roma. Aun al servicio de Dios, esos duros hijos del granito poseían ambiciones y sentían gusto por los honores.
Mi padre, a pesar de ser segundón, no pasó de acólito, pues no sentía inclinación por los estudios. Fue encerador de pisos en París, donde más tarde tuvo una carbonería, en la rué Washington, con la que ganó lo suficiente como para volver a su Lozére.
Mi abuelo poseía varios pequeños trozos de tierra diseminados por los cuatro costados de la comuna, tales como el campo de la Pese, donde todos los vientos glaciales realizaban su asamblea; la Mouneíre, invadida por pinos y retamas; la Siagne, donde uno se hundía en el agua hasta los tobillos; y la Cambe, que era mi lugar preferido. La Cambe estaba cruzada por un arroyo, y en los hoyos junto a la ribera había truchas, pequeñas y negras, que uno podía atrapar arremangándose echado sobre la hierba. Todo esto a tres o cuatro kilómetros de nuestra casa. Todos los días había que llevar allí las vacas y traerlas de nuevo. Y, sobre todo, nada de darles prisa, pues en caso contrario a esas «carroñas» se les podría retirar la leche.
Durante el invierno, en su taller junto al establo, calentándose ante un fuego de virutas, mi abuelo se construía sus propios muebles. Era sobrio, hablaba poco y carecía prácticamente de amigos, salvo su primo Casimir, que se le parecía mucho. Un día mi abuelo murió, llevándose a la tumba sus secretos. Yo sólo logré entrever a ese personaje enigmático, hijo de aquella mujer igualmente enigmática a la que se había apodado «la César de Peyrevioles»; tales eran su nobleza y su conducta. Ella vivía a sus anchas en un mundo sobrenatural, poblado de extraños ruidos, de apariciones, de objetos que se desplazaban por su propia cuenta. La parapsicología le debe mucho. Un doctor Osty fundó el Instituto de Metapsíquica pensando precisamente en ella.
Pero me alejo de mi tema, perdóname. Estoy aquí para hablar de la guerra. Olvidaba que soy su cantor...
Estábamos en esa habitación del tío Fernand, con su olor a cerrado, a ciruelas maduras, a uvas pasas y a cera. Y yo, paralizado por el miedo, frente a esos dos soldados en sus marcos.
En un cajón descubrí una pistola, una caja de balas y un puñal de hoja muy ancha, con una ranura a lo largo para dejar correr la sangre, terminado con una empuñadura americana. Más tarde me enteré que esa era la herramienta preferida por los limpiadores de trincheras, junto con la pala de bordes bien afilados.
Bajo una campana de cristal, la Legión de Honor, la cruz de guerra con palmas y estrellas, varias otras medallas de menor importancia y una faja roja.
Me subí a una silla para tocar las espadas cruzadas con fiadores de cuero en las empuñaduras, las bayonetas con su gancho y el pesado mauser, cuya culata comenzaba a cubrirse de herrumbre.
Un par de prismáticos de campaña, un estuche con mapas, un plano de operaciones con sus líneas de nivel apenas visibles. Leí los nombres de aldeas, de caseríos y de parajes, nombres que nada significaban aún para mí: Jouy, Ostel, Broye, planicie de Vauclerc, Chemin des Dammes. Dentro de su funda, una pesada pistola de reglamento con el cargador colocado. Imaginaba a mi padre con la espada en una mano y el revólver en la otra, cargando contra los boches. Igual que en el grabado que descubrí en un ejemplar de L'lllustration, cuya colección completa de los años 1914-1918, encuadernada en piel roja, llenaba los estantes superiores de la biblioteca.
De un recipiente redondo de metal pintado saqué una especie de hocico de cerdo provisto de correas. Despedía un desagradable olor a farmacia. Era una máscara antigás.
Otro descubrimiento: cinco cajas negras que contenían placas de cristal en las que aparecía reproducida dos veces la misma imagen, y un aparato que se utilizaba para verlas en relieve, un estereoscopio. Coloqué una de las placas en el estereoscopio y me acerqué a la ventana. Un rayo de sol se filtraba entre las tablas de los postigos. Coloqué el vidrio esmerilado del aparato contra la luz y vi una escena que me heló la sangre.
Era una trinchera invadida por el lodo, con algunos soldados que no eran más que bloques de barro, cargados de cartucheras, cantimploras, el casco por encima del pasamontañas, la bayoneta que prolongaba su fusil. Contra las paredes de la trinchera se apoyaban unas pequeñas escaleras que habrían de permitirles franquear el parapeto para lanzarse al asalto. Dos de ellos yacían con los brazos replegados, sin casco, de cara contra la tierra. Muertos. Una mano surgía del lodo, una mano descarnada de un cadáver que los obuses acababan de desenterrar.
La trinchera, a pesar de los puntales de troncos y de los cestones de refuerzo, se derrumbaba. Los soldados no llevaban botas; sus pies estaban vendados y las provisiones aparecían enterradas en la inmundicia. Las mantas arrolladas en bandolera semejaban un arnés de caballo. Sus cinturones con cartucheras parecían salvavidas.
En medio de ellos mi padre, barbudo y sucio, con la espalda curvada y la pistola en la mano. La espada, confinada al depósito de accesorios, sólo servía para los desfiles. No tenía nada en común con ese orgulloso teniente de cazadores que me contemplaba desde lo alto de su retrato.
Sobre esas placas de tintes sepia estaba grabado todo el horror del mundo.
