«Es el subjetivismo lo que conduce a subestimar al enemigo, a caer en la autosuficiencia, y lleva a un burocratismo superficial. Aparentemente se demuestra mucho brío, con aspecto de no temer al enemigo; en realidad se trata de una tendencia derechista y negativa que no discierne la naturaleza extremadamente feroz y cruel del enemigo, lo cual mella el odio contra el adversario y hace descuidar la vigilancia.»

Una autocrítica a la que muy bien se hubieran debido dedicar nuestros generales franceses, pero utilizando la lengua de Descartes o de Montaigne, para dar gusto a Ducourneau.

Nuestros estados mayores creyeron que habían encontrado la vuelta: el «erizo». La evacuación de Na San se llevó a cabo sin obstáculos. Fue un verdadero milagro que nuestros estrategas convirtieron en una victoria. Más simplemente, los vietminhs se lamían sus heridas y reorganizaban sus divisiones diezmadas, mientras repasaban incansablemente el análisis de las faltas que habían cometido.

Habíamos perdido todo el peso tai. Laos, nuestro fiel aliado, se encontraba amenazado por el lado de la planicie de Jarres y todos los días se anunciaba la caída de Luang Prabang. No conservábamos más que a Lai Chau, en la confluencia del río Negro y los caminos a Pavie y a Nam Lei, y no por mucho tiempo. Al salir de Na San me precipité hacia allí. Un aterrizaje acrobático en el fondo de una cubeta encajada entre dos paredes montañosas, lisas, verticales, de más de mil metros de altura.

El piloto no llegó a parar el motor y partió inmediatamente después de haber descargado alambre de púas y cajas de municiones. La posición corría peligro, según él, de caer en el plazo de una hora. Era indefendible.

El río Negro, que es de aguas claras y transparentes, rodea la ciudad para perderse luego entre valles azulados.

Pude contemplar allí una cosa asombrosa: buenos y gordos coroneles, comandantes de barrigas repletas y oficiales de intendencia que cavaban refugios, llenaban sacos de arena y preparaban defensas. Esto con un calor de canícula y bajo la mirada de dos mujeres tais blancas (se distingue a los tais por el color de los vestidos de sus mujeres: rojo, negro, blanco...), dos muchachas altas, delgadas, dos lianas que jugaban con sus grandes sombreros de paja trenzada. Furiosos, los coroneles me enviaron a otra parte. Me dieron un «jeep» para subir a la quebrada Claveau, la posición que defendía el acceso a Lai Chau, y donde «la cosa se habría de producir».

Le pregunto a mi chófer, un argelino que se lanzó a toda velocidad por un estrecho camino serpenteante bordeado de impresionantes precipicios:

—¿Dónde están los viets?

Askoun!

Y deja el volante para abrir ambos brazos.

—En todas partes. Hay viets por todas partes.

No me quedó más remedio que aguantarme. El chófer cogió de nuevo el volante justo a tiempo para no precipitarnos sobre Lai Chau en vuelo libre.

En la quebrada habían prendido fuego a la jungla para despejar el campo de tiro. El comandante del cuerpo de tabors que defendía la posición montó en una de sus cóleras:

—¿Todavía hay otro cornudo del Estado Mayor que le envió a usted aquí? ¿Qué se dice en Hanoi?

—Que no pasa nada. Que todo está en calma en el país tai.

—Entonces, como no pasa nada, y porque no sabemos de qué ocuparnos, dedicamos nuestro tiempo libre a limpiar la selva. De la misma manera que los meos, que prenden fuego por todos lados. Cuando llegue la temporada podremos plantar arroz en los desmontes y hacer la cosecha algunos meses después. El único inconveniente está en que nuestros meos han desaparecido todos. ¡Ellos no están locos!

Por la noche, después de la cena, me invitaron a una partida de bridge en una casamata. No pasaba nada, había dicho Hanoi, y cuando no pasa nada se juega al bridge. Nunca he asistido a una partida de naipes rodeada de predicciones tan fantaseadas. Al que le tocaba el turno de muerto, salvo yo, salía a echar una mirada para ver qué pasaba y volvía a ocupar su lugar, con la cara larga.

Finalmente se cansaron de esta comedia y abandonaron los naipes.

—¿Sabe usted en qué fecha estamos? —me pregunta el comandante—. En el aniversario del nacimiento de Ho Chi-minh. Para festejar el acontecimiento, tomarán Lai Chau. Ya dominan todas nuestras posiciones. Sus tropas de asalto están situadas... Buenas noches, señor periodista. Usted tendrá la oportunidad, si queda con vida, de realizar un reportaje sobre los campos vietminhs de prisioneros. Parece que son lugares muy elegantes, según lo que nos han dicho algunos heridos que han vuelto.

Tres horas más tarde, brusco despertar. Explosión de morteros, largas ráfagas de ametralladoras y otras más breves de F.M. Un cohete verde se balancea en el cielo.

El combate se acerca. Entran en la danza metralletas y granadas. Después de veinte minutos el combate cesa, los viets se retiran. Nunca se ha comprendido por qué. En Lai Chau había un solo cañón, dos coroneles de intendencia que no sabían usarlo, una cincuentena de soldados del cuerpo de intendencia y de voluntarios tai totalmente decididos a no pelear y unos cuatrocientos argelinos fatigados y desmoralizados para defender la posición en la quebrada.

Le pregunté a un sargento jefe que bajaba con nosotros:

—¿Por qué combate?

Su respuesta podría haber sido la de todo el ejército de Indochina:

—Porque así está estipulado en mi contrato, porque me pagan para eso. Además, me gusta estar aquí.

Antes de regresar a París, yo tenía el derecho —era la costumbre— a entrevistar al comandante en jefe, el general Salan. Salan estaba incómodo frente a los periodistas, pues era el sucesor de aquel virtuoso de la prensa y la publicidad que era De Lattre. No tenía su don de la presencia, de la fórmula clave. No era ese genial director de escena que a veces caía en la farsa y que había dado lugar a que le bautizaran como «el teatro de Marigny».

Raoul Salan era uno de esos meridionales reservados, taciturnos, como los que existen en tas tierras del Languedoc, impregnadas de protestantismo y de prácticas cátaras.

Salan era hombre de ambientes y de imponderables, de largos silencios, de meditaciones. Tímido, se ocultaba tras su panoplia de condecoraciones, que le llegaba hasta la cintura, como un mariscal soviético. Se le atribuían servicios distinguidos, prácticas secretas, contactos misteriosos. Decían que se había convertido al budismo, que había sido amigo de Ho Chi-minh y que se entendía muy bien con Giap. Su apodo: el Mandarín.

De mandarín tenía su conocimiento de los problemas asiáticos —había hecho toda su carrera en el Extremo Oriente—, su fineza, pero también su indecisión. Salan nunca cometió errores, dejaba hacer e intervenía justo antes de que se produjera una catástrofe. Optimista por obligación, me trazó un amplio panorama de la situación, con los toques sombríos suficientes como para no correr el riesgo de ser acusado más tarde de exceso de optimismo.

Asombroso personaje, mal considerado por la tropa, con la que no tenía contacto, Salan era apreciado por unos pocos iniciados. Se mantenía replegado sobre sí mismo y sus secretos, que se suponían innumerables y tenebrosos.

Sin comprometerse, pero dejando hacer, bajo su mirada desencantada aunque atenta, los capitanes de Indochina inventaron una guerra nueva. Ellos habrían de suministrar los personajes para los Centurions.

En 1951 fueron creados los G.C.M.A. (grupos de comandos mixtos aerotransportados), pequeñas unidades de voluntarios reclutados en la Alta Región entre las minorías tradicionalmente hostiles a los vietminhs (y a todos los vietnamitas). Estaban encuadrados por oficiales y suboficiales franceses.

Finalmente se habían decidido a poner en práctica las teorías de Wingate y de Chapman, todo lo que nos habían enseñado en el C.L.I., lo que habría de darle a la guerra su carácter moderno —acción política al mismo tiempo que la acción militar—, y a la vez el elemento aventurero y el económico.

La formación de los G.C.M.A. habría de enfrentarse con cierto número de problemas. Estaba la carencia de mandos y de operadores de radio capaces de vivir durante varios meses en la jungla como los nativos, cosa que hubiera requerido un entrenamiento especializado e intensivo, y no dominaban los diferentes dialectos ni conocían las costumbres locales.

Sólo después de Na San, cuando se creyó haber hallado la manera de contrarrestar los ataques de Giap mediante la táctica de las bases aeroterrestres, comenzó verdaderamente el interés por los G.C.M.A. Para defenderse eficazmente, dichas bases debían disponer de ojos y oídos que las informaran sobre cualquier movimiento del enemigo. Era necesario, sobre todo, que el enemigo no se sintiera en su casa en los grandes espacios abandonados y vacíos; que estuviera en todas partes hostigado por guerrillas; que sus aprovisionamientos estuvieran amenazados y sus comunicaciones cortadas. Los G.C.M.A. podían hacer todo eso.

Se comenzó por cambiarles el nombre por G.M.I. (grupo mixto de intervención). Esta es una práctica corriente en el ejército; se cambia el nombre y se cree haber logrado la cosa.

Después se les suministró los medios que les faltaban. En el momento de la caída de Dien Bien Fu, tales grupos de voluntarios habrían llegado al número de quince mil, encontrados a distancia en torno al campo atrincherado. Al menos se pagaban los salarios y se arrojaban por paracaídas víveres para quince mil personas. Pero es muy posible que realmente no hayan alcanzado ese número.

Mal empleados, o empleados sólo parcialmente, estos grupos no resultaron de gran utilidad, pero de todos modos inquietaron a los vietminhs, que en Dien Bien Fu dejaron a su zaga varios batallones.

Estos voluntarios fueron reclutados entre todo el mosaico de etnias que pueblan la Alta Región: tais de Deo van Long, hijo de un viejo pirata chino que se había convertido en el jefe de una confederación; además estaban los muongs y, sobre todo, los meos.

Es de estos últimos de quienes quiero hablar. Porque ellos eran los guerrilleros más sólidos, los que aguantaron durante más tiempo. Como han creído sucesivamente en las promesas de los franceses y los norteamericanos, se encuentran ahora a punto de reventar de hambre y de enfermedades en Tailandia, en este año de 1976 que, según el calendario chino, es el del Dragón y de las grandes transformaciones. Se entiende, aquellos que no han sido liquidados. De esta manera va a desaparecer de la superficie de la tierra uno de los últimos pueblos sedientos de libertad.

No se sabe muy bien de dónde provienen esos meos. ¿Del sur de China? ¿Del mar Aral?.¿Del lago Baikal? Ellos se designan a sí mismos como los hijos del Gran Perro.

En los tiempos de las leyendas y del emperador de Jade, un dragón devastaba la China. Al no lograr dominar al dragón, el Hijo del Cielo prometió la mitad de su reino y su hija a quien lo librara de él.

El perro Meo mató al dragón y acudió en demanda de lo prometido. Le dieron la muchacha, sin problemas. Pero, aconsejado por sus mandarines, el emperador, que no había precisado en qué sentido sería cortado su reino, asignó al vencedor del dragón solamente lo que hallara al otro lado de las nubes.

En recuerdo de ese antepasado, los meos usan un pesado collar de plata y viven en las montañas, aislados de los demás pueblos. Los meos no soportan ninguna ley, pues consideran que cualquier ley sólo les puede ser perjudicial. Los únicos cultivos que realizan son el arroz, que siembran en los desmontes de la selva, y el opio, con el cual comercian y del que hacen un moderado uso. El opio les sirve como tabaco y también de medicamento, se lo dan a fumar a sus niños cuando están resfriados. No se conocen entre ellos casos de intoxicación. Este es un misterio más para todos los que se les han aproximado.

Los meos nunca negocian directamente su opio. Los tais de los valles y los laosianos, que son una rama de los tais, los tais Laos, se reúnen por aldeas en la época de la cosecha, reúnen sus ahorros y los convierten en piezas de plata. Luego algunos de ellos se dirigen a los meos en un punto a media altura, donde se practica el intercambio. Los meos se resisten a bajar hasta el valle, donde se sienten incómodos y como prisioneros.

Así eran las cosas antes de que la guerra arrastrara a los meos en su torbellino. A partir de entonces, los encargados de venderlo fueron sus sucesivos protectores. Así se vio al G. C. M, A., organización paraoficial dependiente del Cuerpo Expedicionario, dedicado a la reventa de opio a fin de procurarse fondos y armas y ayudar a sus amigos meos.

En 1954 volví del país de los meos en un avión de la armada cargado de opio. Las Special Forces y la C. I. A., que nos sucedieron, procedieron de la misma manera y se encargaron de transportar el opio meo a Tailandia. El general Salan escribe en sus memorias[15]:

«Esos montañeses (los meos) cultivan la adormidera y se vuelcan fácilmente a favor de quien les ayude a vender su opio. Las informaciones que recibo me indican que el vietminh ofrece comprarles la cosecha, pues éste es el momento favorable... En las presentes circunstancias necesitamos a los meos, y nuestro servicio de G. C. M. A. me pide que nos hagamos cargo del opio. Además, carecemos de recursos monétarios suficientes para dotar a esas montañas de guerrillas destinadas a desempeñar un papel favorable para nosotros... Decido, por tanto, autorizar, bajo la responsabilidad de Tou By, jefe reconocido por los meos, una transferencia de opio con destino a Cholón. El servicio de G. C. M. A. se encarga del transporte en avión. (El mismo avión que por pura casualidad yo había abordado, un "Nord-Atlas".) Allí, el general Bai-Vien (jefe de los Binh Xuyens y de la basura saigonesa, el socio de Bao-Dai) toma el negocio por su cuenta y establece el valor de nuestro opio. Con el dinero que recibe, Tou By pone a nuestra disposición un millar de hombres armados...

»Desgraciadamente, ese transporte no se realizó con toda la discreción que sería necesaria, y algunos periodistas se apoderaron del asunto... Yo no puedo explicar a la prensa cuáles son las razones de mi actuación...

»En la época de los gobernadores generales se realizaron con frecuencia operaciones de tráfico de opio de ese tipo, en beneficio de los partidos políticos o por necesidades sociales.»

Excelentes criadores, los meos adoran sus pequeños caballos de pelo largo, hasta el punto de instalar sus establos en el interior de sus miserables viviendas. Cuando se entra en una casa meo por la noche, junto al pequeño fuego que arde en medio de la sala entre dos piedras se ven brillar en la penumbra los ojos luminosos de los caballos.

Los meos se parecen a los sherpas tibetanos, y quizá procedan de un tronco común. Rechonchos, con sus mejillas enormes y la cara aplastada, andan descalzos pero llevan polainas. Son sucios hasta lo inimaginable. Sus mujeres llevan admirables joyas de plata sobre sus placas de roña.

Hombres y mujeres pueden transportar en sus canastos cargas enormes durante días y noches. Sus senderos no suben serpenteando a través de la montaña, sino que adoptan la línea de la mayor pendiente y se lanzan directamente hacia adelante. Los meos han vivido siempre separados de otros pueblos, en pequeños grupos, unas pocas familias unidas por un vago lazo de parentesco, y aun así sus viviendas están alejadas las unas de las otras.

No conceden demasiada importancia a la fidelidad de sus mujeres; sin embargo, uno de ellos, que decía ser jefe, aunque no mandaba gran cosa, me explicó que cubrían a sus mujeres de joyas sonoras por la misma razón que a las cabras, para saber dónde estaban. Tienen dos o tres mujeres, pero ellas pueden partir, volver o desaparecer sin que verdaderamente se preocupen.

Hospitalarios, ponen su libertad por encima de cualquier otra cosa. Un meo, tras contemplar a su mujer y a sus hijos, se da cuenta de que ya los ha visto bastante y que ellos se pueden arreglar muy bien sin él, y entonces se va por seis meses o un año. Nadie le pregunta nada. Pasa de cresta en cresta, de casa meo en casa meo; le dan de comer y beber, le dejan dormir en la estera de bambú y, si le apetece una muchacha y ella está de acuerdo, la toma. Un buen día desaparece, para volver a su casa o para irse a otra parte.

Los meos no aprecian a los hombres del valle, los tais, que siempre tratan de regatear cuando vienen a buscar el opio. Menos aún a los vietminhs y sus aliados, los pathet lao, que les eran más extraños y trataban de mezclarse en sus asuntos, prohibirles sus perpetuas jaranas, reglamentar el cultivo de la adormidera, agruparlos e imponerles jefes, mandos, para iniciarles en el pensamiento de Ho Chi-minh.

Al país meo fueron lanzados en paracaídas algunos oficiales y suboficiales, provistos de armamento y estaciones de radio. Los muchachos que participaron en esta loca aventura eran todos jóvenes de veinte a veintidós años, completamente chiflados y no conformistas, a imagen de los meos, a los que les molestaba la disciplina. Fueron bien recibidos. Los meos aprendieron rápidamente a utilizar las armas modernas y los aparatos de radio. Un año después del armisticio de Ginebra, algunas guerrillas meo y sus cuadros franceses continuaban peleando contra los viets. Eso por su propio gusto y a pesar de las órdenes recibidas, porque habían hallado el objeto de su combate: la libertad, la verdadera, la de ellos.

Cuando los vietminhs les tomaban prisioneros, les decapitaban con un sable. Esa fue la suerte corrida por uno de mis amigos.

Cuando los franceses fueron eliminados de Indochina, los servicios secretos norteamericanos tomaron a los meos a su cargo. La mayor parte de ellos, bajo las órdenes de Van Pac, el hijo de Tou-By, encuadrados por los «boinas verdes» de las Spedal Forces, llevaron a cabo en el Norte de Laos y en la llanura de Jarres una incesante guerrilla contra el vietminh y sus satélites, los pathet lao.

¿Qué queda de ellos actualmente? Treinta mil que pasaron a Tailandia después de la caída de Saigón y la toma del control de Laos por los comunistas de Hanoi y los consejeros soviéticos. Ocho mil de ellos combaten todavía en las montañas. Fueron abandonados por todos, tanto por los franceses, que les lanzaron a esa aventura, como por los norteamericanos, que la continuaron por su cuenta y que les habían jurado no dejarles caer jamás. Están ahora confinados en la región de Non Khai, muriéndose de hambre y enfermedades, sin medicamentos y sin víveres, con el riesgo de ser entregados por los tailandeses a los comunistas, que están completamente decididos a exterminarles.

Junto con ellos, otros treinta mil tais blancos, rojos o negros de la región de Lai Chau que huyeron a Laos antes de la caída de la ciudad, franqueando el Mekong a nado bajo el fuego de los pathet y los vietminhs.

¡Los incidentes de una guerra!

A la guerra le gusta simplificar los problemas, sueña sólo con gigantescos enfrentamientos de ejércitos deshumanizados y todos semejantes. Todo aquello que sea diverso, coloreado, todo lo que otorga su sabor al mundo, las minorías con sus costumbres y su folklore, debe ser destruido por las garras sangrientas de la guerra. La guerra es idiota, ignora los matices.

El primer paso hacia una nueva forma de conflicto fue la formación de guerrillas.

Segundo paso: Los paracaidistas, que no podían actuar de otra manera, abandonaron los ejes principales de las operaciones y se internaron en la selva. Comprendieron que podrían sobrevivir si obtenían la ayuda de voluntarios, pero también sin ella. El batallón Bigeard, después de un error del alto comando, fue arrojado en paracaídas en Tu Le, en la Alta Región, con el objetivo de mantener un puesto difícilmente defendible dominado por dos elevaciones. Tenía por misión sostener a la guarnición de Ngia Lo, atacada por la división 308. Ngia Lo cayó ante el primer ataque. El batallón Bigeard se encontró solo, con setecientos hombres frente a diez mil. El estado atmosférico era desfavorable, no había esperanza de apoyo aéreo.

Bigeard había recibido la orden de replegarse sobre el río Negro, pero se negó a ello. Eso significaba ir a arrojarse entre las fauces de los vietminhs, que les estaban esperando. Ocupó en cambio las dos elevaciones, desbarató tres asaltos y finalmente se sumergió en la selva, abandonando a los heridos, un cuarto del batallón, al cuidado del capellán. Más tarde se lo reprocharían, «porque eso no se hace». Pero si hubiera cargado con los lisiados, cuatro hombres por cada uno de ellos, el batallón se hubiera desplazado muy lentamente, incapaz de presentar batalla y hubiera sido destruido.

En la jungla, en lugar de huir, preparó emboscadas contra los vietminh, que no esperaban eso. Maniobró, como él dijo, descubriendo instintivamente las principales leyes de ese tipo de combate. La mayor parte de sus ya hombres marchaban descalzos, habiendo abandonado las botas de asalto por demasiado pesadas, así como todos los elementos inútiles de su equipo.

La columna llegó al pequeño puesto de Muong Cheng, defendido por un suboficial con algunos pocos hombres. Era peor aún que en Tu Le. Frente a quinientos paracaidistas estaba toda la división 312, diez mil hombres que aún no habían sido comprometidos en combate. Bigeard se retiró durante la noche, mientras que la pequeña guarnición sacrificada hacía todo el ruido que podía para hacer creer que el batallón permanecía allí.

De nuevo la jungla, pero ésta es la protección de los franceses. Siguen doce horas de marcha sin descanso, por laderas abruptas, quebradas invadidas por la hierba de elefante y siguiendo senderos inexistentes. Muong Cheng fue destruido. El ayudante Peyrol, a cuyo mando estaba el puesto, se sumergió a su vez en la espesura, con sus voluntarios. La jungla es neutral, se entrega a quien no le tema. La marcha continuó en silencio, la marcha «comando», mucho más rápida.

Al día siguiente cruzaron el río Negro con la ayuda de balsas. Una semana en la jungla, sin dormir.

Bigeard no sólo había puesto a salvo a quinientos paracaidistas sobre un total de setecientos, logrando escapar en buen estado del cerco tendido por dos de las mejores divisiones vietminh, sino que además había recogido a su paso a trescientos voluntarios tais que le habían seguido. También el ayudante de Muongs Chen se le unió a su vez, siempre a través de la jungla, donde los vietminhs, como los japoneses en Birmania, no estaban cómodos, maniobraban mal y se dejaban sorprender.

El éxito de Bigeard, según él mismo me ha contado, se debió a dos cosas: él había vivido durante dos años en la Alta Región, al mando de un batallón tai. El entrenamiento físico de esos hombres era notable. Aun en los períodos de calma, Bigeard les hacía recorrer cada día quince kilómetros en marcha de comando, a paso rápido, con todo el armamento. Todo ello matizado con ejercicios de tiro.

Tu Le se hizo célebre como una hazaña, cuando debía haber sido una lección. Para apoyo de las guerrillas hubiéramos debido formar unidades de lucha en la jungla, como lo habían hecho los ingleses. La suerte de la guerra no hubiera cambiado por ello, no podíamos ganar. Pero hubiéramos podido salir de ella honorablemente, sin Dien Bien Fu y con muchísimas menos pérdidas.

Cuando comenzamos a comprender esa guerra, ya era demasiado tarde.

Hemos continuado por inercia, por falta de imaginación, esperando siempre negociar «desde posiciones de fuerza», permitiendo así ser devorados por una guerra que no debía haberse iniciado. Cuando se presentó una ocasión de hacer la paz, ésta no se aprovechó.

Como en 1949, cuando los comunistas chinos se situaron al borde de la frontera de Vietnam del Norte.

Conozco esta historia por un viejo jefe administrativo, Lallemand, que me la relató en Hanoi, en la ciudad desierta que los franceses no habían evacuado aún del todo y en la que todavía no habían entrado los vietminhs. Era el 5 de septiembre de 1954, durante la extraña cena que yo ofrecía para mi cumpleaños. Tenía como invitados a Lallemand, Tran van Lai, el responsable viet de la ciudad; al comandante Gardes y a Héléne Xoung, que había sido otras tantas veces la señora del general, la señora del gobernador, la señora del almirante, la señora del emperador, con quien Bernard de Lattre había pasado su última noche antes de marcharse a morir. El, al menos, se había ganado el derecho a esa fiesta.

Lallemand, miembro del antiguo equipo Decoux, había conservado amistades del otro lado. Tran van Lai contactó con él por orden de Ho Chi-minh.

Los vietminhs estaban entonces sumidos en el pánico. Era el ancestral miedo a los chinos, que ocuparon su país durante siglos. Los soldados de Mao muy bien podían ser comunistas, pero ante todo eran chinos y consideraban a Tonkín una provincia perdida. Al igual que los de Chiang Kai-shek, que prácticamente habían obtenido de los norteamericanos que Tonkín pasara a su esfera de influencia. Sio Wen, el jefe de los servicios secretos del ejército de ocupación del Kuomintang, cumplía entonces las funciones de comisario político dentro de las fuerzas armadas de Mao.

Había motivos para estar inquieto.

Los vietminhs propusieron un acuerdo con Francia: cese de las hostilidades, la independencia, pero dentro del cuadro de la Unión Francesa, y el mantenimiento de un número de unidades del cuerpo expedicionario en la frontera con China.

Lallemand transmitió la oferta a Pignon, pero las cosas se arrastraron durante mucho tiempo. Era necesario soltar la carta Bao-Dai a la que tan ligado estaba nuestro alto comisionado. Se consideró que tales propuestas eran demasiado vagas, y dejó escapar la ocasión.

Ho Chi-minh, como Giap, era un comunista occidental. Formado por el Partido Comunista francés, había participado en el Congreso de Tours. Siempre tuvo una instintiva desconfianza frente a Mao y sus métodos. Intuía en él al «Hijo del Cielo», al heredero de los grandes emperadores que habían hecho del Vietnam una colonia poblada con los desechos de la gran China.

Ho Chi-minh volvería a la carga y formularía otras ofertas de paz. En noviembre de 1953, por ejemplo, por intermedio de un periodista sueco, Lófgren, del Expressen. Pero las condiciones propuestas eran imprecisas. De otras fuentes se sabía que Giap no quería la paz, que nunca la había deseado, y que estaba preparando vastas operaciones para 1953-1954. Había incluso informado al Comité militar del Partido sobre los planes que habrían de conducir a Dien Bien Fu.

Para Ho Chi-minh se trataba en este caso de una maniobra psicológica; no como en 1949.

De todos modos, era imposible responder a la oferta hecha por intermedio de Lallemand. En Francia no había gobierno, y hacía un mes que estaban ocupados en Versalles en la elección de un presidente de la República, que no representaba nada y carecía totalmente de poder.

Después todo el mundo había partido de vacaciones.

Volvamos, mientras, a Dien Bien Fu. No me extenderé sobre este punto. Se han publicado muchísimos libros, atacando o defendiendo el principio de esa base tan alejada de nuestras líneas, en el límite extremo del alcance de nuestra aviación. Pero, dicen los políticos, era necesario defender a cualquier precio a Laos, el único Estado de la antigua federación indochina que nos había permanecido fiel.

