V

La Capilla Real estaba tomada por agentes de la policía. En la puerta dos vigilantes tenían la misión de impedir el paso a quienes no mostraran la oportuna acreditación. Vestidos de uniforme o con trajes de civil, los policías estaban distribuidos por el interior de la capilla, iluminada en exceso, con todas las lámparas encendidas. Unos buscaban huellas en las paredes de mármol. Pertrechados con guantes, manejaban unas brochas con las que aplicaban una fina capa de polvo blanco para detectar cualquier huella sospechosa. Examinaban las manillas de las puertas y todos los rincones susceptibles de haber sido rozados por una mano descuidada. En la alfombra estaban marcados con cintas azules algunos cuadrados de distintos tamaños. Otras zonas se protegían con plásticos transparentes para que nadie borrara las posibles marcas que pudieran haber impreso las pisadas en aquella alfombra mullida. El flash del fotógrafo era apenas un mínimo destello en el fulgor de la capilla.

Héctor observaba pensativo el trabajo de cada uno. En medio de aquel ajetreo, él buscaba una señal reveladora. La función de aquellos agentes consistía en rescatar un resto minúsculo de tejido, un pelo extraviado, una mota náufraga en medio de la alfombra. Pero su misión era darle sentido a todo eso. Porque a veces tenemos ante nosotros signos tan evidentes que no reparamos en ellos. Él trabajaba con esos detalles. Su misión era sorprender los descuidos. A veces una distracción puede traicionar una operación diseñada milimétricamente. «Todos cometemos alguna negligencia —pensaba Héctor—, y en alguna de estas paredes ha de quedar la huella de un descuido», se decía a sí mismo para animarse.

En ese momento oyó voces en la puerta, se volvió y vio al jefe de seguridad del palacio, que se acercaba aprisa hacia él. «No puedo deshacerme de este tipo», pensó con disgusto; pero el hombre del traje gris estaba ya dentro de la capilla y desde allí le gritó sin la menor discreción:

—Han robado también en la farmacia.

Todos se volvieron a mirarlo, interrumpiendo sus respectivas labores. Algunos se incorporaron del suelo y se quedaron esperando la reacción de Héctor.

—Sigan con su trabajo —les dijo, y con una señal indicó al recién llegado que lo acompañara hacia la puerta.

—¿Cómo ha sido? —preguntó nada más pasar el dintel.

—No lo sabemos. No sabemos nada. Estamos comprobando todo el inventario, como ordenó, y han descubierto que falta algo de un tarro de la farmacia.

—¿De un tarro?

—Sí.

—¿De cerámica?

—No, de cristal.

—¿Y eso qué importancia tiene?

El encargado de la seguridad se encogió de hombros. Héctor se encaminó a la farmacia acompañado por Pedro Montilla, mientras el jefe de seguridad los siguió, azorado, esforzándose en vano por caminar junto a ellos.

Al entrar en la primera sala de la farmacia real, Héctor hizo un repaso rápido de la disposición de los objetos en las estanterías. De arriba abajo, observó los anaqueles, las porcelanas blancas con los nombres escritos en color de oro, se fijó en los tarros de Talavera con blasones azules, vio un mortero de bronce, las botellas de cristal y las cajoneras empotradas en la pared, con marcos de púrpura, en las que estaban dibujadas las plantas que contenían. Era ya una deformación profesional: necesitaba controlar los lugares por los que se movía. Observaba el conjunto y eso le transmitía una determinada impresión. Así se acercaba Héctor a la realidad: por intuiciones. A partir de éstas desarrollaba después un trabajo minucioso.

Se volvió hacia el jefe de seguridad, le hizo un gesto con la cabeza reclamándole alguna explicación, y éste le señaló hacia la rebotica, indicándole con la mano extendida el envase de cristal que había encima de la mesa con algunos restos de plantas en el interior.

—¿Qué es esto? —preguntó.

—Quina, señor —se adelantó a explicarle un empleado del palacio que estaba en la sala con una carpeta entre las manos, con el inventario donde se enumeraba cada uno de los objetos que debería contener aquella sala.

—Quina... —repitió Héctor.

—Son cortezas de un árbol que crece en las selvas de Perú. Los indígenas molían las cortezas, y el polvo que resultaba lo disolvían en agua y lo daban a beber a los enfermos. Fue uno de los productos más usados por los galenos del siglo XVII.

—Pero ¿tiene algún valor? —preguntó Héctor, inquieto.

—Sólo histórico: aquí se conservaban muestras del último cargamento que se trajo desde Perú.

—¿Se traía desde Perú?

—A fardos —se animó el hombre—. El comercio de esta planta fue tan importante como el del oro. Los galeones cargaban toneladas de ella para cruzar el océano hacia España.

—¿Y para qué servía? —se interesó Héctor.

—Curaba las fiebres malignas y cualquier dolor. Los galenos la recetaban contra los reumas, los calambres, la tosferina, los desarreglos intestinales... y contra la sífilis.

—¡Servía para todo! —se extrañó Pedro—. Y a nosotros nos decían de pequeños que éramos más malos que la quina...

—Es que su sabor es muy amargo —respondió el empleado—. Pero durante siglos la quina ha sido la piedra filosofal de la farmacia.