Tenemos ahora en la placa un campo de batalla, un bosque arrasado del que sólo quedan algunos tocones; una tierra removida, arada por las minas y los obuses como preparación de inmensas siembras, para las cuales los cuerpos de los soldados serían el abono. Los cuerpos estaban tirados por doquier, en todas las posiciones, paquetes de carne pisoteada y reventada, cuerpos dislocados o extendidos con los brazos en cruz, todos con la cabeza descubierta, pues sus cascos habían rodado a un costado.
En otra placa se veía un parapeto de cadáveres, un verdadero muro, en el que aparecían mezclados franceses y alemanes. Algunos enfermeros con brazal de la cruz roja los arrastraban como si se tratase de fardos de ropa sucia. Carroña que habían sido cuerpos de hombres como tú y yo, que habían amado a las muchachas, que se habían deleitado con Goethe y Heine, Musset y Verlaine, y que, al mirar las estrellas, se habían planteado el problema: «¿Qué es lo que habrá allá arriba?» Y eso por no acabar de comprender lo que ocurre aquí abajo: lo horrible y lo intolerable.
«Bienaventuradas las espigas maduras y los trigos segados», escribió Péguy. Yo no le conocía por entonces, habría de descubrirlo más tarde, en la escuela de los «buenos padres», los jesuítas de San Francisco de Sales, en Evreux. ¿Has visto alguna vez espigas segadas entre el lodo y la nieve, entre alambradas de púas y cráteres de obuses, aun cuando lo fueran para guardarlas en el paraíso del Señor?
Otra placa. Un centinela en cuclillas vigila con un periscopio una vasta planicie blanca donde estallan los obuses. Estos, con su humareda blanca, marcan el trazado de las líneas adversarias. En el fondo de la trinchera, túneles construidos por las ratas. La entrada de la trinchera ha sido consolidada con puntales. La tierra está revuelta, desmenuzada por las explosiones. Todo es gris y sucio, con una sola excepción: las armas, con las culatas que brillan en esa semipenumbra. Rostros descarnados por la fatiga, cabezas de muertos vivientes. Un soldado lía un cigarrillo con sus dedos entumecidos, cuidadosamente. Es el cigarrillo del condenado.
Todavía otra placa. Un sendero estrecho serpentea en un bosque, o de lo que del mismo queda: algunos esqueletos de árboles que extienden sus miembros mutilados hacia un cielo de nieve. Sacos de arena, la madriguera donde vive un hombre. ¿Muerto? ¿Vivo? Y ese cadáver que apenas surge de la arcilla, un brazo rígido, una alianza en el anular. Y esa larga procesión de fantasmas o de penitentes que desfilan ante ese brazo, con los hombros cubiertos por una manta. Un cráter de obús reacondicionado, con una estantería donde se alinean las granadas, una ametralladora que asoma su hocico entre dos sacos de arena; un cuerpo retorcido, un recipiente volcado. El hombre encargado del servicio de rancho acaba de perder su piel...
¡Qué manera de dejar desparramados cadáveres en el curso de esa guerra! ¿Será porque no daban abasto a recogerlos?
Aquí tenemos Verdún. Todo ha sido allanado, laminado. A lo lejos, perdido entre el humo y la niebla, una especie de túmulo derrumbado: el fuerte de Vaux. Setecientos mil muertos entre franceses y alemanes para conquistar y reconquistar unas pocas hectáreas de esa tierra ingrata y helada.
Ahora vemos los Eparges. Algunas lomas de tierra grisácea, sembradas de cuevas de topos donde tratan de ocultarse los poilus. Con los pies sumergidos en el agua, fuman sus pipas y esperan la muerte mientras se fastidian. ¡Tampoco estaban del todo mal los Eparges! Ahí se consiguieron muy buenos balances.
Me doy cuenta de que estoy utilizando la jerga actual, ya que aplico a la guerra los términos tranquilizadores del comercio y la técnica. ¿Has visto en la plaza Saint-Sulpice ese empresario de pompas fúnebres —creo que se llama Roblot— que se hizo llamar «thanatólogo»? ¡Siempre el mismo cuento! Siempre haciendo trampas, siempre jugando a los avestruces. Se trata de escamotear la guerra, la muerte, el horror, mediante una triquiñuela. Basta con llamar «thanatólogo» a un comerciante de la muerte, y a hacer el balance de una carnicería. ¡Eso tiene aspecto serio, científico!
Cuarenta años más tarde volví a contemplar esas placas de vidrio. Entonces había adquirido ya cierta experiencia de la guerra. Y te diré una cosa: ya no es el horror lo que me sorprende, sino la inutilidad de ese tipo de enfrentamientos, la inimaginable estupidez de quienes dirigieron esa guerra, su falta de imaginación.
Dos ejércitos se entierran uno frente a otro y se masacran rutinariamente por algunas franjas de tierra que carecen de todo valor estratégico. Se agotan, se desangran, y la victoria será para el que pueda proveer durante más tiempo reses para ese matadero. Es lo que el general alemán Falkenhayn llamó la Blut Pumpe, la «bomba de sangre». No había la más mínima idea de maniobra. Era el enfrentamiento contumaz de dos estados mayores imbéciles.
Un día estaba discutiendo esto con Bigeard, entonces coronel en Saida, Argelia, y él me decía:
—¡Qué chapucería fue esa guerra del catorce! Lanzar los poilus al ataque en olas sucesivas, arrojarlos contra los nidos de ametralladoras sin tratar de limpiarlos previamente con grupos de asalto que se movieran de noche. Obstinarse en forzar el paso allí donde la línea estaba mejor protegida. No recurrir jamás a la sorpresa. Lanzar al ataque a los hombres cargados como muías, mal entrenados, agotados. Los miserables de la Gran Guerra tenían unas cuantas razones para rebelarse. No sería posible hacer lo mismo ahora. ¡Por suerte!