Si Laos se derrumbaba, decían, ocurriría lo mismo con Camboya. Seguiría entonces Tailandia y, en el plazo más o menos breve, los comunistas serían dueños de todo el Sudeste asiático.

El general Navarre, uno más, había sido enviado no para hacer la guerra, sino la paz, a condición, desde luego, de recuperar nuestros intereses y de tratar desde una posición de fuerza. Se le puso por encima a un embajador, Dejean, que en los hechos no estaría por encima de nada, siendo uno de esos diplomáticos cultivados, inexistentes, que se ahogan en un vaso de agua.

«Dentro del campo francés, una suma de errores locales y la falta de intervención de la aviación de combate norteamericana, fueron los determinantes de la caída de Dien Bien Fu, mientras que en el otro campo el éxito fue condicionado por la aceptación de grandes sacrificios y la cada vez mayor ayuda china»[16].

Sea como fuere, no se debía haber ido a Dien Bien Fu. Pero el sentido común es la cualidad peor distribuida en eso que se llama el arte de la guerra, que en la mayoría de los casos no es más que la explicación a posteriori de vastas y desordenadas escaramuzas.

Finalmente se llegó a un entendimiento en Ginebra, después de la caída de Dien Bien Fu, que le valió al bueno de Pleven un par de bofetadas bajo el Arco de Triunfo[17], y al cuerpo expedicionario la pérdida de quince mil soldados, incluyendo sus mejores batallones.

Yo esperaba impacientemente en Hanoi y en Vietri la liberación de los prisioneros. La cosa se iba arrastrando. Un buen día, las autoridades vietminhs, para mostrar su espíritu cooperativo, nos hicieron saber que invitaban a dos periodistas para que dieran cuenta por observación directa de la manera como vivía una gran unidad del Ejército Popular. Todos los periodistas presentes en Tonkín se pusieron en la fila. Los norteamericanos eran los más encarnizados, sobre todo algunos de ellos, que más tarde se revelaron como jefes de los servicios de espionaje, cuando los norteamericanos tomaron nuestro reemplazo. Como no estoy contratado por la K. G. B., no voy a dar nombres, y eso les molestaría, sobre todo cuando algunos de ellos se han convertido en «liberales» furiosos. Fue necesario proceder a un sorteo, y yo resulté designado juntamente con un compañero de la A. F. P. Pero como el azar no existe en el mundo comunista, es posible que haya sido elegido...

En Vietri nos metieron en un sampán, en el fondo de la cala, para que no pudiéramos memorizar el camino. Era lo mismo que si nos hubieran vendado los ojos. Pasé un tiempo interminable en medio de un olor a fuel-oil viejo y pescado podrido. Era repugnante. Al desembarcar caímos en el campamento de una división de punta en blanco. Era la 304, que se había glorificado en Dien Bien Fu. Nos sirvieron el té bajo un estandarte, nos dieron agua para higienizarnos y unos cigarrillos con sabor a paja. Nos contemplamos unos a otros fijamente, sin saber qué decirnos. Proveníamos de planetas diferentes. Nos invitaron a cenar. Nuestro huésped era el comandante Hoang Yen, quien dirigía todas las publicaciones del Ejército Popular y que era considerado como uno de los mayores escribas oficiales de Vietnam del Norte.

Nos instalaron bajo un gran techo de junco iluminado por pequeñas lámparas de petróleo, simples mechas sumergidas en cascos de botellas. Muy cerca corría el río Claire. A lo lejos se divisaban los restos de una iglesia destruida y un campanario truncado.

La comida era excelente, a la europea: carne de caza y pescado de río, todo ello servido en vajilla de la Marina nacional. Los viets habían recuperado platos, cubiertos y vino de Bordeaux de un pequeño barco que habían hundido.

El vino era muy bueno, el ambiente distendido: la guerra estaba lejos.

Hoang tenía un buen aspecto de cura vietnamita, alerta, desconfiado, y en sus ojos brillaba la caridad marxista detrás de sus gafas con montura de acero. Sólo le faltaba la sotana. Pero, a guisa de crucifijo, sobre su uniforme verdoso llevaba una curiosa insignia: la de la «Nueva Cultura», una torre coronada por una estrella roja que ilumina al mundo. Ese movimiento, creado en plena guerra, tenía por objeto separar a los vietnamitas de la cultura... que les llegaba de Occidente, «Francia, podrida y que cultivaba los más bajos instintos».

Frente a mí, la teniente Pham Tinga, una verdadera enciclopedia, una memoria electrónica. Era una muchacha nada mimada por la naturaleza, con sus dos trenzas que colgaban a los lados de su rostro ingrato. Era el diccionario ambulante del bueno de Hoang. Oficialmente, intérprete.

Hablamos de literatura, para evitar los temas difíciles. Ambos, la teniente y el comandante, lo habían leído todo... para poder condenar mejor a nuestros mejores autores, incluso los clásicos. Incluso a Malraux, hacia quien el bueno de Hoang parecía sentir una secreta y culpable inclinación..., a pesar de su «aventurismo».

Todo estuvo a punto de estropearse por culpa de ese maldito vino de la «Royale». Nuestros huéspedes habían perdido la costumbre de beber desde hacía mucho tiempo, y se les subió a la cabeza. Pronto desaparecieron las buenas maneras, las atenciones, los brindis por «la paz de los pueblos y por una mejor comprensión recíproca».

La guerra vino a instalarse en nuestra mesa con su atroz cortejo de aldeas pasadas por el napalm y tratadas por la artillería, de muertos, mutilados y torturados. Ella insufló el odio o, al menos, arrancó las máscaras.

¿Dónde estaban Racine y Víctor Hugo, Zola y Balzac? Me tiraron en la cara las atrocidades del cuerpo expedicionario, y yo tenía muchas ganas de recordarles las de ellos. Pues esa guerra se llevaba a cabo en el lodo, la mierda y la sangre que saltaban a chorros en ambos campos. Pero, prudentemente, cerré la boca. Quería volver a Hanoi.

La teniente Pham Tinga me dijo que su padre había muerto torturado por los agentes de la Sureté, «esos mercenarios vietnamitas del colonialismo». Un oficial, que hasta ese momento había simulado ignorar el francés, me contó cómo los suyos habían sido despedazados por las bombas de los «B-26».

Después, la guerra se levantó de nuestra mesa y se fue a instalar en otra parte. Renació la calma, nos hicimos mutuamente lais, pero los vietminhs evitaron seguir bebiendo vino y se conformaron con agua o té.

Nos invitaron luego a un espectáculo de danzas y cantos que daría la compañía de la división. En un gran prado, cuyos límites era imposible distinguir en la noche; una multitud inmensa, por lo menos diez mil personas, la mayoría soldados, algunos civiles, hombres, mujeres y niños sentados en el suelo, atentos, quietos y recogidos.

El viento hacía volar el telón azul del escenario, una plataforma alta y bien iluminada que todos podían ver desde lejos.

Hubo danzas, luego cantos, después más danzas. Se danzaba los coolies montando los cañones sobre los morros de Dien Bien Fu, arrastrándolos mediante cuerdas, con el torso curvado. Unos soldados mimaron luego la reforma agraria, y cuatro muchachas vietnamitas, vestidas al estilo tai —pequeños corpiños blancos y largas faldas—, nos ofrecieron la danza de las mariposas, que acuden por millares a recibir a los valerosos soldados del Ejército Popular.

Todo eso tenía un sabor a fiesta patronal bastante conmovedor, a pesar de la música de tamboriles que sonaban como cacerolas y de los violines que chirriaban horriblemente.

¡Y esos millares de soldados, tan calmados, tan disciplinados!

Te hablaré ahora de él, del viet, del soldado absoluto y de la atracción que ejercía sobre nuestros soldados, los centuriones de las batallas ganadas y de las guerras perdidas, y sobre todos los otros ejércitos del tercer mundo revolucionario.

Después te hablaré de otro soldado, su opuesto, que vale tanto como él y que aún lo sobrepasa: el israelí. Nosotros jamás podremos producir vietminhs, pero si queremos algún día producir un ejército válido, deberemos copiar el modelo israelí. A condición de dar a nuestros soldados motivaciones análogas.

Después de la retirada de los franceses de Vietnam del Norte, yo permanecí en territorio vietminh, para volver de nuevo al año siguiente. Y eso solamente para aproximarme, estudiar y comprender a ese extraordinario soldado, ese marciano.

Permíteme ahora que te presente al mejor servidor de la guerra, el recluta vietnamita, el bo doi.

Un bo doi se fabrica a partir de cierto número de ingredientes:

—Un nacionalismo ferviente, acompañado de imperialismo, el convencimiento de que la nación vietnamita está llamada a desempeñar un gran papel no sólo en el Vietnam, sino en toda Indochina, que será vietnamita (Laos-Camboya), y en el conjunto del Sudeste asiático, que quedará bajo su influencia (Tailandia, Malasia). Se trata aquí de un complejo de superioridad que se trata de disimular cuidadosamente bajo una capa de fingida gentileza y toda suerte de declaraciones tranquilizadoras.

—El odio contra el ocupante, el blanco, y contra todos aquellos que están a su servicio. Un odio metódicamente alimentado mediante las faltas cometidas por los antiguos colonizadores franceses y, más tarde, los norteamericanos. Tales faltas, incluso las veniales, están bautizadas como «crímenes».

—El racismo subyacente en todo. El mayor sacrilegio de un blanco es el tener contactos sexuales con una vietnamita. Esto a menos que el Partido no esté interesado en ello. Desde el día en que los vietminhs entraron en Hanoi, no pude volver a encontrar una sola de mis «pequeñas aliadas». Corrían el riesgo de ser internadas en un campo de concentración si se las encontraba con un tay (término peyorativo para designar a un blanco). Todas las atrocidades, para las necesidades de esta propaganda, debían comenzar con una «violación».

—Lo que llamaría el «boyscoutismo». La mayoría de los responsables de la juventud vietminh han sido formados en las escuelas de mandos del almirante Decoux según los principios de la Revolución Nacional, muy adecuados para su temperamento. Esto les ha marcado profundamente.

De ahí ese matiz de «Trabajo, Familia, Patria», esa afectación de devoción, de gentileza y de camaradería. De ser posible, se inventarían ciegos a fin de poder ayudarles a cruzar la calle. Y esa manera de aplicar una reprimenda a quien no se haya conducido correctamente, llamándole «hermanito», «hermanita», gentilmente, dulcemente, haciéndole comprender cuán grande es su falta, aun cuando se trate de un pecadillo. Los pecadillos repetidos pueden lesionar al esfuerzo de guerra y, por tanto, al pueblo y, por tanto, convertirse en un pecado grave. Y el pecador es enviado a arrancar carbón en las minas de Hon Gay.

Ta Quang Buu, coministro de la Defensa, era, en tiempos de Decoux, comisario general del scoutismo.

—La lucha contra el Mal, que está en todas partes, multiforme, renaciendo incesantemente de sus cenizas. El Mal es la negligencia, la pereza, la charlatanería, el placer por el juego o por las chicas. El bo doi debe reformarse y ayudar a los demás a reformarse, denunciarse (autocrítica) y denunciar a los demás (vigilancia revolucionaria).

—La sumisión total a los jefes, lo que no excluye las críticas, para beneficio de éstos, pero a condición de que ellos den previamente la señal. Pues nada está jamás improvisado, ni siquiera el arrepentimiento.

De la sabia dosificación de todo eso dependerá la calidad del bo doi y su valor en el combate.

El responsable de este explosivo cocktail, el encargado de agitarlo, se llama Nguyen Van Giap. Está poseído por el odio y tiene varias razones para ello. Su mujer murió en una prisión francesa.

¿Comunista? Quizá. ¿El marxismo para Giap? Es una táctica mejor que las otras y que otorga la absolución —pues la danza de las buenas conciencias se desarrolla al son de los violines de Moscú—. Pero Moscú no es Marx, sino Iván el Terrible, Pedro el Grande y Stalin, conquistadores despiadados. Nacionalista nietzcheano, loco de poder, Giap causa temor incluso al mismo Ho Chi-minh. No ignora nada de los grandes autores militares; Clausewitz y Napoleón son sus maestros.

A Clausewitz le cita a cada momento: «El objetivo de la guerra es la aniquilación del adversario. No puede existir límite en el empleo de la violencia... La guerra no es más que la continuación de la política, con el empleo de otros recursos.»

Aplica las teorías de Napoleón sobre el terreno: no importa ser el más débil en un enfrentamiento armado, ni aun durante toda la extensión de una batalla, si se logra ser el más fuerte en el momento y el lugar donde se juega la decisión.

En lo referente a la organización, Giap es un innovador. Juega con dos tableros, el político y el militar.

En el plano militar, quiere un ejército que pueda destruir un puesto pudriéndolo tan bien como haciéndolo saltar con disparos de bazooka; que sea capaz de llevar a cabo funciones de grupos activistas de propaganda y a la vez como guerrillas implantadas en territorio enemigo y, cuando haga falta, hacer frente a una gran unidad y vencerla en un combate clásico.

En la base de este ejército está la célula de tres hombres, o «nido», de inspiración china, y en el cual uno de los tres integrantes debe pertenecer obligatoriamente al Partido.

Los bo doi viven apretados los unos contra los otros, se ayudan, se exaltan, pero también se vigilan mutuamente. «Si un hombre ha pasado por un lugar —dice el reglamento— los otros miembros del nido deben saberlo en la media hora siguiente.»

¿La soledad? Es muy mala. Aislado, un combatiente comienza a añorar la paz y pierde sus bríos.

Un número de nidos, tres, forman un grupo de asalto; cuatro nidos, un grupo de fuego, dotado de armas automáticas.

Dos grupos de fuego y dos grupos de asalto más un grupo de comando con uno o dos nidos de información, forman una sección de veinticinco hombres.

Una compañía se compone de tres secciones de combate y una de comando, información y acción política.

El batallón: tres compañías de combate, una compañía de apoyo (ametralladoras y morteros de 81), una sección de informaciones y acción política.

El regimiento está dotado de gran autonomía. Es una especie de pequeña división:

—tres batallones con tres compañías de combate;

—una compañía pesada con seis cañones sin retroceso;

—una compañía de transmisiones;

—una compañía de protección para los responsables del comando;

y, lo que es más importante:

—una compañía de formación de reclutas, y

—la famosa Trinh Sat, la compañía de informaciones y acción política.

«La búsqueda de información muy detallada sobre la disponibiliad de tropas francesas y sobre sus hábitos era confiada a unidades especiales designadas por el término Trinh Sat, que constituían las formaciones más originales del cuerpo de combate V. M. Estaban formadas por cierto número de células de tres especialistas en informaciones, que actuaban unas veces como simples exploradores y otras como espías, para observar los sistemas defensivos, para detectar los desplazamientos, para escuchar las conversaciones, para apoderarse de documentos y, finalmente, para provocar deserciones entre los soldados de color, e incluso para capturar un prisionero...

»... Ninguna acción ofensiva, ni siquiera una simple emboscada, se iniciaba sin la previa reunión de una documentación detallada... tal operación era, en efecto, montada hasta el más mínimo detalle, siendo la parte de iniciativa en manos de los oficiales muy restringida; esto sin duda porque la férrea disciplina impuesta a los cuadros subalternos era incompatible con la libertad de acción, y también porque su instrucción tenía caracteres rígidos e incluso esquemáticos... Cuando en el curso de un combate se producía algún incidente imprevisto, los cuadros quedaban desorientados y, casi siempre, no sabían o no se atrevían a improvisar una variante a la maniobra fijada» (Pierre Recolle, Pourquoi Dien Bien Phu?).

En el ejército israelí, por el contrario, la improvisación es la regla, cada uno de sus elementos puede permitirse el desempeño de un papel importante e incluso decisivo, sin referirse necesariamente al nivel superior. La victoria de los israelíes en el Golán se basó exclusivamente en el valor asignado al individuo, a su libre arbitrio, su libertad y su imaginación.

Pero volvamos a nuestro bo doi.

Su encuadre político es total en todos los niveles. Es la mosca presa en la tela de araña, cuyos hilos son manejados por el comisario político.

El papel de esos comisarios políticos tiene un alcance infinitamente mayor que el de sus homólogos soviéticos. No sólo controlan la pureza doctrinaria y la lealtad de cada uno y enseñan el catecismo comunista, sino que además velan sobre la relación con la población civil y la moralidad del bo doi. Lo de moralidad se entiende en el sentido más estrecho, más puritano: prohibición de relaciones sexuales, ni siquiera amorosas. Las mujeres pueden integrar el Ejército Popular, sobre todo en las Trinh Sat. El amor es el enemigo de la guerra, hecho muy conocido. De ahí el slogan «Haz el amor y no la guerra». Entre los viets impera el slogan inverso. El comisario político es el Gran Inquisidor, dotado de poderes temibles. En el curso de largas sesiones de autocrítica, deben confesarse públicamente los pecados contra la doctrina, contra la carne, contra el espíritu.

La hoguera está próxima, siempre encendida. De rodillas, con las manos atadas a la espalda, el pecador recibe una bala en la nuca después de haber reconocido humildemente todos sus pecados y rogado no por un perdón, sino por su justo castigo. Torquemada instalado a escala de la compañía o del batallón.

Yo descubrí al bo doi en Dien Bien Fu; luego le volví a encontrar, admirable, espantoso, la mejor máquina de guerra.

Pero le habían robado su alma.

Y es por ahí donde claudicaba.

La selección y la formación de los cuadros era muy diferente de lo que se hace en los otros ejércitos.

Los elementos reconocidos como aptos para convertirse en jefes debían primeramente realizar sus pruebas en las filas. Efectuar su noviciado, si se prefiere. Se les ponía a prueba como en una orden religiosa, dejándoles entre la tropa; luego se les retiraba para enviarlos a una especie de campo-monasterio, donde seguían unos cursos. Esos cursos eran de corta duración, pero repetidos. Se les enseñaba a hacer la guerra, utilizar un arma, maniobrar con una sección, tomar un puesto. Pero, sobre todo, se les sometía a una autocrítica cotidiana, después de cada reunión de estudio, de cada ejercicio. La emulación era estimulada mediante la atribución de «buenas puntuaciones», elogios o reproches públicos.

Se les enseñaba a detectar en los demás, pero también en ellos mismos, cualquier rastro de pecado, de debilidad o de duda. Y a confesarse inmediatamente al reverendo camarada comisario, para hacerse corregir o castigar. Quedaban sobrepasados 1984 y Un mundo feliz. Aquí tenemos a la guerra convertida en sacerdote.

Durante toda la guerra de los franceses, en la que el ejército de Giap fue el mejor, el soldado, el oficial y el comisario trabajaron con una tenacidad que ya no tenía nada de humano, cavando poblados subterráneos bajo los verdaderos poblados, como los topos, cultivando el arroz de día y haciendo la guerra de noche, organizando comités y subcomités, asociaciones de mujeres jóvenes, viejas y viudas, de viejos chochos y de niños de seis y siete años.

Casi no dormían, estaban subalimentados, parecían al límite de sus fuerzas, pero siempre les quedaba fuerza suficiente para continuar.

Todos nos hemos sentido tocados por su aspecto físico: rostro ascético, ojos dilatados, andar flotante y silencioso.

Durante mi visita a la división 304, uno de ellos me describió la vida cotidiana de un oficial, la misma que la de un simple bo doi:

«Nos desplazamos siempre durante la noche en largas y silenciosas filas. Estamos entrenados para no hacer ningún ruido, a llevar nuestras cantimploras y nuestras armas envueltas en telas. Para no extraviarnos y no ser vistos, prendemos sobre nuestras mochilas una pequeña jaula de papel transparente con una luciérnaga en su interior. Seguimos su tenue luminosidad. Conocí soldados que lograban que su luciérnaga les durara tres noches seguidas, por lo que recibían felicitaciones. Para eludir un cerco, una vez tuvimos que marchar durante veinticinco noches, disponiendo como único alimento de una ración de arroz, del que todo combatiente lleva consigo, más algunas hierbas y un poco de pescado seco. Al final tenía la impresión de ser un fantasma dormido. Yo seguía a mi doble, ese mecanismo que marchaba y se detenía por su propia cuenta.»

Los vietminhs me recordaban a esos estudiantes empollones, esos «cerebros» temáticos que a fuerza de trabajo y de encarnizamiento cosechan todos los premios, aunque en realidad estén menos dotados que otros.

Frente a ellos, nuestros soldados son hijos de ricos (pobres mendigos, si los comparamos con los G. I. que tomarán su relevo) que parten para operaciones nocturnas, pero en camiones: lanzan un ataque, obteniendo a veces un buen balance (ese término siniestro que tiende a reemplazar el de «victoria» en la jerga de la guerra). Después vuelven a sus bases, sin tratar realmente de explotar ese éxito, como debería hacerse, explicando a la población por qué están allí y por qué han ganado sin ser los más fuertes: porque la razón está de su lado.

La guerra, en este estadio, se hace difícil, no tolera ninguna debilidad, ningún respiro. No se trata solamente de tomar una colina o apoderarse por asalto de una aldea. La guerra penetra en ti y se instala en tu interior, helándote el corazón y enturbiándote el entendimiento.

Serios y aplicados, las hormigas verdes, los «cerebros» temáticos del vietminh continuaban su meticulosa guerra. Ellos sabían por qué peleaban: Doc lap, la independencia.

Én cuanto a nosotros, era por Bao Dai y el cuerpo de administradores del servicio civil, esos mandarines metropolitanos que querían conservar sus posiciones y sus privilegios.

Los bo doi no eran mejores soldados que los veinte mil de los nuestros que verdaderamente hacían la guerra. Pues nunca hubo más de veinte mil paracaidistas y legionarios, más algunos batallones de élite de la bif y algunos comandos de la marina, que eran los que peleaban y a los que se metía en todos los guisos. Esto contra otros cien mil que estaban en Tonkín, roncaban en las oficinas o se encerraban en los puestos.

Pero los vietminhs hacían la guerra todos, voluntariamente o por la fuerza, con entusiasmo o con resignación: tropas regulares, regionales, mujeres que transportaban municiones en sus canastos bajo una capa de arroz, y niños convertidos en agentes de enlace. A veces cometían errores, pero se corregían, se criticaban hasta la saciedad y comenzaban de nuevo.

Los vietminhs se habían hecho extremadamente meticulosos. Todos los bo doi con los que nos encontramos se precipitaban sobre nosotros con lápiz y cuaderno en ristre para interrogarnos, bajo la alta dirección de un intérprete. ¿Nombre? ¿Qué hacemos, qué pensamos de la paz? ¿Del armisticio? ¿Del pueblo vietnamita? ¿Del punto 5 de la declaración del presidente Ho Chi-minh sobre el estatuto de los extranjeros residentes en el territorio de la República Popular?

¡Simples soldados!

Pero cuando a nuestro turno les interrogamos a ellos, nos contestaron con alguna fórmula extraída de su catecismo. Cuando tratábamos de avanzar algo más, de obtener una opinión personal acerca de los temas más anodinos, comenzaba a funcionar el fonógrafo y a repetir, pero esta vez a gritos, los mismos estúpidos slogans que no tenían ninguna relación con lo que se les preguntaba.

Entonces, el intérprete o el can bo adoptaban el aspecto fruncido de una solterona que pasa frente a un W. C. de donde sale un señor abrochándose la bragueta.

—Usted insulta al Ejército Popular... o al pueblo. Según.

Todos los vietminhs, desde el simple bo doi hasta el comandante del regimiento o de la división, estaban estereotipados dentro del formalismo más estrecho. El menor apartamiento del rito era inmediatamente un sacrilegio, un insulto al pueblo.

Un error de acento en una lista de prisioneros, lo he podido comprobar, les plantea inconmensurables problemas. No se puede de ninguna manera decir el Vietminh; debe decirse el gobierno popular de la República de Vietnam. Y, sobre todo, no agregar Vietnam del Norte, pues verán en ello malignas intenciones. Comprendí inmediatamente. Una vez firmados los acuerdos de Ginebra, ellos no pensaban en otra cosa que en recuperar el Sur.

Aferrados a todos los antecedentes burocráticos, resultaba al mismo tiempo imposible hacerles decir qué eran, cuál era su grado y función. Un verdadero intríngulis. Ellos individualmente no son nadie, pero lo son todo, por la gracia del pueblo, esa divinidad lejana y vaga que así ha sido bautizada.

Al principio yo creía que desconfiaban de nosotros, que estaban afectados de espionitis aguda. La verdad era más grave: no tenían nada que decirnos, salvo sus slogans; el resto debía ser profundamente sepultado en el fondo de sí mismos. Su vida se limitaba al Ejército y al Partido confundidos en una única y misma organización. Algunos de ellos llevaban ya siete años en ese trabajo de propaganda intensiva. Habían debido vivir en aldeas perdidas en las montañas entre los thos o en cualquier otro lugar que les era extraño, o en el Delta, obligados a diluirse entre una población que no siempre les era favorable, que se rebelaba contra sus exigencias y a la que era necesario persuadir, mediante la propaganda, y a veces por el terror.

Estaban obligados a convivir permanentemente en esa comunidad político-militar intransigente, rigorista y fuertemente jerarquizada. Debían invocar a las horas fijadas, en sus oraciones, a Marx, Lenin y el tío Ho, que era el «espíritu santo» de esta «trinidad».

Necesitaban recurrir a la suma de todas sus energías para sobrevivir, resistir las marchas nocturnas y los combates sangrientos. Y dedicarse a continuación al adoctrinamiento de las masas.

El cuadro, el can bo al igual que el simple bo doi e incluso el oficial, ya no disponía de fuerzas, y pronto tampoco de ganas, para poner en tela de juicio al sistema en el cual les obligaban a vivir. Aceptaban todo en bloque, los imperativos categóricos y las definiciones preconcebidas.

«Haz el gesto y creerás», decía Pascal. Creerás mejor aún si te dedicas al ayuno y a la penitencia, decían los fundadores de las grandes órdenes monásticas. Ellos hacían tan bien los gestos, repitiéndolos tantas veces, que llegaban a secretar la fe. Hasta el momento que pasaban al otro lado de la misma para convertirse en los habitantes de otro planeta, extraños al mundo de los humanos, a sus miserias, pero también a sus grandezas. «El hombre es un animal variable y diverso», decía Montaigne. «No —le respondía Giap, loco de orgullo y de inhumanidad—; es el instrumento del Partido, debe ser "como un cadáver en manos de sus superiores".» Perinde ac cadaver, decían los jesuitas, «esos enemigos del hombre» que me habían educado y cuyo sello volvía a encontrar en el Vietminh.