Héctor seguía mirando aquella sala en la que todo parecía estar en su sitio.

—Bien... Pero ¿qué es lo que ha desaparecido? —volvió a preguntar.

—La quina —intervino el jefe de seguridad—, todas las cortezas antiguas que estaban en este bote.

—Unas cortezas de un árbol... —comentó Héctor, incrédulo—. ¿No es extraño que entre todos los tesoros de este palacio a alguien le dé por robar unas cortezas que están secas desde hace más de doscientos años?

—Aquí figura la relación de los frascos de la farmacia —se justificó el jefe de seguridad, señalando las hojas del inventario—, y se cita la existencia de muestras de la quina traída de Perú en 1807 para el rey. Usted dijo que repasáramos todos los objetos del inventario...

—Todos, sí... Pero si falta algo comprueben antes qué ha pasado con ello. ¡Esas cortezas se habrán podrido! —exclamó no sin cierta exasperación—. O estarían cubiertas de moho y alguien las tiró a la basura. Pregunten a ver...

—Es que eran muy antiguas —se justificó el jefe de seguridad—. Debían de valer mucho...

—¡No me toque los huevos! —explotó Héctor, ya fuera de sí.

Dio media vuelta y cruzó la puerta, seguido por el inspector que lo acompañaba.

—Panda de inútiles... —masculló entre dientes, y repitió para sí mismo—. Con la que está cayendo, y les preocupa un puñado de cortezas secas.

Para llegar a su despacho, Héctor tenía que atravesar una sala común en la que trabajaban varios inspectores. Las estanterías estaban repletas de archivos y expedientes, así que en todas las mesas se amontonaban cartapacios, a la espera de encontrar algún lugar en el que quedaran ordenados. En la estancia se oía el repiqueteo insistente de un teléfono, hasta que alguien apareció por la puerta, dio unas zancadas y descolgó el auricular.

—¿Se sabe algo de los retratos de las cámaras de seguridad? —preguntó Héctor a David Luengo, que ocupaba la primera mesa.

—Nada todavía —le respondió—. Pero volveré a preguntar a los del departamento. Están desbordados.

—Hay mucha gente que identificar estos días —bromeó Pedro.

—Pues hay que meterles prisa —exigió Héctor, sin hacer caso al comentario burlón.

El inspector que estaba hablando por teléfono colgó en ese momento.

—Hay movimientos en el ejército —comentó.

Todos interrumpieron lo que estaban haciendo y se volvieron a mirarlo.

—¿Te extraña? —intervino uno de los que estaban de pie—. ¿Cuántos militares han caído desde que murió Franco? ¿Cuántos asesinó ETA el año pasado? ¿Cien? ¿Ciento veinte?

—Y algunos eran comandantes, y generales... Acuérdate cuando mataron al gobernador militar de Madrid —añadió un agente.

—Ese día estaba yo de servicio —recordó Pedro—. En el funeral íbamos de escuchas entre la gente. Cientos de oficiales y de jefes militares gritándole a la cara al ministro de Defensa, a Gutiérrez Mellado... Y pidiendo a voces la dimisión del Gobierno. Hubo broncas, empujones, insultos. «Aquí se arma», pensaba yo. Los oficiales se insubordinaron ante sus superiores públicamente, cogieron el féretro a hombros y lo llevaron por la calle hasta el cementerio. Nosotros íbamos camuflados entre la gente, y todos gritaban: «¡El ejército al poder!», con una furia en los ojos que había que verlos. «Aquí se arma», pensaba yo, y no se me quitaba de la cabeza.

—«El Gobierno al paredón», he leído hoy en una pintada en la calle Arenal —intervino David Luengo—. Están volviendo consignas que parecían ya superadas.

—Si es que se queman banderas y quieren independizarse las provincias, y a nadie le importa un pito —comentó malhumorado otro inspector.

—Esto es un desgobierno —sentenció el primero que había intervenido.

—Suárez está acorralado.

—A Suárez se la tienen todos jurada. Y que se ande con cuidado... Mira la granada que lanzó ETA el año pasado contra él. Que si lo pilla, adiós.

—Era una granada antitanques, y no cayó en la Moncloa por muy poco.

—El rey tiene que decir algo —intervino un agente que había estado en silencio hasta entonces.

—¿El rey? Si ni siquiera puede acercarse a las Vascongadas —le respondió otro—. Y Cataluña, ni pisarla...

—Pues por aquí, mira lo que le dicen... —añadió un tercero—. «Ni Juan Carlos ni Sofía. ¡No queremos monarquía!»

Héctor oía la conversación, pero estaba abstraído en sus propias cavilaciones. Que hubiera desaparecido una joya del Palacio Real era un asunto grave, pero aun así, perdía importancia ante lo que pudiera ocurrir después de eso. ¿Qué seguridad había en el palacio si desaparecía una pieza del tesoro y nadie sabía nada? ¿Podía estar tranquilo el rey en una recepción con embajadores? Cuando se celebraba una cena con algún presidente extranjero en el comedor de gala, ¿había garantías de que todo se hallaba bajo control? ETA había demostrado capacidad para acabar con el presidente del Gobierno y con militares de alto rango. ¿Por qué no con el rey? Ponían bombas todos los días, mataban a punta de pistola, lanzaban granadas. Y desde la extrema derecha no eran pocos los que le llamaban traidor al rey y lo culpaban de todo lo que estaba pasando. ¿Qué hacer?, se preguntaba Héctor. ¿Avisar al servicio de inteligencia? ¿Pasar una nota al CESID? El ministro les había ordenado silencio; lo tacharían de alarmista. Incluso podía caer en desgracia por denunciar negligencias infundadas. Ya sabía el ministro cómo estaban las cosas: que se preocupara él...