He repetido ese diálogo en Les Centurions.
Un coronel retirado, Mestreville, relata a Raspeguy el ataque realizado en formación cerrada por tres divisiones, cerca de Douaumont —ataque que dejó un saldo de treinta mil muertos y heridos.
«Raspeguy se había puesto en pie. Este tipo de historias le enfurecían:
»—¡Verdún, una carnicería, una inútil y estúpida carnicería! Era necesario atacar muy dispersos, en pequeños grupos, con un espacio de treinta metros entre cada hombre, equipo ligero... Debían ser como sombras que se deslizan sin dar tiempo a afinar la puntería. Para que los otros se pongan nerviosos y comiencen a hacer tonterías. En Dien Bien Phu nos hemos encontrado en una situación semejante a la de vosotros en Verdún, con artillería y con trincheras. Permitimos que nos arrinconaran en vez de maniobrar, como era necesario...
»Mestreville dio un violento puñetazo que hizo bailar los vasos sobre la mesa:
»—Nosotros hemos ganado.
»—Cuando hay un millón de muertos, eso no puede llamarse victoria.»
Ese era el punto de vista de Bigeard, también el del general Ducorneau, y era mi punto de vista. Era el de nosotros tres, nosotros hicimos a Raspeguy.
Liddel Hart, el crítico militar, pensaba como nosotros cuando escribía más o menos lo siguiente:
«La estupidez y la falta de imaginación de los jefes aliados durante la guerra de 1914-1918 sólo pueden ser comparadas con la estupidez y la falta de imaginación de los generales alemanes.»
Volvamos a aquel chico de diez años que acababa de abrir la caja de Pandora.
Las horas pasaban y yo no lograba sustraerme de esas imágenes. Fascinado y horrorizado al mismo tiempo, tiritaba como si estuviera helado. Sin embargo, era pleno verano.
De cuando en cuando levantaba los ojos hacia mi padre y mi tío en sus retratos, como para pedirles socorro. Hubiera deseado que me aseguraran que sólo se trataba de una pesadilla, que nada de eso había existido jamás. Hasta ese momento, yo había visto la guerra en ilustraciones de Epinal: Juana de Arco en el sitio de Orleáns, el sol de Austerlitz, Marignan en 1515, las cargas de los centauros dirigidos por Murat, el caballero Bayard, que antes de entregar su bella alma a Dios daba una buena lección al duque de Bourbon, quien se había portado incorrectamente con su rey. Y también de Gesclin, ese bretón tinoso y avaro que persiguió a los ingleses hasta nuestras montañas, para morir junto a las murallas de Chateauneuf-de-Randon a causa de una fiebre maligna. Y ello a pesar de que el clima de la región —todos los folletos turísticos te lo dirán— es particularmente saludable.
Todo eso no tenía nada en común con lo que acababa de ver. ¿Quién mentía, quién trampeaba, las placas de vidrio o mi libro ilustrado de historia de Francia?
Pero en ese momento comienzan a tintinear las campanas, las notas claras mezcladas con las notas lúgubres, bien destacadas, de la campana mayor.
Hay un golpeteo de zuecos sobre las baldosas de granito de la cocina. Mi abuela acababa de regresar. Apenas tuve tiempo para abandonar la habitación, dar una vuelta a la llave y deslizarme al jardín saltando por una ventana.
¿Era Portes, o Portal, o Panafieu el que acababa de morir? No lo recuerdo. Sólo sé que era de la misma clase y regimiento que mi padre, que recibía una pensión y que hacía varios meses que no acababa de morir.
Tenía una imperiosa necesidad de saber más acerca de lo que había descubierto. Quería también que me explicaran cómo era posible morir todavía a causa de la guerra, doce años después del armisticio.
Me había hecho amigo del sepulturero. Hamlet en pantalón corto; me gustaba discutir con él mientras cavaba una fosa. El, mientras, dejaba caer sus frases como si fueran sentencias, deteniéndose para escupirse las manos y coger de nuevo la pala. El sepulturero me producía una gran impresión.
Desde el cementerio de Aumont, cuando hacía buen tiempo, se distinguían a lo lejos las montañas de la Margeride. La tierra recientemente arada tenía un olor agradable. A mí me gustaba ese lugar.
A la mañana siguiente corrí al cementerio. El sepulturero ya estaba manos a la obra. Después de algunas consideraciones sobre el tiempo (había sequía) —no se debe abordar jamás directamente el asunto que te interesa, eso sería descortés y torpe—, le pregunté:
—¿Qué era lo que tenía Portes (o Portal, o Panafieu)?
—El gas, chaval. Según me contaron, él tenía una máscara agujereada. Yo más bien pienso que la había tirado para guardar en su lugar sus provisiones.
—¿Y qué era el gas?
—¿No te lo ha contado tu padre? Los boches lanzaban obuses que contenían iperita contra nuestras trincheras. Hacían un olor como de lavanda. Había un toque de clarín especial para dar la alarma del gas. Todavía lo recuerdo: Tara tata taratata. Si no te ponías en seguida tu máscara, se te quemaban los pulmones. Te ponías verde y reventabas. Si respirabas sólo un poco de gas, escupías sangre durante años. Estabas siempre con fiebre. Siempre tenías sed. Como ese pobre Valentín, que se bebía su pensión en la taberna de Prunieres o en la de la madre Chavalier. No vas a decírselo a nadie, ¿verdad? El doctor me ha dicho que no fueron sus pulmones los que cedieron, sino el hígado. Debido a que empinaba excesivamente el codo. De cualquier manera, eso era por culpa del gas.