Los bo doi llegaban a ser todos parecidos, flotando dentro de sus ropas demasiado grandes de estilo chino, con sus rostros de niños envejecidos y fatigados. Nunca más aparecería la espontaneidad, pero también, y esa era su recompensa, ningún problema para plantearse. Pues frente a cualquier problema, ellos respondían con la solución dialéctica correcta. Maquinalmente.

Se habían convertido en seres graves, ligeramente condescendientes, como todos aquellos que detentan la verdad absoluta, con una sonrisa de monjita, que no significaba nada, adherida al rostro.

Yo estaba fascinado. No todos los días se encuentra uno con marcianos.

Un periodista ruso, el corresponsal de Isvestia, que conocí en Hanoi, fue quien me dijo:

—¿Cómo puedes soportar a esa gente y perder tu tiempo tratando de entenderles? Se han vuelto locos. El orgullo y la castidad se les ha subido a la cabeza. Son todavía más jodidos con nosotros, que estamos en el mismo campo, que contigo, que estás del otro lado. Tú tienes debilidades de colonialista por una muchacha que has mantenido durante mucho tiempo, que te ha puesto cuernos y a la que, sin embargo, sigues amando.

De esa generación de monjes soldados de Dien Bien Fu, muy pocos sobrevivirían, porque la guerra de los norteamericanos debía exterminarles. Saigón fue tomada por «María Luisas» de dieciséis o diecisiete años que no eran integrantes del Orden, sino que solamente estaban encuadrados por sus sobrevivientes.

Yo reconocí inmediatamente a mis viets, por su edad en primer lugar, por sus caras duramente marcadas y por sus máscaras vagamente sonrientes.

No eran el gran número, sólo una élite, una aristocracia, pero continuaban dirigiendo a sus pueblos y soñando con un inmenso imperio que necesitaban edificar frente a China. Por entonces ya no tenían tanto miedo a China, debido a la ayuda de los soviéticos, que necesitaban de los vietnamistas para uno de sus grandes proyectos.

Me viene a la memoria una historia, la de mi primer ejercicio de reeducación. Los franceses habían evacuado Hanoi, y los colegas me habían jugado una mala pasada, nombrándome responsable del campo de prensa.

El ejército francés nos había dejado un viejo «jeep» que, por cierto, había hecho su campaña en África y en Francia antes llegar a Tonkín. Pero, finalmente, tenía cuatro ruedas y un motor, y andaba. Yo lo había heredado.

Hanoi estaba desierta, sin un solo vehículo. Las tropas del Vietminh se concentraban en las afueras de la ciudad para su desfile. Los últimos días el tránsito había sido una avalancha, con embotellamientos, toques de bocina, silbatos de los guardias. Ahora estaba solo con mi «jeep», como en París en 1944, y quise reiniciar el mismo juego. Siempre esa necesidad de exorcizar.

Me lancé por todas las calles en las que me había atascado, donde había maldecido y rabiado, abordándoles esta vez en sentido prohibido.

¡Suena un silbato! Un viet. Me detengo. Es una mujer soldado. No hubiera estado tan mal si no hubiera usado esas dos trenzas que colgaban tristemente a cada lado del casco, ese uniforme militar demasiado ancho, ese aire ofuscado de celadora que descubre a un niño sinvergüenza tratando de robar el pastel de la cocina.

En un francés con fuerte acento, me dice:

—Usted venía en dirección prohibida. Eso va contra el código.

Contesto:

—¿Qué importancia tiene? Esta mañana soy el único que conduce en Hanoi.

Siempre con esa voz aplicada, moralizadora, rogativa:

—De cualquier manera, eso no está «bieng». Usted ha querido insultar al pueblo vietnamita al negarse a respetar las leyes dictadas por la República democrática popular...

—Yo no tuve la intención de insultar a nadie, sólo quería trasladarme de un punto a otro por el trayecto más corto.

—Yendo en dirección prohibida.

La muchacha se sienta a mi lado en el «jeep» y me hace recorrer todo el trayecto, esta vez en el sentido correcto. La llevo de vuelta al punto de partida.

—Espero —concluye ella— que esta lección le será útil en el porvenir.

Me hace señas para que arranque.

Había olvidado que ya no era un vencedor, sino un vencido, que acababa de aterrizar en un mundo donde estaba prohibida toda fantasía, donde cualquier gesto insólito podía ser tomado como un insulto o una provocación.

En el espíritu de los vietminhs era necesario que nosotros, los franceses, superáramos nuestra derrota para convertirnos más que en vencidos, en culpables.

También en los campos de prisioneros se aplicaban con mucho cuidado y obstinación a culpabilizar a quienes habían luchado en contra de ellos. Los franceses, en su guerra imperialista y colonialista, habían pecado contra Dios, representado en este caso por el pueblo vietnamita. No sólo debían arrepentirse de lo hecho, sino tomar conciencia en lo sucesivo de su culpa.

Se dedicaban sobre todo a los oficiales, que para ellos eran los representantes de una casta, los defensores de un determinado tipo de sociedad, a partir de sus orígenes de clase. Con respecto a eso, los vietminhs cometían no pocos errores —siempre por su espíritu de simplificación—. Los oficiales estaban, por tanto, estigmatizados por el pecado original, del que sólo podían ser absueltos mediante el bautismo: la adhesión a las tesis del Partido.

Eran espantosos los métodos que empleaban. El hambre y la humillación utilizados como medio de persuasión para obtener el arrepentimiento. ¡Qué patética era, sin embargo, esa necesidad de obtener una aprobación por parte del enemigo! ¡Desconcertante, además! Como si ellos no estuvieran muy seguros de su fe.

Los comisarios vietminhs se chocaban con los soldados sin problemas, con las bestias guerreras. Pero lograron influir sobre los verdaderos cristianos, aquellos para quienes la religión era una perpetua interrogación acerca del mundo, y sobre los veteranos de la Resistencia, los que se preguntaban qué hacían en ese incordio. Inquietaron a los más cultivados, los más frágiles, los que he llamado «los guerreros de cristal», que se dejaban atrapar en la trampa de la dialéctica.

Algunos de esos oficiales, que habían caído prisioneros en Cao Bang, permanecieron durante cuatro años en los campos viets. Los que lograron sobrevivir se las arreglaron mediante lo que bautizaron «la ficción política del campo número 1».

Al tratar de hacer demasiado, los vietminhs llegaron al resultado contrario, a inmunizar a esos hombres contra la tentación comunista. La verdadera, la de los vietminhs, no la de los rusos, para quienes el comunismo ha dejado de ser una religión para convertirse en un sistema. Muerto.

Yo, por mi parte, no arriesgo nada. Ya no era cristiano y nunca había logrado creer en el pecado original.

Pero todo esto lo puedes encontrar en los Centurions.

Llegué a querer a los vietnamitas. Comprendía sus cualidades tanto como a sus defectos. Siempre estaba tentado de ser su cómplice, de ayudarles con sus cuerpos torcidos. Ellos poseen dotes, consiguieron algunas cosas. Pero nunca hasta el punto de renegar de mi propio país, aun cuando no tuviera razón. Y no tenía razón en Vietnam.

Te dirán: Los vietnamitas son falaces, mentirosos, hipócritas, ladrones, orgullosos, racistas. Son todo eso para quienes no les conocen, para quienes no les sienten.

Son muy sensibles a la imagen que tú te hagas de ellos, y tratan de adecuarse a la misma, en lo peor como en lo mejor. Muy plásticos, los vietnamitas no tienen el aplomo de los chinos, verdaderos bloques de piedra que no sienten la menor necesidad de justificarse. Los chinos tienen una enorme conciencia de su superioridad, de su ancestralidad, de su valor, Este es un sentimiento sostenido por cuatro mil años de civilización, desde los emperadores Chang hasta Mao Tse-tung.

Uno se hace amigo de un chino en condiciones de igualdad. La amistad es intercambio de relaciones de fuerza. Con un vietnamita la cosa es más complicada, como ser amigo de una mujer o de un adolescente receloso. Si tú tienes un boy vietnamita, sabes que te robará. Es la regla. Pero es preciso que te robe bajo tus narices y sin que te des cuenta, para aumentar el placer. Cuando le pescas con las manos en la masa, pruebas que tú eres más astuto que él, que has ganado un tanto, y él espera la próxima ocasión. El no entenderá que le trates de cerdo, de pícaro; tiene ganas de desplumarte un poco y de divertirse mucho. No se comportaría de otro modo con sus compatriotas. Puedes establecer un trato con tu cocinero chino. Le dices: «Pongámonos de acuerdo. Tú tienes la intención de robarme. ¿Cuánto?» El te dará una cifra, el 20 por 100 sobre todas las compras de la casa. Entonces regateas, te pones de acuerdo, pongamos en un 15 por 100. El cocinero chino se atendrá a ello y no te robará más de lo convenido, siempre que tú respetes ciertas reglas, por tu parte, y que no le ofendas.

Si debiera formular salvedades sería acerca de las mujeres vietnamitas. Muy bellas, sobre todo en el Sur, verdaderas lianas, con una piel de seda siempre fresca. Pero son cerebrales, no son eróticas por unas monedas, mucho menos que las camboyanas, las laosianas o las tailandesas. Las putas vietnamitas son las más frígidas, las más vulgares, las más chillonas que haya conocido, como si tuvieran necesidad de exagerar. Cuando estás haciendo el amor, sólo piensan en atrapar moscas. Pero cuando, además de la cabeza, interviene el corazón, ambos están generalmente bien armonizados, y la vietnamita puede convertirse en una compañera extraordinaria. Pero aun así, ella no podrá sustraerse al deseo de urdir insensatas intrigas, retorcidas transacciones monetarias, no por avaricia, sino por el placer del juego.

Entre los vietnamitas y los franceses, me refiero sólo al período que conocí, a partir de 1950, no existía una verdadera barrera racista. Esa barrera había existido antes, pero la guerra la había derribado. ¡Por fin la guerra había hecho algo que no estaba del todo mal!

Los franceses que debían permanecer durante largo tiempo en Indochina tenían generalmente una amiguita, una congai, con la que vivían, y con la que en algunos casos se casaban. Se sentían abandonados, sobre todo los soldados y esos hijos perdidos de la guerra, los legionarios. Entonces encontraban refugio y ternura en las hijas del país. Cosa que a veces terminaba mal.

Era después de Dien Bien Fu. En el largo paseo que bordea la playa de Nhatrang se habían instalado pequeñas tiendas que vendían soda y sopa china. Iluminados con lámparas de acetileno, frente al mar, había una línea continua de luces que por momentos desaparecían detrás de una ola: los pescadores con linterna.

Un increíble camión cubierto con un techo de bambú entretejido acaba de frenar, al cabo de sus fuerzas. Se desplaza sobre las llantas. Un francés de unos treinta años desciende de él, la cara delgada, la barba crecida, vestido como un nha-que, calzado con chinelas de madera. Tras él una mujer vietnamita, frágil, graciosa, y tres niños en los que las dos sangres se mezclaban.

Con algunas tablas y unos trozos de lona, montan una tienda como las demás. En la estantería se alinean botellas de soda y de cerveza, mientras que sobre un fuego de carbón de leña la mujer preparaba un cocido con huesos de vaca, la base de las sopas chinas, el pho o el my.

Me contaron su historia. El había sido miembro del Cuerpo Expedicionario y había solicitado la baja allí mismo; ella se le había unido cuando él guarnecía un puesto. Con sus ahorros montaron una pequeña plantación en una de las laderas de la cordillera annamántica. La cosa no andaba del todo mal: té y café. Ellos mismos habían preparado el terreno. Hasta el momento que llegaron los vietminhs. A los comunistas no les gustaba ese género de uniones, pues confundía su concepción deliberadamente simplista de las relaciones entre blancos y amarillos. Comenzaron las complicaciones. Impuestos cada vez más elevados, entregas en especie, sospechas. Luego llegaron los partidarios de Diem, las bandas de su hermano Ngo Dinh Can, el loco de Hué, que practicaron la misma política, pero con más brutalidad aún que los viets.

Finalmente, la plantación fue incendiada. El francés, la vietnamita y sus hijos huyeron en ese viejo camión que me recordaba extrañamente al de Viñas de ira. Pero ellos, en cambio, ya no se rebelaban. Demasiado fatigados, demasiado asqueados, trataban solamente de sobrevivir.

El vietminh restableció aquella barrera de razas. ¿Con qué objeto? Quizá porque pensaban que con el odio se hacían los mejores combatientes, que con el odio se ganan las guerras.

De ser así, se equivocaban. Giap debía haber leído más atentamente su libro de historia. Los pueblos victoriosos, aquellos a los que les está prometido un gran destino, se colocan resueltamente por encima del odio, por encima de las razas.

Siempre pensé que los nazis perderían por sus actitudes, opuestas a las que reportaron la victoria a Alejandro el Grande, quien no sabía qué cosa era la raza, y obligó a sus compañeros a desposar las muchachas de los países que habían conquistado.

Entre los vietnamitas y los norteamericanos el racismo se hizo sentir. Desde luego, hubo excepciones: entre esos descastados que son los periodistas, o esos otros del ejército norteamericano que eran las Special Forces, los «boinas verdes».

Yo hubiera podido casarme con una vietnamita. No me molestaría para nada tener hijos híbridos... a condición de hacerles vivir en Francia, que es ciertamente el país menos racista del mundo. En Asia, los mestizos están sentados entre dos sillas, entre dos razas. Es incómodo.

He admirado la tenacidad, el valor, el sentido de la organización y la eficacia del Vietminh. Pero encuentro siniestro su rechazo de las alegrías de la vida. ¿Podría emplear otros métodos para luchar contra dos frentes, contra los franceses y norteamericanos, y contra la indolencia de la población? ¡Treinta años de guerra!

En el Asia Oriental, tan pródiga de ellos, algunos extraños personajes se levantaban frente a la guerra. Se mezclaba en ellos la truhanería, la ingenuidad, la mentira, la verdad. Mitad reyes, mitad payasos, lograron a veces retrasar el curso de la guerra, porque ellos la divertían.

Uno de ellos fue Sihanouk, de quien debemos hablar de pasada, pues ya no es nada.

Mientras la guerra arrasaba el Vietnam y se convertía en un juego para iniciados en Laos, Camboya permanecía como un asilo de paz.

Bastaba recorrer un centenar de kilómetros, o hacer algunos minutos de viaje en avión, para dejar Vietnam, un país devastado por la guerra, con los arrozales cavados por las bombas, con los bosques atacados de sarna, con las ciudades invadidas de sacos de arena y alambradas de púas, para volver a encontrar los templos rodeados de verdor y de las manchas anaranjadas de los bonzos del «pequeño vehículo», los samios que pedalean sobre su extraño triciclo, los cafés apacibles, el Hotel Royal y Ankor, adonde acudían los turistas.

En ese país reinaba un pequeño personaje agitado, redondo como un guijarro, con voz de falsete y con un montón de ideas por minuto, que se entrechocaban como bolas de billar. Más parlanchín todavía que Fidel Castro, pero no tan matamoros, taimado e ingenuo. Era monseñor el camarada príncipe Norodom Sihanouk, jefe del Estado, jefe del Partido único, que se había destronado a sí mismo para poner en su lugar en el trono... a su madre.

Era al mismo tiempo el primer cineasta, el primer saxofonista, el primer periodista y el primer jugador de fútbol del reino. Se ocupaba de todo, y chismorreaba sobre todo, particularmente de lo que no le concernía, o lo que debía fingir que ignoraba. Muy democrático a su manera, consideraba normal que sus ministros se pusieran a cuatro patas delante de él, con la frente hundida en el polvo... y también golpearles como una alfombra cuando estaba descontento de ellos, y tratarles con todos los nombres imaginables.

Norodom Sihanouk le decía a quien quisiera escucharle que nada podría impedir que Camboya naufragara un día en el comunismo, a causa de las estupideces que acumulaban los norteamericanos en Asia. Tenía razón. Sólo quería que ello ocurriera lo más tarde posible, agregando que haría lo posible para que ese comunismo continuara siendo khmer. En esto se equivocó. El comunismo khmer naufragaría en lo que de más loco, más atroz y más sangriento podía tener dicho credo.

Por esas razones había optado por China contra Moscú. China era la única que podría proteger a su país contra el Vietnam del Norte, aliado de los soviéticos y cuyos apetitos territoriales le asustaban.

Con Sihanouk, al menos uno no se aburría. De paso para Pnom Penh solicité una entrevista con él, totalmente al azar, ignorando cuál era en ese momento su relación con la prensa, a la que algunas veces halagaba y otras detestaba.

La cosa andaba bien ese día. Me recibió en el jardín de su palacio.

—¡Ah! Mi querido maestro —me dice.

(Fue realmente uno de los pocos que me dieron ese tratamiento raro que emparenta a un escritor con un notario.)

Sacude la cabeza mientras sus ojos ruedan como semillas de loto:

—Esto es un fastidio. He jurado que nunca más... jamás concedería entrevistas a los periodistas.

Estaba visiblemente apenado. Sobre todo estaba muy nervioso, como siempre que volvía de Grasse, donde iba a hacer su tratamiento para rebajar de peso con el doctor Pathé. Por eso le gustaría hacer para mí su número. Cuando se lanzaba, olvidaba su angustia y la inquietud que le tornaba bulímico. En esa época Sihanouk estaba convencido de que los agentes de la C. I. A. tenían el propósito de suprimirle, como lo habían hecho con Diem, su viejo enemigo, a quien comenzaba a echar de menos, después de haber decretado «tres días de fiesta» para celebrar su muerte. Repentinamente, su rostro se aclaró:

—Le voy a ofrecer una conferencia de prensa.

Convocó a sus dos acólitos habituales, el gordo Barret, que había estado en la Legión Extranjera, donde buscó refugio por un tiempo y que dirigía entonces el periódico Réalités cambodgiennes, al que llamaban Irréalités, y Meyer, que en un tiempo hizo espionaje entre los Binh Xuyens, los piratas del arroyo de Cholón, y que en ese momento pasaba por ser el ojo de Pekín. El primero es gordo, el segundo delgado; el uno es alegre, el otro es grave; uno adivina, el otro sabe.

Una gran mesa. Sihanouk está entre sus dos candeleros, yo frente a él. Es mediodía, hace un calor espantoso. Sihanouk no logra serenarse, golpea rabiosamente la mesa con sus puños.

—Esto se ha acabado —me dice.

Yo pregunto:

—¿Qué es lo que se ha acabado, monseñor? ¿Vuestra paciencia con los norteamericanos y sus eternas intrigas?

Me mira asombrado:

—No. Mi hijo acaba de preñar a una muchacha, y él cree que voy a pagar como siempre. ¡Pero está equivocado, esto se acabo. Ya es bastante mayor para tener más cuidado. En este país yo tengo que ocuparme de todo. Alrededor de mí no hay otra cosa que incapaces, o ladrones. Todos meten la mano en la bolsa, todos trafican. Incluso la reina, mi querida, se dedica a negocios con productos farmacéuticos. Cuando le digo que eso no está bien, me contesta que soy idiota, que no ahorro lo suficiente, que es necesario que ella se ocupe de mi porvenir y que reúna algún dinero... Yo no necesito dinero; si algún día la cosa anda mal, me haré bonzo, me afeitaré la cabeza y sólo comeré arroz. Es bueno el arroz con pescado seco. ¿Tiene sed? Beberemos champaña. Es bueno el champaña, ¿verdad?

A la espera de la botella, me cuenta todos los chismes de la ciudad. Sobre el embajador de Francia, «que anda diciendo en todas partes que ama a Camboya, pero lo que él ama son las pequeñas camboyanas...». Se las hace traer de casa de la madre Nam.[18] ¿No es cierto?

La cosa continúa así. Pasa todo el mundo. Aficionado como nadie a todos los cuentos de cama, va nuestro Samdech.

Traen por fin el champaña. Está tibio y dulce. Muy mal cortesano, hago una mueca y él se pone furioso.

—¿No es bueno mi champaña?

—¡Puah!

—Sin embargo, es francés. Se acabó la importación de champaña. Queda suprimido el champaña en todo Camboya. ¡Así que no es bueno mi champaña!

Ese mismo día fue cuando, luego de haber leído un artículo desagradable en el Philadelphia Sun, o en algún folleto local de la misma línea, devaluó el dólar... por su propia autoridad... para los turistas norteamericanos que arrastraban sus cámaras en las ruinas de Angkor.

Ellos se enteraron al pagar sus cuentas en el hotel.

Por momentos, Sihanouk navegaba en pleno delirio. Me hacía recordar al pequeño rey de Slogow. ¡Un chico mimado insoportable!

Cuando decidió ser un gran cineasta, creó un festival. Siendo presidente del Jurado, se atribuyó todos los premios. Rodó filmes insensatos, en los que hacía actuar a su familia, sus ministros, su corte y su ejército. Componía canciones de modistillas en francés, que cantaba con su voz de falsete, acompañándose con un saxofón. No era cuestión de gastar bromas. Me enemisté con él por una cuestión de saxo. Trataré de que nos reconciliemos cuando venga a instalarse en Mougins, cerca de mi casa, en el pequeño chalé que se compró. Eso es lo que deseo. Le diré que yo había exagerado, que no toca tan desafinadamente, que soy yo el que tiene el oído atrofiado.

Era capaz, al mismo tiempo, de hablar a su pueblo por radio durante cinco o seis horas seguidas sin anotaciones y decir toda clase de tonterías, pero igualmente cosas llenas de sentido común. Establecía un verdadero contacto humano con sus camboyanos, era el primero que había aparentado interesarse por ellos. Montado en un helicóptero, arrojaba sobre sus cabezas piezas de tela. Los buenos pequeños khmers lo esperaban todo de él, adoraban eso.

Sihanouk tenía una obsesión: evitar que su país entrara en la guerra. Durante mucho tiempo lo logró, efectivamente, y fue un asombroso juego de acrobacia. No era comunista, ni prochino, ni antiyanki, con cierta inclinación hacia Francia. Había encontrado la manera de enriquecer a los khmers, de convertir a Pnom Penh, pequeña ciudad aletargada a orillas del Mekong, en una verdadera capital. Hacía que todos los países extranjeros compitieran entre ellos, logrando que los norteamericanos construyeran carreteras, los rusos un hospital, una fábrica los chinos, otro hospital los franceses. Y también el mayor estadio del Sudeste asiático, a cargo de una empresa privada a la que olvidó pagar.

Hizo que esto durara todo lo que pudo. Un día la guerra dijo basta. O quizá Sihanouk dejó de divertirse. Entonces la guerra extendió su negra sombra sobre todo el país, la famosa sonrisa khmer se transformó en mueca. La corrupción, que era decente, con Lon Nol tomó proporciones gigantescas. Todos los límites de la atrocidad fueron sobrepasados. Recuerdo algunas fotografías publicadas en aquella época: el corazón del enemigo devorado crudo, los montones de cabezas de los decapitados...

Los etnólogos, que lo saben todo, te dirán que eso no tiene nada que ver con la antropofagia. Es un ritual. Se devora el corazón del enemigo valeroso para adquirir su coraje. Es una señal de aprecio, en cierto modo.

Lo cierto es que los buenos pequeños khmers son gentiles, mientras la guerra no les enloquezca del todo.

Es un viejo pueblo que, en el momento de la llegada de los franceses a Cochinchina en el siglo xix, se hallaba en trance de ser devorado por los vietnamitas por un lado y por los tailandeses por otro. Y que no reaccionaba, como si lo hubieran anestesiado.

Volví a Camboya, devastada por la guerra, después de que los norteamericanos y los survietnamitas la invadieran en abril de 1970. Yo buscaba a los diecisiete periodistas que habían desaparecido sin dejar rastro con pocos días de intervalo y en el mismo lugar: el pico de Canard.

Eran franceses, norteamericanos, japoneses, alemanes y austriacos. Jamás se dio con ellos, ni siquiera con sus cadáveres, pero yo sé que están muertos. ¿Cómo? ¿Por qué? Lo ignoro. La única hipótesis que he retenido, porque concuerda con la situación en ese momento y porque es digna de la guerra y de su locura, es la que sigue:

Es necesario que te recuerde que ese año, después de la entrada de las tropas norteamericanas y survietnamitas en Camboya, radio Hanoi había difundido una serie de comunicados en los cuales afirmaban que los norteamericanos se había lanzado a una salvaje agresión, totalmente injustificada, puesto que los norvietnamitas no tenían tropas en Camboya.

Lo cual era falso. Los norvietnamitas incluso ocupaban dos provincias vecinas a la frontera, en el Norte, por donde pasaba la famosa ruta Ho Chi-minh; se trataba de Mondolkiri y Rattanaki, que ellos estaban resueltos a no devolver y donde habían implantado su administración, cosa que ponía a Sihanouk en un estado de rabia loca.

Imagina, dentro de ese contexto, a diecisiete periodistas con sus cámaras fotográficas y filmadoras que tropiezan con divisiones regulares vietminhs realizando maniobras y regresando a sus refugios en la selva. Estos periodistas podrán ser de derecha o de izquierda, pero tienen frente a ellos esos treinta o cuarenta mil hombres, soldados regulares con todo su equipamiento, vale decir la prueba de una mentira flagrante. Era inevitable que estos periodistas hablaran. Entonces los vietminhs perdieron el juicio, no podían reconocer que habían mentido, un buen revolucionario no puede mentir, debe ser creído; si se duda de él está perdido, y suprimieron a los diecisiete. Esta es, a mi criterio, la única explicación posible. Si alguien puede aportar otra mejor, estoy dispuesto a aceptarla.

Esa guerra de Camboya se desarrollaba en medio de la más total confusión. Era un burdel sangriento y enloquecido.

Todo el mundo mentía, empezando por los viets y los khmers rojos que todavía eran amigos. Los camboyanos quisieron hacer como todo el mundo y, de golpe, lo sobrepasaron. Ibas a ver a un responsable cualquiera y le preguntabas, por ejemplo: «¿Puedo viajar a Angkor?». «¡Desde luego!», te decía, para no perder su imagen y confesar que el régimen al que servía, la república de Lon Nol, había perdido la ciudad sagrada y que la bandera roja flameaba sobre sus ruinas. Muchos periodistas se dejaron engañar de esa manera, yo entre ellos.

El responsable de la Información, un pequeño capitán cuyo nombre no he retenido, al mostrarme escéptico con respecto a Angkor, llegó más lejos... en su inconsciencia. Me propuso entregarme una orden de misión que me permitiera llegar en avión hasta Siem-reap, el aeródromo de Angkor; el mismo avión me esperaría para traerme de vuelta.