Sí, que se preocupara él; pero Héctor no estaba tranquilo.

—Hay ruido de sables —volvió a comentar el hombre que estaba junto al teléfono—. Y cada vez se oyen más.

—Los militares no pueden aguantar esta situación. Habrá un golpe —apostilló Pedro Montilla, que estaba a su lado.

—Se han reunido los generales Armada y Milans del Bosch —añadió el primero.

—¿Y eso cómo lo sabes? —le preguntó otro.

—Lo sé —replicó escuetamente—. Algún día estallará todo esto, y entonces lo veremos.

En ese momento comenzó a chirriar el fax situado sobre la mesa, en un rincón de la habitación. El inspector que estaba más cerca fue a recoger el papel, lo leyó y comentó en voz alta, con un tono animado:

—Es del laboratorio. Han encontrado huellas de un calzado sospechoso en la alfombra de la capilla.

Se acercó a Héctor y le entregó la hoja. Éste la leyó despacio.

—Y no sólo en la capilla; también han encontrado marcas en la sala del Relicario y junto a la cámara de seguridad —les informó—. Han descubierto una mancha de aceite al pie de la cámara de seguridad. Alguien intentó limpiarla con un paño, pero ha quedado el rastro. Y ese producto aceitoso está también en las huellas de la suela.

Entregó la hoja a David, apremiándole:

—Quiero saber todo sobre ese zapato: dónde se vende, quién lo compró y quién fue el listillo que pisó con él la sala del tesoro de la Capilla Real.

Sobre la mesa de su despacho Elena tenía unos documentos que hablaban del conde-duque de Olivares. Él fue la persona a la que se dirigió Jerónimo Villanueva para que rescatara el medallón que lo vinculaba con el asesinato de su esposa y que podía comprometer al mismo monarca. Que en las manos de una mujer muerta por el tajo de una espada apareciera una insignia con la efigie del rey ponía en un aprieto al mismo Felipe IV. Podían airearse hipótesis peligrosas sobre quién era realmente el amante de esa mujer asesinada o por qué había medrado tan fácilmente Villanueva en la corte.

Elena se preguntaba si Olivares llegó a tener ese medallón. En sus manos sostenía la carta que el arzobispo de Granada le había escrito al valido, reprochándole que fuera alcahuete en los amoríos del rey. Se conservaba en el Archivo Histórico Nacional, y ella la había fotocopiado junto con otros documentos. El arzobispo amonestaba así al conde-duque: «Suplícole cuanto me es posible que evite las salidas del rey de noche. [...] Vuestra Excelencia considere bien que ha de dar cuenta a Dios de lo que al rey aconseje, y si complace a Su Majestad en cosas poco lícitas, correrán riesgo el alma y el Estado.» Era una advertencia seria, pero el valido no le hizo caso. Siguió siendo conocida por todos la inclinación del monarca a mantener encuentros frecuentes con mujeres de diversa índole, principalmente con comediantas. Y uno de los que propiciaban esos encuentros era el conde-duque. Quevedo lo dejó escrito sin remilgos: «Hay, parece, nuevas odaliscas en el serrallo y esto entretiene mucho a Su Majestad y alarga la condición de Olivares para pelar la bolsa, en tanto que su amo pela la pava.»

Conocemos cómo era físicamente el conde-duque gracias a los retratos que le hizo Velázquez. Fue el valido quien llevó al artista a la corte desde Sevilla, para convertirlo en pintor del rey; y a partir de entonces Velázquez inmortalizó a Olivares plasmándolo con todos los atributos del poder en sus cuadros. Elena se levantó, fue a la estantería y miró en un libro reproducciones de esos retratos. En La lección de equitación Velázquez representa al conde-duque como el hombre clave de la corte: es el tutor del futuro rey. En el lienzo se ve al criado del príncipe heredero entregándole una lanza a Olivares para que éste lo adiestre en el arte de la guerra. Al fondo, los monarcas observan la escena desde el balcón del palacio y contemplan cómo el ministro prepara a Baltasar Carlos para ser rey.

Elena levantó la vista y miró por la ventana. Oyó a lo lejos el ulular de una ambulancia, pero no se inmutó. Madrid se estaba convirtiendo en la ciudad de las sirenas. «Vivimos en un permanente sobresalto», pensó, al tiempo que consideraba cuántos problemas de ese momento tenían sus raíces en aquella España del siglo XVII. Los protagonistas eran otros: Felipe IV, Olivares, el rey Juan Carlos I, Adolfo Suárez... La Transición parecía que nunca iba a terminarse. Juan Carlos también había tenido su educador de príncipes: el general Alfonso Armada, que aquellos días andaba muy ocupado en continuas conversaciones con los militares. ¿Adónde conduciría tanta conspiración? «Hay cosas que no cambian, por más que pase el tiempo», pensó Elena.

