XIX

Héctor cogió el teléfono y se quedó un momento con el auricular en la mano, pensativo. No podía ocultar su preocupación por lo que estaba ocurriendo. Marcó el número del director del Patrimonio Nacional y esperó a que contestaran al otro lado. Mientras oía el eco de los timbrazos en el auricular, hizo algunas anotaciones en una libreta que tenía encima de la mesa. Escribió:

Ángel del Valle, en el hospital

Norberto Alfonsín, desaparecido

¿Interrogatorios?

¿Registros?

¿Detenciones?

Entonces descolgó el teléfono el director del Patrimonio. Héctor le explicó en qué punto estaba la investigación en ese momento.

—Creo que ha llegado la hora de actuar —le dijo.

—¿En qué sentido?

—Deberíamos hacer imputaciones a los sospechosos.

—¿Con qué pruebas?

—Con las que hemos recavado hasta ahora.

—Pero no son decisivas —objetó, reacio.

—Bastan para poner en marcha un proceso judicial.

—Eso no nos conviene —cortó, tajante.

—Los interrogatorios aportarán nuevos datos a la investigación.

—En este momento no es oportuno sacar a la luz el robo.

—Lo trataríamos con discreción.

—Al final acabaría sabiéndose; siempre termina por filtrarse.

—Pero necesitamos hacer registros —protestó Héctor—. Tenemos sospechas fundadas de algunas personas que están detrás del robo.

El director del Patrimonio se mantuvo un instante en silencio. Héctor oía su respiración pausada a través del teléfono, hasta que comentó:

—El momento político es delicado.

—Si no actuamos, se puede perder el rastro de los sospechosos... y de la joya robada.

—Poner de manifiesto que ha habido un fallo de seguridad en el Palacio Real es mucho más grave que perder una joya.

Héctor notó el recelo del director del Patrimonio. No era prudencia, sino más bien desconfianza. Él se había mostrado siempre cauto en la investigación y había llevado el caso con sigilo, pero las circunstancias estaban cambiando a marchas forzadas. Se había convencido de que era preciso actuar cuanto antes, pero era el director del Patrimonio quien debía asumir los riesgos. Escribió en la libreta una palabra entre interrogantes:

¿Responsable?

Al otro lado del teléfono el director seguía diciendo:

—El ministro no quiere que en las actuales circunstancias se divulgue el caso. Es un momento complicado.

—Si no actuamos pronto, se nos pueden escapar pruebas. Hay indicios que necesitamos corroborar cuanto antes —le advirtió.

—Algunos informes de la policía lo desaconsejan... Siga con lo que está haciendo y no precipite las cosas.

Cuando colgó, Héctor se quedó pensativo. ¿Qué informes tenía de la policía?

Pensaba Héctor que era un momento delicado, sí. Pero ¿para quién? Para el ministro. En las siguientes semanas se iba a producir un cambio de Gobierno. En esas circunstancias, cualquier incidencia podía poner en peligro su futuro; por eso lo mejor para el ministro era no hacer nada. Ésa era la clave.

Con el bolígrafo subrayó varias veces la palabra que acababa de escribir. ¿Quién era el responsable? A él le habían asignado la investigación. Si algo salía mal y no se obtenía ningún resultado, él sería el cabeza de turco. Por eso los demás se mantenían al margen. A ellos les correspondía tomar las decisiones definitivas, pero preferían que todo siguiera como estaba durante esos días de cambio de Gobierno. Así no corrían ningún riesgo. Si el caso se resolvía, ellos recibirían las felicitaciones; si todo acababa mal, él sería el responsable.

Enmarcó la palabra en la libreta varias veces, mientras sopesaba qué debía hacer en esas circunstancias. Cualquier decisión que tomara era responsabilidad exclusivamente suya. Si no actuaba, podía dejar escapar algunas pruebas, y al final se lo echarían en cara. Si lo hacía, el director del Patrimonio le había dejado claro que era en contra de su opinión, y eso también acabaría pasándole factura. No se había dado cuenta hasta entonces, pero era evidente que lo habían dejado solo.