El aparato, efectivamente, me dejó sobre el terreno junto con mi fotógrafo, pero inmediatamente levantó vuelo. Estoy seguro de que ése fue el último que aterrizó allí. Henos aquí, pues, arrastrándonos por la ciudad, muerta, desierta. Casi se produjo una fiesta en el mercado de Siemreap, pues nos tomaron por los primeros turistas que volvían de nuevo. Pero dos golondrinas no hacen un verano, ni dos seudoturistas la paz.

Pudimos llegar hasta la Conservación de los Templos. Todo estaba tranquilo, sólo quedaban dos franceses: Groslier, el conservador, y Boulbé, de la Ecole Frangaise d'Extreme-Orient. El tal Boulbé, después de mostrarnos de lejos las ruinas, nos preguntó quién había sido el chiflado que nos había enviado allí. Angkor estaba bajo el control norvietnamita; en otros términos, nos encontrábamos en situación de pasearnos cargados con nuestro material en medio de los viets. Todos los empleados de la conservación de los templos eran originarios de Vietnam, y nada se parece tanto a un vietnamita no comunista como otro que sí lo es, por poco que ambos sean del Norte. Pero éstos, de todos modos, eran viets.

Las ruinas estaban repletas de refugiados que preparaban sus comidas en medio de las galerías de Angkor Vat y de Angkor Tom, que plantaban clavos para tender su ropa en las maravillosas apsaras. No serían los norvietnamitas quienes se lo prohibieran. La historia de Angkor no era la de ellos, y en cuanto a monumentos, no tienen ninguno.

Era imposible averiguar algo sobre el tráfico de estatuas practicado por vietminhs y khmer rojos vía Tailandia. En cuanto a la muerte de Puyssesseau, habría sido un «borrón». Al parecer, los khmers rojos habían tomado el «zoom» de la cámara de televisión por un cañón, y al encargado del sonido con su Nagra, por un espía imperialista que guiaba desde el suelo una operación de bombardeo de la aviación.

Entonces habían disparado algunas ráfagas de ametralladora y Puyssesseau habría muerto en esas circunstancias. ¡Morir en las ruinas de Angkor! Bello final para un periodista que sólo disponía, para defenderse de esos nuevos bárbaros, los testimonios de un pasado prestigioso, de armas tan irrisorias como una estilográfica y una cámara.

Luego fue necesario volver a Pnom Penh. Ya no había avión. Siemreap estaba cercada por los comunistas, que amenazaban al aeródromo. La guarnición de Siemreap dormía a pierna suelta, y el coronel, cuya siesta interrumpimos, quería meternos en chirona. Era imposible saber a qué atenerse. Cuando me di cuenta del baile en que nos había metido el servicio de información camboyano, traté de hallar el medio para largarnos. Finalmente encontramos en el mercado un taxi colectivo lleno de mujeres, niños, pollos y patos, que se preparaba para llegar a Battambang. Lo tomamos. El taxi se detenía cada cuatro o cinco kilómetros, el chófer descendía e iba a tomar un trago o a orinar detrás de una cabaña; luego partíamos nuevamente. Más tarde me enteré de que habíamos atravesado una zona controlada por los norvietnamitas y los khmer rojos. Cada vez que el chófer hacía un alto, era para mostrar su salvoconducto y abonar gravámenes diversos. Eso explicaba el elevado precio del transporte.

Las desgracias de ese país no habían terminado. La victoria de los khmer rojos había de traducirse en uno de los mayores manicomios de la Historia. ¡La guerra organizó un buen festival! Un millón, dos millones de camboyanos, no se sabe cuántos, fueron arrancados de las ciudades y arrojados al campo, sin víveres, sin nada. Todos los símbolos de la sociedad de consumo fueron destruidos: neveras, «Mercedes» (éstos abundaban), aparatos de aire acondicionado. Los hospitales fueron cerrados. Discípulos de Jean-lacques Rouseau, partidarios de la vuelta del arroz, se habían convertido en locos furiosos. Los grandes temas de nuestra izquierda ecológica fueron aplicados al pie de la letra: un millón de muertos, desaparecidos y fusilados, cadáveres amontonados junto a los caminos. Nos hicieron saber que eso era sólo un comienzo. El gran viento retrógrado de la Historia ha comenzado a soplar, y trae la muerte. Es preciso meditarlo.

Todo el mundo buscó refugio en la embajada de Francia, en torno a un vicecónsul que hacía lo que podía, el pobre. Se ve llegar, conducidos a puntapiés y con las manos esposadas, a siete miembros de la embajada soviética que habían creído que para ellos sería diferente. Estaban aplastados como piojos. Los khmer rojos habían derribado las puertas de su embajada a tiros de bazooka. Los khmer estaban a favor de Pekín y en contra de los imperialistas desviacionistas del Kremlin.

¿Entonces, estos otros no lo sabían?

Laos nunca fue una cosa seria. Incluso la guerra tomaba allí aires de opereta.

A los laosianos les gusta vivir tranquilos y arreglarse entre ellos, a la laosiana. Habían encontrado la manera de tener un rey pacifista, a quien le gustaba cultivar su jardín y tocar la flauta —nada más que clásico.

Estaba flanqueado por cierto número de príncipes, que se encargaban de todo. Souvanna Phouma, que era partidario de la neutralidad y de Francia; su medio hermano, Souphanouvong, que estaba a favor de Hanoi y la paz de los pueblos, pero una paz armada; Bou Noum, que siempre había peleado a nuestro lado, incluso durante la resistencia contra los japoneses, pero al que se había dejado de lado y ahora flirteaba con los norteamericanos.

Los laosianos se creían protegidos por todos los costados. ¡Inocentes!

Laos era el país del Sudeste asiático menos inclinado hacia la guerra. En el arte militar, como en la política, se aplicaba a todos los niveles el famoso Bo Pe Nhang, que significaba que todo se arregla finalmente a condición de que no se haga nada.

Cuando pasé por última vez por Vientián, en junio de 1975, no se había arreglado nada.

Laos nunca había sido conquistado, anexado o colonizado. Se había dado a Francia porque su enviado extraordinario tenía un aspecto tan bondadoso que los laosianos no pudieron resistirse a concederle ese placer.

Ese hombre se llamaba Pavie. Era normando y se dedicaba a instalar telégrafos. ¡Un señor! Jamás en su vida llevó un arma. Decía que, como los hombres eran buenos, los fusiles no servían para nada. Es una historia fantástica, la más hermosa de nuestro folklore colonial. Nos permite rescatar las otras estupideces...

Pavie, que instalaba teléfonos por el lado de Pnom Penh, oyó un día a unos indígenas hablar en una lengua cuyas sonoridades le eran desconocidas. Pavie tenía un oído musical, aprendía todos los dialectos con una facilidad desconcertante. Se preguntó entonces quiénes serían esos hombres que no eran ni khmers, ni chinos, ni vietnamitas. Les interrogó en camboyano, le dijeron que «venían del Norte, de allí arriba, del país de los grandes ríos y de las grandes cascadas».

Pavie, que tenía un corazón que no dudaba de nada, fue a ver al gobernador general en Hanoi para solicitarle un permiso e ir a ver qué pasaba por allá en el Norte. El gobernador, seducido por la ingenuidad, el hermoso aspecto, la noble barba, el porte tipo padre Enfentin de nuestro instalador de líneas, aceptó que intentara la aventura. Uno puede imaginarse un pequeño «agregado» a quien le formulara semejante demanda un agente auxiliar de tercera clase, lo que indica menos que nada, poseedor apenas de su certificado de estudios secundarios. Hubiera sido rechazado o quizá ni siquiera recibido.

Tenemos, pues, a Pavie marchando «a la conquista de los corazones». Los laosianos que él había conocido en Pnom Penh le sirvieron de guías. Atravesó unos ríos y remontó el curso de otros, infatigablemente. Cuando llegó a Laos, ya dominaba la lengua del país.

Un día vio a un laosiano que se estaba ahogando en un torrente, y le salvó. Era un pequeño rey local, en quien Pavie ganó un amigo. Continuó su camino, haciendo el bien por dondequiera que pasara, dispensando buenos consejos. Además, se mostraba gentil con las damas y poseía un agradable aspecto, una orgullosa estampa. Se parecía la pintor Coubert.

Los laosianos, que estaban cargados de problemas, particularmente a causa de sus vecinos los piratas birmanos y chinos, y sus hermanos de raza, los tailandeses, se dijeron: «Si todos los franceses son como Pavie, será conveniente pedir a Francia que venga, para defendernos y para que se haga cargo de nosotros.»

Al cabo de un año y medio reapareció en Hanoi nuestro muchachón barbudo, con su mochila a la espalda y rebosante de salud. Traía también un tratado, conforme al cual los diferentes reyes de Laos solicitaban la protección de Francia. Fue necesario detenerle, pues con su manía de seguir subiendo a pie hacia el Norte y de hacerse amar por todo el mundo, estaba a punto de traernos el Yunnán. Para frenarle se le designó embajador de Francia en Tailandia. Esto demuestra una vez más que la mejor manera de neutralizar a un hombre de carácter es hacerlo entrar en la carrera diplomática.

Pavie contó su aventura en versos blancos. Finalizado su servicio, se retiró a su región natal, Normandía, donde mantuvo una especie de corte, frecuentada por Lyautey, Savorgnan de Brazza y el padre de Foucauld, quienes fueron sus discípulos. Por su culpa, estuvimos a punto de encontrarnos a la cabeza de un imperio inmenso, una verdadera catástrofe: ¡ochenta millones más de subditos habitantes de Yunnán!

En Laos uno se sentía cómodo, entre amigos, todos aficionados a las fiestas, el boun y las muchachas, las phousaos. Hicimos Dien Bien Fu, en parte para salvar a Laos de la invasión norvietnamita. Desde el punto de vista estratégico, eso fue absurdo, pero desde el punto de vista de los sentimientos lo comprendo perfectamente. Después llegaron los norteamericanos, y Laos se convirtió en el coto de caza de todos los espías, de todos los agentes dobles, triples o cuádruples. Mezclado con todo eso, el olor enervante del opio.

Un pequeño francés, que no tenía aspecto de nada y que no le daba importancia a las apariencias y que era uno de nuestros más importantes agentes (el P'tit Ricq en Les tambours de brortze), siendo consejero del príncipe Souvanna, me invitó a participar en una operación de guerra psicológica. Era necesario elevar la moral de la valerosa población laosiana, después del cubo de agua fría que habíamos recibido en Dien Bien Fhu.

La tal guerra psicológica en Laos poseía características que permitían reconciliarse ampliamente y para siempre con ese género de actividades. En otras partes la imposición de la propaganda se hace a fuerza de altavoces, cuando no a fuerza de puntapiés; aquí, en cambio, disponíamos como material de un proyector «Pathé Baby» de 8 mm que funcionaba con una batería de automóvil y que proyectaba cortos en los que se veía la catedral de Chartres, Nótre Dame de París y los trigales de Beauce. Demente y surrealista. Como personal, disponíamos de varios miembros eminentes del ejército laosiano, armados de guitarras y mandolinas. Partimos orgullosamente, aunque un poco atrasados, a las nueve en lugar de a las cinco de la mañana, en un camión cuyo motor padecía de asma. A mediodía se hizo la primera pausa, prolongada por una siesta, y luego por un poco de boun. Era cuestión de ponerse en forma. Nuestros valientes guerreros se aplicaron entonces a la búsqueda de pollos, y la gente de la vecindad respondió positivamente. Se danza, se come, se hace música y se hace funcionar al Pathé Baby, utilizando un toldo como pantalla. Todo el mundo está muy contento y se echa a dormir a pata suelta en el mismo lugar. Al día siguiente —yo siempre me despierto demasiado temprano— sacudo a los otros y pregunto:

—¿Cuándo salimos?

—Déjanos dormir en paz —me dicen los propagandistas. No hay entusiasmo.

Partimos, finalmente, a las diez y media. A mediodía nueva detención en una pequeña aldea. Comida, siesta seguida de boun, se come, se danza con las phousaos, se bebe no poco, se duerme, se vuelve a partir. Muy pronto el camión se negó a seguir y el «Pathé Baby» quedó atascado. No quedaban más que las guitarras y las mandolinas para cumplir con el compromiso. Terminamos por abandonar tanto el camión como el proyector, nos amontonamos en una carreta tirada por búfalos y, lentamente, apaciblemente, dando tumbos, remontamos el camino hacia Luang Prabang. Todas las noches se hacía la fiesta. Avanzábamos de boun en boun. El tiempo había dejado de existir. Es la más segura señal de la felicidad.

En una ocasión nos habíamos detenido en las proximidades de un monasterio. Me vi obligado a defender rudamente mi virtud contra los pequeños bonzos que me metían la mano en la bragueta y me mostraban sus nalgas. Esos monasterios eran verdaderos templos de Sodoma, a pesar de que las hijas del país eran bellas, sonrientes, acogedoras, totalmente carentes de problemas. ¡Qué sacrilegio!

Te bañas en un arroyo, en cueros, y ves siempre en las orillas una docena de phousaos que te observan para ver qué tal estás dotado.

Las laosianas son como las tahitianas, las phousaos como las vahinés, siempre con una flor detrás de la oreja. Pero son más simples, más alegres, y carecen de esa desconfiada susceptibilidad de las polinesias. ¡Hacer la guerra en un país como ése, qué crimen contra la felicidad! No sé finalmente en qué boun quedó definitivamente empantanado nuestro operativo psicológico, ni tampoco sé si hemos levantado la moral a alguien, pero toda mi vida recordaré ese viaje fuera del tiempo y del espacio. Muy lejos de la guerra.

Así como los corresponsales de prensa deben pagar a menudo su tributo a la guerra, también suele ocurrir que la desencadenen. Ese fue el caso en la guerra de las sectas del Vietnam del Sur.

El periodista tiene por función el seguimiento de los acontecimientos y el dar cuenta de los mismos. ¿Pero y cuando no hay acontecimientos? Es muy malo no tener nada para enviar al periódico o a la agencia; se olvidan de uno. En el acontecimiento, el periodista es el rey, triunfa, lo necesitan, le halagan. Cuando no ocurre nada, no es más que un mendigo que implora una invitación en un banquete oficial, donde le han colocado en el extremo de la mesa, porque no se atreven a enviarle a la cocina.

La guerra de las sectas hubiera estallado de todos modos, pero es probable que hubiera sido menos sangrienta si los periodistas con sede en Saigón no se hubiesen mezclado en el asunto. Nosotros hemos precipitado el movimiento, echamos aceite sobre las llamas, al descubrir a algunos personajes que preparaban ciertas transacciones complicadas, con las cuales todo el mundo hubiera sido estafado y todo el mundo hubiera hecho su negocio. Diem, por entonces en el poder y sostenido por los norteamericanos, disponía de las piastras que necesitaba para comprar a los jefes de las sectas, una banda heteróclita y pintoresca.

Este tema del periodista espectador que se erige en actor, o en juez, que monta al escenario y que luego no logra dominar los demonios por él liberados, sería el de Rois mendiants, publicado mucho más tarde. Prueba de que ese problema de la guerra de sectas me hizo reflexionar mucho. Así como el problema de «Watergate», que en aras del puritanismo y de la hipocresía norteamericana hizo que fuera sacrificado un verdadero jefe de Estado, bribón sin duda, para reemplazarle por un fantasma. De esta manera se inicia el declive de Estados Unidos y el vasallaje del mundo bajo la pesada garra soviética.

Volvamos a nuestras sectas. Son tres: los caodaístas, los Hoa Hao y los Binh Xuyens. Forman parte del mundo esotérico de la Cochinchina: los adivinos que hacen hablar a las mesas y otros objetos, los caodaístas; unos bonzos locos, los Hoa Hao, y los piratas que regulan las extorsiones sobre los transportes de arroz en los arroyos desde hace siglos, los Binh Xuyens.

Los japoneses se valieron de las sectas en contra de los franceses, en tiempos del almirante Decoux. Los vietminhs trataron de anexionárselas matando a sus jefes e incorporando a sus seguidores, pero fracasaron. Los servicios franceses las tomaron por su cuenta y se sirvieron de ellas en contra de los vietminhs y para apoyo de su propia política, o de su ausencia de política.

Nuestros servicios secretos convirtieron a esos iluminados, eso seres primitivos, esos piratas, en coroneles, en generales, y a sus subordinados en tenientes y capitanes. Se les distribuyeron armas y también uniformes y galones. A los militares no les gusta actuar en medio de la bruma, quieren saber quién es el individuo con el que se encuentran, sin complicarse la vida tratando de averiguar cuál es su valor o su influencia.

Así fue como el bueno de Tran Van Soai, totalmente analfabeto, antiguo fogonero de locomotoras, se encontró con el grado de general. Pero sólo le otorgaron una sola estrella, cosa que jamás había existido en el ejército francés, donde el menor brigadier luce dos.

De esa manera nacieron los ejércitos privados de las sectas, y la Policía de Saigón, la famosa Sureté, fue entregada a los mismos contra los cuales había luchado permanentemente. Estos eran los piratas Binh Xuyens, cuyo jefe, Le Van Vien, había comenzado su carrera asesinando a un empujador de carritos por tres piastras. Su padre ya era ladrón de ganado. Tenía una facha asombrosa, no sonreía jamás, desconfiaba de todos y se pasaba mucho tiempo en compañía de algunas fieras que constituían su zoológico personal, entre ellas un tigre que, según se decía, era su único amigo.

Ngo Dinh llega al poder. Su sombra, su «hermano José», el cerebro da la familia, era Ngi Dinh Nhu, antiguo discípulo de Emmanuel Mounier, que trataría de aplicar en el Vietnam el personalismo cristiano mediante la fuerza y la denuncia.

Los Ngo eran tan fervientes católicos como los viets fervientes marxistas, vale decir que eran católicos como los viets comunistas: a su manera. Nacionalistas ante todo, querían limpiar al país de un siglo de ocupación francesa. No querían saber nada de las sectas, de sus ejércitos privados pagados por Bao-Dai y los espías franceses, y de sus jefes disfrazados de oficiales.

Diem era virtuoso, nunca había cohabitado con una mujer, era el jefe de Estado virgen. Incluso había querido ser cura, por lo cual estuvo en varios conventos. El jefe del clan era monseñor Ngo Dinh Tuc, arzobispo de Hue, donde se halla el solar de origen de la familia.

Diem quería reconstruir la unidad del Vietnam, exactamente de la misma manera que los vietminhs. Se negó a firmar los acuerdos de Ginebra a los que tanta importancia les asignaban los franceses. Quería disponer de un ejército nacional, y consideraba que las sectas hacían vivir al país en plena Edad Media. No quería más policía controlada por los malhechores, ni burdeles y boites con taxi-girls, ni más droga. Todo eso disgustaba a ese honesto puritano, al igual que a sus protectores norteamericanos, entre ellos el cardenal Spellman.

A los Binh Xuyens, que controlaban la Policía y eran protegidos por Bao-Dai, a quien untaban, y por los servicios franceses dirigidos por Savani, a quien servían, les falló verdaderamente la componenda. Bai Vien, su jefe, había montado en su feudo de Cholón un gigantesco burdel. Trabajaban allí tres mil muchachas de todos los orígenes y de todas las edades: era el reposo del guerrero para un cuerpo de ejército completo. Era una ciudad prohibida, realizada con una pésima decoración de cartón-piedra. Las pequeñas casillas donde las chicas recibían a la clientela estaban pintadas con colores chillones, resplandecían los carteles de neón y los altavoces bramaban a toda potencia. Un parque de atracciones dedicado al sexo.

No hace falta hablar de los fumaderos, los garitos, el juego de los treinta y seis animales, en el que el cooli juega las pocas piastras que ha logrado obtener, para terminar su fiesta con el viejo dross o la heroína revendida por Bai Vien, el «amigo del pueblo».

Diem, en nombre de la virtud, declaró oficialmente la guerra a las sectas y se dedicó a dividirlas a fuerza de millones, lo cual era relativamente fácil. Los protectores de Bai Vien atacaron su moral, y éste prometió enmendarse, decidiendo, para comenzar, el cierre del «Grand Monde», todo ello adornado con una declaración atronadora:

«Para ganar la batalla de la paz, liquidamos los vestigios del régimen corrupto que paraliza nuestros esfuerzos en el camino de la organización nacional.»

¡Qué sentido del humor el de Bai Vien! A menos que no fuera su consejero quien lo redactó. De todos modos, un perfecto sarcasmo.

El «Grand Monde» se hallaba en la rué des Marines. Allí se podía encontrar cualquier cosa, incluso a las tres de la mañana: una chica, un chico, un travestí, hacerse servir un pato a la «Seun Chuan» rociado por algunas copas de coñac, encargarse un par de pantalones, comprarse una camisa, bailar hasta el agotamiento con una taxi-girl china, malaya, tai o vietnamita a cien piastras la hora. (Para continuar la conversación en privado y sin música, la tarifa era mucho más alta.) Pero de todos modos era necesario que hicieras bailar a tu preciosa. Si ella debía permanecer parada frente al bar, perdía ganancias y su prestigio se deterioraba.

El «Grand Monde» era ante todo el templo del juego, construido al abrigo de un alto muro ocre, como el de una prisión. A la entrada te cacheaban de pies a cabeza unos guardias que pertenecían al mismo tiempo a la Sureté —boina verde y revólver al costado—, y a las bandas Binh Xuyens —rackets y otros rebuscamientos—. Había allí inmensas salas de juego en las que se apretujaban millares de personas: la taxi-girl despectiva junto al cooli que extraía sus piastras de un pañuelo pringoso; la elegante dama vietnamita de blancos cabellos, vestida de sedas y brocados, junto a la amah, la nodriza con los dientes carcomidos por el betel.

Ruedas de tómbolas que chasquean, números que se vociferan. Retrepados en altos asientos, como los árbitros de un partido de tenis, otros Binh Xuyens vigilan con la ametralladora cruzada sobre sus piernas.

Una mesa reservada para grandes apuestas, se juega a la bola, la ruleta. Allí se codean ricos comerciantes chinos y europeos vestidos de etiqueta. Cuando se sale de un banquete oficial, se va a dar una vuelta por el «Grand Monde».

Y he aquí que nuestro Bai Vien, tocado por la gracia, se priva de una de sus más importantes fuentes de ganancias, que había debido conquistar tras ardua lucha contra el clan chino de los juegos de Hong Kong. Para lo cual debió secuestrar y asesinar a varios miembros de tan honorable corporación.

Pero el jefe pirata, perdón, el general Bai Vien, no se lamenta demasiado. Instala por todas partes garitos clandestinos y, al no estar éstos controlados, aporta un menor porcentaje a su imperial protector y amigo.

Nada ha perdido con esa prueba de buena voluntad, y aun se dedicó a patrocinar varias asociaciones de virtud. Ahora cogía a las hijas de los refugiados, pero no para que se prostituyeran. Vestidas de blanco y con una boina verde sobre la cabeza, las utilizaba como agentes de tráfico.

Diem quería su cabeza. Organizó varias operaciones contra las sectas, mientras sus agentes se esforzaban por dividirlas a golpes de millones. Cosa relativamente fácil, pues todos esos personajes se odiaban, se envidiaban unos a otros y creían en el dios Piastra mucho más que en sus extrañas divinidades.

Repentinamente, Diem lo detiene todo. Las sectas, por su parte, dejan de actuar. Se espera. ¿Qué? Nadie sabe nada. Nuestra alegre cohorte de corresponsales se encuentra frustrada de su «acontecimiento», después de haber anunciado que Vietnam del Sur sería barrido a sangre y fuego. Cosa que me había valido el ser reenviado a toda velocidad a ese sector cuando estaba pasando algunos días de apacible reposo en mi Lozére natal.

Unos tras otros, mis estimados colegas fueron a buscar a los jefes de las sectas y les dijeron: «¿Ustedes no hacen nada? La inacción es muy peligrosa. Conviene a Diem, que así podrá comprar a sus tropas. Trinh Minh The ya se pasó al otro lado con armas y una buena cantidad de equipaje. Ba Cut no es seguro. Y no hablemos de Tran Van Soai; puede venderse a Diem por un puñado de dólares más la segunda estrella que le falta.»

La misma música para el otro lado, aunque tocando con distintos registros. Aquí la cosa no tiene que ver con rufianes, sino con personas distinguidas, descendientes de grandes mandarines, muchachos que hicieron Ciencias Políticas. Aunque eran igualmente desconfiados, retorcidos y crueles. También teníamos coroneles salidos de academias militares y que aspiraban a convertirse en generales. Por ejemplo, Big Minh, que llegaría a ser por cuarenta y ocho horas el último presidente de Vietnam del Sur.

A éstos se les dice: «Ustedes están dejando pasar la oportunidad. Si no intervienen a tiempo, las sectas, con la ayuda de los franceses, se van a reforzar, y eso permitirá que Bao-Dai, su protector, desembarque para tomar el poder. Una considerable parte de las fuerzas armadas le apoyarán. Los norteamericanos, decepcionados por la inacción a que se conforman, dejarán hacer. El único camino que les quedará será irse a París a instalar restaurantes vietnamitas. Allí ya hay demasiados, ya no son un buen negocio.»

Tanto hicieron que, finalmente, se desató la guerra civil. Se comenzó con actitudes provocativas, se intercambiaron insultos, salieron pasquines, se dispararon recíprocamente. Se trataba de simples iniciativas individuales. Pero los teletipos se atiborraban de despachos, cuando poco antes golpeteaban en vacío.

Yo había pedido a uno de mis amigos, ex ministro de la Defensa Nacional, que me encontrara algún lugar discreto para vivir, no un hotel, sino un lugarcito a cubierto de miradas curiosas donde pudiera recibir a esos personajes siempre repletos de secretos y filtraciones, pero con un pasado bastante turbio, y que huyen como de la peste del Continental o del Majestic. Me indicó el lugar ideal, al lado del puente en Y, donde se encontraba el cuartel general de los Binh Xuyens. Al anochecer hubo algunos tiros y ardieron algunas chozas; luego se restableció la calma y me fui a dormir. A las seis de la mañana me desperté sobresaltado en medio de un infernal estrépito. La casa parecía a punto de estallar, todo crujía, todo se quebraba. Me encontré cubierto por una nube de yeso. Astillas de madera volaban de los muros como flechas, las balas pasaban silbando por encima de mi cama, era imposible levantar la cabeza. Pasé así algunas interminables horas, medio ahogado por el polvo. ¡Mi lugarcito había sido muy bien elegido! Estaba situado entre el ejército nacional y los Binh Xuyens. ¡Se disparaba a través de mis paredes, simples tabiques de madera y yeso, tan delgadas! Tuvieron que sacarme de ese atolladero en un coche armado con ametralladora.

La guerra de las sectas produjo varios miles de muertos, sobre todo entre los civiles. Barrios enteros ardieron con todo su contingente de hombres, mujeres y niños. Los «compartimientos» de madera estallaban como cajas de fósforos.