Buscó en el libro el retrato ecuestre del conde-duque. Olivares siempre quiso emular al rey, y así aparece en ese lienzo: sobre un caballo en posición de corveta, con el cetro de mando, la espada y la banda de capitán general de los ejércitos, como el mismo Felipe IV. El valido encargó a Velázquez que lo pintara tras la victoria contra los franceses en Fuenterrabía. Los tercios españoles habían ganado la batalla, pero Olivares no estuvo allí. Es más: él nunca participó en una batalla. Sin embargo, ahí está, señalando el escenario humeante de la guerra, los ejércitos en hilera, los caballos encabritados y las tropas que se despliegan por el campo. El arte a veces también es propaganda.

Fue entonces, al mirar una de las obras de Velázquez, cuando a Elena se le iluminó el rostro. Apresurada, revolvió entre los documentos que tenía encima de la mesa, fue leyendo actas de los consejos que presidía el valido, repasó cédulas y ordenanzas, rebuscó memoriales y avisos, hasta que reparó en uno de los papeles. Lo extrajo del montón de pliegos que tenía delante y lo leyó atentamente, sosteniendo el papel vertical con la mano apoyada en la mesa. «¡Eureka!», exclamó en un momento, exaltada. Se levantó, descolgó el teléfono y aguardó impaciente mientras sonaban los timbrazos en el despacho de Héctor. Parecía que allí no había nadie. Esperó, escuchando con ansiedad el eco de la llamada. «Coge el teléfono», rogó en voz baja, justo en el momento en el que al otro lado descolgaban el auricular.

—¡Tengo que enseñarte una cosa! —le dijo, excitada.

—Ahora no —respondió Héctor con frialdad—. Ahora no tengo tiempo. Más tarde.

—¡Es importante! —insistió ella.

—Seguro que lo es, pero ahora no. Estamos siguiendo una pista.

—Yo también tengo una pista —persistió Elena.

—De acuerdo, pero ahora no. Ahora no puedo... Lo vemos mañana —concluyó, dando por acabada la conversación—. Por la tarde —añadió aún, antes de colgar.

Pero Elena era obstinada y no se rendía con facilidad. Amontonó aprisa los documentos, los guardó en la cartera, cogió el abrigo y salió de casa dando un portazo.

—Es la huella de una bota —informó David a Héctor, entrando en el despacho con un informe entre las manos—. Conocemos la marca y hemos contactado con el distribuidor.

Héctor había pedido que le acondicionaran un lugar para trabajar en el Palacio Real, porque desde allí podía seguir más fácilmente todos los indicios que fueran surgiendo. Quiso hacerlo así para estar en la escena del delito; porque de esa manera podía percatarse de algún detalle que de otra forma podía pasarle desapercibido.

En ese despacho, de pie, apoyado sobre la mesa, Héctor miraba en silencio a David, esperando que terminara de contarle todo lo que se sabía sobre el tema.

—Es de la marca Martinelli. No la venden en muchas tiendas. Y adivina quiénes usan ese calzado... —dijo, invitando a Héctor a intervenir. Pero éste se limitó a hacer un gesto leve, encogiéndose de hombros y moviendo la cabeza para que continuara—. Es un calzado de uniforme. Suelen llevarlo los vigilantes y algunos militares. Algunas empresas de seguridad visten también a sus empleados con esa bota corta. Éste es el modelo —le dijo, enseñándole uno de los dibujos.

—¿Sabemos el número?

—Lo sabemos; nos han dicho que no hay duda en eso. Es el cuarenta y cuatro. El que usa esas botas tiene un buen pie.

Mientras Héctor hojeaba el informe, el inspector añadió señalando una de las páginas:

—Pero aún hay más. Se han encontrado huellas de la suela en las salas anexas a la capilla. El que robó el medallón o no sabía dónde encontrarlo, o estuvo husmeando otras cosas.

Héctor esbozó un gesto de desagrado. Eso era lo que más le preocupaba: que el robo fuera sólo una cortina de humo, una manera de distraer la atención y una estratagema para que se dedicaran esfuerzos en una dirección que no llevaba a ninguna parte.

—¿Se han recogido muestras de materiales en la huella?

—En una de las pisadas. Son restos escasos, pero ya los están analizando.

Héctor se acercó, pensativo, hacia la ventana. Cada vez estaba más convencido de que el robo del medallón no era lo único que estaba en juego en ese caso. ¿Por qué iba a robar alguien esa pieza precisamente entre tantos objetos valiosos del palacio? ¿Y por qué sólo ésa? Miró entonces por la ventana y se quedó sorprendido. Observó con atención la plaza y no pudo evitar una expresión de asombro. ¡Era ella! Y se dirigía hacia allí. ¿No habían quedado para el día siguiente? Miró el reloj. Eran las dos y él aún no había comido. Tal vez fuera a otro lugar, pensó; pero en ese momento vio que cruzaba ya la puerta de la entrada, para dirigirse a las escaleras que daban acceso a su despacho. Se volvió de nuevo hacia el inspector.

—¿Han investigado al personal del palacio encargado de vigilar esas salas?

—No, no se ha hecho. ¿Lo ponemos en marcha ya?