Héctor decidió jugársela. Acompañado por Pedro y David, recorría con paso acelerado el pasillo del hospital donde estaba ingresado Ángel del Valle. Sabía que era un riesgo comenzar por su cuenta los interrogatorios: si se le iban de las manos, el robo podía hacerse público. Y eso era lo que no interesaba a nadie.

Entró con David en el despacho del médico. Pedro se quedó fuera, haciendo guardia junto a la puerta, y se entretuvo observando a los enfermos que paseaban renqueantes por el pasillo. Algunos mostraban una delgadez extrema, como si hubieran sido arañados por el sufrimiento. Necesitamos creer que la vida tiene sentido, pensó Pedro, filosófico; pero ¿dónde está el sentido de tanto dolor?

Al poco, Héctor salió del despacho con cara de fastidio.

—No se puede interrogar al enfermo —comentó.

—¿Por qué?

—Que su estado no es bueno, que necesita respiración asistida las veinticuatro horas del día y que él no puede permitir nada que lo altere... Eso ha dicho el médico.

—¿Y hasta cuándo?

—No lo sabe. Tiene que ver si responde al tratamiento y cómo evoluciona.

—¿Está grave?

—«Crítico», ha dicho. Que su estado es crítico —le contestó David.

—Pues peor todavía: hay que hablar con él pronto —se impacientó Pedro.

—Interrogaremos al hombre que lo acompaña —dijo Héctor—. Ahora no podemos esperar a ver qué pasa.

—Estará en un momento bajo y podemos aprovechar su debilidad —confió David.

Hablaron con una enfermera y, al rato, de la habitación del fondo del pasillo donde estaba ingresado Ángel del Valle salió el hombre que vivía con él en El Viso. Vestía con elegancia, con una cazadora de cuero negra y un jersey fino de color rojo y cuello alto. Héctor calculó que tendría poco más de cuarenta años. Desde la distancia vieron que la enfermera los señalaba con el brazo extendido. Él los buscaba desde el otro extremo del pasillo con aspecto de despiste, entre la gente que estaba en ese momento por el corredor. Cuando los localizó, se dirigió hacia ellos, un poco perdido. Lo vieron caminar ensimismado y con gesto cansado por haber estado varias noches sin dormir, junto a la cama del enfermo. Héctor se adelantó, tendiéndole la mano, y él le saludó también, distraído y sin mostrar mayor interés. Se dirigieron a una pequeña sala de visitas, que tenía una cristalera hacia el pasillo. Héctor le invitó a pasar e hizo una señal a David para que él entrara también. Luego se volvió hacia Pedro y le comentó en un susurro:

—Que no entre nadie.

Pedro se quedó fuera, junto a la puerta. Por la cristalera vio que Héctor se dirigía a aquel hombre apesadumbrado que los miraba con aire aturdido. Poco a poco fue poniendo cara de asombro. Abrió los ojos, mostró extrañeza e hizo gestos de incredulidad. Héctor lo interpelaba cada vez con mayor énfasis. El hombre gesticuló, se volvió a mirar a otra parte y movió los brazos en señal de rechazo. David intervino entonces con más vehemencia. Al otro lado del cristal, Pedro observaba cómo se dirigía con dureza a ese hombre, que parecía acorralado.

Dos personas se acercaron entonces a la puerta de la sala. Una de ellas llevaba puesta una bata de enfermo, anudada con un cinturón de tela, y caminaba con torpeza. A través del cristal vieron a aquellos tres hombres que, en apariencia, estaban discutiendo en el interior de la habitación. Miraron a Pedro, que estaba quieto y serio como un guardián, custodiando la puerta, y les hizo una señal de resignación. No dijeron nada, no preguntaron nada, y siguieron andando por el pasillo en busca de un lugar más propicio.

Pedro volvió a observar el interrogatorio. En ese momento Héctor estaba hablando con mayor sosiego. Mostraba un papel y explicaba algo que el otro seguía con atención. El hombre al que estaban interrogando se concentró en leer ese documento, perplejo. Al momento volvió a mirar hacia los lados, confuso, y empezó a negar de nuevo con la cabeza.