En medio de esa turba desenfrenada, los destacamentos franceses trataban de hacer respetar una tregua que nunca llegó a serlo. Mientras, en el campamento de Chamson se enervaba el antiguo patrón de los comandos de choque, el general Gambiez, que quería sacar sus cañones para disparar contra el palacio presidencial. Afortunadamente, el general Ely, que poseía muy buenos sentimientos, aunque siempre los usaba a destiempo, se lo impidió. El general Ely estaba a favor de Diem, la virtud y la legalidad.

Nosotros, los periodistas, habíamos hecho un buen trabajo, una buena porquería.

Todo terminó con la victoria del ejército nacional. Diem se encontró sólidamente establecido en el poder y proclamó la república. Los franceses se dejaron expulsar, contentos de librarse de ese enredo. Los norteamericanos se precipitaron a ocupar su lugar.

La segunda guerra de Vietnam estaba lista para estallar.

Sobre la guerra de las sectas escribí una novela, Les Ames errantes, que, junto con La Ville étranglée, se convertirían en Le Mal jaune.

Yo estaba totalmente seguro de que los vietnamitas nunca aceptarían la división del país en dos partes. Eran demasiado nacionalistas para eso.

Los norteamericanos, atrapados a su vez en esa trampa, no podían triunfar. Salvo que hicieran la misma guerra que los comunistas, la guerra total, donde cada uno de los combatientes deviene alternativamente propagandista y organizador de instituciones diversas y se comporta frente a la población como un monje-soldado: casto, fraternal e inexorable. Sería necesario además conocer el idioma, conocer el país y sus costumbres, mostrar cierta inclinación por la ascesis. Todo eso era contrario al temperamento de nuestros yankis, a su concepción de la existencia, al tipo de ejército de que disponían.

Los franceses, infinitamente más cercanos que ellos a los vietnamitas, instalados en el país desde hacía un siglo, habían fracasado. La alternativa hubiera sido hacerlo saltar todo, aplastar al Vietnam del Norte, bombardear los diques del río Rojo y ahogar a varios millones de tonkineses. Cosa que no se atrevieron a hacer. No podían, por tanto, esperar una victoria.

Hacia el final de 1960, el embajador norteamericano en Vietnam era Cabot Lodge, miembro eminente de la alta sociedad bostoniana. Los Cabot, dicen, hablan sólo con los Lodge, y los Lodge sólo hablan con Dios. Pero como Dios se muestra casi siempre mudo como un pez, se veían reducidos a tratarse entre sí y a ignorar el voluble mundo que les rodeaba.

Difícilmente se puede imaginar a uno de los miembros eminentes de esa casta en trance de comprender al Vietnam en toda su peculiar complejidad.

Diem y su hermano Ngo acababan de ser asesinados por sus propios generales, los ambiciosos que les debían sus carreras, empujados a ello por sus consejeros norteamericanos. Incluso fue un coronel de la C. I. A. el que planificó detalladamente el golpe. Yo le conocí muy bien. Frecuentábamos el mismo restaurante, el Amiral, y ambos preferíamos el burdeos al borgoña.

Cabot Lodge presidió la operación, pero —él me lo aseguró, y yo le creo— hizo todo lo que estaba en su mano para salvar la vida de los dos hermanos, proponiéndoles que se refugiaran en algún lugar seguro, antes de trasladarse a los Estados Unidos o a cualquier otro país que resultara conveniente. Ellos se negaron. Tenían toda clase de defectos, pero eran valientes, orgullosos, sinceramente nacionalistas, y no podían tolerar el deberle la vida a quien había provocado su caída.

Motivos de esta liquidación: los Ngo, exasperados por las perpetuas intrusiones de los consejeros norteamericanos en sus asuntos, habrían establecido contacto con Hanoi por medio de la embajada de Francia.

Pienso que, a pesar de todo lo que se ha comentado, éste era un chantaje llevado por Ngo Dinh Nhu hasta sus últimas consecuencias, y que pagó con su vida. Era totalmente contrario a la educación, el temperamento, el pasado y la religión de los Ngo admitir tratos con el diablo, con Ho Chi-minh. Ellos trataron de aflojar el cepo norteamericano, de impedir que su país quedara inundado y destruido por una marea de dólares.

Cabot Lodge nos había pedido, a Bernard Fall, un periodista franco-americano, profesor universitario, y a mí, que conversáramos sobre Vietnam con algunos generales y otros miembros de los servicios. Les dijimos más o menos lo que sigue:

—Presten atención, esta guerra no será fácil. No crean que los franceses han sido tan estúpidos como ustedes piensan. Los franceses pelearon bien, con inteligencia, y a menudo con coraje. Ellos disponían de ventajas que ustedes no tienen y gozaban de cierta simpatía entre la población, fruto de una larga convivencia. Ustedes han desembarcado trayendo ideas preconcebidas, el recuerdo de sus triunfos en Europa y en el Pacífico, e igualmente en Corea. Ustedes creen que el fracaso de Francia se debe al hecho de que era la potencia colonial. Se debe a sus vacilaciones, a su incapacidad para decidir una política. El gobierno francés sólo poseía una idea: negociar. Pero en condiciones que nunca eran las mismas que las del Vietminh. Los viets son notables soldados, y su organización política está totalmente subordinada a las necesidades de su lucha. Se trata de un inmenso ejército en el que está enrolado el pueblo entero... Ustedes dicen que la familia Ngo era un mal asunto, es cierto; que la democracia que ustedes van a instalar en Vietnam del Sur, después de la eliminación de los Ngo, impulsará al pueblo a tomar partido en esta lucha, ¡Falso! La democracia que proponen a los vietnamitas es la de ustedes. No es para ellos... Finalmente, Francia ha llevado adelante esta guerra impopular, utilizando únicamente a sus militares de carrera. No se les ocurra, sobre todo, utilizar aquí a reclutas. Ustedes deben hacer en Vietnam una guerra de pobres, esperar mucho más de los hombres que del material. Es necesario además que sus soldados conozcan, para aceptar el sacrificio, las razones, y que les conciernan personalmente.

Hablamos en el vacío, desempeñado el papel de Casandra. Nos estrellamos contra esa hermosa seguridad de los estados mayores y los expertos, esos ingenuos que porque saben manejar números creen comprender a los hombres.

Tenemos a los norteamericanos, pues, como dueños del Vietnam. Primero colocan al frente del país a una junta de generales; después cambian. Es Khanh y después es Ky, es el pequeño Minh después del grande; sigue la contradanza hasta llegar a Thieu, que tampoco era nada serio.

Las tropas norteamericanas desembarcaron con gran alarde de fuerza. (Los efectivos enviados a Vietnam excederían los 500.000 hombres.) Comenzaba una nueva guerra, la del material, los víveres, las bombas dirigidas por láser, los enormes bombardeos, todo eso programado por ordenadores, a su vez servidos por doctores Folamurr.

La guerra adopta un nuevo disfraz. Aquí la tenemos en batín blanco de laboratorio, en traje ignífugo de especialistas que ensayan nuevas armas en los desiertos de California. También como gentlemen distinguido, como diplomático, como profesor universitario.

La guerra toma el rostro del embajador Colby, que se convertiría muy pronto en el número uno de la C. I. A. Si no se supiera cuáles son sus funciones y cuál su pasado, podría tomársele por un funcionario competente, de cierta jerarquía, cuya vida transcurre entre expedientes.

Colby hace la guerra desde el fondo de una oficina climatizada, situada en las cercanías de una gran base, junto al aeródromo de Tan Son Nhut. La dirige mediante cierto número de ordenadores que le fabrican a diario los mapas de la pacificación, coloreados de verde, de amarillo, de violeta, de rojo. Falsos, puesto que los ordenadores trabajan sobre datos falsos.

Esta guerra tomó el rostro de los pilotos de octorreactores gigantes, los «B-56», cuyos bombardeos están regulados e incluso decididos por ordenadores que ronronean suavemente en los sótanos de Tailandia o de la isla de Guam.

Esta guerra es la corrupción que convierte a Saigón, Da Nang y todo el cinturón de grandes y pequeñas bases norteamericanas en centros donde traficantes de chicas y de droga, ladrones de P. X., desertores y policías, sus cómplices, se aplican con el corazón contento.

Son las ejecuciones sumarias, de noche por los unos, de día por los otros. Es toda esa mugre, esa miseria en todos los lugares donde la guerra adopta su verdadero rostro: repugnante, horrible. Hiede a carroña, a montones de inmundicia, y danza en los bares que brotan por millares, al son de un rock endiablado.

Todo eso lo he relatado en Un million de dollars le Viet y en Voyage au bouí de la guerre; no tengo la intención de repetirlo.

Dos confidencias. Una de una alcahueta que se dedica ahora al «masaje tailandés».

Me explica:

—Mira, el G. I. tiene tanto miedo de atrapar una enfermedad venérea, que no se atreve a fornicar. Entonces, en mi establecimiento he instalado pequeñas cabinas donde se hace acariciar por una muchacha. La cosa se hace rápidamente, diez minutos la sesión, y el negocio marcha muy bien. Como masajistas tengo estudiantes y mujeres de funcionarios. Ellas ganan en pocos días más que sus maridos en un mes.

Me encontré con Héléne, la bella chino-vietnamita que, ella también, ha montado un bar. Concluidos para ella los fastos de Tonkín, donde agasajaba a sus invitados junto al general De Linares, está pasando por un mal momento, pero se las arreglará conquistando al almirante jefe de la Flota norteamericana. Evocamos juntos algunos viejos recuerdos: Hong Kong, donde ella vivía con Bao-Dai, mientras hacía de intermediaria amorosa, pues los fines de mes eran difíciles.

—Un día —me dice— él llega con una maleta repleta de dólares que los franceses le habían pasado para que aceptara volver a Indochina. Muy contento. Yo le aconsejo devolver el dinero. «¡Toma! ¿Por qué?», me pregunta Bao-Dai, enojado. «Porque cuando se es emperador, se pide más que eso, y no en una maleta, sino en un Banco.» Larteguy, no consigo acostumbrarme a los norteamericanos, y eso que he visto ya mucho mundo. Saigón tiene una tristeza como para llorar. Antes uno se divertía. ¡Mira ahora! Las muchachas nunca han ganado tantas piastras y dólares, pero se aburren. En los bares, entre dos clientes, tienen un éxito tras otro. ¿Pero qué quieres que les digan? Ellas no saben ni tres palabras de inglés, y ya han olvidado el francés. Se conforman con buscar al comandante o al coronel con el que se irán a vivir, que les pagará la casa, el coche y los vestidos, y que la abandonará en cuanto deba partir. Mira a ésa, por ejemplo. Todavía va al instituto, y de noche viene a hacer dinero, enviada por sus padres. ¿Te acuerdas de Hanoi... cuando De Lattre me había expedido a Hong Kong porque hallaba mi conducta escandalosa? Bernard (De Lattre) me decía: «A mi padre le importa un rábano que el comandante de la guarnición de Tonkín tenga una amante. Pero a él le choca que Linares vaya contigo. Sin embargo, está muy bien de su parte. Linares es un señor, no un burgués. No va a meter a su amante en un chalet al borde del Petit Lac, para encontrarse con ella solamente a la hora de la siesta.»

El general Do Cao Tri, comandante del frente Sur y de las tropas vietnamitas que habían penetrado en Camboya, a quien yo había conocido como capitán de paracaidistas en el ejército francés, me decía furioso:

—Yo, que soy general de cuerpo de ejército, disponía de mayor poder cuando era capitán en el Cuerpo Expedicionario francés. Aquí me controlan cada día mi provisión de combustible. La cuota correspondiente es decidida por un subordinado norteamericano, al que debo rendirle cuentas. No tengo derecho a dar una orden a un sargento norteamericano. Siendo capitán de paracaidistas, cuando convocaba a mi teniente adjunto me saludaba en posición de firmes. Fuera de servicio nos tuteábamos. Dentro del ejército francés, yo nunca me había dado cuenta de que tenía los ojos oblicuos. Actualmente no sería aceptado en una comida de suboficiales yankis. ¡Es intolerable!

Nosotros hemos cometido errores en Indochina; el más grave fue continuar la guerra cuando la sabíamos perdida. Y aunque hubiésemos triunfado, el resultado habría sido el mismo: reconocer la independencia de Indochina dentro del cuadro de la Unión Francesa, que tan pronto estallaría en pedazos. Como, por ejemplo, en África negra. Ochenta y tres mil muertos para nada, más algunas promociones de jóvenes.

Los norteamericanos hicieron mucho peor. Lo más grave, a mi criterio, fue enviar a los reclutas. El drafty se preguntaba qué hacía allí, tan lejos de su casa. ¿Cómo explicárselo? Los norteamericanos, campeones del anticolonialismo, habían criticado a los franceses por su tozudez para la conservación de estructuras caducas, por haber negado a los pueblos su derecho a disponer de sí mismos. Y mira por dónde que vienen a ocupar su lugar, y que son el sostén de gobiernos de fantasía de generalillos ligeros de cascos, después de haberse desembarazado del único, Diem, que disponía de alguna autoridad en el país, que no era corrupto y que, empleando algunos métodos de los vietminh, había logrado resultados.

Era difícil hacer comprender todo eso al simple G. I. de base, inculcarle la noción de sus responsabilidades internacionales, explicarle que el containment del comunismo pasaba por esa península que, en verdad, prácticamente carecía de interés estratégico.

El G. I. no sólo no comprendía eso, sino que se aburría a muerte. Manejaba bulldozer gigantes, «sorapers», que nivelaban las colinas; aviones que volaban a una velocidad mach 2,5; recibía el agua de Filipinas; su comida de los Estados Unidos; su carne congelada de Australia o de Nueva Zelanda; recibía paga de P. D. G., pero no le gustaban ni las chicas, ni la sopa china, ni el cangrejo salado, ni esa guerra, ni ese país.

Sólo peleaban treinta mil hombres apoyados por una logística fabulosa. Los demás vivían en sus bases, entre ellos, masticando sus rencores, sin saber qué hacer una vez concluido su servicio. Estaban preparados para sufrir una forma de ataque todavía inédita para la «schnouf». Esta vez la guerra se transformó en traficante de drogas.

Con respecto a ello basta leer la entrevista otorgada por Chou En-lai a Hrykall, redactor jefe del Al Ahram egipcio: «Los norteamericanos tenían helicópteros, los «B-54, el napalm, las bombas de explosión retardada... Nosotros utilizamos contra ellos un arma aún mejor: la droga.»

El consumo de drogas comenzó a expandirse en el ejército norteamericano entre 1966 y 1967. En 1970, la droga estaba en todas partes, en los mercados de Saigón, en torno de todas las bases, en todos los bares con muchachas. No era necesario pedirla, te la ofrecían.

En 1951 pude comprar libremente en Soul Alley, un barrio de mala fama de Saigón, una cápsula de 254 gramos de heroína por 700 piastras, menos de dos dólares. La hice analizar, era de una pureza del 95 por 100. Su precio en Nueva York, Los Angeles o Detroit, por la misma cantidad, pero mezclada en partes iguales con lactosa u otro producto similar, es de cien dólares, o sea, cincuenta veces más[19].

El tráfico de la droga se realizaba a través de diversos circuitos: traficantes chinos a través de Laos, agentes vietminhs que abastecían a los mayoristas, y también pilotos militares survietnamitas, en combinación con ciertos policías, que se sacaban un interesante sobresueldo.

Los comunistas ya controlaban anteriormente una parte de las plantaciones de adormidera del Triángulo de Oro, las de Xieng Khouang. La cultivaban también en la Alta Región, y China les proveía de droga antes del distanciamiento entre Hanoi y Pekín. El opio, antes de ser despachado en forma de heroína, era refinado en China, en Vietnam del Norte y en pequeños laboratorios instalados en la jungla.

El opio, como tal, es una droga demasiado floja que actúa muy lentamente y que requiere, para ser fumado, disponer de mucho tiempo y de un utillaje complicado. Los G. I. no buscaban placeres refinados, querían el «shoot», el puñetazo en plena cara. Con una docena de aplicaciones de heroína se dejaba a un soldado colgado en el aire para siempre. Salvo un milagro, estaba destinado a engrosar la multitud de drogados famélicos que vagan por el Central Park o por el Needle Park y que, cuando están «necesitados», matan para obtener los dólares que cuesta una dosis.

Esta vez la guerra se refinaba en la ignominia. ¡No le falta imaginación!

La tercera guerra de Indochina, la de los vietnamitas del Norte contra los del Sur, sin intervención extranjera directa, debía inevitablemente terminar mal para los del Sur.

Yo he visto la agonía y la muerte de Saigón y el nacimiento de otra ciudad, Ho Chi-minh-grad, tan tranquila ésta como desordenada la otra en sus desbordamientos, tan aburrida como alegre la otra, a pesar de su mugre y sus miserias[20].

¿Por qué esa derrota brutal, que nadie esperaba, ni siquiera los comunistas?

—Porque los sudvietnamitas eran sonámbulos, y su presidente, Thieu, les mantenía en ese estado. Ellos se habían obstinado en la creencia de que los norteamericanos cumplirían sus promesas y que no les dejarían caer. Pero toda Norteamérica ya no quería saber nada más de la guerra, ya no tenían un presidente, y los compromisos políticos sólo tienen valor mientras son útiles.

—Porque ellos nunca habían dejado de esperar un milagro, la llegada de un hombre providencial. Pero era muy difícil hallar una Juana de Arco entre las muchachas de la vida de la calle Catinat. En cuanto al que se creía sucesivamente Joffre, Petain y De Gaulle era un vejete veleidoso, medio ciego, que se arrastraba apoyado en sus bastones: el presidente Huong. Mal se le podría imaginar movilizando a los taxis de Saigón para algún nuevo milagro del Mame, haciendo de su capital un nuevo Verdún o volando a París para hacer una nueva alocución del 18 de junio.

—Porque Thieu era un incapaz que había ofendido a todos los militares que tenían algún conocimiento táctico o estratégico, por envidia, cuando él era totalmente ignorante de todo eso. Así como había desplazado a todos los que mostraban algo de personalidad, por miedo a que le derrocaran.

—Porque el país estaba corrompido hasta la medula y porque el ejército, algunas de cuyas unidades eran excelentes, carecía de mando.

—Porque el miedo al comunismo es un sentimiento negativo al que era necesario oponer otra fe. El bienestar, el dinero, nadie muere por eso.

—Porque, finalmente, todo el mundo estaba hastiado de esa guerra, tanto en el Norte como en el Sur. Pero en el Sur el encuadramiento político era nulo, el poder estaba desacreditado, todo el mundo se reía de él y podía decir y actuar en consecuencia: bajando los brazos. Era, en cambio, imposible abstenerse dentro del ejercito del Norte, encuadrado por los viejos, los supervivientes de todas las batallas, los monjes soldados de Giap.

Los vietnamitas, reunificados a cañonazos, creen que por fin podrán disfrutar de la paz. Se equivocan.

La guerra le ha tomado el gusto a Indochina, ella tiene sus hábitos y dispone para ello de fieles servidores. Prepara la gran confrontación que será su apoteosis, cuando se enfrentan los rusos y los chinos, primero mediante pueblos interpuestos y movimientos de liberación controlados por los unos y por los otros. Más tarde directamente, arrastrando al resto del planeta a la locura asesina.

Sí, yo la veo disponiendo sus elementos sobre el tablero. Del lado chino: Camboya, Birmania, Tailandia, Malasia, Singapur y Laos del Norte; las minorías de la Alta Región, meos, man, thos, tais; Corea del Norte y Pakistán.

Del lado ruso: Vietnam, Laos, India y Bangla Desh.

Los pacifistas balan —ese insoportable balido de corderos conducidos al matadero—, los diplomáticos buscan compromisos que sólo satisfacen a su pueril vanidad, los hombres de Estado ya no se gobiernan a sí mismos, los satélites encargados de guiar a los cohetes de cargas múltiples giran alrededor de la Tierra. Uno tiene ganas de parafrasear al Apocalipsis:

«Pronto será roto el cuarto sello. Este es rojo.»

¿Quién lo prepara? Nuestra vieja conocida, la guerra, a la que le ha sido encomendada la misión de expulsar a la paz de la faz de la Tierra, para que nos degollemos unos a otros.

Ya no tiene en la mano una espada desnuda, como en el texto de San Juan, pero dispone de todos los recursos de la técnica y de la ciencia. Para su servicio, la guerra puede contar con todos los sacerdotes de las nuevas religiones.

Nuevo rostro de la guerra: Argelia. En un comienzo adoptó un nombre tranquilizador: operación de mantenimiento del orden. ¡Como si los gendarmes y los C. R. S. bastarán!

Seguí la evolución de esta guerra de 1954 a 1962, sin dejar Indochina. No había manera de separarse de la guerra, era una verdadera atadura. Yo pasaba de un campo de batalla a otro, de una operación anfibia de marines en la playa de Jones a un «encierro» de una banda de fellaghas en los Aures o los Nementchas.

La rebelión se inició sobre la totalidad del territorio argelino ese primero de noviembre que se conocería como el «día de todos los santos rojos», y en todas partes a la misma hora, la una y media de la mañana. De Oeste a Este: intento de incendio en Ouillis y destrucción de un automóvil en Cassaigne, en el Oranais; destrucciones y atentados en la Mitidja, en Bouafarik incendio de una cooperativa agrícola, con graves daños. Tres bombas en Argel; hangares y depósitos de corcho incendiados en Bordj Menaiel; estaciones de gendarmería atacadas con granadas en Tigzirt y en Tizi-Ouzou; en Azaga, líneas telefónicas cortadas. Un muerto en Tizi Reniff, el jefe del destacamento y dos soldados muertos en Batna; tres muertos en Khenchela; explosión en el correo de Biskra. En resumen, ocho muertos y centenares de millones en daños.

El asunto fue magníficamente montado y organizado. La sorpresa fue total del lado francés, donde se responsabilizo de entrada a Messali Hadj, que no tenía nada que ver y que tampoco entendía nada.

¿Una rebelión? ¡No me diga! Era lisa y llanamente la guerra. Pero en Argelia nadie se daba cuenta de ello todavía, ni el gobernador general Leonard, ni el general Cherrieres, comandante de las tropas. Menos aún la población, los «franceses de origen», según la manera de decir, aunque ese origen fuera maltés, español o judío. Se decía: «De acuerdo, la cosa se ha puesto caliente, pero el ejército dará cuenta rápidamente de esos pocos delincuentes. Igual que en Setif en 1945, con un golpe seco.»

Setif, eso me recordaba algo. Contrariamente a lo que se ha dicho, esa revuelta también había sido largamente preparada, aunque fracasó, quizá porque determinados apoyos exteriores prometidos no se habían materializado.

Cuando hacía mi curso en los comandos del Extremo Oriente en Djidjelli, disponíamos para nuestros ejercicios de importantes cantidades de explosivos. Para mantenerlos en un lugar fresco, los habíamos almacenado en viejas tumbas fenicias. Un día nos dimos cuenta de que esos explosivos desaparecían. Preparamos una trampa: algunos panes de T. N.T. disimulados dentro de viejas latas de conservas, conectadas unas con otras mediante hilos invisibles tendidos frente a la entrada de las tumbas. Cualquier trozo de metal que hiriera al ladrón le obligaría a hacerse atender en un hospital, so pena de verse afectado por una gangrena o por tétanos. Y en ese caso se le identificaría.

Era un invento de nuestros instructores ingleses, muy empleado en la contraguerrilla.

Los ladrones volvieron, el dispositivo funcionó y resultaron heridos. La policía los detuvo. No se trataba de pescadores que quisieron conseguir explosivos para obtener abundante pesca sin necesidad de fatigarse, lanzando cargas en el mar, sino kabilas, entre ellos un farmacéutico, creo, y ya entonces pertenecientes a una organización que almacenaba armas y material de sabotaje. Se preparaba Setif, con dos años de antelación.

Cuando desembarqué en Argel, las primeras grandes bandas de rebeldes se habían constituido en los Aures, que por mucho tiempo sería el centro de la rebelión. Por la parte francesa, comenzaban las operaciones de encierro y rastrillaje.

Me encontré con el coronel Ducourneau. Estaba al frente de una brigada de paracaidistas de la 25 división blindada, llegada de Pau. Había recibido del ministro del Interior, por entonces Mitterrand, la orden de liquidar el asunto lo más rápidamente posible sin reparar en los medios. «La rebelión debe ser aplastada, definitivamente.»

Ducourneau se mostraba escéptico. Tenía la experiencia de Indochina y sabía que no sería tan fácil como lo imaginaba el ministro. Una rebelión de «elementos descontrolados» puede convertirse en la guerra revolucionaria de un pueblo que exige su independencia. Eso lo discutimos ambos en cuclillas frente a un fuego en el que se calentaban nuestras latas de ración.

«Argelia es Francia», proclamaban todos los periódicos. Había en Argelia un millón de colonos franceses, pero no era Francia. Contrariamente a lo que me ocurría en Indochina, nunca me sentí cómodo allí.

Argel me resultaba más extranjera que Hanoi.

La ciudad, sin embargo, era hermosa, toda blanca, instalada en graderíos en torno de la bahía. Grandes villas moriscas en el balcón de Saint-Raphael, cubiertas de enredaderas florecidas, desde donde podía contemplarse la danza del mar. Cerca del puerto, y en las callejuelas que rodean la Casbah, en la rué de la Lyre, flotaban los aromas de frituras, de brochettes a la parrilla y de anís. En Bad-el-Oued se hablaba una lengua colorida, plena de hallazgos. Sólo era necesario habituarse al acento. Las chicas y los chicos eran bellos, bronceados, hijos del sol y del mar. Me gustaba observar, en las aceras de la rué Michelet, a la hora de salida de los liceos y las facultades, cómo danzaban su ballet del amor y la seducción frente a una platea critica y atenta de otras chicas y muchachos, instalados en las terrazas del Otomatic y de la Cafetería.

He conocido a pequeños colonos sufridos, duros para el trabajo, aferrados a sus tierras en plena zona rebelde, y que eran muy buena gente. Uno no podía dejar de admirarles, a pesar de su tozudez para no aceptar ningún cambio y su jactancia, que servía para ocultar su pena.

Pero Argel no era mi ciudad. Era una burguesa de Lille, altanera, puritana, reservada, poco hospitalaria, cuyo único criterio era el dinero y que se había instalado con todos sus prejuicios del norte de Francia en una terraza frente al Mediterráneo.

El aspecto que tomaba ese «mantenimiento del orden» me preocupó muy pronto. He seguido algunas operaciones, recorrí las cantinas y me arriesgué algunas veces en los estados mayores. Con los compañeros que encontraba, comparábamos incansablemente las dos guerras, la de Indochina, que continuaba, aunque sin los franceses, y ésta de Argelia, que acaba de empezar.