—¿Y nosotros, los franceses, no tenemos esos gases?
—¡Seguro! Y todavía más peligrosos que esos de los boches. Se formaba una capa de gas, una especie de nube a ras del suelo que avanzaba hacia la trinchera enemiga impulsada por el viento. Cuando se ha sufrido un ataque de gas, es muy difícil tener la suerte de volver a casa, más difícil que cuando se ha estado varios meses en la trinchera o que te haya tocado Verdón, Argonne o los Vosgos.
Comenzó a contarme historias que demostraban con toda claridad que los hombres en cualquier circunstancia eran iguales a ellos mismos, historias de cargamentos de mal vino que se equivocaban de trinchera, de gallinas y cerdos robados en las granjas. Y también cómo había que arreglárselas para matarlos sin hacer ruido.
Fui al entierro. En Aumont las distracciones no abundaban: bodas, nacimientos, velatorios y un circo miserable que pasaba una vez por año. Portes fue enterrado de acuerdo con los ritos que exigía su condición de excombatiente «víctima de la guerra a la que todos nos debemos», en palabras del alcalde, quien, por su parte, había conseguido librarse del servicio militar. Se había ido al monte, decía mi padre.
Junto al féretro se instaló la delegación de «los del frente», como se denominaban a sí mismos, con sus medallas en el pecho, cubiertos con el gorro militar y precedidos por una bandera portada por un manco. A éste su invalidez no le impedía subirse a los tejados. En lugar de su mano ausente, llevaba un gancho de hierro por el que hacía deslizar una cuerda.
Cuando todo hubo terminado, cuando Portes fue bendecido y enterrado, el manco cogió de nuevo su bandera y «los del frente» se fueron a vaciar algunos vasos en la taberna de la madre Chevalier: para contarse una vez más su guerra, olvidando todo lo que ésta había tenido de atroz, recordando únicamente los «salvajes buenos momentos».
Más tarde, cuando yo a mi vez me hube convertido en un excombatiente, fui invitado por diferentes asociaciones para participar en lo que un camarada llamaba «los grandes reencuentros con la mentira».
Los viejos camaradas de guerra se reúnen para rememorar algunos hechos de armas heroicos, que son convenientemente adornados, tratando inútilmente de no ver que la vida los ha cambiado, que ya han dejado de hablar el mismo idioma, que ya no emplean las mismas palabras. Hacen trampas.
Lo más insoportable de la guerra, la rutina cotidiana, es lanzado al fondo del pozo donde los hombres arrojan sus malos recuerdos. Pero éstos sobreviven y, a veces, resurgen.
Barbusse escribía en Le Feu:
«Más que las cargas que parecen desfiles, más que las batallas visibles y desplegadas como oriflamas, más, incluso, que los cuerpo a cuerpo en los que uno se confunde lanzando alaridos: esta guerra es la fatiga espantosa, sobrenatural, y el agua hasta el vientre, y el fango y la basura y la infame suciedad. La guerra es los rostros enmohecidos, la carne desgarrada, y los cadáveres, que ni parecen cadáveres, surgiendo de la tierra voraz. La guerra es eso, una infinita monotonía de miseria entrecortada por dramas agudos; es eso, y no la bayoneta que brilla como la plata ni el canto de gallo del clarín a la salida del sol.»
Aprecio el recuerdo de mis amigos muertos, pero no a la guerra a la que se glorifica. Aprecio el coraje, pero no la miseria. Me niego a tener esa memoria selectiva que convierte a algunos antiguos combatientes en turiferarios de la guerra. Aunque sea inconscientemente.
Pasaron dos años antes de que me atreviera a interrogar a mi padre y a mi tío Emile acerca de la guerra. Dos años durante los cuales devoré la colección de L'lllusíraíion, pero también Les Croix de bois, Le Feu, A l'ouest, rien de nouveau, Quatre de l'infanterie, todo lo que contenía la pequeña estantería acristalada dedicada a la guerra.
Cuando, con el otoño, llegó el tiempo de las veladas, cuando ya tenía doce años y se me concedió el derecho de decir algunas palabras en la mesa, me arriesgué a deslizar algunas preguntas, bajo el pretexto de que la Gran Guerra figuraba en mi programa escolar.
—Lo que cuentan tus libros de clase debería bastarte —decía mi padre.
—¡Bah! —hacía mi tío mientras chupaba su pipa.
Ya es quizá tiempo de que te hable de ellos. Albert Osty, mi padre, había hecho en su momento lo mismo que hizo su padre. A los dieciocho años había «subido» a París para ganar algo de dinero, manteniendo fuertemente arraigada en su cabeza la intención de volver a sus montañas. Fue camarero, pues uno de sus primos le había conseguido trabajo en no sé qué taberna. Si el primo hubiese sido vendedor ambulante o repartidor de periódicos, mi padre hubiera seguido sus pasos.
En 1911 fue llamado para el servicio militar en los cazadores alpinos. Por entonces el servicio duraba tres años. Se convirtió en sargento del 24 batallón. Eso tiene cierto mérito, pues su único diploma era el certificado de estudios de los Hermanos, que no era reconocido ni por el ejército ni por la administración. Oficialmente, sólo sabía «leer y escribir».