Cuando salieron de la sala, el hombre se dirigió a la habitación del enfermo y los tres enfilaron el pasillo en dirección a los ascensores.

—Dice que no sabe nada —informó Héctor a Pedro cuando éste llegó a su lado.

—¿Qué iba a decir? Todos contestan lo mismo cuando se les pregunta la primera vez.

Caminaban aprisa. Ninguno de los ascensores estaba en la planta y los indicadores luminosos no se encendían, como si el ascensor estuviera bloqueado. Héctor pulsó el botón varias veces con nerviosismo.

—Esto se nos va de las manos —dijo con cara de preocupación.

A través de la ventana de su despacho Héctor contemplaba los arreboles de nubes que manchaban el cielo azul del atardecer. Las cosas no le habían ido bien. Estaba solo y miraba el horizonte con inquietud. Sabía que era el momento de actuar. Hasta entonces habían ido recogiendo indicios, pero si no ataban rápidamente los cabos sueltos todo podría desinflarse como un globo pinchado. Tenían que actuar, sí. Inmediatamente. Y afrontar el riesgo de equivocarse.

Sonó el teléfono y se volvió rápido hacia la mesa para cogerlo, sobresaltado por la posibilidad de que se hubiera producido alguna urgencia. Al oír la voz al otro lado, su rostro se relajó.

—No como esperábamos —dijo.

Escuchó un momento y volvió a intervenir:

—Ya sabes que ahora estoy en otros temas.

Se sentó en la silla, con actitud cansada.

—Me vendría bien, sí.

Permaneció en silencio, escuchando, y al final comentó:

—Ahora mismo, de acuerdo. Allí nos vemos.

El comisario entró en la cafetería, pidió una cerveza y fue hacia una mesa que estaba pegada al rincón, al fondo de la barra. En el bar había un grupo de personas charlando de pie. «Compañeros de trabajo que han acabado su jornada laboral», juzgó Héctor. En una mesa cercana había una pareja joven que se reía con alborozo.

El camarero le dejó la cerveza sobre la mesa y un cuenco de cristal con frutos secos. Bebió con ansiedad el primer trago y se recostó en la silla, estirando las piernas, con intención de relajarse. Estaba preocupado. ¿Qué era más conveniente hacer en esas circunstancias?

Entonces la vio entrar. Con el chaquetón rojo de paño ceñido a la cintura. Tranquila, como siempre. Echó un vistazo general hasta que él levantó la mano. Elena lo vio y se acercó sonriente. Héctor se levantó de la silla, quiso coger el chaquetón para colgarlo en una percha, pero ella lo colocó doblado sobre el respaldo.

—¿No van bien las cosas? —le preguntó.

—No del todo —respondió Héctor.

—¿Qué ha pasado?

—Se han precipitado los acontecimientos. Hay que tomar una decisión.

—¿De qué tipo?

—Reventarlo todo y empezar las detenciones o seguir investigando como hasta ahora y esperar a ver qué pasa.

—¿Esperar el qué? ¿Un golpe de suerte? ¿Un error? ¿Esperar a que la joya se ofrezca en un anticuario de Amberes para rescatarla?

Héctor cogió unos frutos secos, se los llevó a la boca y los masticó con rapidez acuciante.

—Tal vez deberíamos registrar el piso del vigilante en Hortaleza. No ha ido al trabajo, pero tampoco está en su casa.

—¿Se ha esfumado?

El gesto de Héctor reveló su desconcierto ante lo ocurrido.

—Si en unas horas no da señales de vida, tendremos que intervenir. Por la fuerza.

Bebió un sorbo de cerveza y resopló con inquietud.

—¿Y el otro sospechoso? —preguntó Elena.

—En el hospital. Los médicos no nos dejan hablar con él. ¿Deberíamos haberle interrogado antes? —se planteó con zozobra—. Pues no lo sé...