Aquellos veteranos de los campamentos vietnamitas, esos supervivientes de Dien Bien Fu, de Cao Bang o de la «operación Atlante», me decían que era la misma guerra, que sobre todo era necesario no cometer los mismos errores, que el viejo ejército de África no comprendía nada de eso. Este ejército permanecía prisionero de sus propios mitos.

En Indochina habíamos perdido por no pronunciar a tiempo la palabra mágica Doc Lap, independencia.

¿Cómo se decía independencia en árabe? ¿Istiqlal?

En nuestra remota posesión del Extremo Oriente, a quince mil kilómetros de la madre patria, había treinta mil blancos instalados permanentemente en Vietnam, Laos y Camboya, sobre una población local de treinta millones de habitantes. Eran países con una historia fabulosa, que se perdía en la noche de los tiempos. Eran pueblos evolucionados, que no se encontraban encadenados por una religión retrógrada, fosilizada, como el Islam.

Y la palabra quedó prisionera en la garganta.

En Argelia, los pieds-noirs sumaban un millón. Eran los descendientes de los soldados de Bugeaud, de los communards y de los alsacianos expulsados de su tierra, mezclados con españoles, malteses, italianos, sobre ocho millones de árabes. Esos árabes, que lo eran muy poco, nunca habían llegado siquiera a formar un pueblo, una nación, durante esos «siglos oscuros del Maghreb» de los que hablaba Gautier. Ferhat Abbas, uno de sus líderes, había buscado vanamente una historia en sus ruinas y sus cementerios. Tal historia era romana, era turca. Los árabes, los verdaderos, los del Yemen, no habían hecho más que pasar al galope tendido de sus cabalgaduras, y eran apenas unos pocos miles.

Argelia se encontraba a menos de una hora de vuelo de Francia, de la que constituía un departamento, como los de la metrópoli.

¿Perderíamos Argelia por una palabra? ¡Independencia! Una palabra muy difícil de pronunciar, y más difícil aún de admitir. ¿Y si se encontrara alguna otra?

Los pieds-noirs, apretujados en torno a sus monumentos mortuorios, ponían todas sus esperanzas en el ejército, pero el ejército no les quería. Los pieds-noirs consideraban que habían luchado para liberar a Francia, en Túnez, en Italia, en Provenza, en Alsacia. Habían perdido por ello a muchos de sus hijos. Tenían derecho a nuestro reconocimiento y, actualmente, a ser defendidos.

Ellos olvidaban que junto a sus hijos habían peleado marroquíes, tunecinos y, sobre todo, argelinos, que ahora se encontraban en el campo opuesto, que también ellos tenían derecho al reconocimiento de Francia. El suboficial Ben Bella había ganado su medalla militar en Monte Cassino.

Inextricable. La guerra había barajado cuidadosamente las cartas.

La inquina del ejército contra los colonos venía ya de antiguo. Ese amor que ahora le manifestaban era completamente nuevo.

Inmediatamente después de la conquista, Bugeaud había creado oficinas árabes confiadas a oficiales que hablaban el idioma y que tenían como misión la defensa de las poblaciones locales contra el despojo de sus tierras, particularmente cuando esas tierras indivisas pertenecían a colectividades como las tribus. Incluso hizo que algunos de sus oficiales tomaran por esposa a hijas de clanes importantes de los aduares o de altos funcionarios turcos, para que quedaran mejor implantados en el país.

Uno de mis amigos era descendiente de la unión de uno de esos capitanes con la hija de un bey de Constantina. Podía con razón decirse «la más antigua familia pieds-noirs de Argelia».

Para apoderarse de esas tierras y conseguir la disolución de las oficinas árabes, los grandes colonos se convirtieron en antimilitaristas, francomasones y radicales. Consiguieron lo que querían y cogieron las tierras, y se apoderaron de los bienes de las grandes comunidades religiosas, el monasterio trapense de Staouéli, por ejemplo, a favor de la separación de la Iglesia y el Estado, en nombre de la república laica y obligatoria.

No les habían perdonado, ni el ejército, ni los árabes a los que expoliaron, ni una parte de la Iglesia.

La situación política era: al Este, Túnez independiente; al Oeste, Marruecos estaba a punto de serlo (1955, retorno de Mohammed V), así como ya era independiente toda el África negra al sur del Maghreb.

Veamos cuál era la situación de ese ejército cuando de vuelta de Indochina, vencido, recibió la misión de «restablecer el orden» en Argelia.

Ya me he referido al nefasto papel de De Lattre, cuando, para su propia satisfacción, y para obtener un mejor rendimiento sobre el terreno, había creado sus famosos «mariscales». Al excitar sus rivalidades, al adularles, acariciarles, exiliarles de su corte y volverles a llamar, les había convertido en enemigos rencorosos. Este mismo fenómeno sería agravado más aún en Argelia, particularmente en los cuerpos de élite. El «rey Jean» al menos manejaba con mano firme a sus coroneles. Después de su desaparición no había nadie que pudiera ejercer el mando sobre ellos.

Entre los paracaidistas, por ejemplo, tanto si se trataba de los boinas azules de las unidades metropolitanas como de los boinas rojas de las coloniales o los boinas verdes de la Legión, cada comandante de unidad trataba a su regimiento o su batallón como si fuera su propio «negocio». Cada uno se esforzaba para mantenerse al mando de esas unidades porque estaba ávido de gloria, de honores y de sacar de ellas el mejor partido posible, en detrimento de sus rivales e incluso, a veces, en detrimento de la eficacia de la conducción general de las operaciones.

Un «encierro» en la región de Batna. Una banda rebelde había quedado atrapada entre dos batallones de paracaidistas. El comandante de la unidad que debía cerrar la ratonera prefirió dejar que la banda escapara antes de dejarla caer entre las garras de su rival, que conseguiría así toda la gloria de la operación. Y que se encargaría de hacer el balance.

Los coroneles, que soñaban con obtener sus estrellas, se disputaban ferozmente los buenos sectores, los más rentables, aquellos donde se encontraban las bandas. Descuidaban, en cambio, los otros, donde, sin embargo, la situación era más inquietante, pues era donde la rebelión se implantaba en profundidad. Pero hacer de perros no significaba mucho para esos leopardos.

La guerra, en este nuevo avatar, hacía sonar el cuerno y cazaba a caballo. El comandante en jefe no era más que el bondadoso responsable de una batida en la que todos los invitados reclamaban el mejor sitio.

Ese general era también un viejo conocido: Salan.

Las rivalidades actuaban en todos los campos, y cuando la guerra se politizó, cuando se produjo el 13 de mayo y luego el putchde los generales, y después la O. A. S., aquéllas siguieron desempeñando su papel.

Si determinada unidad se mostraba favorable al putsch, el 1 R.E.P., por ejemplo, tal otra, el 3 R.C.P., con el que mantiene una vieja rivalidad, tomaba el partido de la legalidad y del general De Gaulle. Por tanto, todos se contraponían. Aquí hallaremos nuevamente a Salan, el indeciso, el sutil a la cabeza de la O. A. S. Aquel, se decía, que lo comprendía todo pero que jamás hacía nada.

Por encima de esas rivalidades, cierto número de oficiales trataban, a través de su propia experiencia, de comprender, de analizar esta nueva guerra. Porque estaban hartos de derrotas de 1940 a Indochina, y no querían seguir como perdedores.

Pero sólo había una manera de actuar contra la guerra revolucionaria: hacer la guerra revolucionaria. Lo cual suponía la revolución que ellos no querían. ¡Contradicciones! Comenzaron a leer a Mao Tse-tung, lo que era relativamente fácil, y a Chakhotin, Le Viol des foules, lo que resultaba ya más complicado...

Cada uno quería estar dentro del pueblo como pez en el agua. Los delincuentes que al correr de los días se transformarían en rebeldes, los fellagnas, los moudjahedines, gozaban de una considerable ventaja, estaba en su elemento. Mediante la persuasión y mediante el terror, y porque la palabra «independencia» suena siempre más fuerte que reformas, seguridad social, subsidios familiares e incluso integración, el F.L.N. finalmente se impuso y fue capaz de lograr su unidad.

Como todas las organizaciones revolucionarias, el F.L.N. comenzó por eliminar la competencia, el M. N. A. (Movimiento Nacionalista Argelino), que había precedido al F.L.N. en la lucha por la independencia, y cuyo papa era el viejo Messali Hadj.

Esa fue la razón de la matanza de Melouza, que aterrorizó a todos los «disidentes», y que impulsó a algunos de ellos a unírsenos, como, por ejemplo, Younis.

Nos enteramos de esa matanza una madrugada. Un rumor, informaciones confusas, llegaban de la Gobernación General, el G. G. No se sabía muy bien qué pasaba en esa pequeña aldea del alto Kabylie, retrepada sobre una montaña, ni quién era el agresor.

Un grupo de periodistas trató de llegar desde Argel a Melouza en coche. Gracias a un golpe de suerte, conseguí subir a un helicóptero que me dejó en el lugar; era el primero en llegar. Trescientos hombres, mujeres y niños masacrados; la sangre bañaba las paredes, y flotaba en el aire un repugnante olor de matadero, de carnicería. La guarnición francesa, que tenía su puesto a dos kilómetros de allí, no había oído nada. Debido a esa cercana presencia de las tropas y para no dar la alarma, los asesinos del F.L.N. habían utilizado sólo el cuchillo. Como cuando se degüella a un rebaño de ovejas, hacían salir una por una a sus víctimas de las mechtas. Entre dos sostenían al hombre, la mujer o el niño, tirándoles hacia atrás, y el tercero actuaba. De un solo tajo les abría la garganta, antes de que pudieran siquiera gritar.

Edward Behr, entonces corresponsal de Reuter, se reunió conmigo. Estaba pálido, acababa de salir de la aldea donde había tenido lugar la matanza. Me encontró sentado sobre un muro, mientras masticaba tranquilamente un trozo de corteza de pan y una lata de sardinas, acompañado con una botella de vino.

No pude resistir mi impulso de provocarle, y le dije:

—¡Toma! Trescientos cadáveres frescos... Eso me abre el apetito.

Se puso lívido, se dio la vuelta y corrió a vomitar. No comprendió, y tomó mi acción como la de un mercenario cínico y endurecido, un racista a quien la masacre de algunos cientos de árabes dejaba totalmente indiferente.

Te equivocabas, Edward. Yo estaba igual que tú, petrificado de horror. Acababa de entrever a la guerra con su rostro más innoble, cuando había masacrado a inocentes, ancianos, mujeres y niños. Con sus fauces chorreando sangre, jadeaba de satisfacción, finalmente saciada. Como aquella bestia mítica que había devastado mi país, en Gévaudan.

Para no caer presa del pánico frente a ella, para no sucumbir a la desesperación, para no renegar de los hombres para siempre jamás, me impuse la realización de algunos gestos cotidianos que me transportaran de vuelta a un universo soportable: romper un trozo de pan, beber vino, guiñar los ojos al sol.

La guerra seguía su curso. Se «golpeaba» a los fella: encierro, rastrillo. Pero mientras el ejército limpiaba los djebels, la red del F.L.N. se implantaba en las ciudades y se infiltraba en Argel.

Se produjo la fracasada operación de Suez, una victoria militar que se transformó en desastre político. Los rusos se unieron a los norteamericanos para amenazar a los franceses y los ingleses con sanciones graves si intentaban proseguir su avance hacia El Cairo. Lo cual permitió a los rusos masacrar tranquilamente a los rebeldes húngaros que habían creído en las promesas de «La Voz de América».

Yo me encontraba en Polonia. Había creído que, puesto que la revuelta había comenzado en Poznam, proseguiría luego en Varsovia. Había sido necesario sacar a Gomulka de la cárcel, mientras los tanques del Ejército Rojo se preparaban para salir de sus acantonamientos, instalados en zonas rurales, calentando ya sus motores para lanzarlo al asalto de las ciudades y aplastar cualquier resistencia, como se había hecho en Hungría.

Había faltado muy poco para eso. Ya en Varsovia, los agentes de la U.B., la policía secreta del régimen, controlada por el K.G.B. soviético, eran asesinados en plena calle. Y las parejas de estudiantes que no disponían de vivienda se inclinaban sobre sus cadáveres y revisaban sus papeles para encontrar su dirección y se precipitaban a ocupar su apartamento. Creían que la cosa había llegado.

Asistí, en un sótano lleno de carbón, alumbrado con velas, en Cracovia, a la fundación de una revista clandestina por un grupo de estudiantes de Bellas Artes, cuando cualquier esperanza de escapar de la tutela soviética ya se había desvanecido.

La revista adoptó el símbolo que ese mundo merecía, el del perro muerto, «Laika», la perrita que giraba en torno a la Tierra en el primer «Sputnik». Era una mezcla de desesperación y de ironía cruel.

Volví a Argelia, donde la situación se había deteriorado bruscamente. Estábamos a punto de perder Argel.

París ordenó a la 10 división de. paracaidistas, que volvía de Suez, frustrada nuevamente frente a una victoria que ya tenía en sus manos, que restableciera el orden a cualquier precio y de cualquier manera.

El gobierno era socialista. Guy Mollet, al que algunos descalabros le hicieron perder la cabeza, era presidente del Consejo, y La-coste, perteneciente también a la S.F.I.O., era ministro residente.

Los «leopardos» de Bigeard, Godard y Jeanpierre hicieron «lo que había que hacer», aunque no de muy buena gana. Bajo el remoto control de Massu y el más remoto aún de Salan, desmantelaron las redes unas tras otras. Para ello sólo existía un medio: subir por el hilo a partir de un sospechoso, obligándole a confesar todo lo que sabía, a dar los nombres y las direcciones. Pequeños equipos saltaban entonces a un «jeep» y se dirigían inmediatamente a los lugares indicados. No era suficiente prometer un caramelo al sospechoso para que «suministrara» la dirección de sus amigos; era necesario emplear los procedimientos adecuados.

Una mañana, muy temprano, uno de mis camaradas de guerra, de aquella que habíamos hecho y ganado limpiamente, vino a llamar a la puerta de mi habitación. Era un ex maestro que había optado por el ejército y los paracaidistas, que había pertenecido a la desistencia, un muchacho cargado de principios. Era uno de esos que hubiesen aprobado el gesto de «San Juan Bautista», allá, en los Vosgos, con los prisioneros alemanes.

Me alojaba entonces en el hotel Aletti. Mi amigo tenía un aspecto salvaje, con el rostro descompuesto.

—Levántate —me dijo—; salimos.

Mientras subíamos en dirección a la Grande Poste, me confesó, mostrándome sus manos:

—Por primera vez en mi vida, he torturado a un hombre. Sabíamos que había colocado en la ciudad una decena de bombas que explotarían alrededor de las diez de la mañana, cuando las calles estarían llenas de gente que se dirige a su trabajo. Era necesario que nos indicara los emplazamientos y que tuviéramos tiempo para desactivarlas. El límite era el alba. Habló. Las bombas no explotarán. Yo le he torturado. No quería que uno de mis capitanes o de mis tenientes se ensuciara las manos. Yo me hubiera sentido demasiado cobarde, cobarde como los políticos que nos han dado esa orden..., y que no quieren saber cómo se están haciendo las cosas. Tuve hasta ganas de suicidarme. Entonces he venido a buscarte a ti, mi compañero de la buena guerra. ¿Qué es lo que estamos haciendo?

—Vamos a tomar un café; los bares comienzan a abrir. Después podríamos ir a dar una vuelta por la plaza, en Zeralda. En enero todavía hace demasiado frío para bañarse. ¡Qué lástima!

Como en Melouza, hacer algunos gestos simples, familiares, para escapar del maleficio de la guerra, del horror.

Los oficiales disponían de tres opciones: luchar para ganar, lo que no podían porque se ensuciaban las manos; no hacer nada, no ver nada, no escuchar nada, como los tres monitos chinos, que uno se tapa los ojos con las manos, otro la boca y el tercero las orejas, y esperar la promoción a un grado superior y un destino en la metrópoli; o abandonar el ejército, como el general De la Bollardiere. Sólo podría aceptar la primera y la tercera categorías.

Todos los que habían optado por la guerra revolucionaria experimentaron pronto la necesidad de hallar justificaciones para su acción. El de conservar Argelia para Francia era suficiente cuando se luchaba en los djebels, pero no cuando era preciso desmantelar organizaciones terroristas, hacer el trabajo para el cual policía se había mostrado incapaz. Eran necesarias razones mayor envergadura. Los inquisidores tenían a Dios, los comunista su esperanza de cambiar la faz del mundo, los fellaghas la de gana su independencia y escribir esa historia que tanto les faltaba.

Esos nuevos soldados de una guerra mucho más peligrosa en la que ponían en juego su alma más que su vida, no podían admitir que habían torturado, que habían mentido para defender a los grandes colonos, que en su mayoría ya se habían instalado en Francia, dejando a sus capataces para que murieran en su lugar, o los patronos de los grandes negocios: los Borgeaud, los Blanchette, los Germain y otros...

Durante aquellas noches en las que la duda les torturaba, algunos de esos soldados pensaban en colgar a cierto número de tales grandes patronos y colonos de los faroles de la Gobernación General. Para mostrar hasta qué punto se hallaban lejos de ellos y cuánto les despreciaban.

En la metrópoli, a cada cambio de ministerio, el gobierno se mostraba más incapaz que el anterior para concluir esa guerra de una u otra manera, negociando o «dando con todo».

Creyeron que podían arreglar el asunto convocando a los reservistas y enviado el contingente. Pero no vamos a rehacer la guerra de Argelia.

Un viaje en ferrocarril de Argel a Djelfa, un simple viaje, me permitió comprender que salvo un milagro, un vuelco en el curso de la Historia, un sobresalto de todo el país, no habría manera de salir de esa guerra y que la independencia sería inevitable.

En ese tren, yo observaba y escuchaba. No pasó nada, las vías no volaron, no caímos en ninguna emboscada, pero, repentinamente, percibí que la guerra cambiaba de tono, que estaba a punto de comenzar otra música. Lo percibí en el comportamiento de los civiles y los militares que subían y descendían, y en el de nuestra pequeña escolta. Lo sentía, lo palpaba en la indolencia de unos y otros, en el y-a-mí-qué-me-importa de los reclutas, en la negligencia de los pieds-noirs, en la actitud de los árabes, que se contenían, amontonados en los compartimientos de cola en medio de sus bultos. ¿Qué había dentro de esos atados? ¿Sémola o granadas? Una frase por aquí, una palabra por allá, un gesto de desconfianza, una risa que sonaba falsa. No cabía la menor duda.

De vuelta en Argel, traté de poner orden en esa sucesión de impresiones fugaces. Las relacioné con otras palabras, otras imágenes. Como, por ejemplo, el día que yo subía por la rampa Bugeaud y repentinamente vi explotar todos los faroles de la ciudad, minados por el F.L.N. , y los fragmentos de hierro segar alrededor de mí la vida de muchachas que esperaban el autobús.

Escribí para el Paris-Presse un largo artículo que se convirtió en una especie de panorama de la guerra de Argelia. Después de su publicación, uno o dos días después, Bigeard me telefoneó:

—Es absolutamente necesario que le vea —me dijo—. Lo que usted ha escrito concuerda exactamente con la idea que todos nos hacemos de esta guerra en las unidades de choque. No pasa nada, pero pasa de todo...

Tras eso, Bigeard me invitó a comer. Nos encontramos en Zeralda, cerca de la playa, junto con algunos de sus oficiales, entre ellos su adjunto, el comandante Lenoir, apodado «Vieille». Comimos brochettes sentados en una terraza, mientras admirábamos a los jóvenes pieds-noirs que volvían de la playa, hermosos muchachos atléticos, musculosos, de frente un tanto estrecha, con sus pantalones de baño ajustados a las caderas, acompañados de chicas espléndidas.

Bigeard les seguía con la mirada, mientras atracaba su pipa, como era su costumbre, con el tabaco de cigarrillos a los que les sacaba el papel. Repentinamente me dijo:

—Estos muchachitos son magníficos, ¿no le parece? Sólidos, bien formados. Pero no vienen a colaborar con nosotros y no tienen ganas de morir por Argelia. ¿De qué elementos disponemos para pelear? De obreros metalúrgicos de la región parisiense o muchachos de la región Sudoeste. Pero ésta es la guerra de los de aquí, y éstos parecen creer que como sus padres pelearon bien de 1943 a 1945, se encuentran exentos. No hacen absolutamente nada.

Pienso que si ellos se hubiesen encontrado en un ambiente favorable, probablemente se mostrarían tan valientes como sus predecesores. Pero, para ello, hubiera sido necesario arrancarles de ese paraíso de juventud, de sol y de mar. En Argelia la juventud es breve y ardiente, poco dispuesta para la reflexión, dedicada sólo al placer del instante. Siempre dentro de su propio grupo de edad, debían gozarla rápidamente, antes de que se marchitara.

La guerra de Argelia se perdió debido, en parte, a la inconsciencia de esos jóvenes hombres y mujeres que contemplábamos pasear por la playa castamente cogidos de la mano. Pues esos amores eran a menudo castos. Si ellos hubieran comprendido a tiempo que esa guerra exigía el compromiso de toda la población, pero particularmente de la juventud, sus consecuencias hubieran sido, sin duda, diferentes. La independencia de Argelia era inevitable. Ningúna ilusión podía caber por ese lado. Pero esa independencia podría haber sido proclamada en otras condiciones, y no tomar los caracteres de un desastre. Podría haberse contemplado la existencia o un Estado o de una provincia pied-noir, una especie de Israel de Argelia. Los israelíes eran setecientos mil en 1948, cuando proclamaron el Estado de Israel; los pieds-noirs eran un millón. Los isralíes se encontraban rodeados de cien millones de árabes hostiles; los pieds-noirs, de unos quince millones, incluyendo todo el Magreb, que tenían en contra de ellos rencores, raramente odio. La partida estaba lejos de hallarse perdida.

Pero Israel había sido creado en medio de la sangre y las lágrimas, los pogroms y los campos de concentración. No había alternativas entre la bolsa y la muerte, el sepulcro o la victoria. En Argel, en cambio, la vida era muy dulce y Francia estaba muy cerca. Todos los años se iba allí para las vacaciones.

Luego vino el 13 de mayo y todo lo que siguió.

Yo pasaba de un complot al otro: la taberna de Ortiz, donde se estaba furiosamente a favor de los Comités de Salud Pública y el ejército, sin especificar qué ejército; y las villas del balcón Saint-Raphael, donde se apoyaba a Chaban y, accesoriamente, a De Gaulle. Chaban utilizaba para sus propósitos la antena de la Defensa Nacional, así como al comandante Puoget y a Delbecque, un militante del R.P.F. Ambos poseían atractivo, buena presencia y acceso a las residencias de los barrios elegantes.

Yo me encontraba con el coronel Battesti en una sauna cerca del Forum. Era partidario de Michel Debré. Los capitanes de paracaidistas estaban buscando un «patrón». Terminaron, a falta de algo mejor, por seguir a De Gaulle, al tiempo que buscaban la palabra que pudieran oponer a la de independencia. Se les suministró la de «integración». Fue un hallazgo de Soustelle.

La magia de esa palabra, que no sonaba tan bien como independencia y cuyo sentido se mantenía vago, logró, sin embargo, detener la guerra durante algunas semanas. Llegó incluso a crear cierta fraternidad entre musulmanes y «franceses de origen» en determinadas manifestaciones en el Forum, no todas prefabricadas.

Mucho después, en México, Alfonso Caso, el maestro de Soustelle, director del Instituto Indigenista, me explicó cómo su ex alumno, presionado por las circunstancias, recordó en Argel la experiencia intentada con relativo éxito en las sierras mexicanas: la integración de los indígenas a la vida nacional, así como los métodos que entonces se habían aplicado.

¿Qué significaba la integración? Asimilar los árabes a los franceses, darles los mismos derechos y las mismas ventajas, hacer de ellos ciudadanos completos. (Quiere decir que no lo eran, aunque vivían en departamentos franceses.) Permitirles también a ellos el acceso a la educación, pues sólo el 15 por 100 de los jóvenes iban a la escuela, que para ellos no era obligatoria.

Tal integración era imposible, salvo que se modificara totalmente la vida de Francia, que se la alineara con el tercer mundo en lugar de comprometerla en Europa.

Colocaríamos en ese caso en igualdad de condiciones con el resto de los ciudadanos franceses a diez millones de musulmanes muy prolíficos, con enormes familias, a los cuales se debería prestar los mismos servicios que a los metropolitanos, que serían quienes pagarían los gastos. De acuerdo con el nivel de vida de Argelia, el bueno de Mahomed, a quien se le abonaran subsidios familiares por doce hijos, para vivir cómodamente no tendría que volver a mover un dedo. Agradecería por ello a Alá, bendito sea su santo nombre, sin ningún reconocimiento a Francia. ¡Enloquecedores problemas planteados por el Islam!

¿Cómo podría asignarse a la mujer musulmana un estatuto comparable con el de la mujer francesa? Sería necesario arrancarla de la sumisión en la que todos los hombres la deseaban mantener y que, por otra parte, se halla regulada por los mandamientos del Corán. Argelia ya estaba perdida para los franceses pocos meses después de su conquista. Estos, seducidos por determinadas prácticas, no del todo carentes de sentido, jugaron a Mahoma en contra de Cristo. Mientras el Cristo de San Agustín estaba todavía vivo en las montañas de Cabilia.

—¿Cristianizar el Mahgreb, multiplicar los matrimonios mixtos como lo habían hecho los cruzados del reino franco de Jerusalén?

Pretender rehacer la historia no sirve para nada, pero se pueden aprovechar sus lecciones allí donde se presente una situación análoga, en Israel, por ejemplo.

De Gaulle, por su parte, no quería saber nada de la integración. Su yerno, el general Boissieu, cuenta que, mientras se afeitaba frente al espejo, con la cara llena de espuma, el viejo gruñía:

—Añadirle a Francia diez millones de vagos más, ¡pero eso es estúpido!

Otro sentimiento más profundo le impulsaba a rechazar esa solución. De Gaulle tenía cierta idea de la Francia cristiana, occidental, forjada por muchas generaciones de reyes. Aceptar diez millones de árabes musulmanes en su seno hubiera significado cambiar su esencia. Era un sacrilegio, de alguna manera. Era como entregar a Juana de Arco para que la violaran los berberiscos. Juana, de la que él era devoto y de la que había tomado su cruz de Lorena.

Arrastrados por su propio impulso y por su generosidad, buscando a cualquier precio una victoria que no fuera puramente militar, los centuriones de África no habían medido las dudosas consecuencias de tal integración.