No hubo tiempo a que le licenciaran, pues la guerra estalló cuando todavía estaba en el servicio. A mi padre le gustaba el mando, era valiente y duro para el esfuerzo. Como a la sazón los oficiales eran escasos, le enviaron a una academia militar, de donde salió promovido suboficial mayor en 1916.
Siendo ya teniente, en la batalla de Chemin des Dames, resultó el héroe de un hecho de armas al que los periódicos de la época dedicaron mucha tinta.
El había quedado como único oficial sobreviviente de su batallón junto con un puñado de hombres, diecisiete en total. Los soldados, que hacía días que peleaban sin haber sido nunca relevados, ya no podían más y estaban completamente hartos, querían rendirse. Pero las órdenes eran resistir hasta el fin. El frente francés y el alemán distaban unos pocos metros, y los alemanes estaban al corriente de la situación de los franceses y de la baja moral de sus hombres. En esas circunstancias, sale de la trinchera alemana un oficial del Kaiser enarbolando una bandera blanca y les grita que arrojen sus armas. Ellos están dispuestos a hacerlo, pero entonces mi padre salta sobre una ametralladora y derriba al parlamentario. Y así tenemos a los «diablos azules» obligados a proseguir el combate hasta el final, pues ya no les queda otra alternativa. En caso de caer prisioneros, serían inmediatamente fusilados.
Un oportuno contraataque francés les salvó, pero para entonces mi padre había recibido una bala en la columna vertebral.
En el fondo, mi padre quedó frustrado. Pienso que, de no ser por esa bala, hubiera llegado a coronel o a general. A él le gustaba la milicia, los galones, las medallas, los honores. No es que le gustara la guerra, sólo le agradecía que le hubiera permitido esperar un destino diferente. Solamente esperarlo.
De regreso «a su hogar», después de padecer durante varios meses el agobio de un corsé de yeso, emigró a París junto con mi madre. Disponía de un poco de dinero, de su pensión y de su Legión de Honor. Le concedieron crédito y con eso compró un pequeño taller que no valía tres centavos, cerca del puente de Charenton, después pudo adquirir otro más grande, y luego otro. Cuando creyó que tenía ya suficiente, que podía por fin construirse una hermosa casa en su tierra, lo vendió todo, recogió sus trastos y volvió a Lozére. A partir de entonces no hizo otra cosa que leer y ocuparse de su jardín. Leía mucho, entre otros a Bossuet, y todos los libros publicados sobre la guerra. Murió hace tres años, habiendo cumplido los setenta y nueve.
Salía de su cuarto con una revista en la mano, para ir a tomar su café. Se sintió cansado y se sentó en un peldaño de la escalera. Todo había terminado.
Sobre su féretro coloqué todas las medallas. Eran la cosa que él más había apreciado, más aún que el dinero, al que tanto quería.
El y yo no nos podíamos soportar durante demasiado tiempo. Dos o tres días por año. Sólo tocábamos temas neutrales, sin abordar jamás aquellos sobre los cuales nos oponíamos: la religión, la Resistencia, la política.
En cierto momento, mi padre se había apasionado por la política. Se había encontrado con algunos sujetos como él que habían hecho una guerra muy brillante y que creían que, por el hecho de haber peleado, eran capaces de dirigir el país. El fue, junto con el coronel La Rocque, uno de los fundadores de los Croix-de-Feu. Incluso logró, el 6 de febrero, junto con algunos de sus compañeros, introducirse en la Cámara de Diputados, pero eran demasiado pocos para hacer saltar el polvorín.
Mi madre murió también en Lozére, pero mucho antes. Después de la derrota, mientras yo estaba preso en España. Ella había tratado de averiguar que ocurría conmigo; incluso logró que se requiriera información a través del Vaticano (nosotros estamos bastante bien situados por ese lado). No sé qué pasó exactamente, pero los de la curia romana fueron mal informados y dijeron a mi madre 30 que yo había sido fusilado. Eso le produjo una conmoción de la que no iba a recuperarse. Yo me enteré tres años más tarde, pocas horas antes de lanzarme al ataque con un grupo de comandos en los Vosgos.
Mi tío Emile había estudiado en el seminario menor, y en el seminario mayor después. Esta es la única forma de hacer unos estudios cuando no se tiene un duro, pero se cuenta con influencias en la Santa Iglesia. Mi abuelo no soportaba que se perdiera el tiempo de esa manera. Cuando mi tío ya vestía sotana, su padre todavía le mandaba a cuidar los gansos. Pero nunca a las vacas, pues estimaba que era incapaz de realizar esa tarea. Siempre distraído, siempre con la nariz metida en algún librucho, por entonces mi tío leía ya a Homero en su texto original.
Cuando yo descubrí la guerra en el cuarto del tío Fernand, Emile era profesor de hebreo y de árabe en el Instituto Católico. Siendo ya sacerdote, fue movilizado como capellán e hizo la campaña en el Este, en los Balcanes. De ahí que mi padre y mi tío tuvieran visiones muy diferentes de la guerra.
Por la noche nos reuníamos en torno al fuego, en lo que llamábamos la salita. Todavía no existía la luz eléctrica, y esperábamos hasta que oscureciera del todo para encender una gran lámpara de petróleo que siempre he visto echando humo y distribuyendo avaramente su luz. Estábamos cenando. Mi abuela «gritaba» la oración, una oración interminable, seguida de Pater y de Ave en sufragio de todos los muertos de la familia, de todos los que padecieran una pena, estuvieran enfermos o tuvieran que soportar una vida dura. Por discreción se decía: «Por una intención particular.» Después se jugaba a las cartas o se evocaban recuerdos, hasta que cada uno se iba a dormir a su cuarto glacial, con su vela y su calientapiés.
