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En 1940 conocí el desastre. Participé en la retirada desde el Loire hasta el Garonne como un soldadito de plomo, «sin abandonar mi fusil en el campo del honor». Mi fusil era esa larga y ridicula «caña de pescar» que tanto hizo reír a los tanquistas alemanes. Ellos se cruzaron conmigo en la carretera de Bordeaux. Yo me encontraba completamente solo, y ni se molestaron en hacerme prisionero. Ofendido, decidí continuar la guerra por mi propia cuenta, lo que me valió luego padecer las prisiones españolas durante nueve meses, el tiempo de una gestación.

Más tarde fue la dura escuela de los comandos, la reconquista de Francia, la ocupación de Alemania. A continuación hube de convertirme en mercenario en el Irán, para hacer, por último, la guerra de Corea, de donde regresé debidamente aleccionado.

Convertido en periodista, vale decir en un espectador privilegiado de la guerra, viviría durante veinticinco años a su sombra, en Indochina, en el Magreb, en el Africa negra, en América Latina, en Israel, en el Líbano y en todo el Medio Oriente. Ayer, todavía, tuve ocasión de asistir a la caída de Saigón.

Quisiera hablar de la guerra sin hacer trampas, y eso es difícil. No siento ningún deseo de escribir una obra erudita, repleta de datos, de cifras y de referencias. Menos aún una obra repleta de esas consideraciones filosóficas o políticas que permiten condenar la guerra al mismo tiempo que afirmar que es inevitable, si no necesaria. Quisiera solamente relatar una serie de anécdotas, hacer participar a mi interlocutor en algunas de mis reflexiones, tal como han surgido al pensar en la guerra, al hacerla y al contemplarla.

Yo hice la guerra, por fatalidad, debido a los azares de la vida, porque me disgustaba escuchar el ruido de las botas alemanas sobre los adoquines de nuestras ciudades. Más tarde viví de la guerra, por mis artículos periodísticos y también por mis libros, donde describí la guerra sin complacerme en ello. Quien los relea podrá juzgar.

He sido considerado el cantor de la guerra por haber presentado testimonio de mi amistad hacia quienes sufrieron y murieron a causa de ella. Pero esto no significa que yo amara a la guerra.

Como todos aquellos que durante largo tiempo han ejercido el oficio de corresponsal de guerra, he tratado ingenuamente de descubrir el remedio, la pócima milagrosa que curara la guerra. De esta manera, nos hemos convertido en algo semejante a esos médicos que, después de haber constatado el fracaso de sus investigaciones, continúan recorriendo obsesivamente las salas de cancerosos, siempre con la esperanza de que un golpe del azar, una probeta volcada, cualquier cosa, les revele el secreto del mal.

¿Puede ser acusado el médico que contra toda razón se obstina en el estudio de una enfermedad incurable, de amar esa enfermedad, de ser su cantor? ¿Y, sobre todo, cuando se da el caso de que se ha inoculado el morbo para conocer mejor sus síntomas?

No he descubierto la pócima milagrosa; no existe.

Para Gastón Bouthoul, el «gran catedrático» de la guerra, en el sentido clínico del término, la guerra no sería una enfermedad, sino más bien una maldición. La guerra fue primero, cuando los pueblos eran politeístas, la proyección en la tierra de una lucha entre divinidades. Después, cuando se impusieron las religiones monoteístas, la guerra vino a ser un juicio de Dios. Por último, cuando a su vez el Dios único entró en agonía, la guerra se transformó en el «instrumento del Destino, encargado de dar cumplimiento a los misteriosos designios o las revelaciones de la Historia». Así llegamos a la concepción marxista de la guerra, tan impregnada como todas las precedentes de religiosidad y fetichismo. La única manera de luchar contra la guerra sería entonces conjurarla. Y eso no es fácil.

La guerra no carece de imaginación. Es capaz de renovarse, de arrancarse una máscara para colocarse otra. Mientras tanto, los pacifistas se limitan a repetir el mandamiento de Cristo: «No matarás.» Y ocultan su rostro cuando las cosas ocurren de otra manera.

La guerra, a veces, se complace con un humor cruel. Impulsa a estos mismos pacifistas, cuando se organizan en «combatientes de la paz», a emplear su misma jerga y sus mismos métodos, dispuestos, para lograr que impere esa paz, a exterminar a quienes deseen la guerra... mediante la guerra.