—¡Por supuesto! —exclamó, con cierto enfado—. Pide una lista de los vigilantes, selecciona los que encajan en ese perfil y averígualo todo sobre ellos.

En ese momento Elena asomó la cara sonriente por la puerta.

—Creía que habíamos quedado para mañana —dijo Héctor con tono sarcástico.

—¿Ah, sí? —replicó ella, fingiendo sorpresa.

Héctor quiso mostrarse amable.

—¿Has comido? —le preguntó.

—No, aún no.

—Yo siempre almuerzo en el despacho. ¿Te apetece un sándwich?

—Está bien —asintió ella, encogiéndose de hombros.

Héctor se volvió hacia David.

—Dos de pollo —le pidió, como hacía todos los días en cualquiera de los lugares perdidos en medio de la ciudad en los que estuviese a esas horas—. ¿Ensalada? —preguntó, volviéndose hacia Elena, y al ver que ésta se encogía nuevamente de hombros, añadió—. Ensalada también.

Cuando les subieron las dos bolsas de comida, Héctor se sentó en la silla de respaldo alto que había detrás de la mesa y dejó encima de ésta las dos bandejas de cartón con los alimentos. Elena se sentó enfrente y se dispuso a aliñar la ensalada que le habían dado en un cuenco de plástico transparente.

—El medallón robado lo tuvo Olivares —comentó mientras vertía la sal de una pequeña bolsa de papel en la ensalada.

—¿No habíamos quedado que era Jerónimo Villanueva el que lo llevaba para presentarse como enviado del rey? —se extrañó Héctor.

—Así fue. Pero ocurrieron algunos sucesos luctuosos alrededor de Villanueva que obligaron al monarca a prescindir de él. Entonces éste confió todos sus secretos de alcoba a su valido.

—Al todopoderoso Olivares.

—Sí, eso fue durante un tiempo: todopoderoso. Pero las cosas no acabaron como él habría deseado.

Hizo Elena un silencio mientras comía un trozo de tomate, y luego comentó:

—¿Sabes que Olivares fue canónigo en Sevilla? Era el tercero de los hermanos; por lo tanto, un desheredado en aquella época. Así que lo destinaron al sacerdocio y lo nombraron canónigo. Pero cuando tenía diecisiete años ya habían muerto sus dos hermanos mayores, y entonces él heredó el mayorazgo; eso cambió su destino.

—¿Y cómo acabó en la corte?

—Su familia, los Guzmán, pertenecía a la nobleza más influyente. Su padre había sido embajador en Roma. Felipe IV era un joven inexperto cuando lo coronaron rey. No tenía más que dieciséis años. Olivares era astuto y persuasivo, y Felipe IV lo nombró su valido. Desde el principio supo hacerse imprescindible. Se levantaba a las cinco de la mañana y estudiaba memoriales y cartapacios hasta las once de la noche.

—Y el rey, mientras, de caza —apostilló Héctor.

—Sí, pero a Olivares eso no le importaba. Al contrario: siempre quiso ser el sustituto del rey; vestía como él, se hacía retratar como él, tuvo hijos bastardos como él. No podía ser el rey, pero quería parecerlo, y vivía como si fuera un monarca, en el Palacio Real.

A Héctor no le interesaban aquellas disquisiciones históricas. No quería perder el tiempo. En ese momento, sin embargo, se sentía tranquilo. Sólo recelaba de una cosa: qué iba a pedirle ella al final. Porque si no era por eso, ¿a qué había ido allí con tanta urgencia?

—Olivares era ostentoso y de una vanidad extrema —le seguía contando ella—. ¿Sabes cuántos criados tenía? En su casa había gentes de todos los oficios: guardarropa, botiller, portero de mujeres, mulatero, mozo de la plata, barbero, ayudante de cocina, lacayo... ¡Más de cien! Y el conde-duque no hacía distinciones; a todos los trataba por igual: a hombres, mujeres, caballos y mulas.

Héctor sonrió ante el desparpajo irónico de Elena. Mientras ella revolvía la ensalada, se quedó mirándola. Actuaba con gestos decididos y mostraba una profunda seguridad en todo lo que hacía. Al hablar le brillaban los ojos llenos de juventud y de vida. Elena levantó en ese momento la cabeza, hizo un gesto para retirar las mechas de pelo rubio que le tapaban la cara, percibió cómo la miraba él y le dedicó una sonrisa. Héctor apartó entonces la vista hacia el bocadillo y siguió comiendo.

—Con su esposa, Inés de Guzmán —siguió Elena—, Olivares sólo tuvo una hija: María. La casó como a una princesa, en la capilla del Palacio Real, cuando tenía dieciséis años. Pero se le murió a los diecisiete, en su primer parto. Ella y la recién nacida. Esas muertes lo dejaron abatido. Lo había tenido todo, pero todo lo perdió con ellas. Tenía a su alcance todo lo que quisiera, sí, pero le faltaba lo único que amaba realmente.

—Su hija —comentó Héctor.

—No. Su propia supervivencia. Un heredero. Sólo los hijos nos salvan un poco de la muerte. Y Olivares supo de repente que no tenía salvación alguna. Que su futuro era morir.

—¿Y qué tiene eso que ver con el medallón que ha desaparecido? —preguntó Héctor entonces.