Un día me arriesgué a preguntar:
—¿La guerra, cómo era?
A mi padre no le gustaba hablar de ello. Ni tampoco a mi tío. Me enviaron a paseo y, como castigo, tuve que aprender de memoria una fábula de La Fontaine que me hicieron recitar al día siguiente después de la sopa de nabos.
Por fin, un día me hablaron de la guerra. Fue de un modo extraño, a propósito de unas manzanas que habían robado de nuestro huerto.
—Yo estuve a punto de ser fusilado por haber cogido una manzana —dijo mi padre—. Era durante nuestra ofensiva en Alsacia, en septiembre del catorce, y, si no me equivoco, jamás hubo una cosecha de frutas tan abundante. Los árboles cedían bajo el peso de las ciruelas, las manzanas y las peras. Mi compañía había ya dispuesto todos los bagajes y, a la espera de la orden de marcha, preparábamos nuestra sopa junto a un fuego. Para mejorar el rancho de mis hombres —entonces era sargento—, fui a recoger manzanas. Cuando tenía mi boina llena, tropecé con un capitán sumamente excitado. Me trató de saqueador, me dijo que estaba a punto para el torniquete y doce balas en el pellejo; que puesto que era suboficial, debía dar ejemplo. Me esforcé por explicarle que la zona había sido abandonada por sus habitantes, que no había nadie para comerse esas manzanas y que mis hombres tenían el estómago vacío. Y he aquí que saca su pistola mientras me grita: «¡Las manos arriba!» Al comienzo de la guerra se era muy estricto con la disciplina, sobre todo en los batallones de cazadores. Me salvaron los alemanes, que atacaron sorprendiéndonos por la retaguardia. Apenas tuvimos tiempo de arrojarnos sobre nuestros fusiles, de tratar de protegernos detrás de los árboles y de abrir el fuego en medio de la mayor confusión... Nunca volví a ver al capitán. Es posible que muriera. Tuvimos grandes pérdidas ese día. Los otros tenían ametralladoras, nosotros carecíamos de ellas. Por tres veces contraatacamos a campo abierto, con la bayoneta calada y la corneta tocando a la carga... Fue entonces cuando obtuve mi cruz de guerra, con una mención en la orden del día del ejército.
Otra de esas noches, mi padre me relató un ataque a la bayoneta en el Somme. El estaba inclinado hacia el fuego; sólo podía ver sus manos que por momentos se crispaban sobre las rodillas.
—La preparación de la artillería —nos dice— había durado toda la noche, hasta las diez del día siguiente. Había un ruido de rodamiento continuo, como el de un tren. Algunas horas antes nos habían distribuido aguardiente, doble ración de víveres y cajas de munición. Mala señal... El silencio, y luego la orden que se transmite de hombre a hombre: «Bayoneta calada, hazlo pasar.» Nos habían asegurado que, después del ataque de la artillería, en la trinchera alemana no quedaba nadie vivo. No deseábamos otra cosa que creerlo. Pero sabíamos por experiencia que no tendría nada que ver... Llega el momento más difícil, cuando es preciso salir al descubierto. Uno se siente entonces muy vulnerable, con el cuerpo tembloroso y con ganas de mear. Y con esa saliva que no se consigue acabar de tragar. Me vuelvo para cerciorarme de que mis hombres me siguen. Están todos. «¡Adelante!» Y nos lanzamos. Durante algunos centenares de metros nos enredamos en los alambres de púas y nos precipitamos en los cráteres de los obuses. Nada se mueve. Esperamos. ¿Y si fuera verdad, si los otros hubieran sido reventados por la artillería? Pero en ese momento se desata la barrera de fuego del enemigo. Hay que esperar que se calme, con la cabeza pegada al suelo. Entonces dispondremos de unos minutos para franquear a la carrera la zona batida por el fuego enemigo. La mitad de mis cazadores no volvieron a levantarse. Los sobrevivientes fuimos a arrojarnos bajo el fuego cruzado de las ametralladoras. Imposible aproximarse a la distancia de tiro de granada. Nuestra ola de asalto había ido a morir a pocos metros del parapeto enemigo... Durante toda la jornada permanecí bloqueado en el interior de un cráter de obús. Oía hablar a los boches en su jerga. En cuanto levantaba un poco el hocico, ¡bsss! silbaba una bala. En el agujero éramos tres, uno herido que reclamaba constantemente agua, y eso era sobre todo lo que no se le debía dar; tenía una bala en el vientre. Era Marcel X..., un chaval de la región de Lille. Sus padres eran ricos, poseían una gran propiedad rural, y le enviaban cestos con provisiones que él compartía con nosotros. Buen sujeto, aunque algo taciturno. Eso era todo lo que se sabía de él... Para concluir, los alemanes colocaron en batería un Minewerfer, una especie de pequeño cañón de trinchera. Nosotros teníamos uno igual, el crapouillot. El Minenwerfer nos enviaba gruesas descargas que producían un ruido infernal, reventándolo todo cerca de nuestro agujero y cubriéndonos de tierra. La cosa explotaba a la izquierda, explotaba a la derecha, yo estaba convencido de que no saldría vivo. Ardía en deseos de fumar un cigarrillo, pero ni mi compañero ni yo teníamos con qué encenderlo. Recuerdo que me dijo: «Casi podríamos pedirles a los de enfrente que nos