—¿Y su compañero?

—Dice que no sabe nada. Se ha quedado absolutamente sorprendido de lo que le hemos contado. Y parecía sincero.

Elena le puso la mano sobre el brazo y lo frotó unos instantes, acariciándolo. Héctor se sintió bien. Pensó que a veces un gesto tan simple sirve para reconfortar un poco el ánimo. Se quedó mirándola y vio unos ojos que lo contemplaban con afecto. Hacía tiempo que nadie lo había mirado así.

—No pienses más en ello —le sugirió Elena.

Él apoyó una mano sobre la suya y estuvo así un rato, sintiendo el calor y la suavidad de los dedos de Elena.

En la cafetería se había hecho de repente el silencio. Todos estaban callados. Un camarero conectó una radio y la puso a un volumen excesivo. Los dos se volvieron a mirar hacia la barra. Un locutor decía en esos momentos:

—«Un grupo de guardias civiles ha asaltado el Congreso...»

—¿Qué pasa? —preguntó Elena.

—Vamos a ver.

Héctor se levantó y se acercó al grupo que estaba de pie, mientras ella permanecía sentada.

—Doscientos guardias civiles han entrado en el Congreso —dijo alguien.

—Con pistolas y metralletas —añadió otro.

—¿Quién los manda? —preguntó Héctor.

—No se sabe muy bien. Hay un teniente coronel con ellos, un tal Tejero.

—¿No era hoy la investidura de Calvo Sotelo como presidente del Gobierno? —preguntó una mujer joven que fumaba con nerviosismo.

—Sí, hoy era. En ésas estaban...

—¿A qué hora ha sido? —preguntó Héctor de nuevo.

—Hacia las seis y media —respondió el camarero.

Éste cambió el dial de la radio y buscó otra emisora. En una de ellas sonaban los acordes de una marcha militar.

—Los militares han tomado la radio —comentó uno que estaba acodado en la barra.

—Mala señal... —exclamó otro, frente a él.

—¿Qué ocurre? —preguntó Elena a Héctor, acercándose.

—Han asaltado el Congreso.

El camarero volvió a buscar otra frecuencia en la radio.

«En la región militar de Valencia se ha declarado el estado de excepción —escucharon todos en la nueva emisora—. El capitán general Milans del Bosch ha emitido un bando y los tanques patrullan la ciudad...»

—Joder, qué mala pinta tiene esto... —se desahogó alguien.

—¿Qué hacemos? —preguntó Elena, agarrándolo del brazo.

—A ver qué pasa...

«Unidades de la División Acorazada Brunete en Madrid se están desplazando hacia la capital...», decía en ese momento el locutor de la radio.

Las personas congregadas en el bar comenzaron a hablar entre ellas, por grupos, de forma desordenada. Héctor dejó un billete sobre la barra para pagar la consumición.

—Vámonos —le dijo a Elena.

Al salir a la intemperie sintieron una ráfaga de viento que les enfrió el rostro. La calle estaba inusualmente silenciosa. Algunas personas caminaban aprisa protegiéndose del viento. A lo lejos el cielo estaba amoratado y la oscuridad se iba apoderando de las calles de Madrid en esa hora incierta. Elena se agarró del brazo de Héctor.

—Mi casa está ahí mismo —le propuso—. ¿Por qué no me acompañas y esperas arriba a ver en qué queda todo esto?

Héctor consultó el reloj y luego la miró a ella.

—De acuerdo —asintió.

Al entrar en la sala de estar, Héctor fue consciente de la calidez de la estancia. Destacaban dos cómodos sillones y un sofá, tapizados con colores ocres y granates, alrededor de una mesa de cristal cubierta de libros. En las estanterías había esculturas y portarretratos. Las paredes estaban decoradas con grabados y lienzos. «Así es el espacio de una mujer —pensó—: acogedor y amable.» Se acercó a la estantería y miró algunos libros de aspecto antiguo que había en una de las baldas.

—Son tratados clásicos sobre la educación de los príncipes —le dijo ella, acercándose.