—A eso voy —respondió ella—. En todos los retratos que le hizo Velázquez, Olivares quiso que quedase reflejado el poder que tenía. Hay uno en el que está con la cruz roja de caballero de Calatrava bordada en el pecho. En ese cuadro enseña orgulloso la llave de mayordomo que le daba acceso exclusivo a los cuartos privados del rey. Y en el cinturón le cuelgan las espuelas de oro que lo representaban como su caballerizo mayor. Siempre fue así. En los retratos aparece unas veces con la mano sobre una mesa de terciopelo rojo, indicando que es quien imparte justicia; o con la fusta de caballerizo; o con el cetro de mando, la espada y la banda de capitán general de los ejércitos. Todos son símbolos de su poder.

—Era un hombre orgulloso, sí, ¿y qué? —intervino Héctor.

—Olivares era soberbio —matizó Elena—. Se creía invulnerable. Pero todo ser humano es frágil y se rompe como un cristal. Él esa lección no la aprendió nunca.

Elena había terminado de comer. Se levantó y se acercó a la ventana.

—Uno de los retratos menos conocidos de Olivares está aquí, en el Palacio Real —comentó mientras contemplaba el cielo manchado de nubes grises—. Es una miniatura que no mide más que diez por ocho centímetros. Lo más conmovedor de ese retrato es la mirada entristecida del conde-duque. Velázquez lo pintó unos meses antes de que el valido cayera en desgracia en la corte. Aquel hombre que era el más poderoso del mundo...

Elena observó desde la ventana las losas de piedra de la plaza del palacio. Una racha de viento levantó en ese momento algunas hojas muertas que se pudrían con la humedad del suelo.

—Tuvo que abandonar el palacio aprisa un día de invierno desapacible como hoy —añadió Elena, que seguía mirando al otro lado de la ventana con actitud evocadora.

Estaba el cielo borrascoso y cubierto de nubes. Desde esa misma ventana, pensó Elena, habrían podido mirar los ojos de Olivares, cansados pero altivos aún, ese mismo cielo gris, la mañana que empezó para él la condena del exilio.

Olivares contempla desde la ventana el cielo encapotado que oscurece la ciudad y llena de sombras su cuarto privado del palacio del Alcázar. El viento helado de la sierra golpea los ventanillos mal sujetos al marco. El valido está solo. Hace frío en las grandes estancias del Palacio Real. Hay un silencio extraño en la sala, que rompen bruscamente los golpes de la madera del ventanillo al chocar contra el muro. Hace tiempo que el conde-duque ordenó que se reparase, pero el mozo que fue a arreglarlo ató con una cuerda el ventanillo a un clavo de la pared y la fuerza del viento ha acabado desatándolo.

Nada funciona ya con eficacia en el palacio, piensa Olivares. La chimenea de la habitación no ha sido encendida y el conde-duque recorre una y otra vez la sala, cojeando, movido por la inquietud y por el frío que ha traído el maldito invierno. Se siente cansado. Ha envejecido prematuramente. Está enfermo y sufre fuertes dolores. Los desastres que se suceden en el país son insostenibles. Las derrotas militares hacen cundir el desánimo. Hay levantamientos y revueltas en Cataluña y Portugal. La depreciación de la moneda ha supuesto otro motivo de descontento y de encono generalizado. Sabe que es el centro de todas las iras: los Grandes lo odian, el Consejo lo aborrece, el pueblo lo rechaza, el rey ya no lo protege. Es el final, aunque él todavía se resista a admitirlo.

Hace unos días seis hombres enmascarados asaltaron en Segovia la casa del corregidor. No había amanecido todavía; se subieron sobre un carro de paja que había junto a la fachada de la casa, escalaron hasta el balcón principal, entraron en su aposento privado y lo sacaron de la cama. Le ordenaron que se vistiera con prisa, montara a caballo, fuese a la corte y entregara directamente al rey el pliego que le dieron en una bolsa de cuero. Le advirtieron que exponía su vida si no lo hacía exactamente así, y en secreto. En ese pliego estaba escrito un memorial contra el valido y la petición de que fuera echado de la corte. No fue el único que recibió el rey, pero sí el definitivo, porque ese 20 de enero invernal, Felipe IV decidió alejar a Olivares de la corte. Para siempre.

Ahora Olivares aguarda nervioso en su aposento el momento de dejar el palacio. El mismo monarca le ha comunicado que su destino es el destierro: en el convento de Loeches.

Se retira a una sala, apesadumbrado. Se sienta frente a la mesa, sostiene en la mano el medallón que le cuelga aún en el pecho con la efigie del rey, coge una pluma y escribe un billete para el príncipe Baltasar Carlos. No quiere pasar el mal trago de la despedida con el príncipe heredero al que él mismo ha preparado para ser rey. Escribe: «Mi ternura no me deja despedirme a los pies de Vuestra Alteza. Yo parto, Señor...» Sólo cuando redacta estas palabras se da cuenta de que es realmente el final de todo. Se va solo. Desterrado. Como un malhechor. A escondidas. Vergonzosamente. Termina de escribir la nota con melancolía. Sólo le pide al príncipe que favorezca a su mujer, que permanecerá todavía en el palacio, como aya del heredero. Pero por poco tiempo...