envíen una caja de cerillas, en vez de esas malditas bombas. ¡Estamos tan cerca!...» Mi compañero era un sargento mayor. Nos habían enviado juntos a la escuela de oficiales. Terminó la guerra como capitán, dicen que está a punto de ser nombrado general. Siempre nos hemos seguido escribiendo... El herido murió poco más tarde, mientras gemía suavemente, como un cachorro abandonado. Yo recogí su cartilla militar, completamente empapada en sangre... Esperamos la noche para regresar a nuestras líneas, y ya nos habían tachado de la lista de efectivos. Incluso habían empaquetado nuestros efectos personales para enviarlos a nuestros familiares. Los camaradas no se habían podido resistir a birlarnos algunas cositas. El capitán me encomendó que escribiera a los padres del muchachito muerto, porque él era uno de mis hombres y le habían matado a mi lado. Le pregunté qué debía decir: «Lo mismo que para usted, Osty», me contestó. Me tendió la carta que había preparado para mi familia. Yo la copié: «Su hijo murió como un héroe... no ha sufrido... muerto de un balazo en la cabeza...» Su cadáver nos esperó dentro del cráter de obús durante ocho días, hasta el ataque siguiente. Cuando finalmente logramos tomar esa maldita trinchera, las ratas lo habían casi devorado... Las trincheras estaban llenas de ratas. Eran enormes, con sus ojillos rojos. Lo devoraban todo: las botas, las guarniciones de cuero, al igual que las velas y las piezas de pan colgadas de las vigas de los refugios. Nos dedicábamos a darles caza, se organizaban concursos. Triunfaba quien matara el mayor número. Otros realizaban las mismas competiciones con los piojos. Yo me atreví a preguntar:
—¿Vosotros nunca tuvisteis miedo?
—Continuamente. Tuve tanto miedo en mi bautismo de fuego en el huerto de Alsacia como en mi último ataque en Chemin des Dames. Uno no se acostumbra nunca al miedo, pero se aprenden trucos que ayudan a superarlo. Te daré un consejo: si un día estalla de nuevo una guerra, procura ser oficial. Es más fácil ser valiente con galones en las mangas. Porque estás mucho más ocupado que tus soldados. Ellos sólo tienen su miedo, su carne temblorosa, y nada más en qué pensar. Tú, en cambio, debes ocuparte de un montón de cosas, verificar si los macutos están llenos de granadas, si cada uno tiene su provisión de cartuchos, estudiar tu itinerario en el mapa... En la retaguardia, por otra parte, gozas de mayores comodidades, viajas en primera clase y tu sueldo es mejor. Mi tío tomó la palabra:
—El tunecino que dirigía el hospital de campaña al que yo estaba destinado había encontrado otro medio para combatir el miedo —digamos mejor el horror—. Durante jornadas enteras él cortaba la carne, amputando brazos y piernas, suturando heridas, limpiando llagas. Llegaba a un grado de fatiga tal que se quedaba dormido, cubierto de sangre, con la cabeza apoyada en los brazos. Para soportar el trabajo se inyectaba morfina. Un día le sorprendí. El detestaba a los sacerdotes. Me miró directamente a los ojos: «Esto te sorprende, ¿verdad, curita? Lo que pasa es que yo no sé rezar, y entonces trato de salir de este mundo con los medios de que puedo disponer.» «No, eso no me sorprende», le contesté. A veces también experimentaba que la oración no me era suficiente. Sobre todo cuando iba al campo de batalla a recoger a esos pobres infelices que gemían llamando a sus madres. Pero lo más horrible que me tocó contemplar sucedió en Salónica. Todo un ejército diezmado por la disenteria, todo un ejército que naufraga en la mierda.
Algunos soldados estaban tan débiles que apenas lograban arrastrarse hasta los matorrales... Finalmente, el tunecino y yo nos hicimos muy amigos. El quería a toda costa que yo colgara los hábitos para casarme con su hermana. Su familia poseía viñedos en Argelia, en la Mitidja. El drama de ese médico residía en que amaba demasiado a los hombres, que no podía soportar sus padecimientos y que muchas veces no podía aliviarlos a pesar de toda su ciencia. Entonces se mostraba cínico, grosero. Me insultaba, me exigía rendiciones de cuentas, puesto que yo representaba al Señor sobre esta tierra. A su manera, él creía en Dios. Me gritaba: «Entonces, ¿qué está haciendo tu patrón? ¿Se echa un sueñecito sobre sus nubes? ¡Es tan inútil como mis jefes, los del servicio de sanidad, que ni siquiera logran proveerme de medicamentos!»
El fuego se iba consumiendo en la chimenea. La mecha de la lámpara se ponía roja.
—¿Tú crees que volverá otra guerra? —preguntaba la tía Julie con su voz aflautada.
—No —decía mi padre.
—No —decía mi tío.
Un día dijeron:
—Quizá.
La guerra de España acababa de estallar.
Inmediatamente yo tomé partido contra Franco, por razones que nada tienen que ver con la política. Eso ocurría pocos meses después de que asesinara a Luis XVI. Era por entonces alumno de los jesuitas de San Francisco de Sales, en Evreux. Era una especie de cabaret bastante snob, donde todo el mundo lucía apellidos compuestos. Pasaba lo mismo que con las condecoraciones: algunas son verdaderas, pero no pocas de pega.