En los tiempos de Jean Jaurés, la izquierda era pacifista y antimilitarista, la derecha soñaba con la revancha, con los ojos puestos en la línea azul de los Vosgos y aplaudiendo en los desfiles a nuestros soldaditos. Aquellos a los que no les faltaba un solo botón, pero que carecían de ametralladoras. Los de izquierda y los de derecha; ingleses, franceses, alemanes, turcos y austriacos, serbios, griegos y búlgaros marcharon por millones a llenar uno de los más grandes osarios de la historia.

En 1938 era Munich. Aquellos que quisieron la paz a cualquier precio fueron juzgados más tarde como instigadores de la guerra.

La Unión Soviética, que marca la pauta de la mayoría de los movimientos pacifistas, posee el mayor ejército del mundo. Mediante las armas la URSS se fabricó un inmenso imperio, y cuando alguna de sus colonias de Europa trata de liberarse de su tutela, el Ejército Rojo se encarga de volverla al buen camino, el de la subordinación? En cuanto a los pacifistas, a los que se halaga y se condecora cuando se manifiestan contra la guerra norteamericana, si son rusos o protestan contra la intervención de los tanques soviéticos en Praga permanecen como prisioneros en los campos de trabajos forzados o en hospitales psiquiátricos. Lo que es verdad de este lado del telón de acero es un error al otro lado.

¿Qué nos dice el hombre que pasa por el más a la izquierda de la extrema izquierda, Mao Tse-tung?

«Para suprimir la guerra no existe más que un solo medio: oponer la guerra a la guerra, oponer la guerra revolucionaria a la guerra contrarrevolucionaria, oponer la guerra revolucionaria de clase a la guerra contrarrevolucionaria de clase... Todas las guerras de la historia se dividen en dos categorías: las guerras justas y las guerras injustas. Nosotros estamos por las guerras justas contra las guerras injustas...»

Y de esto no se sale.

Nuestra vieja Europa se comporta frente a la guerra como frente a la muerte. Oculta el rostro y repite: «No me habléis de eso, sería demasiado horrible.» Aferrada a sus últimos privilegios, nuestra Europa ni siquiera se propone pelear en defensa de sus libertades. Aquí la tenemos, pacifista, como un buey al que se conduce al matadero. Está resignada a desaparecer, pero está demasiado apegada a sus dineros como para hacer lo mismo que los romanos y tratar de sobrevivir pagándose mercenarios.

Yo, por mi parte, compruebo. Nada más. Pero no logro evitar un escalofrío ante el guiño malicioso que me hace la guerra. Me parece oírle decir:

—¿Has visto, pobre desdichado, como los he poseído una vez más? Ahora reino sobre el mundo. Puedo permitirme el lujo de cü impunemente de campo y de bandera. Nadie ve esta realidad ni protesta por ello. Yo soy la guerra buena de izquierda después de haber sido la guerra santa de derecha. Excelente operación. Por la derecha, mis tropas habían terminado agotadas y escépticas ante la santidad de su lucha. Mañana arrastraré tras de mí a todo el tercer mundo.

Este libro —digamos, mejor, esta serie intermitente de conversaciones— quisiera que fuese un ajuste de cuentas con la guerra. Pero también, y al mismo tiempo, un ajuste de cuentas conmigo mismo, que a veces he estado a su servicio y que he tardado mucho tiempo en llegar a comprender lo que la guerra es bajo sus diferentes disfraces.

Yo he nacido con el gusto por la victoria —simple cuestión de cromosomas—. Pero no he sido corrompido por ello. No he hecho más que defender bastiones que se derrumbaban, asistir impotente y asqueado a la caída de ciudades podridas, de países que se abandonaban ante el enemigo. Llevo pegados a mi nariz esos olores de final de civilización, una mezcla de madera vieja quemada, de carroña, de coito y de mierda, que son ahora para mí los olores de la guerra.

Por primera vez no escribiré mis palabras, sino que hablaré ante un magnetófono. Esta es una experiencia que nunca había tenido hasta ahora. Los sacerdotes de las religiones desaparecidas, al igual que los de aquellas que aún sobreviven, recitaban o cantaban sus preces en voz alta para exorcizar el mal. Yo haré como ellos: tal es mi ansia por exorcizar la guerra.

Empiezo.