Ha escrito apenas cinco líneas para despedirse del príncipe. Al final, estampa el lugar en el que ha redactado la nota, como una tozuda constatación última de dónde se encuentra: «Del aposento real», escribe. Dobla el pliego, se levanta y sale del cuarto hacia la estancia donde aguardan sus escasos acompañantes. Le han servido una comida en una sala pequeña y apartada, pero él ha mandado que la trasladen al comedor. Con él están un criado y su secretario, Rioja. Nadie más. El conde no tiene apetito y apenas prueba bocado de los platos que le sirven. Es su última comida en el palacio. Está solo, pero se sienta con dignidad, presidiendo la mesa del comedor.

Afuera espera un coche preparado desde primera hora. Lleva enganchadas seis mulas y una guía. En él ha de marcharse el conde, con poco acompañamiento. Olivares sabe que ése es el carro de la vergüenza. Y por eso retrasa su partida.

En la puerta del palacio se ha congregado gente que insulta al valido. El pueblo se amotina. Algunos se agarran a las verjas de la puerta principal y las zarandean con fuerza, pidiendo castigo para el conde-duque. Resuenan los gritos, chirrían los hierros de las cancelas agitadas por la plebe airada, aumenta el vocerío. La guardia teme lo peor. Los caballos del carruaje preparado para trasladar al conde se encabritan. Relinchan, patalean sobre el empedrado y apenas puede contenerlos el cochero. Un soldado corre nervioso por los pasillos para informar al capitán de la guardia.

—La gente está concentrada y grita contra el valido —le dice.

El capitán se ajusta el correaje, sale del puesto y se dirige a la sala donde aguarda Olivares.

—Señor, la gente se agolpa amenazadora en la puerta de la Priora.

Al grupo se han incorporado Luis de Haro, sobrino del conde-duque, y el conde de Grajal.

—Hay que evitar enfrentamientos —comenta éste.

—Saldremos por una puerta trasera —dice don Luis de Haro, mirando a su tío.

Olivares, abatido, no dice nada. Calla y mira al suelo. Su secretario, Francisco de Rioja, está junto a un baúl de cuero lleno de expedientes. Llama a dos lacayos.

—Hay que cargarlo en el segundo carruaje —les dice sin más.

Nadie habla. El silencio es dramático. Se ha sentado el conde-duque y sólo se oye en la estancia el taconeo de las botas del conde de Grajal, que pasea nervioso.

—Voy a avisar a la escolta —dice don Luis de Haro sin dirigirse a nadie en particular, mientras abre la puerta.

En las caballerizas aguardan cuarenta jinetes armados, dispuestos como escolta. Don Luis de Haro avisa al capitán:

—Preparad la marcha —le urge.

Todo está dispuesto para el engaño: en la puerta principal del palacio aguardan los soldados, los carruajes y la escolta. Pero no es ahí donde se acomodará el valido. Hay temor de que pueda producirse algún tumulto y de que la turba que se ha concentrado descargue sus iras sobre el privado. En secreto han preparado dos carros que esperan su salida en una puerta de servicio. Aguardan al atardecer, para que la mayor parte de los congregados se haya ido a sus casas.

El capitán asoma en la sala. Da un taconazo en el suelo y se dirige a don Luis de Haro:

—Todo está listo, señor.

Éste mira al conde-duque y el valido asiente con resignación. Está enfermo, hace días que le duelen las rodillas y no puede doblarlas para bajar las escaleras; así que dos criados lo levantan con la silla del comedor. Va sentado como un emperador antiguo, portado por esclavos. Parece un rey en su trono, pero en realidad es un condenado en la silla de la ejecución. Lo descienden a los infiernos de la vergüenza, como un malhechor, por una escalera lateral. Su trono es una vulgar silla con respaldo de piel de vaca.

Los criados balancean peligrosamente al conde en cada escalón, y con el bamboleo, la medalla rebota sobre el pecho del valido. Las escaleras de servicio son estrechas y los porteadores apenas caben en ese reducido espacio. Uno de ellos da un traspié, Olivares resbala en el asiento y se queda en el filo de la silla, agarrándose con miedo al respaldo, a punto de caerse.

—Por Dios, que descalabráis a Su Excelencia —les recrimina el de Grajal, que va custodiando por detrás la penosa comitiva.

Con prisa, salen todos al patio interior, donde aguardan los dos coches enjaezados. Suben al conde-duque a su litera, se abre con sigilo el portón lateral y la triste comitiva se pone en marcha hacia el convento de Loeches.

La tarde es fría. Vuelan los vencejos desorientados, buscando un refugio donde pasar la noche. La escolta levanta una nube de polvo mientras se aleja al galope. Está el cielo en penumbra y el horizonte en sombras. Desde las ramas de los chopos unos cuervos observan la huida del conde-duque hacia el destierro.

Mirando a través de la ventana, a Elena le pareció oír aún el galope de los caballos y el chirrido de las ruedas de hierro de los carruajes que resbalaban sobre el empedrado. Mientras se iba perdiendo el eco de las herraduras contra los adoquines en el cielo borrascoso de aquella tarde invernal, se volvió hacia Héctor y repitió:

—Vivir es aprender a perderlo todo.

—Olivares lo experimentó en sus propias carnes —añadió él—: pasó de ser el valido todopoderoso a convertirse en un desterrado.