No era lugar para mí, pero había sido admitido gracias a las poderosas relaciones de mi familia con la Santa Iglesia.
Ya de entrada, el lugar no me gustó. Ese colegio de jesuitas era un universo cerrado y en sus caldeados invernaderos se desarrollaban extrañas plantas. Las amistades particulares, desde luego. Yo permanecí ajeno. Había también delación, de la que fui víctima. Los padres, con notable habilidad, se valían de unos para vigilar a los otros.
Igual que en las democracias populares o en la Unión Soviética... Hay la gente del partido, los de la congregación, que son los «buenos alumnos», y los que están fuera del partido, de quienes se desconfía, y a los que los primeros están encargados de conducir por buen camino, el de la ortodoxia.
Yo, por mi parte, me obstinaba en el mal camino. Sin mis tíos ensotanados de negro y de rojo, me hubieran expulsado. Me había convertido en enemigo del profesor titular de la clase de humanidades, el marqués-padre Fernand de Montrichard, quien inició su primer curso con esta declaración: «Al orgullo del marqués, yo añado la soberbia del jesuita.» Vista mi condición de alumno pobre y de baja cuna, me reprochaba el carecer de la humildad que convenía a mi estado.
Yo había sido relegado al fondo de la clase, y sólo se me interrogaba para preguntarme los verbos, irregulares griegos. Yo llevaba mi impertinencia hasta recitarlos al derecho y al revés, en cualquier sentido. Únicamente para desafiar al marqués-padre.
El día de la muerte de Luis XVI, el 21 de enero, era tradición del colegio guardar luto, enarbolando una corbata negra y ropas oscuras. Yo me había puesto una corbata roja y una chaqueta a cuadros. Los alumnos debíamos pasar delante del marqués-padre haciendo una pequeña inclinación de cabeza, saludo que él contestaba con un movimiento de sus gafas.
Repentinamente las gafas se estrellan contra el suelo. El jesuita se yergue con el brazo extendido y me dice:
—¡Fuera! ¡Asesino de nuestro rey!
Así fue como yo me convertí en el «rojo» de ese curso de jóvenes «ultras». Fui «Frente Popular» sin saber qué era eso. Sabiendo que eso molestaba al marqués-padre, yo no hacía ninguna pregunta. Cuando estalló en España la guerra civil, yo no pude hacer otra cosa que tomar partido a favor de la República.
Muchas son las tomas de posición política que se basan en amistades o en enemistades personales.
Yo detesté verdaderamente a los jesuitas de la misma manera como detesté al mundo comunista, que tanto se les parecía. ¿Acaso el libro de cabecera de Stalin no era Los Ejercicios, de Ignacio de Loyola?
Heme aquí, pues, partidario de la República. Un compañero y yo decidimos unirnos al ejército republicano pasando por Narbonne, donde se había instalado, decían, un centro de reclutamiento para las Brigadas Internacionales.
Mi camarada se desdijo y yo me encontré solo en la estación. El tren París-Beziers pasó, pero yo no lo cogí. Tenía dieciséis años y parecía de trece, no tenía un duro en el bolsillo y no quería ser conducido de vuelta al colegio entre dos gendarmes.
Iba a conocer las prisiones de Franco, pero cinco años más tarde.
Todavía no he perdonado a los jesuitas, por mucho que se embadurnen la cara de color rosado o de rojo o se hagan el cura obrero.
El día que tomé algunas copas con Teillard de Chardin en un bar de los Camps-Elysées ignoraba que fuese jesuita. De haberlo sabido, hubiera vacilado antes de chocar los vasos. Su nombre no me decía nada, nuestra conversación se refería sobre todo a la China. Iba vestido con clergyman y tragaba el whisky muy gallardamente. Más tarde me enteré que había tenido dificultades con los comisarios del pueblo de su congregación. Cosa que no me asombró.
Los republicanos habían perdido la guerra en España. Se estableció para ellos un campo de concentración en Sain-Chély-d'Apcher, cerca de Aumont. El campo estaba vigilado por gendarmes. Los refugiados eran catalanes, que hablan un idioma muy parecido a nuestro patois, lo que nos permitía entendernos. Las muchachas podían salir a cualquier hora del día; yo me encontraba con una de ellas en un granero. Yo le daba lo que podía, ella me daba lo que tenía.
Una mañana, un suntuoso domingo de septiembre, dos días antes de mi cumpleaños, el 3, las campanas comenzaron a tocar a rebato. Era la guerra.
Nadie se sorprendió por ello, pues ya habían empezado a convocar a los reservistas por categorías y por cuerpos.
—La cosa se presenta blanducha —decía mi padre.
—Es muy blanducho —replicaba mi tío—. Esta guerra tiene mal inicio, nadie la quiere. No es como en el catorce.
—¿Recuerdas, Emile, los vagones pintados con la inscripción «A Berlín», con la flor en el cañón del fusil...?
—Esperemos que no se convierta en una carnicería como en nuestro tiempo, y que los generales no sean tan estúpidos. Gamelin...
—¡Gamelin! ¿Sabes lo que es? No estamos preparados, lo sabes.
Sin embargo, decidí alistarme. No es que me moviera un gran impulso patriótico, sino que era lo que creía razonable.
Yo había concluido bachillerato superior. Ninguna carrera me atraía particularmente. En torno a mí se decía que esta guerra sería tan larga como la anterior. Por tanto, debía elegir mi unidad militar de pertenencia y mi guerra.
La autorización paterna no supuso ningún problema. En octubre me presentaba en el cuartel de Avignon.