Luego se dirigió al televisor para encenderlo. Un locutor anunciaba entonces que a las seis y veinte de la tarde, varias unidades del ejército de Tierra con carros blindados habían ocupado Prado del Rey, pero que hacía una hora que habían abandonado los estudios.

—Qué raro que se hayan ido... —se extrañó Héctor.

—Voy a preparar algo para cenar —dijo Elena.

Héctor se acercó a la ventana. En las casas de enfrente vio muchas luces encendidas, como si todos se hubieran reunido en sus casas, alrededor de un aparato de radio, para seguir lo que estaba ocurriendo. Se dirigió luego hacia la cocina, donde estaba Elena. Había encendido un pequeño transistor que transmitía las últimas noticias. Héctor la vio de espaldas desde el umbral de la puerta. Se fijó en sus pantalones ajustados en las caderas, que se acampanaban un poco en los tobillos, y estaba así, observando su figura esbelta, cuando ella se volvió.

—Voy a preparar unos lomos de merluza, ¿te parece bien? —le preguntó.

—Muy bien —aceptó él.

—Ahí tienes cerveza y vino, lo que prefieras —le dijo, indicándole una puerta del armario.

Héctor sacó una botella de vino y se puso a descorcharla. Después se quedó mirando a Elena, que lo preparaba todo con movimientos rápidos y decididos. Abría puertas, sacaba platos, ordenaba en una bandeja dos servilletas, mantel, vasos, cubiertos... El comisario pensó que esa mujer siempre le transmitía seguridad.

—¿Puedes llevar esto a la sala? —le pidió.

Mientras Héctor iba colocándolo todo en la mesa, ella llegó y sirvió los platos: ensalada de endibias con anchoas, lomos de merluza, pan tostado y foie. Se acercó al aparato de música, encendió el sintonizador y en la sala se coló la voz de un locutor que repetía las mismas noticias que habían oído poco antes. Eran momentos confusos, en los que sólo de vez en cuando se añadía algún dato relevante a lo que se iba conociendo en medio de la incertidumbre.

Se sentaron y empezaron a comer. De fondo dejaron el sonido de la radio. Un locutor leyó entonces un avance informativo:

«El general Armada ha entrado en el Congreso para negociar con los asaltantes.»

—Armada es partidario de un gobierno de concentración presidido por un militar y formado por representantes de todos los partidos —comentó Héctor—. Lleva meses proponiendo esa idea, y se dice que hay grupos que también la defienden.

—¿Y quién sería el presidente de ese Gobierno? —preguntó Elena.

—Él mismo.

—Pues qué bien... —ironizó.

Elena extendió un poco de foie sobre una tostada y se la ofreció a Héctor con una sonrisa. Él pensó que estaba radiante: unos mechones rubios le envolvían el rostro de forma aparentemente desordenada y llenaban su cara de luz. Héctor se fijó en el tono sonrosado de sus pómulos encendidos.

—Qué frágil es aún la democracia —dijo, mientras se llevaba a la boca la tostada que ella le había dado.

—Todo lo humano es frágil —comentó Elena—. Todos somos muy frágiles.

Él la miró y vio la inocencia de la juventud en su cara. Llevaba puesta sólo una camiseta de tirantes. Contempló la piel rosácea de sus hombros desnudos y deseó acariciar ese cuerpo frágil que encerraba una gran vitalidad.

—¿Y la televisión? —preguntó.

—Vamos a ver si tienen nuevas imágenes —dijo Elena, levantándose.

En ese momento un locutor resumía lo que había ocurrido en el Congreso.

—Parece que no hay novedades.

Cuando terminaron los platos, Elena cogió una bandeja con frutos secos, pasas y queso, y lo puso todo en la mesa baja de cristal. Llevó también las copas de vino y los dos se sentaron en el sofá, frente a la televisión. Elena se acomodó con las piernas cruzadas sobre el asiento. Era ya más de medianoche.

—El rey aún no ha dicho nada —se extrañó Héctor.