—Sí, pero no aprendió nada. ¿Sabes que en Loeches siguió pergeñando proyectos de gobierno, como si fuera él el regidor? Cuando paseaba por el campo y veía las raquíticas cosechas de cereal, pensaba: «Las manadas de animales serían de más utilidad que estas míseras espigas.» Así que mandó que enviasen inmediatamente ¡cien parejas de conejos! Y los soltó como caza por aquellos campos recién sembrados de trigo.

—Los agricultores estarían contentos... —comentó Héctor.

—Tú verás... Pero es que Olivares seguía pensando que aún iban a llamarlo de la corte para que salvara la nación. «¿Quién como yo?», se decía a sí mismo. Verás lo que hizo un día: se presentó en la puerta de su casa un estudiante de Salamanca que afirmó haber descubierto el modo de convertir un mineral en plata. Sacó de su zurrón un trozo apelmazado, le dijo que era estaño, y de una bolsa volcó en su mano un puñado de tierra blanca. Le contó que después de probar numerosos fundidos en la fragua de su padre, había encontrado una fórmula para realizar una alquimia secreta. Rebuscó en el zurrón, sacó un paño, lo desenvolvió y le enseñó a Olivares una pequeña chapa brillante, que era, según le dijo, el trozo de plata obtenido después de refinar el mineral.

—¿Y Olivares qué hizo?

—Olivares le escuchó atónito. Pensaba que con eso se podrían recuperar las arcas de la nación. El mozo le explicó que había que fundir los materiales en la fragua, someterlos a diversas purgas y refinarlos después. Necesitaba comprar herramientas, algunas carretas de minerales y los componentes para hacer la tierra misteriosa donde estaba el secreto de la fórmula que había descubierto. Y con todo ello, le aseguró, podían levantar allí mismo la fábrica que salvaría la nación y que devolvería al privado del rey todo su poder.

—Un poco burdo, ¿no?

—¡Qué va! Eran momentos de crisis, y la gente necesitaba alimentar la esperanza. En ese tiempo fueron muchos los que se dedicaron a hacer fundidos, tratando de descubrir metales valiosos. Y al amparo de ello, progresaron los pícaros. El caso es que el conde-duque entregó al pretendido estudiante mil ducados para que reuniera todo lo necesario con que poner en marcha tan providencial empresa. Y le hizo jurar que sería allí mismo, en esas tierras, donde instalarían el taller, que estaría bajo su personal mandato y auspicio. Lo juró el mancebo y el conde-duque lo despidió en la puerta de su casa y quedó apoyado en el quicio, dichoso por la fortuna que iba a llevarle a él de nuevo a la corte, mientras veía cómo se alejaba el estudiante por el camino. ¡Había encontrado la piedra filosofal!, pensaba el soberbio valido.

—¿Adónde nos lleva todo esto? —volvió a inquietarse Héctor.

—Nos lleva al asunto que tenemos entre manos —dijo Elena, acercándose de nuevo a la mesa tras la que seguía sentado Héctor—. En uno de los legajos que se conservan en el Archivo de Palacio he leído las actas de una de las sesiones del Consejo que presidía Olivares. Allí se dice que «el privado dirigía el Consejo en nombre de S. Mg. Y por ello llevaba colgado un medallón con la efigie del rey». Ése es el medallón que ha desaparecido.

—Pero ¿qué necesidad tenía Olivares de una insignia que lo presentara como el valido que era?

—El siglo XVII era una sociedad de símbolos. Ésa era la manera que tenían entonces de expresarse. Y lo hacían en la poesía, en la pintura, en el teatro, en el amor. Los amantes se hablaban mediante símbolos: con el pañuelo, con el abanico... Los pícaros también. Y los tahúres. Y las rameras. Y los poetas. Los clérigos sermoneaban con símbolos. Calderón escribía teatro armonizando símbolos para hablar a la gente de Dios y del paraíso. Las prostitutas arrastraban a los clientes al catre con símbolos.

Elena calló un momento y miró el rostro impávido de Héctor.

—La piedra filosofal es un símbolo —añadió—. Ese medallón es un símbolo. Y quien lo haya robado lo ha hecho por lo que representa. Por ahí es por donde tenemos que investigar.

—Pero yo no puedo perder el tiempo buscando símbolos, mientras los delincuentes se deshacen del botín o planean otras acciones —objetó Héctor, levantándose del asiento.

Dio unos pasos, inquieto, por la habitación y siguió hablando:

—Mi trabajo es encontrar huellas y aportar pruebas. Yo tengo que moverme en el terreno de las certezas, no en el de las especulaciones.

El inspector David Luengo asomó la cabeza por la puerta y Héctor le hizo un gesto para que entrara. Elena comenzó a recoger su carpeta para marcharse, al ver el escepticismo con el que Héctor se planteaba estos temas. David le miró a ella y luego a él, dudando sobre si debía contar lo que sabía en presencia de Elena. Héctor le hizo un gesto de asentimiento y él comentó:

—Ya está identificada la persona que dejó sus huellas en la capilla.

—¡Bingo! —exclamó Héctor—. Hay que pincharle el teléfono y organizar los seguimientos. Que no dé un paso sin que sepamos adónde se dirige.