Yo asistía a la gran reunión en el Forum, cuando el general De Gaulle, con los brazos extendidos, proclamaba ante una multitud delirante: «Yo os he comprendido.» Alguien me tocó un hombro; era un periodista norteamericano, Joe o Steward Alsop, no recuerdo bien, que me decía:

Foggies (ranas); finalmente encontraron su rey.

De Gaulle nada sabía de ese nuevo ejército que se mezclaba en política, que citaba a Mao, a menudo mal, participaba en todo tipo de comités de salvación pública y no se subordinaba adecuadamente a sus mandos. Ejército éste que, sin embargo, en el terreno se mostró eficaz.

A él le debió De Gaulle el poder. Los veinte años de legitimidad los inventaría más tarde. Para establecer contacto directo, un buen día De Gaulle decidió ir a ver de cerca el «circo Bigeard». Bigeard, con métodos bastante particulares y no codificados en ningún reglamento militar, había pacificado completamente un sector podrido de Saida, en el Oranais.

Bigeard se había colocado junto a De Gaulle sobre un pequeño estrado. De Gaulle vestía uniforme de gala; Bigeard, uniforme de combate camuflado, con manchas. Las tropas comenzaron su desfile, con paso flexible, la mirada al frente. Delgados, rostros bronceados y con las camisas abiertas sobre sus musculosos pechos. No muy clásico, pero poseía donaire. Sorprendido, De Gaulle se encontró en terreno desconocido y, para situarse, trató de poner en aprietos a ese coronel de insólito comportamiento:

—Dígame, Bigeard, cuando una tropa desfila ante un general, ¿sigue con la vista al frente?

Bigeard le replicó:

—Se acabó, eso fue abolido del reglamento hace dos años.

Olvidaba que se le puede hablar de esa manera a un general, pero no a un rey. Habría de pagarlo.

Bigeard le molestaba a De Gaulle, quien sentía que ese soldado de fortuna, ese aventurero, aunque perteneciente a una escuela y poseedor de un temple muy diferente al de él, podría serle útil algún día. Esto a condición de alejarle de Argelia. Para castigarle, para humillarle y hacer de él un soldado de acuerdo con sus criterios, le envió a la Escuela de Guerra.

En aquella época yo veía a Bigeard con bastante frecuencia. Le ponía rabioso tener que estudiar una guerra totalmente pasada, dejar de ver su nombre en los periódicos, permanecer olvidado. Frente al asombro de De Gaulle, salió airoso de la prueba. No quedó más remedio que nombrarle general, aunque previamente debió completar su penitencia en el campo de Bouare, en plena África Central.

En junio de 1956 uno de mis amigos, Jean Rudin, librero en Niza, convocado como capitán en la 28 división de infantería, pilotaba un pipercup sobre el oued Modakh, al norte de Ain Temouchent, en Oranie.

Era por la mañana. Se libraba un combate debajo de él. La compañía de infantería que operaba se había colocado en un thalweg, fuera de la vista de su sección de vanguardia, que acababa de apoderarse de un cerro. Con la radio sintonizada en el mismo canal que los infantes, Rudin escuchaba las órdenes que se intercambiaban entre ellos. Volaba bastante bajo y distinguía muy bien lo que ocurría sobre el terreno. En el cerro, el subteniente al mando de la sección anuncia:

—He tomado un prisionero. ¿Qué se hace?

—Bájenle —dice el capitán, que deseaba interrogarle.

El subteniente, que había comprendido mal la orden, sacó su revólver y «abatió» al prisionero ante la vista de Rudin, que con su piper daba vueltas a pocos metros por encima de su cabeza. Nada pudo hacer para impedir el hecho.

¡La guerra se equivoca! Adora ese tipo de burlas.

En 1959 yo escribía Les Centurions. En ese libro mezclaba mis recuerdos, reflexiones y experiencias de veinte años de guerras ganadas y perdidas, las que había hecho como oficial y las que había observado como corresponsal.

Bajo mi pluma nació un libro que yo no esperaba. Era el retrato de un nuevo tipo de soldado que poco tenía en común con el militar tradicional. El centurión se había iniciado casi siempre en la Resistencia. Poco tenía que ver su origen familiar y su clase social. Por negarse a aceptar la derrota, debido a que «le caía mal», conoció los campos de exterminio, las prisiones españolas, la guerrilla. Podía venir de familia noble, como Glatigny, o pertenecer, como Esclavier, a la intelligentsia universitaria, o ser un mestizo franco-chino, como Boisfeuras, o salir de los F.T.P., como Pinieres, o de las montañas vascas, donde era pastor y contrabandista, como su jefe el coronel Rasteguy. Podía asimismo ser árabe, como Mahmoudi, tentado al mismo tiempo por la rebelión y por la amistad de los hombres de su secta. O podía haber nacido en las costas del Senegal, como Dia, el médico, una especie de brujo negro, benéfico.

Ellos habían recibido una reeducación en los campos vietminhs, que, si bien había sido rechazada, de cualquier manera les había marcado, obligándoles a hacer lo que nunca habían hecho: reflexionar sobre las motivaciones que impulsan a los soldados de fines del siglo XX a proseguir una guerra colonialista sin salida y sin ninguna justificación, debiendo utilizar los recursos y los métodos tradicionales de los viejos ejércitos. Guerras éstas que fatalmente debían terminar en una derrota.

Ellos habían desembarcado en Indochina para restablecer el «orden». Y para restablecer los privilegios de determinadas jerarquías políticas, administrativas y financieras decadentes que habían demostrado su situación de caducidad. Rápidamente se dieron cuenta de eso. Ellos, que habían luchado contra la ocupación alemana, se encontraron frente a un Vietminh que se proclamaba un movimiento de liberación, lo que no podía dejar de llevar confusión a sus espíritus.

Ellos se defendieron refugiándose detrás de las órdenes recibidas. Pero ocurría que, justamente, al desobedecer a sus jefes tradicionales, Petain y los generales del ejército del armisticio, habían podido participar en su única victoria, junto a los aliados, o en las guerrillas, que se querían todos movimientos de liberación.

Ellos no podían evitar el soñar con un nuevo orden, más justo, más riguroso, más nuevo, con un nuevo ejército mejor adaptado a nuestra época, capaz de vencer en una guerra revolucionaria. Eso implicaba que tal ejército estuviera en condiciones de realizar, a su manera, una revolución.

Al mismo tiempo —y aquí reside su contradicción— rechazaban esa revolución en nombre de su pasado y de sus tradiciones, y porque creían que era posible preservar lo que había de bueno en la civilización occidental, la libertad sobre todo. No querían la simplificación marxista del mundo, su maniqueísmo, su catecismo. Los viets, por haberse esforzado demasiado para convertirles, les habían vacunado al mismo tiempo contra el comunismo. Ellos ya no sabían muy bien en qué estaban.

Les tenemos aquí en Argelia, lanzados nuevamente dentro de una guerra de liberación. El ejército tradicional había fracasado. No podía haber sido de otra manera, puesto que ese ejército repetía indefinidamente la conquista del Rif y la persecución de la smalah de Abd el-Kader. Ellos querían en cambio hacer la propia guerra del adversario, para ganar, y así fue como se ensuciaron las manos, pues había llegado el tiempo de no haber más guerras limpias.

Ellos defendían Roma, lejos de Roma, y en Roma se les cubría de lodo. Hasta el punto de que llegaron a sentirse más próximos a quienes combatían que a aquellos por los que morían. Ese fue el tema de Les Centurions.

Un día los centuriones comprendieron que habían peleado para nada, que sus camaradas habían muerto para nada, y que, después de haber ganado la guerra en los djebels, la habían perdido en París.

Algunos de ellos fueron incluso llevados ante la justicia, por haber utilizado métodos que son corrientes en todas las guerras subversivas, los «interrogatorios a fondo», digámoslo más francamente, la tortura, así como la liquidación fuera de todo procedimiento judicial de ciertos elementos enemigos que, si se les recluía en una prisión, escaparían. Llevados ante la justicia, hubieran recibido una condena leve y, una vez puestos en libertad, no volverían a cometer los errores que habían posibilitado su arresto, reiniciando inmediatamente su participación en el combate.

Sus jefes, que, sin embargo, habían recibido la orden de «ganar a cualquier precio», hacían a menudo de Poncio Pilatos y se lavaban las manos. En cuanto al gobierno, ya no existía. El gabinete cambiaba cada tres meses.

Se rebelaron, se les empujó a ello. Eran ingenuos, carecían de toda cultura política, sólo disponían de simpatías y resentimientos. Sin saber qué hacer con el poder que había caído tan fácilmente en sus manos, se lo entregaron a De Gaulle, a quien creían uno de los suyos.

De Gaulle, a la manera de todos los emperadores de Roma plebiscitados por las legiones, sólo pensó en la manera de librarse de ellas.

Ese fue el tema de los Pretoriens.

De hecho, el título Les Centurions se me impuso mientras me encontraba en Massad, un pequeño oasis del Atlas sahariano, donde me había encontrado con Serge Groussard, convocado como capitán en Argelia.

Un batallón de la Legión Extranjera ocupaba lo que había sido el emplazamiento de un antiguo campamento romano. Desde allí se dominaba una gran planicie ocre marcada con algunas pocas manchas oscuras, los oasis. Los quepis blancos guardaban los mismos puestos de vigilancia que los legionarios de Cornelius Balbus. Nada había cambiado. Sólo que la boca negra de una ametralladora o de un cañón de 105 reemplazaban a la ballesta y la catapulta.

Sentados sobre el fuste de una columna caída, frente al desierto, Serge y yo recordábamos a esos defensores olvidados del «limes» que contemplaban a lo lejos las maniobras de los escuadrones de los jinetes númidas. Cuando llegara la noche, esos guerreros ecuestres, que conocían su debilidad, les atacarían. Ellos deberían defenderse solos, sin esperar ayuda. Mientras, en Roma, el senado se había convertido en un mercado donde todo estaba a la venta, y la política era una feria de truhanes donde todos los recursos estaban permitidos. La relación con la IV República era evidente.

Yo pasaba mi mano por el fuste de la columna. Me gusta acariciar las viejas piedras, siento ternura por las ruinas. Sentí entonces bajo mis dedos una inscripción. En realidad eran dos, y me dediqué a descifrarlas. La más antigua, casi borrada por la arena y el viento, rezaba: «Titus Caius Germanicus, centurión en la X Legión.» La otra había sido recientemente grabada: «Friedrich Germanicus, centurión en el 1 R.E.P.» (regimiento extranjero de paracaidistas).

Tenía el título de mi libro: Les Centurions. ¿Los personajes? Vivían con ellos desde hacía veinte años. Sólo me faltaba el editor, uno que me adelantara la suma suficiente como para vivir durante los cuatro meses de permiso que debía obtener de Paris-Presse.

Recorrí los editores que ya habían publicado libros míos. Gallimard, dando muestras de generosidad, me ofreció cien mil francos viejos. Julliard no estaba interesado. La Ville étranglée, publicada por esa casa, no se había vendido bien, a pesar del premio Albert-Londres. Albín Michel (Les Ames errantes, Les Baladins de la Margeride, Les Clefs de l'Afrique) hizo un esfuerzo y llegó hasta los trescientos mil francos. Algunos pequeños editores, actualmente desaparecidos, me ofrecieron promesas. El que finalmente aceptó adelantarme la suma necesaria, sin darle demasiadas vueltas, fue Nielsen, de Presses de la Cité, a quien me presentó Georges Roditi. Este me prestó asimismo su casa en Saint-Cezaire, «La Porte romaine», y yo comencé a escribir.

Inventé a Boisfeuras, me proponía hacer de ese personaje el representante excedido de ciertas ideas, el que llega hasta las últimas consecuencias y se destruye a causa de su propia lógica. Fue justamente en ese personaje totalmente imaginario en el que quisieron reconocerse el mayor número de oficiales.

Me instalé frente a una ventana desde donde vería un ciprés que el mistral mecía contra un cielo de un azul muy claro, color lavanda. Del jardín subían pesados aromas. Algunas muchachas venían a visitarme, pero yo no las invitaba a quedarse. Mis personajes comenzaban a existir y ya se mostraban exigentes. Ellos querían estar a solas conmigo.

Jean Pouget, con quien me había encontrado en Argelia en los momentos del 13 de mayo, me suministró informaciones inapreciables sobre el Campamento núm. 1 y la larga marcha de los supervivientes de Dien Bien Fu. También él me hizo conocer la carta del centurión Marcus Flavinius, de la Legión Augusta, la que sirve de obertura al libro, y que concluye con esta frase profética: «Tengan cuidado con la cólera de las legiones.»

La carta era falsa, pero yo por entonces lo ignoraba. Había sido inventada por Roger Frey, con el objeto de despertar la ira de las legiones de Argelia, para que expulsaran de París, la nueva Roma, a un gobierno débil, incapaz de solucionar el problema de Argelia, y para que nombraran un emperador. Eso fue lo que se hizo.

Bigeard me había facilitado algunos informes de operaciones, acompañados de planos y fotos. Ducourneau, convertido en el consejero militar del ministro residente, me había informado del ambiente que existía en la Gobernación General y en el Estado Mayor. El coronel Ruyssen, un viejo conocido de los comandos, que hablaba el árabe fluidamente, me había iluminado el panorama de lo que ocurría en el campo adversario. En forma velada, pues era un hombre discreto, y su función era precisamente serlo.

Hice nacer a Bigeard-Ducourneau-Raspéguy en Saint-Etienne-de-Baigorry, porque Bigeard era de Toul y Ducourneau de Pau, y porque el país vasco y sus habitantes me habían seducido.

Allí, poco antes del 13 de mayo, con la dirección de Pierre Schoendorfer, la fotografía de Raoul Coutard y Mijanou Bardot en el papel de protagonista, habíamos rodado una película. Ramuntcho.¡Mala suerte!

Para Esclavier me inspiré en el capitán Barrés, nieto del escritor, veterano de Corea, muerto en Túnez durante una incursión de nuestras tropas que en su momento hizo mucho ruido... y alguno otros personajes que había conocido o que había entrevisto.

Glatigny fue ese capitán encarnado por Fresnay en La Grande Ilusion, pero adecuado al gusto actual y confrontado con los problemas de la guerra revolucionaria... más lean Pouget y algunos otros...

Concluido mi trabajo, entregué el manuscrito al editor. No me quedaba nada del adelanto, incluso había contraído algunas deudas.

—Interesante —me dijo Roditi, después de haberlo leído—. Con suerte llegaremos a los veinticinco mil ejemplares.

Me reintegré al Paris-Presse y partí en misión de reportajes. En etapas cortas llegué hasta el Extremo Oriente, haciendo escala en Beirut, donde habían desembarcado los marines norteamericanos para poner fin a la guerra civil que ya entonces oponía a los cristianos, sostenidos por los Estados Unidos, y los musulmanes y rusos, apoyados por Siria y Rusia. Chamoun contra Kamal Joumblatt.

En Teherán, Reza Chah tomaba por esposa a la pequeña Didah, cuya familia yo conocía muy bien. Uno de sus tíos regentaba el Park Hotel, donde me había alojado; otro había sido sargento mayor de la Legión Extranjera. Nos gustaba encontrarnos para tomar un trago en lo de P'tit Louis.

En Vietnam del Sur hacían su aparición los vietcongs. En Saigón me reuní con los paracaidistas que acababan de dar un fracasado golpe de Estado contra Diem. Apenas tuve tiempo de llegar hasta Camboya a través de las plantaciones. Otro golpe de Estado, pero esta vez neutralista, en Laos. Este fue perpetrado por un capitán del que me hice amigo, Kong Le. Me quedé allí varios meses. Se me ocurrió entonces la idea de Les Tambours de Bronze.

Cuando volví, mi libro había aparecido hacía bastante tiempo. Con gran asombro me enteré de que Les Centurions había sobrepasado los 50.000 ejemplares.

Con ello resultaba que no sólo había quedado saldado el adelanto, sino que además cobraría varios millones de francos viejos. A partir de ese momento, sin ninguna publicidad, y a favor de los acontecimientos, el libro picó a toda velocidad. Hasta la fecha se han editado sólo en Francia 1.200.000 ejemplares, y fue traducido a doce idiomas, entre ellos el hebreo, el yugoslavo y el japonés.

Incluso había creado un mito y revivido un término que se incorporaría al lenguaje cotidiano como designación de cierto tipo de soldado, el «centurión».

Mi libro se me había escapado. Se había puesto a vivir por su cuenta, fuera de mí, desatando a veces pasiones y tomas de partido que me eran totalmente extrañas.

Las reacciones fueron asombrosas. Durante bastante tiempo los comunistas vacilaron. La Marseillaise, incluso publicó una página entera en la que no sólo elogiaba la obra, sino también a ese ejército revolucionario cuya epopeya relataba, y que había comprendido de qué lado estaba su camino: del lado del pueblo.

Después L'Humanité, tras madura reflexión, rectificó el punto de mira. Se trataba de un libro fascista, y su autor era más conocido como mercenario que como periodista. ¿No había, acaso, participado en Corea?

El general De Gaulle, a quien le había enviado un ejemplar, me escribió diciéndome que no le gustaba el libro.

Hace ya algunos años, cuando Salazar todavía detentaba el poder, me encontraba de paso por Lisboa. Mi editor portugués, la «Livraria Bertrand», organizó una firma de ejemplares. Yo no esperaba semejante afluencia de lectores. La mayoría eran soldados rasos que traían ejemplares de mi libro para su teniente o su capitán, como si esos oficiales temieran ser vistos. Más tarde conocí los nombres de todos aquellos que se me habían acercado. Estuve una tarde entera firmando ejemplares de Os Centuriones sin poder siquiera levantar la nariz.

Dentro del ejército portugués se había formado un movimiento clandestino, era el ejército que peleaba en Mozambique, Angola y Guinea-Bissau. El movimiento llevaba el nombre de «Os Centuriones».

Este mismo se convertiría en el «Movimiento de las fuerzas armadas», el mismo que acabó con la dictadura de Salazar y Caetano, lo cual, no cabe duda, fue una cosa buena. Pero estuvo a punto de ser reemplazada por otra, la de los stalinistas, que hubiera sido peor. Eso debido a las improvisaciones, la falta de madurez y de cultura política de los centuriones portugueses, porque no sabían qué dirección tomar. Alvaro Cunhal, en cambio, lo sabía demasiado bien.

Cuando los centuriones de Roma dejaron de creer en los césares y en el imperio, se hicieron cristianos. Los portugueses no podían privarse de una religión, pero Cristo ya no les bastaba. Su Iglesia se había comprometido con un régimen caduco, paternalista, de viejos profesores de Coímbra obstinados en su sonambulismo y que pretendían conservar lo que restaba de la herencia de Enrique el Navegante. Ellos sabían que el imperio estaba perdido, después de varios años de guerra subversiva en la que, a pesar de sus esfuerzos, no habían logrado ninguna decisión, aun cuando una parte de la población, los de sangre mezclada y los colonos, estaban a su favor.

Como nuestros centuriones de Argelia, los portugueses estaban desamparados e iban en busca de una recela milagrosa, la que curara todos los males. Se les propuso el comunismo. Era una teoría simple que ofrecía el principio y el método surgido de un catecismo y de un manual de guerra revolucionaria que habían demostrado su eficacia.

Al mismo tiempo continuaban —hasta tal punto sus espíritus se hallaban confundidos— tomando como referencia a Latérguy, a quien, según J. F. Revel, convirtieron en marxista en las orillas del Tajo.

Yo nunca creí que ellos fueran a arrojarse totalmente hacia el campo comunista. Cuando desde el inicio uno se declara defensor de cierta civilización occidental, que todavía está impregnada de cristianismo; cuando uno se encuentra en plena embriaguez de una libertad recientemente reconquistada, no se va a naufragar en un sistema ateo, concentracionario y triste, desastroso en el plano de la economía. Esto ni aun cuando se sienta la necesidad de comunicarse con el pueblo y de ser afianzado por él todos los días. Además, en Portugal el pueblo no era comunista.

En Argelia, nuestros centuriones, después de haber sido tentados por cierta forma de titoísmo (el movimiento «Patrie et Progres»), se encontraron a punto de embarcarse en un neofascismo. Me refiero solamente a los «soldados perdidos», aquellos que se pasaron a la O.A.S. Eran oficiales valientes, hombres estimables que prefirieron el deshonor de las causas perdidas al honor y las prebendas que De Gaulle distribuía despectivamente entre quienes habían permanecido fieles a «su persona».

Pero los mitos de los Susini y consortes eran intolerables para hombres como el coronel Godard que, siendo teniente, había estado al mando del maquis de Glieres, o como el comandante De Saint-Marc, que a los dieciséis años había sido deportado a Buchenwald. Asimismo para Salan, que pertenecía a la vieja tradición liberal del socialismo meridional.

La O. A. S. fracasó. Aparte de sus propias contradicciones, el movimiento había sido totalmente infiltrado por las policías paralelas y los servicios de información. Sus excesos no hicieron más que precipitar su destrucción.

Considero que De Gaulle perdió Argelia de muy mala manera. No tenía ninguna necesidad de mentir a sus oficiales y comprometerlos a fondo en una aventura que él ya había decidido interrumpir.

Con el objeto de conservar Argelia, que de todos modos se hubiera hecho independiente, no era posible imponer a Francia, por la fuerza, la cruz céltica del movimiento Occidente. Eso era demencial. Ni tampoco era posible imponerle un régimen militar estilo tercer mundo. La metrópoli jamás hubiera tolerado eso; yo tampoco, yo sobre todo.

Por tales razones, no por simpatía a De Gaulle y su régimen, sino para salvar a los centuriones de la tentación totalitaria, me negué a mantener ninguna clase de contactos con la O. A. S. y desaconsejé a todos mis camaradas su posible adhesión a la misma. Eso por lo que ellos perderían, pues se verían obligados a abandonar la carrera militar, y porque sin ellos el ejército no valdría más que algunos escuadrones de la C. R. S.

Todo eso me valió una bomba de plástico en la casa de la calle Montagne-Sainte-Genevieve donde vivía.

Para compensar, algunos políticos mal informados acudieron para invitarme a participar en la organización que era una de las grandes conciencias del «programa común». Eso ocurría debajo de mi casa, en el restaurante Le Vieux Paris.

Conocí a continuación las dudas y los problemas que se les planteaban a los centuriones norteamericanos de Indochina, particularmente a ciertos «boinas verdes», a los que se cargó de bastantes crímenes; pero ellos, por lo menos, no estuvieron en My Lai. Tampoco bombardearon ciudades y aldeas desde «B-56» coordinados por ordenadores, sino que se jugaron sus propias vidas en las selvas y los arrozales.

Siempre el mismo dilema; hoy en día, para vencer en una guerra global, donde se mezclan el combate clásico con la acción psicológica, el adoctrinamiento, la guerrilla y el condicionamiento de las poblaciones, el soldado debe tener segura su retaguardia; por tanto, controlarla y, por tanto, tomar el poder. Eso le obliga a poner en cuestión la esencia misma del sistema político y social que pretende defender.

Una guerra revolucionaria puede ser ganada únicamente por un gobierno totalitario, pues sólo un gobierno de ese tipo se atreverá a emplear determinados métodos. Actualmente, aparte el enfrentamiento atómico, todas las guerras pertenecen a esa categoría. Sus métodos de lucha están prohibidos para las democracias por toda clase de razones, entre ellas, la existencia de una opinión fácilmente emocionable, por la creencia en la vieja máxima de que lo civil debe primar siempre por encima de lo militar, incluso en tiempos de guerra; por el rechazo del sacrificio, de la privación y para conservar la «buena» conciencia, que permite cómodas digestiones.

¿Cómo explicar que para salvar la libertad sea necesario comenzar por suprimirla? Aquí reside la debilidad de los regímenes democráticos, y es en donde reside al mismo tiempo todo su honor.

Los centuriones norteamericanos bajaron la cabeza, muchos de ellos abandonaron el ejército. Como aquel coronel que vino a buscarme a mi habitación en el Continental para decirme:

—Nosotros los norteamericanos tenemos un ejército de ordenadores y funcionarios. Hemos dado un ejército semejante a los sud-vietnamitas, con la corrupción además... Nuestro ejército se ha convertido en el de la mentira... Estamos dispuestos a invertir dinero y material, pero no la fatiga de los hombres, con la que se ganan las guerras como éstas... Vamos a marcharnos desesperados, dejando tras de nosotros un Vietnam devastado...

Terminó, levantando su copa:

—Bebo a la salud de sus héroes, señor, de sus centuriones que comprendieron en Indochina la guerra que debían hacer en Argelia y que no han podido hacer. Cada día nos sentimos más próximos a ellos, tememos el mismo destino[21].

Coronel, ni ustedes ni los centuriones de Argelia podrían realizar esa guerra sin cambiar de planeta, sin pasar de un sistema democrático, con sus errores y sus debilidades, a otro sistema que debería ser puro y duro, pero en el que faltaría la libertad. Y ustedes no debían imponerlo por la fuerza.

La falta de libertad hace que los hombres como yo perezcan. Al mismo tiempo, si no son defendidos por soldados como nosotros, corren el riesgo de perder esa libertad. Insoluble, como siempre.

¿Me había atrapado esta vez? ¿Se había valido de mí para hacer soñar a millones de hombres, impulsándome insidiosamente a dar de ella una imagen seductora, romántica?

Acabo de releer Les Centurions. No había vuelto a abrir ese libro desde hacía quince años. Mis libros son mis hijos perdidos a los que no trato de reencontrar.

No reniego de él. Sólo había querido describir a los hombres de buena voluntad en conflicto con sus propias contradicciones, sufriendo y muriendo por ellas.

No he celebrado la guerra en ningún momento. Ellos hacen la guerra porque les ha sido impuesta, nunca por gusto, y se esfuerzan por limitar su costo.

Siendo vencedores.

Es necesario señalar aquí que en Les Centurions nunca intenté describir al Ejército francés, sino solamente a un puñado de hombres excepcionales por su pasado y por su comportamiento. Yo los he querido convertir en héroes de novela, pero con ellos se ha pretendido hacer una secta, de derecha en Francia, de izquierda en Portugal.

En 1967 yo hacía nuevamente mis maletas para ir a ver, en el teatro de los acontecimientos, a qué se parecían las guerrillas de América Latina, a las que se las asignaba gran importancia. Quería ver de qué se trataba Fidel Castro y su revolución, que él trataba de extender a todo el continente. Y qué era de Ernesto «Che» Guevara, a quien Castro había encargado, o él mismo se había encargado, de la misión de convertir a todo un continente en un inmenso Vietnam.