Dejaron encendida la televisión, que en ese momento volvía a comentar los sucesos ocurridos hacía unas horas en el Congreso de los Diputados.

«Como les estamos informando, hoy a las 18:23, mientras se celebraba la votación de investidura de Leopoldo Calvo Sotelo como presidente del Gobierno, fuerzas de la Guardia Civil mandadas por el teniente coronel Antonio Tejero han asaltado el Congreso de los Diputados y retenido allí a los parlamentarios y miembros del Gobierno.»

—¿Qué está pasando realmente? —se preguntó Héctor en voz alta.

Los guardias civiles habían entrado en el hemiciclo armados con metralletas. Tejero se había acercado a la tribuna de oradores con una pistola en la mano y había gritado desde allí: «¡Quieto todo el mundo!» Enseguida se había alzado un coro de voces destempladas que ordenaba: «¡Al suelo! ¡Todo el mundo al suelo!» Realizaron unos disparos intimidatorios al aire y cayeron esquirlas de escayola en el hemiciclo. Todos los diputados se habían escondido al unísono bajo los escaños y sólo habían permanecido quietos y visibles Suárez y el teniente general Gutiérrez Mellado, que se encaró con los asaltantes. Hubo una pequeña trifulca; Tejero había intentado reducir al anciano general, que se tambaleó inseguro, como la democracia, pero se mantuvo en pie.

—¿Qué está ocurriendo realmente? —volvió a preguntar Héctor.

Un guardia civil había explicado en la tribuna de los diputados que enseguida llegaría la persona que iba a ponerse al mando de aquella operación: «La autoridad competente, militar por supuesto, será la que determine qué es lo que va a ocurrir.»

—Por lo visto Tejero, Milans del Bosch y Armada son el triángulo del golpe —aventuró Héctor, que no tenía ninguna certeza sobre lo que estaba pasando—. Pero ¿qué hace el rey?

Héctor miró el reloj. Era ya más de la una de la madrugada. Los frutos secos se habían terminado y las dos copas de vino estaban vacías. Elena, sentada junto a Héctor, apoyaba su hombro en el de él. Sintió el impulso de recostar la cabeza, reclinarse en busca de cobijo y que él la rodeara con su brazo, acercándola. En ese momento apareció un letrero en televisión: «Mensaje de Su Majestad el Rey.»

—Ya era hora —dijo Elena.

Y los dos se incorporaron, expectantes. El rey apareció en la pantalla con el uniforme de capitán general del ejército. Con rostro serio leyó un comunicado:

«La Corona, símbolo de la permanencia y unidad de la patria, no puede tolerar en forma alguna acciones o actitudes de personas que pretendan interrumpir por la fuerza el proceso democrático que la Constitución votada por el pueblo español determinó en su día a través de referéndum.»

—Bueno... —Héctor suspiró—. Esto parece que está más claro.

Elena se entusiasmó, llenó las dos copas de vino, le ofreció una a él, las entrechocaron en un brindis sin palabras y bebieron con júbilo.

Héctor se quedó mirando el rostro de Elena, encendido como una brasa.

—Me había asustado de verdad —dijo ella—. Creí que volvíamos al pasado.

—En algún momento he llegado a pensar si esto tenía algo que ver con el robo del Palacio Real, ya ves... Y aún sigo temblando por la posibilidad —reconoció Héctor.

Elena lo miró con sus ojos brillantes. Habían vivido unas horas de tensión y ahora se sentían repentinamente liberados. Parpadeó ella y Héctor se quedó prendido de ese parpadeo. Vio sus labios rojos, húmedos del vino. Ella se acercó, tomó con las manos la cara de Héctor, y él sintió al mismo tiempo la caricia delicada de los dedos de ella en la piel y la suavidad de sus labios. En la pantalla volvían a repetir las palabras del rey, pero ellos ya no atendían a nada más que a la ansiedad de sus manos, que arrancaban ropas, camisas, tirantes, y buscaban la piel del otro, enredados encima del sofá, juntando sus bocas con avidez.