Llevaba conmigo un equipo de televisión. Ya era tiempo de que me familiarizara con esa técnica que, muy a mi pesar, estaba a punto de enterrar al gran reportaje tradicional.

Fuimos de Los Angeles a México por carretera. Un bonito paseo, aunque el automóvil de ocasión que había comprado demostró ser una vaca. Terminó en una cuneta en David, al norte de Panamá.

México-La Habana. Le fotografían a uno en cuanto sube al avión, en el pasaporte le estampan un gran sello: «Ha estado en Cuba.» La azafata ofrece unos cigarros ligeramente verdes, que un moniter enseña a fumar, y daiquiri, que al parecer se ha convertido en la bebida oficial para los invitados del gobierno cubano.

Persistían todavía en el aire de La Habana relentes de juventud, de entusiasmo y de locura. Fidel no había vendido aún su alma al diablo y su país a la URSS. Pero los campos de concentración y las prisiones estaban repletas de «gusanos», de enemigos del régimen, algunos de los cuales habían sido compañeros de Castro en la Sierra.

Cuba era todavía reverenciada por los intelectuales de las orillas del Sena. La manifestación de cualquier reserva con respecto al régimen era sacrilegio. Sin embargo, Castro, que no podía soportar a esos «parásitos», de cualquier país que fueren, ni siquiera a los poetas comunistas como Pablo Neruda, tampoco si eran cubanos, que prefería a los deportistas y los técnicos, se refería sarcásticamente a ellos. Esto en la medida en que tales intelectuales no manejaran el incensario y el cepillo con suficiente entusiasmo

Siendo yo un escritor poco dado al manejo del incienso y catalogado como reaccionario, carecía prácticamente de probabilidades para entrevistar a Castro.

Después de habérseme preguntado el tiempo que pensaba permanecer en Cuba, diez días, se me hizo saber que el «comandante» sólo podría recibirme en el plazo de un mes. Estaba totalmente ocupado con la zafra de la caña de azúcar, el cultivo de tomates en el Oriente, sus granjas piloto donde concurría a diario para probar la leche y los quesos, por la inseminación artificial de los bovinos, la cría de conejos, la de cabras y la de cocodrilos... y sus campos de entrenamiento de guerrillas. ¿No era acaso presidente del Consejo, jefe supremo de las fuerzas armadas, secretario general del Partido Comunista, ministro de la Reforma Agraria, líder máximo y orientador de la revolución armada en todo el continente latinoamericano?[22].

Aparte de otros títulos igualmente rimbombantes que he olvidado.

Le vi de lejos, en ocasión de un gran desfile, al fin del cual pronunció un interminable discurso.

Exceptuados la barba, la estatura y el ridículo atavío, gorra y uniforme verde oliva, y la impresionante pistola en la cintura, me recordaba a Sihanouk. La misma logorrea verbal, la misma pequeña voz aguda, los mismos procedimientos oratorios, el discurso que deviene diálogo, la misma megalomanía. Al igual que el pequeño Samdech, él quería ser el primero en todo y no soportaba la menor crítica. Uno se convertía inmediatamente en agente de la C.I.A. Ese fue el caso del agrónomo francés Dumont, que consideraba su concepción de la agricultura digna del manicomio, y que había osado decírselo. (De paso, yo voté por él en las elecciones presidenciales.)

Sin embargo, había una gran diferencia entre ambos hombres. Sihanouk temía a la guerra; Castro la amaba y estimaba que nada bueno podía ser hecho sin ella. Todo lo que no fuera rebelión armada estaba, según él, destinado al fracaso. Pues no era cuestión de hacer una revolución de manera diferente de la suya. O cualquier otra cosa.

Me dio la impresión de un rico campesino gallego, astuto, vanidoso, que había hecho algunos estudios. La isla entera se había convertido en su propiedad privada, su finca. Lo hacía todo él mismo, por no confiar en sus mayordomos (los ministros), ni en sus empleados (los funcionarios) ni en sus peones (el buen pueblo cubano, aficionado al ron, la indolencia y las mujeres, y al que había que mantener estrechamente controlado).

Fidel, un puro producto de la educación de los jesuitas, conservó de sus maestros el gusto por la humillación y la necesidad de estar enterado de todo lo referente a quienes le rodean, colocando en todas partes espías, sembrando los hoteles y las residencias de micrófonos, exigiendo de todos una completa sumisión «a la mayor gloria de Fidel Castro y de su gran obra». Siempre a la búsqueda de alguna herejía para extirpar, de algún diablo para exorcizar.

Cuando llegué se acababa de establecer la «ley de vagos»[23]. Los infractores corrían el riesgo de ser condenados a trabajos forzados. Más tarde, los obreros enrolados en las brigadas de trabajo, encuadrados por oficiales, fueron obligados a vestir uniforme. Nadie protestó, ni en Francia ni en parte alguna. Fidel estaba seguro de lo que hacía, él había sabido cómo amordazar a la opinión internacional.

Un obrero que no trabaje, o que practique el «absentismo», de acuerdo con la jerga marxista, no es otra cosa que un mal sujeto merecedor de reprimendas, en la práctica de aplicarle multas. Si viste el uniforme, se convierte en un desertor, un espía, un saboteador. Si trata de hacer una siesta a la sombra del cañaveral, es abandono del puesto frente al enemigo. Eso es jurisdicción de un tribunal militar, y el reo puede ir al paredón.

Un historiador sudamericano, Aleides Alguedas, clasificaba a los tiranos de su continente en diferentes categorías: los tiranos bárbaros, los letrados y los románticos, y los tiranos locos. Olvidó una categoría, los tiranos socialistas, cuyo avalar tropical seria Fidel Castro.

Pícaro y astuto, comprendió rápidamente que con una buena policía secreta, la alianza con la URSS (no podría sobrevivir sin ella) y la etiqueta comunista, podría permitirse lo que sus «colegas» de Haití, de Santo Domingo o del Paraguay no se atreverían a hacer, so pena de levantar en su contra la opinión internacional.

Castro se convirtió en el rey absoluto, hasta un grado que ningún otro soberano había logrado alcanzar, poniendo al país al servicio de sus fantasías y delirios.

Cuando yo estaba en La Habana, se le había metido en la cabeza la crianza de conejos, para paliar la escasez de carne. Entonces todo el mundo se puso a criar conejos, a comer conejo en todas las ocasiones, para complacer al rey. Por todas partes se abrían restaurantes donde sólo se servía conejo, y todos los funcionarios me llevaban a probar los conejos de Fidel.

Antes de eso le había dado por las cabras, hasta que Fidel se dio cuenta de que las Cabras, dejadas en libertad, destruían los árboles y los cultivos. Se fusiló por sabotaje a esas cabras que se habían traído a alto costo no sé de donde.

Yo había utilizado los servicios de un cámara cubano para filmar una manifestación. Le pregunté al compañero (aquí todo el mundo se tutea y se llama «compañero»):

—¿Cuánto te debo?

—Un reloj «Rolex» sumergible.

—¿Y por qué un «Rolex» y no otro?

—Porque Fidel tiene un «Rolex», y si tú quieres ser bien visto, debes tener un «Rolex».

Fidel y su séquito sólo utilizan jeeps y «Alfa-Romeo». La consagración suprema para un cortesano es obtener un «Alfa». Es la señal de que se está en las proximidades del dios. Tal fue el caso de Regis Debray, que quedó trastornado por él. Nada puede ser más frágil que un intelectual caído entre las garras de un tirano socialista educado por los jesuitas, más seductor que una cortesana y que, además, está de moda en París.

Yo estaba tranquilamente sentado en un ministerio de La Habana, hojeando documentación —ese es el nombre que se le da al material de propaganda, con una gran foto de Fidel en cada página—, cuando, repentinamente, las sirenas comenzaron a aullar, ¡Alarma general! Los norteamericanos acababan de desembarcar por sorpresa. Todo el mundo pone cara de furia, se levanta, coge su arma y se precipita a su puesto de combate, con la gorra sobre un ojo.

Acomodo mi paso al de una compañera, cuyo grueso trasero estaba aprisionado dentro de un uniforme militar verde oliva. Sentados detrás de unos sacos de arena, esperamos el asalto de los «gusanos» y de sus aliados «yankis». Observo su fusil. Está mal cuidado y... no tiene culata...

Esa era la astucia de Fidel, hacer que sus súbditos jugaran a los soldaditos, entregándoles armas que no podían disparar y movilizándoles varias veces por semana contra peligros imaginarios.

Esa es la revolución, en la que el pueblo está armado sólo con fusiles de madera, porque se tiene miedo de él.

Si tú me pidieras la manifestación de un criterio sobre qué es la libertad, yo daría la siguiente: Tú eres libre en un país donde puedes tener en tu casa un arma de caza con sus cartuchos.

Recuerda la ocupación, los rifles de caza debían ser depositados en las alcaldías. En ningún país comunista, si tú no formas parte del aparato, dispones del derecho a poseer un arma de caza. En cuanto se comienza a recoger las armas de caza, debes ponerte en guardia: tu libertad está a punto de recibir un feo golpe.

Fue necesario que Fidel hiciera confesar a algunos intelectuales de su entorno crímenes imaginarios, obligándoles a autocríticas degradantes (como en el caso del poeta Padilla), que las tomara contra los homosexuales, se mostrara miserable, que las invitaciones a las fiestas y congresos de la Casa de las Américas se tornaron escasas, para que, finalmente, se conmoviera la intelligetlsia parisiense.

Afortunadamente, estaban Chile y Allende. Se precipitaron allí.

Castro, si lo recuerdas, siendo presidente de la Unión de Estudiantes, después de haber intentado apoderarse del cuartel Moneada, había estado preso y luego se refugió en México. Volvió a Cuba en un viejo yate, el «Gamma», con cuarenta y dos compañeros, entre ellos un médico argentino reclutado al pasar, Ernesto «Che» Guevara.

Al desembarcar lo pasaron muy mal. Fidel y sus compañeros se encontraron con las tropas de Batista, que les aguardaban. Al poco tiempo no eran más que doce y ganaron la Sierra Maestra. ¡Una magnífica aventura!

Doce hombres mal armados, más los voluntarios que se les unieron, iban a derrotar a un Ejército de varios miles de hombres y provisto de material ultramoderno. Sólo que los dados estaban cargados.

El Ejército de Batista, a pesar de su material, no valía un pito. Al permitirse toda suerte de atropellos, se había hecho impopular, y los castristas dispusieron inmediatamente del apoyo de la población. La gente del campo, los estudiantes en las ciudades y la pequeña y gran burguesía, de la que era originario Castro, todos estaban hastiados de Batista, personaje grosero, surgido del pueblo, y de su corrupto régimen.

Batista había arrendado su país a las bandas de la mafia, y la isla se había convertido en un inmenso burdel y un inmenso garito. Castro y sus partidarios podían contar con la benévola neutralidad de los Estados Unidos y con ciertas complicidades en las embajadas extranjeras. No, te equivocas, no la de la URSS ni de los países del Este, sino de España. Castro incluso habría tenido en su bolsillo la carta de la Falange franquista. Eso antes de que fuera tocado por la gracia marxista y de que su hermano, Raúl, le enseñara su catecismo.

Fidel, una vez en el poder, y bajo la influencia del «Che» Guevara, comenzó a delirar; él, el realista, el campesino. Sería el nuevo Bolívar, liberaría a América Latina de sus cadenas y del imperialismo del dólar. Esto mediante el único recurso que conocía: la lucha armada.

Uno de sus primeros errores consistió en creer que la táctica que él había empleado para conquistar su isla podía ser utilizada en el conjunto del continente. Nacida de la necesidad, esa táctica había consistido en la formación de pequeños grupos disimulados entre la población, fuera de las ciudades, creando focos de guerrilla, a los que se integraban los elementos de valor. Posteriormente se pasó a un estadio superior, para constituir un verdadero ejército compuesto de columnas móviles, que se apoderarían de los principales centros urbanos.

Fuera de la isla, todas las guerrillas, al estilo cubano, fracasaron, por haber seguido demasiado servilmente el esquema castrista, por haber desatendido los particularismos nacionales y por haber chocado contra partidos comunistas tradicionales.

En América Latina estos últimos serían más bien conservadores. Nuestros comunistas no contemplan la toma del poder sino dentro de cierta legalidad. Ellos ya hablaban ayer como Marchais lo hace hoy, y no vacilaron en aliarse con partidos burgueses. En esto se adelantaron en mucho a los italianos. Además de una decidida inclinación por el confort y las cuentas bancarias bien provistas.

Como yo pedí que me explicaran las teorías militares de Castro, que me describieran ese nuevo rostro que él quería dar a la guerra revolucionaria, se me aconsejó que leyera el libro Revolución en la revolución, que acababa de aparecer bajo la firma de Regis Debray, un joven intelectual francés al que consideraban brillante, pero que no había hecho más que «sostener la pluma de Fidel».

Me dieron a entender que el «Che» había recibido como misión aplicar esa doctrina sobre el terreno, y que la revolución estaba en marcha. Fidel, después de haber sido Napoleón en la Sierra Maestra, se había transformado en Clausewitz y había tomado como secretario a un pequeño subordinado.

No voy a resumir aquí ese libro extremadamente confuso, algunos de cuyos pasajes pertenecen más a las elucubraciones de Perogrullo que a la táctica de la subversión y de la guerra revolucionaria. La guerra de Vietnam, que es tomada como ejemplo, está muy mal analizada y mucho peor entendida. Finalmente, el temperamento del latinoamericano no es tomado en cuenta, mientras que el adversario, el «yanki», está totalmente subestimado.

Después del fracaso de la guerrilla del «Che», Fidel, renegando de Debray, hizo decir que el francés era el único autor del libro y que éste había comprendido mal sus enseñanzas.

Los países de América Latina parecen destinados desde siempre a la injusticia social. Regímenes como para asquearse de la humanidad: los Somoza en Nicaragua, los Trujillo en Santo Domingo, los papa Doc en Haití. Entonces aparece el Don Quijote que decide limpiar esos establos, otorgar a los seres más desheredados, los pobres peones, los indios, un mínimo de dignidad humana y con qué llenar siempre sus estómagos. Ese Don Quijote nunca surge del pueblo, sino que siempre es originario de la oligarquía, las grandes familias que acaparan la totalidad del poder y de la cultura.

Todo ocurre dentro del seno de las mismas familias: la guerrilla y la contraguerrilla, la revolución y la contrarrevolución. Uno se encuentra entre primos a ambos lados de la barricada. Puede ocurrir que se deje de lado la ametralladora o el fusil durante el tiempo necesario para ir a bailar con una bella prima bajo las arañas de un viejo palacio a la española.

En Caracas, uno de los jóvenes hijos de la oligarquía ofrecía una gran recepción, a la que asistían todos los que fueran alguien en la ciudad, para celebrar su partida... a la guerrilla.

Esos hijos de la oligarquía no carecen de temperamento ni de coraje. Incluso disponen de ello en demasía, dicen lo que se les ocurre, hacen lo que quieren, cambian incesantemente de ideas, pasan de la exaltación a la indolencia, del entusiasmo a la desesperación muy rápidamente, demasiado rápidamente. Adoran los bellos discursos, son capaces de perderlo todo por amor, de arriesgarlo todo por una bravata. Ellos conservan aún cualidades que en Europa se han perdido, una especie de salvajismo y de violencia surgidos de un romanticismo desmelenado y de una autenticidad profunda.

Ellos están en el polo opuesto al de nuestros intelectuales franceses, que son secos y perentorios, pero que ni siquiera saben cómo se maneja un fusil. Al sur del río Bravo, en cambio, se nace con una pistola en la mano. Cuando Debray fue a meterse en la guerrilla de Bolivia fue una completa catástrofe. Basta leer el diario del «Che» Guevara; estaba tan hastiado de ese loro parlanchín que le rogó gentilmente que se fuera a París para constituir allí un comité de apoyo.

Desgraciadamente, esos jóvenes revolucionarios envejecen pronto, y en pocos años Don Quijote se transforma en Sancho Panza. Y se marchan para abrir cuentas numeradas en Suiza.

Conoces a un individuo extraordinario, un revolucionario auténtico, generoso, desinteresado, sincero, que desea el bien del pueblo y que quiere hacer saltar por los aires las estructuras feudales que impiden el progreso de su país. Tres años más tarde lo vuelves a encontrar como gobernante, más conservador que su predecesor, al que ha derrocado por la fuerza, si es que no le ha reemplazado a través de elecciones con un programa que proclamaba la justicia social, el progreso y la revolución.

Era en Bogotá, Colombia, el país de la violencia. ¡Toma! Otro de los rostros de la guerra que olvidaba. Una guerra civil enfrentó durante siete años a los dos partidos que alternativamente se sucedieron en el poder, los conservadores y los liberales. El programa de ambos partidos era más o menos el mismo, y sus líderes eran reclutados en los mismos medios sociales. Esa guerra sobrepasó en horror todo lo conocido. Los dos partidos se afrontaron a través de los bandoleros contratados por ambos bandos. Secuestros, asesinatos, violaciones siempre seguidas de destripamientos, castraciones, montajes del espectáculo de la muerte. Aquí todos los pasajeros de un autobús fueron decapitados y sus cabezas cuidadosamente depositadas sobre sus rodillas. Allí todos los hombres de un poblado fueron degollados, apareciendo con las lenguas colocadas a través del tajo. A esto se le llamaba «corte corbata». Existía también el «corte televisión», la cabeza encajada en el pecho, donde se había practicado un corte «machete». En otra ocasión todos los músicos del Conservatorio de Bogotá que viajaban en un autocar fueron decapitados por bandoleros liberales. Siendo miembros del Conservatorio, sólo podían ser conservadores...

En Bogotá me mostraron centenares de fotografías; era como para vomitar.

Contingentes de civiles armados, las comisiones, procedentes de la capital, devastan las zonas rurales. Ebrios, se entregan al pillaje y el asesinato por mero placer. Torturas, violaciones de niñas y niños. Policías bromistas enarbolan en sus manos cabezas recientemente cortadas. Filas de cadáveres con las gargantas abiertas, frente a las cuales posan complacidas las «comisiones». Cabezas alineadas sobre el brocal de una fuente. Ancianos ahorcados que se balancean colgados de los árboles.

Se mataba sobre todo a los niños y se les crucificaba en las puertas de los graneros. ¿Sadismo? Peor: realismo. Cada partido había resuelto destruir hasta la simiente del otro.

Cuando los conservadores y los liberales decidieron, finalmente, hacer las paces, a la «violencia» le sucedió la guerrilla, a la que se unieron algunos de los famosos «bandoleros», mientras que otros se enrolaban en la contraguerrilla.

Y así continuó. El Ejército, que había permanecido neutral, intervino. Campesinos quemados vivos dentro de sus casas, prisioneros arrojados desde aviones sobre zonas ocupadas por los guerrilleros, violaciones colectivas y las víctimas destripadas con las bayonetas.

En el campo opuesto no se actuaba mejor, hasta que los castristas y los comunistas comenzaron a matarse entre ellos.

En el origen de esa crisis de locura colectiva hay una estúpida historia de cuernos. Un tal Roa, que reprochaba a su concubina que le engañara con el cartero, había sido tratado públicamente por ella de «sin cojones». Para demostrar que sí los tenía, cogió su revólver y, sin otra razón que la de exhibir su virilidad, su «machismo», disparó sobre el hombre del día, del que más se hablaba, el líder liberal Gaitán.

Cinco mil muertos en Bogotá en tres días. Trescientos mil en el conjunto del país entre 1948 y 1955, más sesenta mil edificios destruidos o incendiados.

Pero volvamos a Bogotá. Yo me encontraba esa noche en la casa de López Michelsen, el jefe de la oposición, que, se decía, era aliado de los comunistas y los guerrilleros. Lo era por entonces.

López Michelsen me había pedido que le hiciera compañía. Pensaba que le buscarían en su casa para asesinarle, y esperaba que la presencia de un periodista extranjero sería un freno para los presuntos ejecutores.

Nos emborrachamos con coñac. El teléfono sonaba cada cinco minutos para anunciar el arresto de uno, la fuga de otro o la pura y simple liquidación de un tercero.

Llegó el alba, y López Michelsen lanzó un largo suspiro. Tenia un día más de vida.

Hace unos días abrí un periódico y me enteré de que Michelsen se había convertido en el presidente de la República de Colombia, elegido por el voto de los conservadores.

¡Extraños, esos guerrilleros! Todos ellos decían que luchaban por ideas, porque querían cambiar al hombre, querían hacerle mejor para que tuviera una vida más feliz, para que disfrutara por fin de la paz, la seguridad y la justicia. Todo eso, según ellos, sólo podría obtenerse mediante la guerra. Yo creo que, lamentablemente, ellos amaban ante todo la guerra, el rostro romántico de la guerra. La otra, la verdadera guerra revolucionaria, la del Vietminh, de la que se declaraban sus discípulos, no la querían. Esta requería mucha más aplicación y seriedad.

Perseguí al «Che» por toda la América Latina, por todos los lugares donde me indicaron que podría hallarle. Apenas llegado a La Paz, en Bolivia, yo había tomado contacto con representantes de las siete u ocho tendencias del Partido Comunista boliviano. Una noche vinieron a buscarme en mi hotel. Después de haber cambiado tres veces de vehículo y de haber bajado y subido por esa especie de montaña rusa que es la ciudad, llegamos finalmente a una pequeña casa en un barrio alejado. Me sirvieron un alcohol muy malo mientras un hombre voluble y agitado, que no me fue presentado, comenzó a instruirme acerca de la revolución, la de 1789, la Comuna de 1871, J. J. Rouseau y los grandes principios. Era mortífero. Yo tenía ganas de dormir. Y el tipo hablaba, hablaba. Hasta que logré eclipsarme.

Más tarde me enteré de que había estado frente a uno de los hermanos Peredo, uno de los adjuntos del «Che», que partiría al día siguiente para reunirse con él, después de esa misión de información en La Paz, donde debía tomar contacto con los periodistas occidentales.

En lugar de brindarme una exhibición de su erudición, podría haberme dicho:

—Ven conmigo a Nancahuazu, a la finca Camirina, donde está el que buscas.

Este es el lado desconcertante, apasionante, generoso y charlatán de esos guerrilleros de América Latina que se creen Don Quijote y se hacen matar, flacos, como el «Che» Guevara, o terminan en gordos Sancho Panza, como Fidel Castro, y administran su país como si fuera su propiedad privada, en la que ejercen un poder absoluto. Y al no poder pagar sus deudas, venden sus soldados como mercenarios a los rusos.

Don Quijote es a menudo enfermizo e intranquilo, mientras que lancho es fuerte y sano. El «Che» padecía una enfermedad crónica, asma, que en su niñez había puesto en peligro su vida, lo que obligó a sus padres a abandonar Buenos Aires para instalarse al pie de las sierras en Alta Gracia. Siempre luchó contra su mal: no podía tolerar el ser diferente.

Uno de sus amigos dice que el «Che» jugaba al fútbol, cosa que para un asmático no es precisamente lo más indicado. Guevara corría tras la pelota llevando en la mano una especie de bomba, un inhalador. Cuando se sentía ahogado, se detenía para aspirar dos o tres inhalaciones y poder continuar el partido. A los diecisiete años hizo la vuelta de la Argentina en bicicleta. Siempre con su inhalador en el bolsillo.

Convertido en médico, se especializó en las alergias, siempre con la esperanza de lograr su propia curación. El asma, como se sabe, es una enfermedad psicosomática. Por parte de su madre, Celia, conocida por el apodo de la «Rebalda», el «Che» descendía del último virrey y español del Perú. Por parte de su padre, era medio irlandés. Sus padres, antes de agotar su fortuna, se hacían seguir por una corte de bailarines, cantantes y músicos.

Ernesto Guevara sufría por pertenecer a una gran familia, pero por falta de medios no podía mantenerse a la altura de su rango. Eso le dio un gusto muy marcado por la provocación. Solía llegar a los grandes hoteles de Buenos Aires, por ejemplo, vistiendo un mono de mecánico, o cubierto de harapos, calzando alpargatas de diferentes pares.

Su más preciada idea, cuando llegó al poder en Cuba y fue nombrado por Castro director del Banco Nacional, era la suprimir el dinero, cosa, que al menos tuvo resultados asombrosos. Escribía en El Socialismo y el Hombre en Cuba: «No es cuestión de rentabilidad ni de beneficio material.» Firmaba los billetes con su seudónimo, «Che», y se negaba a registrar su firma en el Fondo Monetario Internacional, lo que privó a la moneda cubana de valor en el extranjero.

Miguel Angel Asturias me contó que en cierta ocasión le había visitado en el Banco y que, en medio de un vehemente discurso en contra del dinero, el «Che» sufrió una crisis de asma y que por ello se estiró con los brazos en cruz sobre el piso de mármol de la gran sala.

—Crucificado sobre el mármol de un Banco —repetía Asturias

Ese hombre duro, difícil, que no vacilaba en presidir él mismo la ejecución de numerosos partidarios y oficiales de Batista[24] tenía necesidad de ser protegido por mujeres mayores que él. Sentía un gran afecto por su madre, la «Rebalda».

Se casó por primera vez con una enfermera, capaz de cuidarle en sus crisis de asma. Estaba acosado por la angustia de la crisis que le podía sobrevenir en cualquier momento.

Pienso que, políticamente, no era un buen marxista. El viaje que hizo a la U. R. S. S. le curó de ello. Acompañaba a Castro en su empresa, rebelándose al mismo tiempo contra él. Supongo que lo mismo ocurría en las relaciones entre Don Quijote y Sancho. Castro era para el «Che» la imagen misma del arribista, con su gran cigarro, su jactancia, su suficiencia y su orgullo de poseedor de tierras.

Castro lo quería todo, Guevara no quería nada. El «Che» era un pesimista que se obligaba a creer que su guerrilla de Bolivia, concebida a contrapelo de todo buen sentido, pero que le acercaba a su propio país, la Argentina, era algo así como el equipamiento del caballero de la triste figura, que marchaba nuevamente al ataque de los molinos de viento.

El dinero ya le había crucificado sobre el mármol de un Banco. La revolución mal entendida le hizo terminar en una lavandería de Valle Grande que sirve de depósito de cadáveres al hospital de los Caballeros de Malta.

Esta muerte del «Che», abandonado por todos, me ha hecho meditar.

«Durante toda la guerra de Indochina, en siete años, al ejército francés le fue imposible apoderarse de un solo jefe de la zona Vietminh. Eso a pesar de que tales jefes no eran ni banderas ni símbolos, sino sólo buenos ejecutores regionales.

»Se permite que un hombre enfermo, como el "Che", haga el papel de tirador avanzado en una guerrilla compuesta por toda clase de elementos que no se entendían bien entre ellos porque no sustentaban las mismas ideologías ni perseguían los mismos fines»